3 UN MONTÓN DE ROPA SUCIA

La habitación estaba exactamente igual que como la había dejado por la mañana. No había nadie, y tampoco señal alguna de que Quiona hubiese estado allí.

Decepcionado, tiró la mochila sobre la cama y se sentó en el borde del colchón.

No le había dado tiempo ni a suspirar cuando notó algo extraño en un montículo de ropa sucia en su habitación, justo frente al armario. Sus tejanos, camisetas y calcetines flotaban en espiral en el aire como si un minihuracán se hubiese formado encima de ellos.

Antes de que Niko pudiese reaccionar, Quiona apareció en el lugar donde antes se encontraban aquellas prendas para lavar.

Sus hermosas alas lucían extendidas, aquellas alas que había recibido al doctorarse como hada, precisamente gracias a las hazañas vividas junto a Niko y Eldwen en el mundo cuántico.

—¡Puaj! —protestó el hada arrugando la nariz—. No me quitaré el olor a calcetines sucios en horas.

—Qqqqqq… ¿Quiona?

Niko no salía de su asombro. Allí estaba, tal y como la recordaba: con su tez morena y el pelo negro cayéndole sobre los hombros. Su vestido de seda seguía luciendo la misma letra griega en la hebilla del cinturón.

El chico se levantó de la cama de un salto con la intención de abrazarla, pero un destello de frialdad en los oscuros ojos de Quiona hizo que se parase justo a tiempo. Niko sintió cómo sus mejillas ardían de vergüenza.

—Tendrás que perdonarme por haber aparecido así, de repente, en tu vida —dijo Quiona dando un paso atrás con un toque de reproche—. Créeme que no te habría molestado si no fuese porque necesitamos desesperadamente tu ayuda.

Desconcertado ante la frialdad de su amiga, Niko le preguntó:

—POR SUPUESTO, PUEDES CONTAR CONMIGO. ¿QUÉ NECESITAS DE MÍ?

—ME TEMO QUE TENDRÁS QUE ACOMPAÑARME DE NUEVO AL MUNDO CUÁNTICO

—le respondió el hada—. Allí te pondremos al día de lo que nos tememos que está pasando.

Niko pegó un salto de alegría.

—Has dicho «necesitamos». ¿Eso quiere decir que veré a Eldwen también?

—Sí, claro… —Ahora era Quiona quien estaba desconcertada, como si no hubiera esperado que Niko aceptase tan fácilmente ir con ella—. Bueno, será mejor que vayamos ya. ¿Estás preparado? Voy a tener que teleportarte; sentirás un ligero mareo.

Después de mirar a su alrededor, le tendió una mano y añadió:

—Dejaremos un buen montón de ropa sucia detrás de nosotros… Agárrate fuerte a mi brazo. ¡Allá vamos!

Pese a la advertencia de Quiona, la teleportación pilló desprevenido a Niko. Primero, un cosquilleo agradable recorrió todo su cuerpo, pero enseguida sintió como si hubiesen comprimido su estómago en una minúscula bola y todo él se concentrase en el ombligo.

Afortunadamente, la teleportación es el método más rápido para viajar que os podáis imaginar, de modo que esa desagradable sensación no duró más que un instante.

Cuando Niko volvió a tocar tierra, no lo hizo con los pies. Abrió los ojos y vio a Quiona de pie a su lado. Él había «aterrizado» de culo y se encontraba en el suelo.

Pese al desagradable telemareo que sufría, un efecto secundario de la teleportación que ya conocía, se levantó de un salto. No quería quedar mal delante de su hada.

—Será mejor que te apoyes un rato en la pared y descanses —le recomendó Quiona—. Estás muy pálido.

Ambos habían aparecido en una habitación oscura, iluminados tan solo por la blanca luz que irradiaba de la varita del hada.

Niko hizo lo que Quiona sugería y descansó sobre la fría pared. Ahora que volvía a estar en el mundo cuántico estuvo tentado de atravesarla, aunque solo fuera por placer. Después de intentarlo durante un año y fracasar cada vez, le apetecía volver a experimentarlo. Pero se lo repensó al sentir cómo su cabeza daba vueltas.

—Todavía no me he teleportado con muchos acompañantes —dijo el hada un poco preocupada—, por eso los efectos secundarios son fuertes, pero iré mejorando con la práctica.

Niko la observó con curiosidad. Era la primera vez desde su reencuentro que su amiga no estaba a la defensiva. Pensó que no dejaría escapar la oportunidad de intentar romper aquel frío hielo que se había creado entre los dos.

—¿CÓMO FUNCIONA CONTIGO? YO VIAJÉ DE UNA MÁQUINA TELEPORTADORA A OTRA PERO VEO QUE TÚ PUEDES APARECER DONDE QUIERAS. ¡ESO ES ATÓMICO!

Quiona sonrió halagada y le explicó:

—No es tan simple como parece. ¿Recuerdas cómo funcionaba la máquina teleportadora?

—Sí, Irina me lo explicó cuando me teleporté al CIC. Sirve para desaparecer de un lugar y aparecer en otro sin pasar por ningún sitio en medio, y funciona gracias el entrelazamiento.

—Vaya, veo que a Irina sí que le prestaste atención —interrumpió el hada con un poco de retintín.

Niko decidió seguir con la explicación, aunque ahora un poco más inseguro:

—Para poder aparecer en el armario teleportador del CIC, allí debía haber un cóctel de partículas esperándonos. Como estaba entrelazado con el armario que había en casa de Eldwen, esas partículas se transformarían en mí. Por eso no entiendo cómo tú puedes teleportarte: ¡has aparecido de la nada!

—En realidad no ha sido así —lo interrumpió Quiona—. Utilicé las partículas que formaban la montaña de ropa sucia que había en tu habitación. Tú mismo lo has dicho:

PARA QUE FUNCIONE LA TELEPORTACIÓN TIENE QUE HABER UN MONTÓN DE PARTÍCULAS EN EL SITIO AL QUE QUIERES LLEGAR, PUES ESE MONTÓN DE PARTÍCULAS SE TIENEN QUE TRANSFORMAR EN TI.

—Sí, eso más o menos lo había pillado la otra vez —dijo Niko, no del todo convencido de entender nada.

—¿Recuerdas qué significaba tener dos cócteles de

particulas entrelazadas?

—Si no recuerdo mal, las partículas entrelazadas son como los gemelos. Una vez han estado juntas, por mucho que las separes, siguen compartiendo una extraña conexión, de modo que lo que le pasa a una lo sentirá la otra al instante.

—La diferencia de mi forma de viajar respecto a las máquinas teleportadoras es que yo puedo conectar con grupos de partículas en cualquier sitio y entrelazarme con ellos para ir a donde quiera. En tu casa lo hice con tu montón de ropa sucia —dijo arrugando la nariz—. Quizá no recuerdes tan bien mis palabras como las de Irina… pero ya te conté que en el origen del universo,

TODAS LAS PARTÍCULAS NACIERON JUNTAS Y, POR LO TANTO, ESTABAN ENTRELAZADAS. TODO LO QUE EXISTE EN EL UNIVERSO SE HA FORMADO A PARTIR DE AQUELLAS PARTÍCULAS, DE MODO QUE ESTAMOS ENTRELAZADOS CON TODO LO QUE NOS RODEA. POR ESO PUEDO VIAJAR A DONDE QUIERO

—concluyó con una sonrisa triunfal—, aunque hay que ser un hada cuántica para hacerlo.

Niko recordó que Quiona le había explicado aquello justo antes de darle un beso de mariposa en la mejilla. Se sonrojó al recordarlo y, sin poder remediarlo, le soltó un cumplido mirándola a los ojos:

—¡UAU!, ¡ERES REALMENTE ATÓMICA, QUIONA!

Por primera vez, el hada se quedó sin saber qué decir. Estaban uno frente al otro, acompañados por un incómodo silencio.

El hada dejó caer su varita y la luz iluminó algo en el suelo que llamó la atención de Niko.

Era un paquete de regalo rodeado por una cinta roja que acababa en un bonito lazo. Un papel que colgaba del lazo rezaba:

Recordaba perfectamente lo que había sucedido la vez anterior. Solo hacía falta abrir la caja para desatar un Big Bang. En un momento estarían presenciando la creación de un universo y un apasionante partido entre la materia y la antimateria.

Justo cuando estaba a punto de deshacer el lazo, Quiona le arrancó el regalo de sus brazos y lo regañó:

—No tenemos tiempo para ir creando universos, Niko.

De nuevo se había restablecido la frialdad entre los dos, pero antes de que le pudiese replicar, Niko sintió que algo extrañamente familiar se movía entre sus pies. Al mirar hacia abajo vio un par de ojos dorados y perspicaces que reconoció al instante:

—¡El gato de Schrödinger!

—exclamó mientras el animal frotaba el lomo contra su pierna a modo de bienvenida.

Cuando Niko se agachó para acariciarlo, el gato empezó a correr hacia la negra pared que tenían enfrente. No le sorprendió que el animal la atravesase grácilmente.

—Será mejor que lo sigamos —dijo Quiona—. Nos están esperando.

Y también ella desapareció.

Niko se quedó a oscuras, pero sonrió satisfecho. Por fin podría volver a tunelear.

«Muchas cosas parecen imposibles hasta que se hacen»,

se dijo recordando las palabras de Nelson Mandela antes de lanzarse en dirección a la pared.