ALGUIEN, de cuyo nombre no es que no quiera, sino que no puedo acordarme, descubrió las enormes, irreparables pérdidas que sufrió el Occidente tras su encuentro con América. Me referí antes a una de las más dolorosas: la doble pérdida del paraíso. Pero hubo otras, y muy graves.
El viaje como imagen de la vida y el viaje como aventura de la imaginación han sido dos constantes de nuestro pensamiento. Le dedicaré primero un espacio a la segunda de esas constantes. En las épocas en que no se sospechaba que el mundo era redondo, e incluso en aquellas en las que, aunque la lógica y los conocimientos apuntalaban esa idea, se carecía, sin embargo, de la certeza, de la experiencia física que la comprobara; en esas épocas, decía, eran las islas lejanas y desconocidas —inventadas más bien, inexistentes— el terreno feraz donde mejor se daban las leyendas fantásticas. La ignorancia sobre los límites de la tierra las prohijaba.
Las tradiciones celtas dan cuenta de algunas de ellas. El viaje de Bran el irlandés, por ejemplo, a la isla de la risa. Las aventuras de su coterráneo Maeldúin en la isla del pozo cuyas aguas daban cuenta de todos los sabores de la tierra. Y, en fin, las correrías de san Brendano y los paseos y exploraciones de Hui Corra y de tantos otros privilegiados viajeros cuyas aventuras nos cuenta en un bello estudio, El otro mundo en la literatura medieval,1 Howard Rollin Patch. Ese otro, o mejor sería decir esos otros mundos, eran universos que compartían la idea de una existencia sin sufrimientos, sin vejez, donde los años pasaban como horas en el deleite absoluto. Y por supuesto, sin hambre: eran cada uno el país de Jauja, donde las puertas de los palacios o fortalezas solían ser de cecina y “de requesón las jambas, las columnas de queso añejo”, como se narra en la Visión de MacConglinne, otra de las leyendas más conocidas. Además, por si esto fuera poco, en las islas maravillosas de las mitologías celtas y germánicas, amén de ríos o manantiales de leche y miel, los había, por supuesto, de cerveza.
Pero algo más importante compartían muchas de estas fabulosas invenciones: su residencia en la Tierra. No en otro mundo, no en el cielo o en el infierno, no en las estrellas, sino en la Tierra.
Otras leyendas, como sabemos, sí hablaban de viajes fantásticos a otras dimensiones, cuyos protagonistas eran, a veces, los muertos con todo y sus cuerpos —que, por ejemplo, según el Rig Veda, viajaban al cielo con alas—, o los vivos, o las almas de los vivos. Entre los primeros, encontramos personajes históricos de carne y hueso. De más carne que hueso, supongo, en el caso de Carlos el Gordo, a quien una figura esplendorosa que sostenía un hilo brillante lo guió por el laberinto de los infiernos y los valles ígneos. Alejandro el Grande, por su parte, viajó a la tierra de los aventurados y a otras fantásticas regiones, ayudado, por cierto, por dos buitres que levantaron el vuelo tras un trozo de hígado que pendía de una garrocha a la que estaban uncidos. A Alberico de Settefrati lo ayudaron y condujeron, en su viaje al infierno y los siete cielos, san Pedro y una paloma. La referencia a los viajes de estos personajes, tanto los que existieron en la realidad como los que fueron producto de la imaginación —y que por lo tanto viven aún: ésos son los verdaderos inmortales— sería desde luego, aunque fascinante, prolija en exceso. Por otra parte, algunos escritores brillantes, como el ya citado Rollin Patch, se han ocupado ampliamente del tema. Que basten unos cuantos ejemplos. En De la república de Cicerón, éste nos habla del sueño que tiene el joven Escipión, quien viaja a los cielos y conoce la disposición de las esferas y la combinación de su música. Es interesante recordar que el Escipión del que habla Cicerón es Emiliano, llamado “el segundo africano”, y que no es otro que el protagonista del sitio de Numancia, que inspiró la que fue quizá la mejor obra de teatro que escribió Cervantes, y cuyo título es el nombre de la célebre ciudad.
En Las mil y una noches encontramos también, como todos sabemos, narraciones de viajes fantásticos como los realizados por Aladino en su alfombra mágica o, por supuesto, los de Simbad el marino. En la Eneida de Virgilio, Eneas, guiado por la sibila de Cumas, desciende a los infiernos, cruza el Leteo, habla con la sombra de su padre muerto y allí, en esas honduras, le es revelado el destino de las almas y el futuro de Roma, ciudad que estaba a punto de fundar. Dante aprovecha la experiencia de Virgilio para que éste lo guíe por el infierno, el purgatorio y el cielo. Otras mitologías nos ofrecen también ejemplos de viajes sobrenaturales. Es el caso desde luego de Prometeo, quien viajó a los cielos para apoderarse del fuego. El de Jasón, que tras navegar por el mar de las maravillas, derrotó al dragón que guardaba al Vellocino de Oro para rescatarlo de sus garras. El de Orfeo, quien además de acompañar a los Argonautas en su viaje a la Cólquida, debió descender a los infiernos para que Eurídice volviera a la vida. El de Perseo, quien, después de segar la cabeza de Medusa, viajó en el lomo de Pegaso, el caballo alado, y salvó a Andrómeda. El de Faetón, hijo del sol, que no supo conducir el carro de su padre y lo acercó tanto a la Tierra que comenzó a incendiarla. El de Perséfone, que cada seis meses vuelve al oscuro Tártaro para reunirse con Plutón, y al cabo de otro medio año regresa a la Tierra para bendecirla con la primavera. Y es el caso también del largo viaje de regreso a Ítaca de Odiseo o Ulises, pletórico de milagrosos acontecimientos. O el de Dédalo y su hijo Ícaro que, como sabemos, terminó trágicamente cuando este último murió, por acercarse demasiado al sol y derretirse la cera con la que se había pegado, a la espalda, un par de alas artificiales. Por otra parte Isis, la diosa egipcia, se vio obligada a viajar a catorce tierras distintas, y cumplir así la macabra tarea de recuperar los catorce fragmentos del cuerpo de su esposo Osiris, destazado y desperdigado por Tifón, hijo de la Tierra y padre de la Quimera. Hércules fue, como sabemos, uno de los héroes más viajados de la mitología, ya que debió dirigirse a Nemea para matar a un león, a Lerna para cortarle a la Medusa, de un tajo, sus siete cabezas, a Creta para domar a un toro que sembraba la desolación, y a otras nueve regiones más, a fin de cumplir los doce trabajos que le fueron asignados.
O, entre tantos otros, y en lo que corresponde a las leyendas de nuestra mitología náhuatl, los varios viajes de Quetzalcóatl, el dios blanco y barbado, civilizador y taumaturgo, que llegó un día a Tula, para reinar en ella, y que de Tula, cuando se aparecieron las brujas de Huitzilopochtli, huyó a Cholula, y de ésta a Coatzacoalcos y allí, a la orilla del mar, según una de las variantes de la leyenda, murió en una hoguera. Bajó entonces al Mictlan o reino de los muertos, donde recogió los huesos de sus antepasados para hacer con ellos a los nuevos hombres. Del Mictlan, renació como estrella matutina y estrella vespertina, de lo que derivó su dualidad preciosa. Otras tradiciones afirman que no murió en la costa del Golfo, sino que se fue a Yucatán, donde adoptó el nombre de Kukulcán.
Pero de pronto, la faz del mundo cambia: se vuelve redonda y se muerde la cola. Antes, cuando se creía que los límites de los océanos eran abismos en los que volcaban sus aguas desde siempre y para siempre —nadie explicó nunca de dónde podía salir tanto líquido—, la imaginación quedaba en libertad para suponer que esas torrenciales fronteras podían estar a treinta días de viaje por mar, o a diez mil. Era más fácil, por lo mismo, creer en la existencia de longincuas islas fantásticas. O pensar, como se pensaba, que en algún lugar de la Tierra había sobrevivido el Paraíso. Los viajes de Colón, las expediciones de Magallanes y el periplo de Sebastián Elcano, seguido de otras circunnavegaciones, ciñeron de manera brutal esas distancias, que dejaron de ser inconmensurables.
Al reducirse el planeta a medidas terrenales, Occidente se dio cuenta de que el Paraíso no existía en este mundo. Se perdió así, decía, por segunda vez, y con él murieron también las leyendas de la Atlántida, de la mítica Ofir, del Reino de las Amazonas, de la Fuente de la Eterna Juventud y de las Islas Afortunadas. En un principio, es verdad, algunas leyendas encontraron pábulo, pero tampoco sobrevivieron, como la de El Dorado. Otras, se desmoronaron antes o después, como la de Gog y Magog, la de los Hiperbóreos, la del país de los pigmeos. Pero algo más se puso en tela de juicio a partir de la llegada de Colón a nuestro continente. Apenas en convalecencia de la bárbara herida que le causó el reconocimiento del heliocentrismo, Europa —Occidente— estaba mal preparada para aceptar la existencia de otros mundos —así fuera uno solo, el nuevo— que se salieran de la órbita de la cosmogonía bíblica. El padre Acosta, autor de la Historia natural y moral de las Indias se preguntaba, con doloroso asombro, cómo era posible que existieran en el continente americano animales como la iguana, el armadillo, la llama, el ñandú, el mono araña o el perro chihuahueño, siendo que nunca tuvieron oportunidad de subirse al arca de Noé.
Otros, mientras tanto, se preguntaban a su vez por qué, si se suponía que los Reyes Magos eran representantes, en el nacimiento de Cristo, de todas las partes del mundo, por qué, decíamos, no llegó a Belén un cuarto rey mago: el de América. Era también inadmisible que los indios americanos fueran originarios de su propio continente y no —como el resto de la humanidad—, descendientes de Adán y Eva. Europa no descansó hasta inventar teorías, como la emigración de asiáticos hacia Norteamérica a través del estrecho de Bering, que justificaran la presencia, en el Nuevo Mundo, de sus habitantes. Nadie pensó que la emigración pudo haberse efectuado en sentido contrario. Es decir, de América a Asia, por la misma vía. Pero ya era tarde: las historias del Viejo Testamento habían caído en un irreversible proceso de transformación de dogma a mitología. Tampoco les cabía en la imaginación a los europeos que la palabra del Señor no hubiera llegado a los aborígenes americanos, así que no faltó quien afirmara que de esa tarea se había encargado santo Tomás apóstol, el cual no era otro que el mismo Quetzalcóatl. Esta teoría acude a una coincidencia singular: el sobrenombre de Tomás apóstol era el de Dídimo, que quiere decir “gemelo”. Y la segunda parte del nombre del dios azteca, cóatl, además de significar “serpiente”, quiere decir también “gemelo”. O “cuate”, como sabemos que se dice en México. A Quetzalcóatl también se le llamó “mellizo” por el hecho de representar, según la leyenda, tanto a la Venus de la aurora como a la del crepúsculo. En esto se basaron historiadores de renombre como Betancourt, Boturini, el padre Mier y Carlos de Sigüenza y Góngora, para afirmar que, en efecto, Quetzalcóatl había sido santo Tomás.
La distinguida hispanista María Rosa Lida de Malkiel se encargó de hacer un nutrido apéndice que se agregó al libro de Rollin Patch, con el título “La visión de trasmundo en las literaturas hispánicas”,2 estudio que se remonta hasta el poema de Berceo, Milagros de nuestra Señora, y a la Cantiga CIII de Alfonso el Sabio, obras, ambas, que incluyen viajes al Paraíso. Por otra parte, se nos recuerda que en el Triunfo de amor, Juan del Encina conduce a su personaje al riquísimo Palacio de la Libertad, y que en las aventuras de los caballeros que inspiraron a Don Quijote, abundan los viajes fabulosos. El caballero Cifar, donde entre otras cosas una nave viaja sola por los mares, guiada por el Niño Jesús, es quizá, nos dice Lida de Malkiel, la obra hispánica medieval más rica en representaciones del más allá. También en Palmerín de Inglaterra y en Don Cirongilio de Tracia el destino arrastra a los protagonistas a regiones milagrosas. Por su parte Amadís de Gaula se pasea por multitud de islas paradisiacas o infernales; Esplandián cae en un pozo que prefigura la cueva de Montesinos y en donde una serpiente de la que brotan llamas se transforma en Urganda la encantadora, y Orlando visita también una serie de islas prodigiosas, en tanto que Astolfo, en busca de su razón perdida —la de Orlando— viaja a la luna en el carro de fuego del profeta Elías. Y en La Araucana, el poema épico de Alonso de Ercilla, al que alude Cervantes en El Quijote, se cuentan también viajes maravillosos a regiones edénicas donde se solazan ninfas y sátiros. En una de esas amenas regiones encontramos un prado donde se levanta un muro de jaspe, pórfido y amatista, con una puerta de cedro donde hay “mil sabrosas historias entalladas”.
Las crónicas de viajes verdaderos, y al mismo tiempo maravillosos, en el sentido terrenal de la palabra, llenaron un tanto ese vacío. Las reseñas de Marco Polo, las cartas de Colón y de Vespucci, desde luego; las crónicas de Cook y de los viajes equinocciales de Humboldt o la vuelta al mundo de Bouganville, obras que inauguraron una tradición que perduró varios siglos, y que le dio al mundo libros deliciosos, como El viaje sentimental por Francia e Italia de Lawrence Sterne, el Viaje al Oriente de Gérard de Nerval o, en nuestro siglo, Bourlinguer de Blaise Cendrars. Algunas de estas obras fueron el preámbulo de la aparición del paisaje en las novelas, como fue el caso de Bernardin de Saint-Pierre cuyas observaciones sobre la lujuriante naturaleza de la Isla de Francia —hoy Mauricio—, que fueron publicadas en 1773, sirvieron, unos cuantos años después, como escenario para su célebre novela Pablo y Virginia. Se ha señalado por otra parte que Tristes tropiques, obra de quien siempre dijo aborrecer los viajes, el etnólogo Claude Lévi-Strauss, es uno de los libros de viajes más apasionantes que se han escrito. En este sentido, podríamos considerar como relatos de viajes a través de la historia de la humanidad y de la imaginación colectiva, y también a lo largo y redondo de la geografía de nuestro planeta, otros libros de etnólogos y antropólogos célebres, por ejemplo la obra de Margaret Mead sobre las costumbres y la sexualidad en Oceanía —muchas de las cuales resultaron falsas, pero no así el viaje—, o el fascinante libro de James George Frazer, La rama dorada. Con la advertencia, casi innecesaria, de que las obras de estos y otros especialistas presentan diversos grados de facilidad y felicidad en su lectura. Nada de esto, como puede suponerse, ninguna reseña verdadera ha impedido la creación y el goce de creaciones literarias anteriores o posteriores a estas crónicas, en las que se narran viajes fantásticos y en las que abundan no sólo aquellas obras que solicitan y obtienen la complicidad, y por lo tanto la credibilidad del lector, sino también las narraciones que no pretenden reclamar ese crédito, ya sea porque se trata de alegorías más o menos claras —Cándido y Micromegas de Voltaire, por ejemplo— o de juegos donde campean una exageración y un humor desorbitados, en demérito de la verosimilitud.
Ejemplos clásicos de una y otra especie son desde luego Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift o las historias incluidas en Las aventuras extraordinarias del Barón de Münchhausen, así como el caso de Luciano de Samosata, quien vivió en el siglo II de nuestra era. Considerado como uno de los más grandes humoristas de la historia y padre del diálogo satírico, fue autor de numerosas obras, entre ellas El elogio de la mosca, Juicio de las vocales y la más conocida de todas, Historia verdadera, la menos verdadera de las historias, en la que los pasajeros de un barco griego, llevado por los vientos, viajan a la Luna y después a Venus. En nuestro satélite, los viajeros se enteran de que los habitantes usan órganos genitales exteriores artificiales: los de los ricos son de marfil, los de los pobres de madera. También se destaca sin duda La historia cómica de los estados e imperios de la Luna de otro gran escritor satírico, paladín de la libertad, Cyrano de Bergerac —cuya vida legendaria, como sabemos, inspiró a su vez varias obras literarias, la más famosa de ellas la de Edmond Rostand—. En el libro, Cyrano asciende a la Luna gracias a un método insólito: se ata al cuerpo varias botellas llenas de rocío y, al seguir éste su tendencia natural a subir al cielo, asciende junto con él.
En su historia de la literatura de ciencia ficción, Billon Year Spree, el autor inglés Brian W. Aldiss nos recuerda otros casos notables. Dos de ellos, del siglo XVII: el del astrónomo alemán Johannes Kepler, quien en su célebre Somnium [Sueño], cuenta el viaje de Duracotus a la Luna. La visión de Kepler es sobre todo de carácter científico. Algunas décadas más tarde, Athanasius Kircher, en su Itinerarium Exstaticum, inventa a un ángel que lleva a los cielos al protagonista, para que en ellos complete su educación. Y en el siglo XVIII, nos recuerda Aldiss, nace un personaje extraordinario, Nicolas Restif de la Bretonne, “el Voltaire de las mucamas”, como lo llamó alguien, considerado sin embargo por más de un biógrafo como un profeta que vaticinó la existencia de los bombardeos aéreos, los satélites artificiales, los misiles interplanetarios, la energía atómica y la bacteriología, entre otras cosas. Y también de algunas teorías sociopolíticas que cambiarían el curso de la historia; en su obra, en cuatro volúmenes, La Découverte Australe par un homme volant, literalmente El descubrimiento austral por un hombre volador, en la que en efecto aparece un hombre que vuela en un aparato desde luego más pesado que el aire, combinación de helicóptero y paracaídas, se describe una sociedad utópica comunista.
Como es sabido, la literatura de ciencia ficción, cuyos precursores fueron, entre otros, Julio Verne y H. G. Wells, está poblada de viajes, tanto a través del espacio como del tiempo, e incluso a través de varias dimensiones. Unos, posibles y probables. Otros, cercanos a la inverosimilitud, casi fantásticos. La lista de estos paseos sería, por supuesto, muy larga. En forma paralela a este género ha subsistido, desde luego, la novela de los viajes creíbles, en primera instancia, por así decirlo, como La vuelta al mundo en ochenta días del propio Verne, Robinson Crusoe de Daniel Defoe, Tartarín en los Alpes de Alphonse Daudet, De los Apeninos a los Andes de Edmundo D’Amicis o La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Sin olvidar que, dentro de las narraciones verosímiles de otras épocas, que nos hablan de las andanzas y el errar vitalicio de sus personajes, debemos incluir varias novelas picarescas, como El Lazarillo de Tormes y Guzmán de Alfarache. Distinto, dentro de la picaresca, es el caso de El diablo cojuelo, cuyo protagonista, Don Cleofás, tuvo el privilegio de volar por encima de Madrid guiado por el diablillo que le da título al libro, y quien por arte de magia destechó todas las casas de la capital española para que su compañero pudiera enterarse de la vida y milagros de todo el mundo. Esta relación no estaría completa sin la mención del tránsito de Alicia a través del espejo de Lewis Carroll, y del viaje de Saint-Exupéry al planeta de El principito.
La imagen, la idea del viaje, se ha aplicado, como se sabe, a la existencia misma: la vida es un viaje de la infancia a la vejez y a la muerte. De la matriz a la tumba —“from womb to tomb”, como dicen los ingleses—. Un viaje por las cuatro estaciones de la vida, que por lo mismo comienza en la primavera de nuestra edad y acaba en el invierno. Sin embargo, con la muerte sólo el cuerpo deja de viajar: el alma continúa hacia las alturas o las profundidades. Con la idea de la vida como un peregrinaje, el inglés John Bunyan escribió una novela simbólica que tuvo una enorme trascendencia: Pilgrim Progress, un libro presente en casi todos los hogares ingleses desde su aparición, a mediados del siglo XVII, hasta el fin de la época victoriana, que narra el viaje de un peregrino que abandona la ciudad de la destrucción, cruza las marismas de la desesperanza, el valle de la sombra y de la muerte y la ciudad de la vanidad, para llegar a la ciudad celeste cuyas puertas se entreabren para él.
El doble significado que en inglés tiene la palabra journey, unas veces usada como “jornada” y otras como “viaje”, nos recuerda que cada día, también, emprendemos un viaje de la mañana a la noche, lleno de peligros y peripecias. Una de las obras más grandes de la literatura universal, el Ulises de Joyce, como sabemos, no es otra cosa —aparte de ser mil cosas más— que la historia de la larga y accidentada jornada vivida por un judío irlandés, Leopoldo Bloom: la del 16 de junio de 1904. Creo que no sobra recordar que esta jornada calca y parodia la Odisea, de Homero, y reduce a la escala de las aventuras y desventuras mediocres, triviales y pedestres de todos los días, los viajes portentosos de Ulises, hasta su regreso a Ítaca donde lo espera Penélope —en la novela, Molly Bloom, que cada noche teje y desteje su interminable cantilena—. Hay, desde luego, otras obras notables cuya idea primordial —con frecuencia anunciada desde el título— es la de un viaje simbólico que comprende toda la vida, una parte de ella o sólo un día. La leyenda de Sísifo puede aplicarse a la lucha cotidiana y rutinaria: cada mañana tenemos que cargar, cuesta arriba y hasta caer rendidos en la noche, con el peso de nuestra propia vida y sus pesares, para repetir la ingrata hazaña al día siguiente. Louis Ferdinand Céline, famoso tanto por su talento como por su ideología fascista, nos dio, en Viaje al fin de la noche, la visión de la existencia como un infierno que no tiene otra salida que la muerte, o en otras palabras, la oscuridad, la noche eterna. Largo viaje de un día hacia la noche, del gran dramaturgo Eugene O’Neill, trata también del infierno que sufre todos los días una familia —la del propio autor, por cierto— condenada a una miseria espiritual insufrible.
Por último Moby Dick, la famosa novela de Herman Melville en la que varios críticos han señalado la influencia de El Quijote —el protagonista, el Capitán Ahab, es un monomaniaco, y el punto de partida de la historia, nos recuerda Manuel Durán, es también una biblioteca—, ha sido considerada como un viaje a las profundidades de la conciencia.
Y llegamos a Cervantes y a su Don Quijote. Ramiro de Maeztu, en su ensayo dedicado al Quijote, compara la novela de Cervantes con la epopeya portuguesa Os Lusíadas, única obra, afirma, capaz de parangonarse con ella. En la obra de Camões, afirma Maeztu, “se encuentra la expresión conjunta del genio hispánico en su momento de esplendor. Allí están su expansión mundial y su religiosidad característica: la divinización de la virtud humana”. Por esta razón, continúa el crítico español, “habría que habituarse a considerar Os Lusíadas y El Quijote como las dos partes de un solo libro escrito por dos hombres, a pesar de su disparidad aparente… donde acaban Os Lusíadas comienza Don Quijote”.3
En mi opinión, estas dos obras maestras se parecen en algo más. Ambas son libros de viajes. Viaja Don Quijote por la geografía de España: La Mancha, Aragón, Cataluña, viaja por la historia de su país y de Europa, y viaja también, se extravía, en los laberintos de la locura y, como lo han querido algunos críticos, viaja también, de regreso, a la cordura. Y Os Lusíadas, inspirada en la verdadera expedición a Calicut del navegante portugués Vasco de Gama, es un viaje por mundos fantásticos. Lida de Malkiel, en la obra citada, hace un recuento de algunos de estos portentos. Entre ellos, de la visita a la ciudad sumergida, y de la ascensión de Vasco de Gama, guiado por la ninfa Tetis, a la cumbre de un monte, cubierta de rubíes y esmeraldas, desde la cual contempla “el universo tolemaico”4 en miniatura. Al mismo tiempo, estas dos obras llevan en sí el germen de su fracaso. Don Quijote viaja también por un pasado —el de las mejores tradiciones caballerescas— del que nunca habría de volver, y no sólo es vencido y humillado por el Caballero de la Blanca Luna, sino que sufre una derrota infinitamente más dolorosa y absurda, que es la que él mismo se inflige, al renunciar a seguir siendo Don Quijote, para volver a ser Alonso Quijano, en un acto que oscila entre el asesinato artero de un personaje literario, o el suicidio de éste. Y los viajes de Vasco de Gama y de otros ilustres navegantes portugueses y españoles, al reducir las dimensiones del mundo, como decíamos, dieron muerte a algunas de las leyendas más bellas, y sobre todo más significativas, que la imaginación occidental había dado a luz. Desde luego —y esto sería un tema que valdría la pena tratar aparte—, no hubo pérdidas nada más para Occidente. Por ejemplo, en lo que a Portugal concierne, los periplos y travesías de sus exploradores se tradujeron en la incorporación a las construcciones portuguesas no sólo de instrumentos de navegación como brújulas y astrolabios, o de conchas y caracoles marinos, sino también de motivos arquitectónicos trasplantados de la India y la China, elementos todos que, en su conjunto, florecieron en la gloria del barroco manuelino.
Pido perdón por dos digresiones: la anterior, y la que sigue: creo que vale la pena señalar la frecuencia con la que, en estas leyendas y fantasías, el personaje principal tiene oportunidad de contemplar un momento de la historia como quien la contempla en la esfera de cristal de un adivino que revela, no el futuro, sino el pasado. Las visiones, como corresponde a esta clase de imágenes, suelen ser totalizadoras e intemporales. En la ya citada Araucana, de Alonso de Ercilla, el protagonista es transportado, al igual que De Gama, a un monte desde el que constata la redondez de la Tierra, y se le muestra la batalla de San Quintín. Más adelante, es llevado a una cámara de cristal, pedrería y columnas de oro, en medio de la que, en un globo “de gran artificio”, contempla la batalla de Lepanto. Por otra parte en la obra de Juan de Mena, Laberinto, el poeta —nos recuerda Lida de Malkiel— tiene la oportunidad de ver, desde la Casa de la Fortuna, “el orbe universo”.5 Visiones estas, se me ocurre, que pueden considerarse como un viaje a través del tiempo hacia el pasado, o como una condensación del tiempo, y con él del espacio —una miniaturización, por así decirlo, de uno o de otro, o de ambos—, que recuerda la situación privilegiada de esos personajes de Italo Calvino en Las cosmicómicas, habitantes de lejanos sistemas planetarios que, gracias a muy potentes telescopios, podían contemplar lo que había sucedido quinientos o mil años antes en otro lugar del universo, situado a muchos años luz de su mundo: nuestra Tierra.
Mal podríamos hablar de El Quijote como un viaje de la imaginación, sin dedicarle unas palabras a otras dos obras de Cervantes. Una de ellas, a pesar de ostentar la palabra “viaje” en su título, nada tiene que ver, en realidad, con movilización alguna, como no sea por el mundo de la mofa. Se trata, desde luego, de Viaje del Parnaso, obra en verso que, como sabemos, compuso Cervantes para burlarse de un gran número de escritores, escritorzuelos, poetas y poetastros de su época y de su España, y al mismo tiempo para expresar su admiración por unos cuantos. La otra obra es Los trabajos de Persiles y Sigismunda, libro por demás singular, el último que salió de la pluma del genial alcalaíno. Basten por ahora dos o tres referencias. Una, la de Casalduero, quien afirma que el viaje del Persiles nos conduce “de la creación del hombre hasta la Roma Santa”.6 Otra, la de Basanta,7 quien nos recuerda que en el Persiles Cervantes emplea como esqueleto de la obra la idea de la novela bizantina de un largo viaje en el que se confunden espacios reales y fantásticos. Pero… ¿se confunden? Lida de Malkiel nos indica que “un extraño rasgo del Persiles es, precisamente, cierta ansia morbosa de acumular visiones mágicas y milagros, y fatigarse luego por exhibir sus resortes racionales y ortodoxos”.8
El Ulises de Joyce, decíamos, es una parodia de la Odisea, lo cual es subrayado por su autor en cada página del libro, y esto lo sabe muy bien, desde que fue publicado en 1922, todo aquel lector que se ha acercado a este monumento con un mínimo de preparación. Lo que constituyó una novedad fue —o fueron, mejor dicho— los paralelismos que Arturo Marasso Rocca9 descubrió entre El Quijote y la Eneida, y entre El Quijote y las aventuras de Ulises, el Ulises de Homero, aunque creo que sería conveniente aclarar que Vicente de los Ríos se le adelantó con unas cuantas observaciones al respecto. Leí con placer la obra de Marasso, después de que me la hubiera dado a conocer Mauro Olmeda en su libro El ingenio de Cervantes y la locura de Don Quijote, donde encontramos varios ejemplos que intentan ilustrar esta suposición. Olmeda toma la precaución de indicar que la influencia de las grandes obras de la antigüedad clásica en la elaboración del Quijote fue señalada por el ya citado Vicente de los Ríos y negada por Fernández de Navarrete y por Urdaneta. Por ejemplo, el yelmo de Mambrino representa, para Marasso, el casco que Venus le lleva a Eneas. Los papeles que Grisóstomo manda destruir evocan la disposición testamentaria de Virgilio, en la que mandó quemar todas sus obras. Sus amigos le dijeron que César no permitiría tal cosa. En El Quijote, es Vivaldo quien se opone al deseo de Grisóstomo: “Y no lo tuviera bueno Julio César si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el divino mantuano dejó en su testamento mandado” (I, XIII).
El combate con los molinos de viento, según Marasso, parodia el episodio en el que el hijo de Afrodita contempla en el infierno a “fieros monstruos y monstruosas fieras”, y recuerda, asimismo, a los cíclopes del libro IV de la Eneida. Más adelante, en el catálogo de los ejércitos que hace Don Quijote cuando se enfrenta a las ovejas, Cervantes nos trae a la memoria la enumeración de varones ilustres que aparece en el canto VI del libro de Virgilio. Y no terminan aquí las sugerencias de paralelismos entre El Quijote y la Eneida que le debemos a Marasso. Se cree que los hay, por ejemplo, entre la aventura de los batanes, donde el ruido y crujir de hierros y el fragor del agua amedrentan a Don Quijote y Sancho y el paso de Eneas por los infiernos, en el curso del cual le espanta el estruendo de las fraguas al que se suman los chirridos escalofriantes de las cadenas de los condenados. Por otra parte, se nos recuerda que en el capítulo XXXIX de la segunda parte del Quijote, la condesa Trifaldi, o Dueña Dolorida, tras narrar la muerte de la reina Maguncia, cita parte de un verso del libro II de la Eneida: “… quis talia fando temperet a lacrymis?”, frase que precede a la aparición, encima de la sepultura de la reina, del gigante Malambruno, montado en un caballo de madera. Se trata de una cita textual que hace Cervantes de una parte del poema pronunciado por Eneas al comenzar la narración del desastre originado por el caballo de madera que los griegos dejaron en Troya: “… Quis talia fando / Myrmidonum, Dolopumve, aut duri miles Ulyses / temperet a Lacrymis”, que quiere decir, según la traducción de Iriarte citada por Rodríguez Marín: “Pues, ¿qué soldado habrá del duro Ulises / qué mirmidón o dólope, que pueda / al recordarlas retener el llanto?” (Don Quijote, 1952).
Sobre este pasaje, De los Ríos dijo: “El extraño suceso de la Trifaldi y su continuación son un espectáculo tan divertido como la relación del saco de Troya: la aparición del Clavileño Augero no es menos oportuna ni agradable que la descripción del Paladión troyano, y los amores de Altisidora son comparables en su línea con la pasión de Dido”, opinión que al parecer Diego Clemencín consideró como un “elogio exagerado y aun ridículo”.
Marasso se une a esta opinión de De los Ríos, y afirma que Altisidora se siente Dido, “escarnida por este nuevo Eneas”, en tanto que Rodríguez Marín dice que los versos del romance de Altisidora: “Si sierpes te dieron leche”, son una imitación burlesca de los versos 366 y 367 del libro IV de la Eneida. Por último, Marasso señala que la mesa de Sancho en la ínsula de Barataria estaba, al igual que la mesa de los condenados en el infierno pintado por Virgilio, llena de frutas y gran diversidad de manjares. En la Eneida, apenas los condenados intentan alcanzar la comida con las manos, la Furia se levanta blandiendo una tea y, dando grandes voces, se los impide. En El Quijote, como sabemos, el papel de la furia lo desempeña el doctor Pedro Recio de Tirteafuera, quien le prohíbe a Sancho todos y cada uno de los platillos que se le sirven.
Los paralelismos con la Odisea son menores y débiles, salvo uno de ellos: Olmeda nos señala que náufrago llegó Ulises a la isla de los feacios, náufrago Eneas con los troyanos a la ciudad de Dido y náufrago Don Quijote —tras haber zozobrado en el Ebro— al palacio de los Duques.
Y como podemos imaginar, el descenso de Don Quijote a las honduras de la cueva de Montesinos ha proporcionado abundante material para compararla con cuanto descenso a los infiernos se narra en las leyendas y mitos de la antigüedad. Hay quien ha querido ver también, en la aventura de Montesinos, una alusión a la leyenda del Santo Grial, mito poblado, como se sabe, de expediciones y viajes fantásticos. Descrito a veces como un vaso cubierto de pedrería que otorgaba la eterna juventud a su poseedor, el Santo Grial fue buscado una y otra vez, en vano, por los caballeros del Rey Arturo, desde Perceval hasta Galahad, hijo este último de Lanzarote. Quienes intentaban hallar este precioso objeto debían emprender largos y azarosos viajes en los que se encontraban ríos impetuosos, marismas, altas montañas. Del Santo Grial se dijo también que era una vasija que suministraba alimento o bebida a voluntad, o un plato místico que según los libros de caballerías había servido para la institución del sacramento de la eucaristía. Se afirmó asimismo que era el cáliz de la última cena y, otras veces, que era la copa
en la que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo en la cruz. Cervantes debió, sin duda, conocer bien esta leyenda que ha sido recreada, entre otros, por Wagner, T. S. Eliot, Hesse y Tolkien y que, hasta nuestros días, sigue fascinando, como nos dice Marcel Schneider en La literatura fantástica en Francia, lo mismo a los rosacruces y a los descendientes de templarios y cátaros, que a ocultistas, poetas y soñadores.
La idea de la vida como un viaje, y en particular de la vida del héroe legendario, fue desarrollada en el hermoso libro de Joseph Campbell, El héroe de las mil caras, en el que el autor, entre otras cosas, compiló un sinnúmero de leyendas que tienen numerosos puntos de contacto y denominadores comunes. Con esas características, se forma un monomito —palabra tomada del Finnegans Wake de James Joyce— cuya unidad nuclear, según Campbell, sería: separación-iniciación-retorno. A Don Quijote no se le cita en ninguna de las páginas del libro, pero creo que hubiera sido interesante que Campbell hablara de él así fuera una sola vez, incluso para descalificarlo como candidato a integrarse al monomito, y sobre todo en vista de que hay referencias o alusiones a otras obras literarias como Fausto, Hamlet o la Divina comedia, y desde luego a la Eneida y la Odisea. Trataremos de ver hasta qué punto Don Quijote podría participar de las virtudes y el destino del héroe como arquetipo, según las teorías de Campbell.
Para ser, para llegar a ser, para realizarse, el héroe tiene, primero, que escuchar la llamada de la aventura, que define su vocación. A veces, esta llamada es desoída una primera vez y escuchada más tarde. El héroe se ve entonces impelido, obligado, a iniciar el viaje, la separación. Con frecuencia, en esta etapa el héroe recibe una ayuda imprevista: la visita del mistagogo o guía de almas, que lo acompañará en su travesía, como la sibila acompañó a Eneas y Virgilio a Dante. En ocasiones, este agente del destino puede tener una apariencia desagradable: la de una rana, por ejemplo. Otras veces, puede incluso tratarse de un agente maligno —tal el caso de Odiseo, que fue arrastrado en el Mediterráneo por los vientos de un enfurecido Poseidón—. El héroe recibe, en algunas leyendas, otra clase de asistencia. Extraña que Campbell, a pesar de citar cinco o seis veces a Frazer, no mencione la leyenda de la Rama Dorada que le da título al libro de este último y que reviste una importancia singular cuando hablamos de Eneas, a quien Virgilio le entrega una rama de muérdago que lo acompañará en su bajada al tenebroso mundo subterráneo. El muérdago, que es recogido en los solsticios, y del que, según la leyenda, emana el fuego solar, le sirvió a Eneas de lámpara y de báculo. También, y porque se afirmaba que protegía contra brujas, trasgos y vestiglos, lo mostró al barquero de la laguna Estigia, quien, a la sola vista de la resplandeciente rama dorada, accedió a darle al héroe el servicio que le solicitaba.
La siguiente etapa del viaje del héroe es su paso por el umbral mágico que lo conduce a una especie de renacimiento, y después el descenso al mundo de las sombras, al reino de la noche, simbolizado —nos dice Campbell— por el vientre de la ballena.
Continúa el héroe su tránsito al enfrentarse a las pruebas de iniciación a las que debe someterse. Es en estos enfrentamientos donde los autores, conocidos o anónimos, individuales o colectivos de esta clase de leyendas, suelen desplegar toda su imaginación. Podríamos dar una infinidad de ejemplos. Limitémonos a una sola de las tareas que la celosa Venus exigió a Psique cuando ésta, enamorada de Cupido, el hijo de la diosa del amor, pidió verlo: tras varias pruebas en que Psique fue auxiliada por las hormigas, por una caña verde y por un águila, Venus le exige que viaje a los abismos del mundo subterráneo y traiga de ellos una caja llena de la belleza sobrenatural. Una alta torre le dice a Psique cómo bajar a ese mundo, y le da dinero para sobornar a Caronte, y comida para aplacar el hambre del Cancerbero.
Una vez que ha triunfado en las pruebas, se supone que el héroe tiene ya al alcance de sus manos el objeto de sus deseos. Podría interpretarse que la mayor victoria de toda su epopeya, aunque Campbell no lo dice con esas palabras, sería la del conocimiento de sí mismo y del mundo que lo rodea. O la conquista de la fama, que representa siempre cierta clase de inmortalidad. Pero la inmortalidad que persiguen los héroes de la leyenda es la física. Y los tesoros de los que pretenden adueñarse son materiales. Tenemos así que la leyenda de Prometeo se da en otras latitudes, muy lejanas entre sí. El héroe polinesio Maui se apropió del fuego y lo entregó a los hombres, tras decapitar al gigante Mahuika. Esto lo logró tras embaucar al gigante: Campbell nos recuerda que en la mayoría de los casos, el héroe tiene que recurrir a engaños para apoderarse de su tesoro. Ha sido también tema recurrente de muchas mitologías la existencia de un elixir de la vida eterna, existencia en la que aún creía hace apenas cuatro siglos y medio el español Juan Ponce de León, a quien su ansia por encontrar en la tierra de Bimini la fuente de la eterna juventud lo llevó hasta el territorio de la Florida. Nombre este, Florida, que, me permitiré recordar, proviene, como el de California y el de la Patagonia, de los libros de caballerías.
Una de las más notables y bellas fábulas que recrean el mito del elixir de la inmortalidad es la leyenda asiria de Gilgamesh. Se trata de una tradición prebíblica que narra cómo Gilgamesh, rey legendario de la ciudad sumeria de Erech, se lanzó a la búsqueda de la planta que le proporcionaría vida eterna. Son varias las aventuras fantásticas que le esperan, entre ellas la de su descenso, con unas piedras atadas a los pies, “al fondo del mar sin fondo” donde encuentra al fin la planta, y la arranca.
Culmina la jornada del héroe, su odisea, con su retorno. A veces también hay una primera llamada al regreso, que es desoída como lo fuera la invitación a emprender el viaje, pero el caso es que el héroe vuelve al punto de partida. La afirmación de Campbell, en el sentido de que “la sociedad se encela de aquellos que permanecen fuera de ella y ha de venir a tocar su puerta” nos indica la existencia de presiones externas que propician o que incluso violentan el retorno y, con él, el cruce, de nuevo, del umbral. Campbell habla también de una especie de resurrección.
¿En dónde encaja, si es que encaja, Don Quijote en el viaje del monomito? Existe, sin duda, una llamada inicial, que despierta la vocación caballeresca del hidalgo y que lo invita a lanzarse al viaje. No sabemos si esa llamada fue única, o si hubo una anterior, o varias, que Alonso Quijano no quiso escuchar. Es posible: Cervantes no pretende que su personaje hubiera enloquecido de la noche a la mañana con el primer libro que leyó. Podría argüirse que no se le presentó ningún mensajero del destino que lo ayudara en su travesía, pero no sucedió así, ya que nunca fuera caballero de guías tan bien servido: fueron sus mentores y cicerones Amadís de Gaula y Esplandián, Orlando y Palmerín de Inglaterra entre otros muchos. Y, si necesitamos a un agente del destino poco agradable, ahí tenemos al ventero que accede a armarlo caballero, y cuya condescendencia y complicidad son indispensables para culminar la ceremonia de iniciación del caballero sin la cual, desde luego, no habría historia.
Sancho Panza, por supuesto, en algunas cosas le sirve de guía a su amo y, en otras, de báculo.
Como es obvio, la visita al infierno podría estar representada por la cueva de Montesinos, y en más de un sentido, ya que nuestro héroe baja no sólo a las sombras, sino también al mundo de lo absurdo y de la vulgaridad. Un mundo donde prevalece lo grotesco, o grutesco, muy de acuerdo con el lugar donde se halla: una gruta. La distorsión del tiempo —común a los viajes de los héroes: un año en el Paraíso, por ejemplo, equivale a cien años de existencia terrestre— es un motivo que se repite en el pasaje de la cueva. Don Quijote permanece en ella media hora, pero cuando sale dice haber estado en el reino de Montesinos tres días. Apenas puede concebirse un descenso tan brutal del universo donde florecen los más elevados y románticos motivos que inspiran a los caballeros andantes, al antro donde proliferan la trivialidad y las anécdotas ridículas y extravagantes a cual más, como las que se refieren al corazón hediondo y salado de Durandarte, las ojeras y los dientes ralos de Belerma y sus truncados males mensiles, el episodio de los seis reales que Dulcinea le pide prestados a Don Quijote y, en fin, otros acaecimientos semejantes y bufonadas que Don Quijote pudo, como quería, “ver a ojos vistas” y que todo buen lector del libro conoce bien.
En una obra donde han escaseado tanto las menciones de aves como las descripciones de paisajes que no fueran prados amenos, verdes y risueños, sorprende que el caballero se encuentre una cueva cuya entrada se halla cubierta, para decirlo con las palabras de Cervantes, “de cambroneras y cabrahigos, de zarzas y malezas, tan espesas e intrincadas, que de todo en todo la ciegan…” Y cuando el caballero arremete a cuchilladas contra las malezas, brota de ellas una turba de “grandísimos cuervos y grajos” que dieron con Don Quijote en el suelo. Como entrada al infierno, no está mal. Don Quijote queda incólume de su visita a esas profundidades, pero lo mismo le sucede a los héroes que lo preceden en los viajes al infierno: ninguno es un condenado, todos son espectadores.
Antes y después de la cueva de Montesinos el caballero tiene que enfrentarse a las pruebas. Goza de algunas victorias. Pero sufre muchas derrotas, como sabemos, y no tendría sentido enumerarlas, aunque sí señalar que, en mi opinión, de todas ellas sale victorioso, en la medida en que ninguna es definitiva, salvo, como ya habíamos anotado, la última. En otras palabras, cada derrota alimenta su valentía y fortalece su vocación de mártir. Las derrotas sí lo afectan físicamente, pero nunca en forma permanente, ya que, aunque sangre la hay en varios episodios, así como algunos dientes y un pedazo de oreja en volandas, la verdad es que al caballero, a pesar de su avanzada edad y de las palizas fenomenales que le recetan, no le rompe nadie hueso alguno en todo el libro. Y no hay, tampoco, hígado, bazo u otra víscera entrañable que le estalle. Llamadas al retorno también existieron en su caso, y contundentes, aparte de la burda amonestación que le espeta “el grave eclesiástico” con el que se encuentra en la casa de los duques; son las vinculadas con sus tres regresos: el primero, después de la zurra que le propinan los mercaderes; el segundo, cuando llega a su aldea, enjaulado; el tercero, tras la derrota en Barcelona a manos del Caballero de la Blanca Luna.
La odisea, las ordalías de Don Quijote, tienen dos puntos culminantes. El primero, cuando es agasajado y burlado por los duques, y por primera vez se siente caballero de verdad: debemos tener en cuenta que, como lectores, nosotros nos damos cuenta de lo patético de la situación, pero no sucede así con Don Quijote, quien se traga todos los anzuelos que le ponen. A menos, claro, que su locura fuera fingida —del tema de su insania nos ocuparemos más adelante—, en cuyo caso cabría preguntarse: ¿no correspondería entonces esta actitud a otra de las constantes del monomito: el caballero que recurre a toda clase de engaños para conseguir su objetivo? El segundo punto culminante sería, es, para muchos, el hecho de ser vencedor de sí mismo, con lo que implica esta victoria: su regreso a la cordura.
Alguien dijo una vez que la locura consiste en quedarse dentro de un sueño, en no despertar, en la imposibilidad de volver a la vigilia y distinguirlo así de la realidad. Don Quijote se enredó en sus sueños caballerescos y no parecía que iba a volver de ellos. En ese sentido, el Don Quijote apócrifo, tras un breve retorno a la lucidez, fue, más que el Don Quijote de Cervantes, fiel a sí mismo: Avellaneda lo dejó loco, y lo dejó en el camino.
Campbell, en el capítulo que titula “El cruce del umbral del regreso”, nos pone como ejemplo clásico del héroe que regresa de un largo viaje, la historia de Rip van Winkle. “Rip —nos dice— fue al reino de la aventura inconscientemente, como lo hacemos todos cada noche cuando nos disponemos a dormir. En el sueño profundo, declaran los hindúes, el yo está unificado y dichoso; por lo tanto al sueño profundo se le llama el estado cognoscitivo”.10 Imposible no recordar este ejemplo cuando hablamos de la vuelta a la razón de Don Quijote, que no ocurrió como una iluminación súbita, como un relámpago, cuando estaba despierto y con los ojos abiertos, y que tampoco fue un retorno paulatino que durara semanas, meses o años, sino que, como sabemos, ocurrió durante un sueño de verdad, un sueño profundo, de seis horas, un sueño providencial y alcahuete, diría yo, tan caído del cielo como la lluvia sobre la cabeza del barbero portador del baciyelmo de Mambrino. Paul Descouzis, en un interesante y divertido libro titulado Cervantes a nueva luz —primera parte: “El Quijote y el concilio de Trento”—, dice: “seis horas antes de fallecer, se duerme Don Quijote adoleciendo de ‘ignorancia aristotélica’: irresponsabilidad mental. Cuando se despierta, sus primerísimas palabras entonan un himno de acción de gracias a Dios, un acto de fe y de amor, a los beneficios de la Justificación. Actitud positiva suya de condición tomista-tridentina […] ha pasado, en un sueño, del pecado a la gracia, del estado de ‘hijo de la ira’ al de ‘hijo de la luz’ heredero de Dios”.11
A ese despertar, pienso, también se le puede considerar como una resurrección: la de Alonso Quijano, quien había estado muerto mientras Don Quijote poseía su cuerpo.
¿Se amolda, entonces, Don Quijote al monomito? Sí y no, porque a todo lo dicho se le puede poner varios peros. O todos los peros del olmo. Por ejemplo, sonaría sensato aducir que los protagonistas de las novelas que le secaron el seso a Don Quijote nunca alcanzaron la estatura ni la solidez de los guías de Dante, Eneas y otros muchos héroes, porque sólo eran fantasmas… y que por lo tanto Don Quijote viajó, solo y su alma, por España y su locura. En este sentido, El Quijote sería la epopeya de la soledad.
El narrador mexicano Dante Medina, en su bello artículo “Un encuentro de dos mundos”, que figura en La Cervantiada, y en el cual imagina el mágico encuentro entre Don Quijote —llegado a América— y el poeta azteca Nezahualcóyotl, cita a Michel Foucault, cuando dijo que el loco “es el pasajero por excelencia, o sea, el prisionero del viaje”.12 Así es. El Quijote es un viaje de Don Quijote por el mundo de la imaginación, lo que equivale a decir un viaje por su mundo interior, en el que está atrapado. En este sentido, la importancia de su travesía, su amplitud, es superior a la de cualquier otra jornada fantástica que escritor alguno haya inventado: Casalduero nos recuerda que el hombre del Renacimiento era un hombre geográfico, y el del barroco, un hombre cósmico, astronómico, que necesitaba las montañas inaccesibles, las estrellas innumerables: éste, y no otro, es Don Quijote.
El libro de Cervantes es asimismo, quizá, un viaje que tiene como punto de partida la ilusión y como punto de llegada la desolación, si estamos de acuerdo con Harry Levin quien afirma que, después de Montesinos, cada capítulo es una estación en el peregrinaje del desencanto. De cualquier manera, y en cierta medida, toda obra de ficción: novela, cuento o teatro, implica un desplazamiento por el tiempo y por el espacio, tanto del autor como de sus lectores. El viaje de cada lector será distinto según su capacidad de vuelo, su deseo de volar y su concentración. Y el autor será su único y exclusivo guía. Es decir, habrá tantos autores diferentes como lectores que los sigan.
En el caso de Don Quijote hay varios viajes reales concretos, y otros que lo son etéreos, intangibles. El viaje real, en sí, es un magnífico pretexto, un instrumento precioso como hilo conductor de paisajes y personajes. “Desde el remoto ejemplo de la Odisea —nos dice Torrente Ballester—, la narración de aventuras resulta de la combinación de dos elementos estructurantes: un caminante y el azar, de tal suerte organizados que, siendo uno el caminante sean muchos los azares […] el enlace entre una aventura y otra viene dado por el ‘camino’ ”.13 Otro gran hallazgo de Cervantes —quien, como nos recuerda Azorín, había tenido siempre la obsesión de los caminos, él, peregrino toda su vida— fue el hacer viajar a Don Quijote por el campo, por despoblado, por “las afueras de la sociedad”, lo que constituyó, como dice Américo Castro, “el gran giro literario”…14 y, como otros muchos han dicho, lo que hizo posible varias de las aventuras de Don Quijote, que hubieran sido irrealizables, o tenido un desenlace, un desentuerto muy diferente y en general nefasto, de suceder en una población.
Por ejemplo, si el caballero hubiera liberado a los galeotes en una ciudad, habría sido enviado en un santiamén a la cárcel. Esto es, precisamente, lo que le sucede al Don Quijote de Avellaneda en uno de los primeros capítulos del libro cuando, en Zaragoza, intenta liberar a un hombre que azotan por ladrón y que exhiben por las calles: Avellaneda no aprendió la lección de Cervantes. Y el propio Cervantes comete un desacato al llevar a su personaje, hacia el final de la obra, a Barcelona: es en la ciudad donde la burla del personaje se hace más cruenta que nunca, por varios motivos. En su mayoría, las desventuras del caballero tuvieron pocos testigos. Son excepciones las urdidas por los duques, pero el auditorio, integrado a la burla, estaba aleccionado: tenía que convencer a Don Quijote de su calidad caballeresca. Pero en Barcelona, el caballero es, en más de una ocasión, escarnio de una multitud sin rostros: Don Quijote es expuesto a la irrisión del mundo: su locura y su ridiculez quedan a la intemperie primero, cuando los muchachos les alzan las colas a Rocinante y al rucio de Sancho, para encajarles en el ojo del culo, como diría Quevedo, sendos manojos de aliagas, plantas espinosas que alborotaron a los pobres animales, de modo que, como se recordará, con sus corcovos dieron con sus dueños en tierra. La segunda vez es cuando los caballeros amigos de Don Antonio le cosieron en las espaldas un pergamino donde decía “Éste es Don Quijote de La Mancha”, rótulo que provoca las agrias imprecaciones de un castellano que no lo baja de loco y mentecato. Se recordará que en el libro de Avellaneda, en las justas de la ciudad de Zaragoza, Álvaro Tarfe, quien desfila junto a Don Quijote, lleva en su escudo una leyenda que se refiere al caballero como “príncipe de los orates”. No veo una gran diferencia entre los dos episodios. Cervantes no aprendió la lección de Avellaneda. Por otra parte, ni Cervantes ni Don Quijote pensaron que en aquella multitud, aparte de los analfabetas que ni de oídas conocían a Quijote alguno, habría sin duda lectores no sólo de El Quijote auténtico, sino también de El Quijote apócrifo. ¿Para qué arriesgarse entonces a ser confundido con El Quijote de Avellaneda a su paso por las calles de Barcelona? Pero estas lucubraciones pertenecen a otro tema, suculento, que trataré más adelante, cuando hable de Don Álvaro Tarfe.
No parece tener intención alguna de originalidad el haber dado por título a este libro Viaje alrededor del Quijote, no sólo por lo manida que está la idea del viaje, sino porque además hay varias obras cuyos títulos incluyen la palabra “alrededor”, como Viaje a la Luna y alrededor de la Luna de Julio Verne, Viaje alrededor de mi cuarto de Xavier de Maistre y Viaje alrededor de mi cráneo de Frigyes Karinthy. Por otra parte, en la ya mencionada Memoria del Décimo Coloquio Cervantino Internacional celebrado en 1998 en la ciudad mexicana de Guanajuato, me encontré una ponencia de Ángel González titulada Viaje por los alrededores de Don Quijote de La Mancha. Esta coincidencia, por demás previsible, no me hizo cambiar el nombre de mi libro, ya que dos años antes, en 1996, yo había comenzado a dictar en El Colegio Nacional —de México— una serie de conferencias englobadas, todas, bajo ese mismo título, Viaje alrededor de “El Quijote”.
Tengo la convicción de que se trata, al menos, de un título honesto y, creo, exacto, y no sólo por su falta de pretensiones. Para mí, la aventura de escribir sobre El Quijote, es un viaje en la medida en que es un acercamiento a esta obra maravillosa. Como acercamiento, me permitirá, me ha permitido ya, verla mejor, descubrir bellezas, honduras y enigmas insospechados para mí hasta ahora, y por lo mismo me ha permitido también aprender a amarla mejor. Acudo de nuevo a la comparación de El Quijote como un sol cuya inmensa luminosidad no ciega, sino que guía, enseña, divierte, y alumbra el alma y el entendimiento. Alrededor de este astro, decía, giran numerosos planetas, algunos muy grandes y muy bellos, otros, de dimensiones y alcances modestos. No pretendo instalarme en este majestuoso sistema planetario, quizá el más nutrido y abigarrado de la galaxia de Gutenberg. Sólo quiero acercarme a El Quijote como lo haría un meteoro, viajar alrededor de él, varias veces, y regresar después, alejarme y olvidarme de él sin necesidad de leer las instrucciones de Fernando Savater: el alejamiento y el olvido serán inevitables porque algún día otras voces y otros ámbitos reclamarán mi atención y mi amor, mi entrega. Apenas si es necesario advertir que se trata del viaje de un solitario. De mis soledades vengo, a mis soledades voy.