2 LA CASA DE LOS TRES CERROJOS

Niko recorrió un día más el mismo camino. Llevaba todo el curso pasando frente a aquel lugar tan mágico para él:

la Casa de los Tres Cerrojos.

En medio de la calle, al lado de una floristería, se alzaba un antiguo caserón abandonado. Todo seguía igual que un año atrás: la vieja mansión a punto de derribo, con una sola ventana en el tercer piso cegada con postigos de madera. Todo igual, menos la puerta.

La puerta de los tres cerrojos había desaparecido.

De hecho, no había vuelto a verla desde que salió del mundo cuántico. En su lugar, un cartel gigante anunciaba una nueva pizzería abierta en el centro de la ciudad.

Niko se acercó a la pared y tocó el papel justo donde había estado la puerta de los tres cerrojos.

Nada. Ninguna señal de que allí hubiese existido abertura alguna. Tras mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba, se apartó unos pasos de la casa y arrancó a correr en dirección a la pared.

Al rebotar contra el muro de piedra, cayó de culo.

Enfadado, se levantó y le dio una patada a la pared. Niko esperaba, como cada día durante aquel curso, poder tunelear y entrar de nuevo en el mundo cuántico. Pero nuevamente había vuelto a fracasar.

Desanimado y sin ganas de ir a casa, se dirigió al descampado que se extendía dos calles más allá. Le gustaba sentarse en una gran piedra abandonada en un rincón del solar, que aquella mañana no se hallaba tan desértico como de costumbre… Un circo había llegado a la ciudad y estaban montando la carpa.

Mientras observaba de reojo los trabajos de los operarios, sacó de su mochila el reloj de bolsillo que le había regalado Kronos, el relojero relativo, y la nota que Quiona, el hada cuántica, le había dejado en su último encuentro.

Conservaba aquellos objetos como su mayor tesoro. Al fin y al cabo, eran la prueba de que lo vivido el año anterior no habían sido imaginaciones suyas.

Había cruzado la puerta de los tres cerrojos y se había adentrado en el mundo cuántico. Había atravesado paredes, se había teleportado al Centro de Inteligencia Cuántico, luchado contra esencias de agujeros negros y cruzado todo un laberinto hasta llegar a Shambla.

Allí los sabios le habían dicho que él era el «elegido» y que, gracias a él, la puerta entre los dos mundos había quedado abierta. Se suponía que los humanos podrían entrar al mundo cuántico a partir de entonces.

«Pero ¿cómo diablos van a hacerlo si ni siquiera yo consigo volver a entrar? —pensó enfadado para sus adentros—. Quizá, al fin y al cabo, yo no era el elegido que buscaban… Está claro que Quiona y Eldwen se equivocaron conmigo.»

Una punzada de dolor atravesó el pecho de Niko al pensar en sus dos amigos. Seguramente, al darse cuenta de que no era la persona que necesitaban, se habrían olvidado de él. Ni siquiera se habían molestado en despedirse o en darle alguna explicación. Después de un año, no tenía noticia de ellos.

Miró de nuevo el trozo de papel que tenía en sus manos,

lo dobló con cuidado y lo guardó en el bolsillo de sus tejanos. Trasteó distraídamente con el regalo de Kronos. Pese a sus múltiples intentos, no había sido capaz de abrirlo desde aquel extraño fenómeno vivido en el

STARMUS.

Mientras jugueteaba con el reloj, los operarios ya estaban levantando la carpa del circo. Un enano vestido de payaso se dirigió hacia él practicando su espectáculo de malabares con tres bolas de colores. Estaba tan concentrado que no había visto a Niko, o eso pensaba él.

En cuanto el payaso se situó a medio metro del chico, dejó de lanzar bolas al aire y lo miró fijamente a los ojos.

Niko aguantó desafiante su mirada. Probablemente estaba sorprendido por su heterocromía. Había nacido con una peculiaridad: un ojo azul y el otro verde. Pero al observar más de cerca al recién llegado, se dio cuenta de que aquel payaso no era un enano cualquiera. Tenía los ojos de un verde intenso, y sus negras pupilas en vez de redondas eran ovaladas como las de un felino. Niko había visto unos ojos así antes: ¡era un elfo! Un elfo como los que había conocido en el mundo cuántico.

Antes de que pudiese abrir la boca, el payaso le espetó malhumorado:

—¡POR FIN TE ENCUENTRO!

—Del bolsillo de sus pantalones de tirantes sacó un cilindro de madera—. Quiona me ha pedido que te dé esto. Dice que es urgente.

A Niko no le sorprendió que el cilindro fuese mucho más grande que el bolsillo del pantalón del enano, pues sabía que los elfos no siguen las leyes de la física como los humanos. Reconoció enseguida aquel aparato. Lo había visto en casa del Maestro Zen-O cuando huían de los agentes del Centro de Inteligencia Cuántico.

—¡UN CRÍPTEX!

—exclamó sorprendido.

Aquel artilugio guardaba un mensaje encriptado cuánticamente. Las letras de cada palabra estaban en superposición, es decir, cada una de ellas era todas las letras del abecedario ¡al mismo tiempo! Y si alguien distinto a su destinatario intentaba leer aquel mensaje, con solo mirarlo lo destruiría.

—Muy bien, muy bien… —refunfuñó el elfo—, pues si sabes lo que es un críptex y en qué consiste la superposición, también sabrás que es imposible que funcione aquí, en el mundo clásico, y menos con un humano. Quiona no me ha querido decir qué pone en el manuscrito, pero ese es vuestro problema. Yo ya he cumplido mi misión.

Por supuesto que Niko sabía lo que era la superposición. Lo había vivido en sus carnes al ser juzgado en el Centro de Inteligencia Cuántico, el CIC. Entonces pudo ver cómo el director del centro de inteligencia, ante sus atónitos ojos, se desdoblaba en dos: uno que decidía expulsarlo al mundo clásico y otro que le permitía quedarse.

La superposición es una de las peculiaridades del mundo cuántico. Al parecer, allí los gatos pueden estar vivos y muertos simultáneamente, o bien, si andando por un camino te encuentras con una bifurcación, no hará falta que escojas: podrás recorrer ambos caminos a la vez. Todo lo que puede suceder sucederá. O como le había dicho Quiona: «Lo que no está prohibido es obligatorio».

También recordaba que los humanos no pueden ver la superposición… o eso se suponía hasta que llegó el elegido.

Entusiasmado con la idea de tener noticias de su hada, Niko hizo caso omiso al elfo y sacó el pergamino que había dentro.

Ve lo antes posible a tu habitación. Que no te vea nadie. Necesito tu ayuda, no te molestaría si no fuese extremadamente necesario.

QUIONA

Niko releyó dos veces el papel. Lo único que quedaba claro de aquel críptico mensaje era que debía ir para casa lo antes posible. Inspeccionó el papel varias veces para ver si había algo más. Nada. Ni siquiera uno de aquellos enigmas que al principio tanto lo habían irritado. Le dolió que, después de tanto tiempo sin verse, Quiona fuese tan escueta.

Frente a él, el elfo lo observaba con los ojos desorbitados.

—No puede ser… es imposible que el críptex haya funcionado aquí —balbuceó—. Entonces… lo que dicen es cierto… Tú… tú eres…

Sin acabar la frase, dio un par de pasitos y estrechó con energía la mano de Niko.

—Me presento. Soy Brundus el Flecha, oficial de tercer orden del Centro de Inteligencia Cuántico, señor. Estoy a su servicio.

Zarandeando con fuerza su mano, le hizo tres reverencias exageradas. Para zafarse de él, Niko se excusó intentando ser educado.

—Disculpe, señor, pero… el mensaje dice que… ¡tengo que marcharme urgentemente!

Mientras corría para salir del descampado, oyó al elfo gritar:

—Por supuesto, cualquier cosa en la que pueda ayudarlo… ¡Es él! Esto es atómico, en casa no me creerán cuando les diga que lo he conocido.

Niko no paró de correr hasta llegar a su casa. Tras subir las escaleras de dos en dos, abrió la puerta de su habitación con tanto ímpetu que casi la arrancó de sus bisagras.