6 EL TALLER DE RELOJERÍA RELATIVA

Al abrir la puerta, la campanita metálica que colgaba del techo provocó un estruendo insólito para su tamaño. Poco después, el propietario de la tienda salió a atenderlos echando humo de una pipa de madera.

Era un anciano muy alto, en contraste con los elfos de la calle. A Niko le sacaba una cabeza como mínimo. El relojero, que estaba calvo y lucía una larga barba acabada en punta, se cubría con una bata azul marino.

La tienda estaba llena de relojes de todo tipo. Los había de pared, de cuco, despertadores… Cada uno de ellos marcaba una hora diferente; en eso, la tienda se parecía a otras relojerías.

Niko nunca había entendido por qué en esos establecimientos ningún reloj marca la hora real. Los del taller de la Relojería Relativa estaban claramente alterados. Las manecillas giraban como locas. Algunas se movían muy rápido, mientras que las de otros relojes lo hacían con una lentitud desesperante. Las agujas de las horas, minutos y segundos giraban a distinta velocidad, cada una a su ritmo. Lo que para un reloj supondría una hora, para el del lado era solo un segundo. La sensación de desorden era aún mayor por culpa del desacompasado tic-tac de los relojes.

—Buenos días, Kronos —saludó el Hada Q.

—Hola, Quiona. ¡Un placer verte de nuevo! ¿En qué puedo ayudarte?

El Hada Q se volvió hacia Niko y le explicó:

—Mi nombre de pila es Quiona. Ya sabes, para los amigos.

Kronos, el anciano relojero, posó sus ojos en Niko con curiosidad y preguntó al hada:

—¿Es él?

Ella le dedicó una amplia sonrisa y asintió con la cabeza.

La pregunta no le gustó nada a Niko. Siempre le había resultado feo que la gente hablara de él como si no estuviese presente. Es una costumbre desagradable que los adultos tienen con los niños.

—Me llamo Niko.

—Encantado —contestó sonriente Kronos mientras le tendía la mano por encima del mostrador.

Niko se fijó en una placa dorada colgada en la pared, justo detrás de Kronos.

Justo entonces, la puerta se abrió de golpe. Era Eldwen, que entraba corriendo y casi sin aliento.

—¡Bravo, Eldwen! Esta vez has sido rápido. ¿Cuántos intentos has hecho? ¿Cien? —se burló Quiona.

—Perdonad el retraso —jadeó el elfo mientras lanzaba una dura mirada al hada.

—Hola, Eldwen —lo saludó Niko, que se sentía avergonzado por haberlo dejado en la estacada después de atravesar la pared. Para desviar la atención del plantón, preguntó—: ¿Qué significa lo que pone en la placa?

—Como puedes comprobar, Kronos —explicó Eldwen—, Niko viene del mundo clásico. Ellos creen que el espacio es tridimensional. Es decir: alto, ancho y largo. Pobres ilusos, ¡creen también que el tiempo es siempre el mismo en todas partes! Como si fuese una dimensión aparte, algo absoluto y que fluye uniformemente.

Niko no entendía qué intentaba explicar el elfo, que prosiguió:

—Pocas personas llegan a comprender que el

espacio y el tiempo

son relativos… y dependen de lo rápido que vayas. Extraño, ¿eh?

—En serio, Eldwen —lo interrumpió Quiona—, ¿nadie te ha dicho que para ser científico no hace falta hablar raro?

A Niko se le escapó una carcajada que disimuló con un ataque de tos al ver la cara de enfadado de su amigo.

—Eldwen se refiere a los alucinantes fenómenos de la

relatividad

—intervino Kronos—. Suceden cosas muy raras cuando nos acercamos a la velocidad de la luz.

—¿Y qué sucede cuando te acercas a la

velocidad de la luz?

—se aventuró a preguntar Niko.

—La luz viaja a unos 300.000 kilómetros por segundo, pero, aunque sea un bólido, tarda un tiempo en llegar hasta nuestros ojos. La luz que llega del Sol, por ejemplo, tarda unos ocho minutos en recorrer los 150 millones de kilómetros que hay hasta la Tierra. De modo que, si miramos al astro rey con unas gafas de sol especiales, lo que vemos es la imagen de esa bola gigantesca de hace ocho minutos. Si un mago cósmico lo hiciese desaparecer ahora mismo, lo seguiríamos viendo durante esos ocho minutos. Si eso sucede con el Sol, que es la estrella más cercana, imagina lo que ocurre con la luz que ha salido hace millones de años de galaxias lejanas. Muchas de las estrellas que vemos por la noche ya no existen.

Niko asintió con la cabeza. Nunca lo había pensado de ese modo. Había leído que las estrellas del firmamento estaban a distancias enormes. Distancias tan grandes que no se medían en metros o kilómetros, sino en años luz: el espacio que recorrería un haz de luz en ¡todo un año!

Eldwen retomó la explicación:

—Imagina que en un planeta situado a 519 años luz de distancia hubiese un astrónomo con un telescopio tan potente que pudiera ver con detalle lo que sucede en la Tierra. Si apuntara hacia América, ahora mismo vería llegar a Colón con sus carabelas. No vería a los humanos de ahora, sino a los de 1492.

—Ahora que lo pienso, lo que decís tiene sentido. Sin embargo, ¿qué tiene que ver la velocidad de la luz con lo que les ocurre a estos relojes relativos? —les preguntó Niko.

—Vayamos por partes. Ahora ya sabes que la luz no es instantánea, sino que tarda un tiempo en viajar a través del espacio. Bien, ahora imagina que Kronos y yo viajamos en un tren a 100 kilómetros por hora. Tú te encuentras en la estación, parado en el andén, y nos ves pasar por delante de ti. Cuando nos hallamos justo frente a ti, le lanzo una pelota a Kronos, que está unos asientos por delante. Desde mi punto de vista, dentro del tren la pelota se mueve a 10 kilómetros por hora. Pero lo que tú verás parece distinto, ¿me sigues?

—Creo que sí. —Aquello era un cálculo simple incluso para Niko—.

YO VERÉ QUE LA PELOTA VA A 110 KILÓMETROS POR HORA. AL ESTAR EN EL TREN, VOSOTROS YA OS ESTÁIS MOVIENDO A 100 KILÓMETROS POR HORA. SOLO TENGO QUE SUMAR LAS DOS VELOCIDADES: 100 + 10 = 110.

—¡Muy bien! —exclamó Kronos.

Niko se sintió orgulloso, sobre todo porque estaba quedando bien delante de su hada, que intervino:

—Vamos a complicarlo un poco más. Ahora imaginemos que el tren avanza a 250.000 kilómetros por segundo y que Eldwen, en lugar de una pelota, enciende una linterna y dirige un haz de luz hacia Kronos. Dime, ¿qué ocurriría entonces?

—Bueno, para Kronos, la luz viajaría a 300.000 kilómetros por segundo hacia él. Pero yo desde el andén… —Niko dudó en dar su respuesta.

Lo lógico hubiera sido decir que el haz de luz, visto desde el andén, se movería a 550.000 kilómetros por segundo. Solo tenía que sumar la velocidad de la luz (300.000 kilómetros por segundo) a la velocidad del tren (250.000 kilómetros por segundo), como en el caso anterior. Pero la sonrisa sarcástica de Quiona le hizo darse cuenta de que estaba a punto de quedar en ridículo.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Niko de repente—.

PARA PODER CERRAR UNA PUERTA, LO QUE NECESITO ES QUE ESTÉ ABIERTA.

Kronos y Eldwen se quedaron pasmados ante su respuesta, aparentemente sin sentido. Sin embargo, Quiona sonrió abiertamente, se acercó a Niko y lo besó en la frente.

—Muy bien, veo que has resuelto mi enigma. Son mis normas y voy a cumplir mi palabra: ahora es mi turno de darte respuestas.

Niko se puso rojo como un carbón candente, aunque en ese momento no le importaba. Aquella preciosidad le había dado el beso más dulce de su vida.

Dispuesta a cumplir con su palabra, Quiona expuso:

—Desde el andén, para ti el haz de luz seguirá viajando a 300.000 kilómetros por segundo, aunque el tren se mueva a su vez. La velocidad de la luz es una especie de límite cósmico, y nada en el universo puede superarla. ¡Está prohibido!

—Esto nos lleva a uno de los efectos de la famosa

teoría de la relatividad

de Einstein:

CUANDO TE ACERCAS A LA VELOCIDAD DE LA LUZ,

E L   T I E M P O   S E   E S T I R A

Y LAS COSAS SE ENCOGEN

—añadió Eldwen.

Aquello era demasiado raro para que Niko lo entendiera, pero antes de que pudiera preguntar, Kronos prosiguió con la explicación:

—El tiempo va más lento o más deprisa según la velocidad a la que vas. Cuanto más rápido te mueves, más despacio pasa el tiempo. Un reloj en movimiento va más lento que uno parado. Y esto ocurre con todo tipo de relojes, incluidos los latidos de tu corazón. Si condujeras una nave que lograra alcanzar un 99 % de la velocidad de la luz, vivirías casi siete veces más que el resto del mundo, y tú ni te darías cuenta. Pero si volvieras al cabo de un año, verías que los que has dejado en casa han envejecido siete años.

—¿No conoces las palabras de John Derek «vive rápido y muere joven»? —bromeó Quiona—. Si todavía resultará que ese buenorro era un experto en relatividad…

—¿Quién es John Derek? —preguntó el elfo—. No conozco a ese físico.

—Da igual, olvídalo, Eldwen.—Con un simpático salto, el hada se acercó a Niko y le dijo—: Voy a demostrarte lo relativo que es el tiempo. Ni siquiera vas a tener que tomar el bus ni moverte de aquí.Acto seguido, le dio un tierno abrazo mientras le cantaba una dulce nana al oído.

El corazón de Niko latía tan fuerte que pensó que se le iba a salir del pecho.

—Ahora mira tu reloj —dijo Quiona interrumpiendo aquella sensación tan fantástica—. Espera hasta que el segundero dé una vuelta entera.

Observando aquella aguja avanzar, a Niko le pareció que pasaba una eternidad. Cuando el segundero terminó de recorrer su camino, el hada le preguntó:

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Una vuelta entera de la aguja son 60 segundos, es decir, un larguísimo minuto.

—Y nuestro abrazo, ¿cuánto tiempo crees que ha durado?

—Apenas unos segundos —contestó Niko convencido.

—Pues ambos han durado exactamente lo mismo.

Lo que ocurre es que, como decía Einstein, cuando abrazas a una chica, el tiempo pasa muchísimo más rápido que cuando ves pasar el segundero de un reloj.

Niko asintió, un poco avergonzado al ver a Kronos y Eldwen divertirse con la escena. Acto seguido, contempló los relojes que estaban por toda la tienda, con las agujas que se movían a distintas velocidades, y dijo:

—Entonces, estos relojes… ¿no están todos estropeados?

—Para nada —lo interrumpió Kronos—. Simplemente cuentan el tiempo de manera relativa. Como son especiales, cada uno vive a su ritmo.

—¡Son un chollazo! —exclamó el hada—. Si tuvieras un reloj de estos, podrías hacer que el tiempo pasase más rápido o más despacio, según lo que te interesase.

—Sí, Quiona, pero no es algo con lo que se pueda jugar. Aunque a nuestro amiguito le vendría genial para no tener que preocuparse nunca más por llegar tarde a clase.

—Tal vez sí —susurró ella al oído de Niko—, pero Kronos tiene ya más de quinientos años…

Justo entonces, el estridente sonido de la campana de la entrada los distrajo.

Alguien acababa de entrar en la tienda. El relojero levantó la cabeza, y los otros tres se volvieron para ver de quién se trataba.