A lo lejos se veía la cima de una montaña. Parecía tan pequeña que en menos de una hora habrían podido llegar de no haber un vasto laberinto de setos y muros entre ellos y aquella cumbre.
Los caminos giraban y se retorcían formando estrambóticos dibujos.
No había pistas que les permitiesen intuir cuál era la dirección correcta.
—Va a ser difícil —suspiró Niko—. ¡Esto es un tremendo lío!
—No te preocupes —lo animó el hada—. Recuerdo algunos atajos. ¡Vamos allá!
Sin perder ni un segundo, los tres amigos se adentraron en el laberinto.
Quiona los guiaba mientras avanzaba rápida y confiada entre los estrechos pasillos que formaban los altos setos. A pesar de que el hada iluminaba con la tenue luz de su varita las partes más oscuras del laberinto, Niko sentía cómo las paredes se estrechaban y amenazaban con aplastarlos.
Cansado de correr, Eldwen se detuvo a coger aliento.
—¡En esta parte del laberinto no podemos pararnos! —le advirtió el hada.
De repente, Niko descubrió que su claustrofobia no estaba motivada por las sombras. Las paredes realmente se movían al pasar, y el laberinto cambiaba constantemente mientras trataban de alcanzar el centro.
—¡Esta parte del laberinto está viva! —gritó ella sin dejar de correr—. Se transforma todo el rato.
—Entonces ¿cómo sabes qué camino hay que seguir? —preguntó desconfiado el elfo.
—Aquí solo sirve la intuición… y una varita de hada. ¡Estáis de suerte, amigos!
Quiona no perdía su buen humor mientras los chicos se dejaban guiar por ella sin rechistar. Izquierda, derecha, de nuevo izquierda. El laberintoo parecía no tener fin y las paredes cada vez se movían más rápido, como si maliciosamente quisieran impedir su llegada al centro.
El hada se detuvo en una encrucijada. Solo tardó un segundo en decidir qué camino tomar, pero bastó para que una de las paredes aprisionase al elfo.
—¡Eldwen, tienes que tunelear! —le gritó ella.
—Sabéis que no es lo mío… —resopló.
Esta vez, Eldwen consiguió atravesar el seto a la primera, aunque no salió ileso de la hazaña. Las ramas habían desgarrado su camiseta y había recibido algunos arañazos.
—¡Eso ha sido atómico! Prometo no reírme nunca más de tu estilo de tunelear. Ahora seguidme, ¡estamos a punto de pasar al siguiente nivel!
A unos veinte metros de distancia, la claridad anunciaba la salida de aquella parte del laberinto. Corrieron al límite de sus fuerzas para no acabar aplastados por los setos.
Desembocaron en una pequeña plaza de forma circular. En el centro había una gran fuente de la que manaba agua multicolor.
A Niko le vino a la memoria la Fontana di Trevi, donde había lanzado una moneda el verano pasado durante un viaje a Roma con sus padres. Pero en aquella fuente, en lugar de Neptuno domando a los caballos de mar, unas imponentes estatuas observaban cómo el agua brotaba de un planeta Tierra en miniatura.
—¿Quiénes son los de las estatuas, Eldwen?
—Son iniciados. Humanos que han recorrido el laberinto y han conseguido llegar a Shambla.
—El del medio es Eratóstenes —prosiguió Quiona—. Vivió hace más de dos mil años y fue uno de los guardianes de la Biblioteca de Alejandría. Los de la izquierda son
Detrás de ellos tienes la estatua de Hipatia, que dirigía la escuela de Alejandría.
—¿Y todos han estado en el mundo cuántico?
—Algunos de ellos solo han venido a través de los sueños —explicó el elfo—. Es una de las vías que tenemos para contactar con vosotros, los humanos. Aunque con lo estrictos que se han puesto los del CIC en lo que respecta a contactos con humanos, mejor que no te pillen haciéndolo.
«A mí no me importaría soñar cada noche con Quiona…», pensó Niko.
Más allá de la fuente, un pequeño arco de piedra indicaba la entrada al segundo nivel del laberinto.
Quiona se detuvo bajo el arco. Tenía el ceño fruncido y la mirada perdida hacia los muros de piedra. Niko le puso la mano sobre el hombro y le preguntó:
—¿Qué ocurre?
—No consigo intuir qué camino hemos de seguir —confesó el hada con preocupación—. Lo siento, ¡estamos perdidos!
—Al menos este laberinto no está vivo, ¿verdad? —dijo el elfo—. Entremos de una vez.
Sin saber adónde iban, los tres amigos se internaron por pasillos y más pasillos del laberinto de piedra. Dos veces se encontraron con callejones sin salida, y tuvieron que volver sobre sus pasos en más de una ocasión.
Niko tuvo nuevamente la sensación de que alguien o algo los estaba siguiendo. Se detuvo para mirar atrás, y los demás hicieron lo mismo.
De nuevo aquel gato había aparecido de la nada.
Los miró con sus ojos perspicaces y, una vez seguro de que todos lo habían visto, se adentró en el laberinto.
Niko no dudó ni un segundo y gritó a sus amigos:
—¡Sigámoslo!
El gato de Schrödinger los guio entre los caminos de piedra hasta una salida. Allí el animal se detuvo frente a una bifurcación de dos senderos y desapareció. Un caballero enfundado en una armadura de hierro custodiaba la encrucijada.
A su lado, había un menhir con la siguiente inscripción:
Este cruce separa dos caminos con destinos opuestos.
Uno de ellos es el de la mentira; dirige a quienes lo recorren a las profundidades del laberinto y nunca más podrán salir de él. Una muerte horrible espera a los desafortunados que escojan esta senda.
El otro es el camino de la verdad y lleva al que lo recorre hasta la puerta de Shambla, la única vía para salir vivo del mundo cuántico.
Dos guardianes hacen turnos para custodiar la encrucijada. Uno de ellos viene del camino de la mentira y, por lo tanto, siempre miente. El otro viene del camino de la verdad y siempre dice la verdad. A simple vista no hay manera de reconocer cuál de los dos guardianes tienes delante: ¿será el del camino de la verdad o el de la mentira?
Pensad bien lo que vais a preguntar, pues solo tenéis una oportunidad para que el guardián os indique el camino correcto.
Los tres se habían quedado mudos, sobrecogidos ante las consecuencias de errar el camino. Quiona fue la primera en romper el silencio:
—¿Alguna idea?
—Existe una tercera opción —dijo el elfo—. No tenemos por qué escoger un camino u otro. Podemos crear una superposición e ir por los dos caminos al mismo tiempo.
—No podemos hacer eso —repuso el hada—. Uno de los caminos lleva a la vida y el otro a la muerte. Si entramos en superposición, estaríamos vivos y muertos a la vez, igual que el gato de Schrödinger en su caja. Niko quedaría atrapado en el mundo cuántico y no podría volver a su mundo.
—¡Ya tengo la solución! —exclamó el aludido, que no dudó en dirigirse al guardián—. ¿Podrías indicarme el camino del que vienes?
El guardián sonrió y le señaló el camino de la derecha.
Niko anunció a sus amigos con satisfacción:
—Ya está, es así de fácil: el camino de la verdad es el de la derecha. ¡Vamos!
—Un momento —interrumpió el elfo—. ¿Cómo puedes estar seguro de que el guardián no te ha mentido? Este podría ser el camino de la mentira que nos lleva a una muerte segura.
—No temáis, porque yo no le he preguntado por el camino de la verdad. Le he pedido que me indique el camino del que viene. Si viene del camino de la mentira, nos indicará el camino de la verdad, pues él siempre miente. Y si es el guardián que dice la verdad, nos indicará su camino, que es el correcto. Así pues, tanto uno como el otro nos indican el camino que lleva a Shambla.
—¡Brillante! —exclamó Quiona—. Aprendes más rápido de lo que imaginaba.
Acto seguido le plantó un sonoro beso en la mejilla. Niko estaba más satisfecho con el inesperado premio que con la idea de salir vivo de aquella encrucijada.
—Hasta que no lleguemos a Shambla, yo no cantaría victoria —dijo el elfo prudente—. No sabemos lo que nos espera hasta llegar al centro del laberinto.
Ninguno de ellos podía imaginar que el peligro los seguía tan de cerca…