FERNANDO DEL PASO siempre tuvo ese aire pausado en la voz, como si hablara pensándose, no oyéndose: pensándose. Una voz grave, tranquila, de delegado de curso, de cantante de ópera, de jefe de un ejército pacífico. Voz de orden y de órdenes, una voz dotada para la sintaxis y el ritmo, creada por la naturaleza para otorgarle nombres a las cosas, para marcar con ritmo la vibración adecuada al contenido de las palabras. En Cien años de soledad cuenta Gabriel García Márquez que en un tiempo lejano hubo que nombrar las cosas para que empezaran a existir; yo me imagino a Fernando del Paso nombrando las cosas para que existieran, como si él fuera la voz del creador del mundo, que fue a la vez el creador de las palabras.
Eso fue lo primero que me llamó la atención de Fernando del Paso antes de conocerlo; me llegó por la voz, cuando lo escuchaba desde Canarias en la BBC de Londres, aunque antes me había llegado por su libro, José Trigo, al que siempre me referí entonces, en mi tardía adolescencia, como José Trigo de Fernando del Paso, como si el título y el autor formaran parte de la misma secuencia. Y fue porque el hombre que me aconsejó la novela, un abogado tinerfeño que leía más libros que nadie, me paró un día en una calle de Santa Cruz y me dijo, con el tono imperioso de los abogados del siglo XIX:
—Juanito, usted tiene que leer José Trigo, de Fernando del Paso. Ah, qué novela, muchacho, después de ese libro ninguno le parecerá ya un libro importante.
Yo escuché, claro, José Trigo de Fernando del Paso. Y desde ese momento ese fue el título entero de la novela del último Cervantes de Literatura, este hombre de voz clara y rotunda pero melodiosa, esa voz que marca el nombre de las cosas. Naturalmente luego leí el libro y me procuré todos sus libros, hasta que su voz (y su literatura) se hizo hombre y habitaba en Londres. Allí lo conocí, con su mujer, Socorro, con sus hijos chiquitos, con su sonrisa que reproduce ahora perfectamente, esa sonrisa como descreída, que se le ve en las fotos y en la realidad, cuando gana premios como el Cervantes o cuando baja las escaleras de los estrados donde recibe los homenajes que merecen el tiempo y su literatura.
En aquel momento, en Londres, en febrero de 1978, él andaba aún en la BBC, tenía 42 años. Lo primero que me causó impresión fue la ironía que mostraban sus ojos. La ironía sobre lo que ocurría alrededor, la ironía sobre lo que le pasaba a sí mismo. Sin duda, aquella ironía era y es un rasgo cervantino del escritor que tanto ha viajado alrededor del Quijote y que ha terminado abrazando el premio que precisamente lleva el nombre de su autor. Pero entonces yo, joven corresponsal español atraído por la voz y por José Trigo de Fernando del Paso, tan sólo vi la ironía de Fernando del Paso, no la ironía cervantina de Fernando del Paso.
La novela había sido publicada en España por la Alfaguara de Jaime Salinas, que editaba aquellos libros bellísimos de cubierta sobria de color malva que marcaban la edición literaria de aquellos tiempos. En ese momento ya iba por la segunda edición y había sido galardonada en el país de Fernando con el Premio México de Novela por un jurado de composición internacional. A él no le resbalaba el galardón, como no le resbaló el más reciente, ni ninguno de los que obtuvo; pero como El Quijote, o como Las Meninas, él tenía ya la capacidad para verse al otro lado del espejo, siendo además el que no está verdaderamente en el espejo.
Muchos años después, cuando le fuimos a ver a su casa de Guadalajara, apareció en el salón, donde le esperaban los fogonazos de las fotos y de los videos, vestido como una estrella de rock, de todos los colores, preparado para una fiesta loca de mediodía. Ya tenía entonces la voz quebrada por una enfermedad que no le había roto la risa, así que su apariencia era la de un hombre que, como aquel joven de 1978, se reía tanto de su sombra como Sancho de la sombra del caballero de la tristísima figura.
Como si el tiempo se hubiera acordado de él para rendirle pleitesía al pasado, ahí estaban, en el México de 2014, algunas de las figuras principales de aquel Londres del invierno de 1978. La hija Paulina, la mujer, Socorro, el orden en la casa, esa alegría ordenada por un silencio musical que habita su entorno como si fuera una melodía muda en la que van a sobresalir los colores de su pintura, las palabras de sus libros, los diálogos de su teatro o, simplemente, el rojo, el amarillo, el rosado, las tinturas inolvidables de la ropa con la que nos vino a saludar.
De nuevo era Fernando del Paso (el José Trigo de Fernando del Paso) que venía a nuestro encuentro, rememorando el tiempo en que lo escuché nombrar por vez primera en la calle Goya de Santa Cruz de Tenerife, donde fui a comprar su primer libro grande.
Lo conocí (como lector) con José Trigo y lo conocí personalmente con Palinuro de México. Entre los dos hubo un largo tiempo (de 1966 a 1978), pero la voz, la de la radio, la de la literatura, no había cambiado: se había hecho, de todos modos, más clara, más audible. Él creía que José Trigo había nacido para dominar el lenguaje, mientras que Palinuro le había permitido contar historias, dibujar personajes con nombre propio. Esas dos magistrales muestras de su madurez lo hallaron aún joven, y aunque entonces nos separaban bastantes años, el periodista buscaba en el escritor arañar la edad de un colega que había triunfado, cómo era eso, cómo se sentía. En ese momento me impresionó también su humildad, la gracia con la que desmentía los artilugios de la fama literaria. No es que la desdeñara, es que no formaba parte de su quehacer. Del mismo modo que se había despojado del lenguaje como única aspiración de su literatura, no había adquirido nunca la manía de la fama como objetivo o afán de su escritura.
Era ya un artista que manejaba (o iba a manejar) todos los géneros pero que actuaba como Picasso a la hora de encontrarse. Me habló sobre sus afanes cotidianos todavía juvenil en aquel entonces: “Me siento a la máquina de dos a tres horas diarias, aunque no tenga nada que decir. Y cuando me parece que tengo menos que decir, esas dos o tres horas resultan más fructíferas. Por otra parte, creo que se escriben libros no sólo cuando se escriben físicamente, sino cuando uno se informa, sueña, vive, camina y lee”. Esa pasión por el encuentro (la lectura, la información, la vida, el camino en suma) lo llevó a libros que ahora son esenciales para entender su interpretación novelada de la historia (Noticias del Imperio), su hallazgo civil de mitos contemporáneos (la tragedia de Lorca) o la traslación humana y poética de su manera (y su práctica) de ver la vida. La pintura, además, era una pasión pura, que se transmite como literatura también en Palinuro de México, de modo que estábamos ante un renacentista cuyo aplomo, además, se reflejaba en su voz tranquila, convincente, de narrador capaz de meter en un puño (como Breton) todas las islas de su imaginación.
De aquella experiencia de nuestro primer encuentro recuerdo la eficacia sentimental de su nostalgia de esas noticias que recibía del imperio perdido. Me dijo: “Vivir fuera de mi país me ha afectado muchísimo, pero resulta difícil apreciar en qué grado. Yo estoy de acuerdo con Ernesto Sábato en el sentido de que la ausencia del propio país aumenta la perspectiva. Hasta qué punto tal perspectiva se acentúa depende de la edad y del tiempo en que uno viva fuera, así como del lugar en el que se produzca el trasplante. Yo proyecto regresar a México y estar allí, en la capital, el tiempo que me permita la propia estructura de la ciudad, que es ahora invivible”.
Volvió al país, comprobó que la bruma de la capital no estaba hecha ya para él y para los suyos y se fue a aguas más claras, a brumas menos insoportables. Muchos años después (¡casi cuarenta!), en esa casa de Guadalajara, vestido como para una fiesta, haciendo bromas por encima de las dificultades con las que ya se hallaba su voz de trueno tranquilo, Fernando del Paso tenía la misma cara bondadosa y también irónica que hay en la fotografía en la que se le ve (en una página impar, la 29, de El País de España, edición del 28 de febrero de 1978) contándole al periodista, que era yo, algo que está diciendo al menos en tres dimensiones: con los ojos, con la voz y con los dedos, como si ésa fuera una muestra mayor de todas sus habilidades: el que ve, el que escribe, el que pinta también los colores de lo que pasa. Él creía, en aquel primer encuentro, que después de Europa ese regreso se iba a poner cuesta arriba; pero la literatura es el mejor puente, de modo que cuando volvió a su país ya era otra vez Fernando de México, un palinuro dispuesto a seguir huellas (como la de Juan Rulfo, tan presente en José Trigo) que no eran sombras sino caminos.
En aquel momento caminaba con una idea sola en la cabeza: escribir de lo que él ya llamaba imperio mexicano: “y no será una novela histórica ni una historia novelada, sino una novela, simplemente”. Para él, decía entonces, “la novela es imaginación. Y esta obra que voy a escribir se abrirá con una frase: ‘La imaginación, la loca de la casa’. Y estará llena de historias porque, al igual que a Borges, a mí me apasionan las anécdotas”. A Fernando del Paso le parecía injusta tanta insistencia en su literatura, cuando era su pintura la que lo esperaba en ese momento en que estaba entre una novela hecha y otra que sólo estaba dibujada en su imaginación, aquella loca de la casa. Su objetivo en ese momento era pintar sus libros, las historias de sus libros, como si los pensara en color o mediante dibujos. La sensación que tuve entonces fue que se planteaba cada obra como si ése fuera su primer proyecto.
Tantos años después aquel Fernando del Paso tenía la misma barba redonda, que ya era una barba blanca, la misma picardía en los ojos, la misma familia comprensiva e ilusionada que le festejaba en Londres, el mismo sosiego alrededor; pasaba las hojas de los libros como primeros proyectos, y afrontaba el rumor invencible del Cervantes como si eso le estuviera pasando a otro, al Otro de Borges o al Otro de Fernando del Paso o incluso al Otro de José Trigo de Fernando del Paso, como había escuchado yo su nombre más de cuarenta años antes, cuando ya había sido publicada la que durante mucho tiempo fue la más famosa novela suya.
Algún tiempo antes, en una de las aulas abarrotadas de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, a aquel Fernando de la voz segura le tenían que traducir las palabras, aquejado ya por una enfermedad que él se ha tomado con una serenidad que se parece a la de toda su familia; al final de su discurso, él tomó su propia voz y la agitó en el aire con una decisión emocionante. Se dirigía a los gobernantes mexicanos, conmovido por lo que había sucedido en su país meses antes, y este fue su grito ante la memoria de los 43 muchachos de Iguala: “¡¡Todos somos Ayotzinapa!!” Nos levantamos con su voz, como si de pronto él mismo hubiera recuperado el acento universal y civil de la protesta, y fue como si nos hubiera lavado la cara de lágrimas y de vergüenza e incluso de tiempo, escuchábamos de nuevo a Fernando en la vieja BBC que oíamos bajo las mantas militares del franquismo. Era Fernando del Paso en estado puro, un hombre libre que salía a caminar, con Don Quijote, por las veredas de su conciencia y hallaba en esa voz obtenida de la difícil huella del tiempo el vigor que habita en su rabia.
Algún tiempo después, tras las alegrías de su premio cervantino, que sucede al propio premio FIL (o Juan Rulfo) mexicano, el Fondo de Cultura Económica me pidió que prologara un libro de Fernando del Paso, como si el paso de aquel 1978 a este 2016 de su coronación española (e iberoamericana) fuera un símbolo de aquella primera reunión con él, bajo los nubarrones de Londres. El libro (que ahora está en las manos del lector) es Viaje alrededor de El Quijote, y desde que empieza resulta hijo verdadero de un discípulo muy ilustre y muy apasionado, del manco… Pues representa al alocado protagonista de la mejor obra literaria en español ante una jaula de leones lanzando una imprecación sobresaliente: “¿Leoncitos a mí?”, que Fernando asocia con otra frase imperecedera de uno de los acompañantes del inmortal peregrino: “Paciencia y barajar”. Considera Del Paso que entre todas las grandes frases que hay en el episodio de la Cueva de Montesinos “esa frase se lleva las palmas por su incongruencia”. Pensé rápidamente que esa frase, que de manera natural se tradujo a la vida de diario en la España posterior, donde falta paciencia y sobra barajar, subyace de manera sabia en el propio carácter cervantino de Fernando del Paso, pues a lo largo de los años, de tantos años, él ha tenido paciencia para seguir barajando. Nunca se dejó tentar por suertes vanas, siguió caminando por las veredas del arte, no le vendió su alma al diablo, mantuvo la cultura como materia inviolable de su inspiración y no dejó que ese sustento de la loca de la casa fuera el único material de su trabajo. Este libro, por cierto, es herencia de esa minuciosidad, de su laboriosidad suprema, de su utilización docta (pero también ágil, rítmica) de la documentación que ha manejado: es a la vez un bibliotecario y un lector, pero sobre todo es un ser andante cuya voz le ha dado el ritmo, la fuerza, para seguir creando, para seguir diciendo, a veces venciendo los dolores que trae el tiempo: aquí estoy yo, soy Fernando del Paso, sigo creyendo y creando, y soy un hombre libre como este Quijote cuyo viaje acompaño entre duelos, quebrantos y la alegría de imaginar.
Los dejo entrar ya en el libro; háganlo pensando que, mientras lo escribió, Fernando del Paso siguió sonriendo, paciente y barajando, como Sancho mirando las ocurrencias de Don Quijote, que probablemente se parecía también a José Trigo de Fernando del Paso.
JUAN CRUZ RUIZ
Madrid, 15 de febrero de 2016