13 EL CASINO DE HEISENBERG

El viento y la lluvia golpeaban los rostros de los tres amigos mientras caminaban hacia las grandes puertas del casino.

Habían pasado toda la mañana en un tira y afloja hasta decidir qué hacer. Eldwen había protestado de lo lindo. No le gustaba nada la idea de Quiona de encontrar a una pareja de dudosa reputación —los gemelos EPR, conocidos ladrones de guante blanco— que los ayudaría a dar con el paradero de Rovi-Ra.

Eldwen había sabido de ellos a través de los informes del CIC por los líos y estafas en los que se veían envueltos. No le hacía nada de gracia ir en busca de unos personajes buscados por la ley. El elfo se decantaba más por esperar a Kronos y Zen-O, pero al final había aceptado el plan del hada.

Los gemelos EPR acostumbraban a frecuentar casas de apuestas, así que solo era cuestión de tiempo que apareciesen por el casino que estaba frente a la posada de Plank.

Un relámpago, a sus espaldas, consiguió que los tres pegasen un brinco. La tormenta estaba cada vez más cerrada encima de ellos.

—Eldwen, deja ya esa cara de haber tomado una infusión radioactiva ácida —lo recriminó el hada—. Yo me he encontrado alguna vez a los EPR y no son tan malos como los pintas. Además, no nos vendría mal que usases tu cerebrito para ganar algunas monedas. No sabemos cuándo aparecerán los gemelos, quizá tengamos que pasar varios días en la posada. Ahora, entremos rápido, aquí fuera la cosa se pone fea.

Los tres amigos se apresuraron a subir las escaleras de mármol que daban acceso a la majestuosa puerta principal del casino. Un extraño personaje vestido con un frac negro, largo y delgado como un espagueti, guardaba la entrada.

Niko pudo distinguir a unos cuantos electrones desenfocados. Con una punzada de envidia vio cómo tuneleaban la pared, justo al lado de la puerta, sin dificultad alguna. Y, al parecer, a aquel portero larguirucho no le importaba que las partículas campasen a sus anchas, pero cuando ellos llegaron al umbral de la puerta los inspeccionó de arriba abajo con cara de desaprobación.

Por suerte, Quiona sacó a relucir sus encantos y finalmente el portero los dejó pasar.

El casino era muy parecido a los del mundo clásico, al menos por lo que Niko había visto en las películas. El ambiente era lujoso, con paredes forradas de papel rojo y cenefas doradas. Había máquinas parecidas a las tragaperras, unas cuantas mesas con gente jugando a cartas y algunas ruletas de la fortuna.

Pero Niko llevaba suficiente tiempo en el mundo cuántico como para saber que, aunque hubiera parecidos con su mundo, siempre se encontraba con sorpresas fascinantes.

—Será mejor que nos separemos —dijo de repente Quiona—. Yo me acercaré al bar, a ver si consigo sacarles información sobre el paradero de los hermanos EPR. Eldwen, ¿puedes tú ir hasta la banca y mirar de conseguir fichas? Si no queremos levantar sospechas, será mejor que nos vean jugar.

—Yo daré una ojeada por aquí —añadió Niko, ansioso por descubrir las peculiaridades de aquel casino.

—De acuerdo. Pero evita meterte en líos, por favor. No queremos que nos echen antes de empezar —lo avisó Quiona antes de que se separaran.

Abstraído por el espectáculo, Niko daba vueltas entre las máquinas tragaperras cuando notó que algo o alguien le golpeaba la rabadilla.

Era el gato de Schrödinger.

—Vaya, ¡tú por aquí! —le dijo mientras le acariciaba el lomo.

El gato tiró de su pantalón y se dirigió hacia uno de los pasillos laterales del casino.

—Quieres que te siga, ¿verdad? —le dijo en voz baja al animal.

Y así lo hizo hasta llegar frente una tupida cortina roja custodiada por un elfo con cara de pocos amigos.

Haciendo caso de la advertencia de Quiona, Niko retrocedió unos pasos. Estaba claro que aquella zona era reservada. Sin la prudencia de Niko, el gato se adelantó y ronroneó cerca del elfo, al que le dio un ataque de alergia y empezó a toser sin parar.

El guarda tuvo que abandonar su puesto para buscar un sitio donde desahogar su repentino ataque de tos.

El gato de Schrödinger se volvió hacia Niko, que contemplaba la escena desde una distancia segura, y luego cruzó las rojas cortinas. Aquello era una clara invitación, así que el chico aprovechó la oportuna descomposición del guarda para colarse también en el reservado.

Tras las gruesas cortinas había cuatro mesas de juego, no muy distintas a las situadas en el salón principal del casino.

Niko estaba concentrado en seguir al gato, que lo esperaba para guiarlo en su expedición, cuando una voz de lo más seductora consiguió que olvidase por qué estaba allí:

—¿Quieres probar suerte, joven? Te presto una ficha para que puedas empezar a jugar.

La voz correspondía a una hermosa señorita que, con un ajustado traje rojo, empujaba a los espectadores a hacer sus apuestas en una gran ruleta. Una larga melena rubia caía sobre sus hombros descubiertos gracias a un escote de vértigo.

—Si me explica las normas del juego… —balbuceó Niko aceptando la ficha que le prestaba.

—Es muy sencillo —le sonrió la crupier descubriendo unos dientes como perlas—. Esta ruleta tiene treinta y seis números, alternando el rojo y el negro. En cuanto acaben todas las apuestas, lanzaré cien bolas a la ruleta. Si alguna de ellas cae en un número negro, ganas tú. De lo contrario, la banca gana.

Pese a las caras de tensión de los elfos que estaban a su lado, Niko encontró que aquella apuesta era estúpidamente sencilla de ganar. Si lanzaba cien bolitas, era imposible que alguna de ellas no cayese en uno de los dieciocho números negros.

Con su única ficha, aceptó la apuesta.

La despampanante crupier empezó el juego lanzando las bolitas una a una hacia la ruleta.

Niko se dio cuenta enseguida de que había cometido un error. Aquello no era como las ruletas de su mundo clásico. En cuanto la joven lanzaba las bolitas y entraban en contacto con la rueda, se desenfocaban y era imposible ver su recorrido.

Bastó esperar unos segundos para que finalmente las cien bolitas quedasen dispuestas de una forma bien peculiar en la ruleta, que cada vez giraba más lentamente.

Se habían ido colocando exclusivamente en las casillas rojas, mientras que las negras quedaban todas vacías.

—¡No puede ser! —protestó Niko—. Esta mesa está trucada. Es imposible que ninguna de las cien bolas haya caído en una sola casilla negra.

Un viejo elfo ataviado con un chaqué le respondió:

—Imposible no es. Existe una probabilidad remotamente pequeña de que una de las bolitas caiga en algún número negro. En cambio, la probabilidad de que alguien en su sano juicio quiera apostar por lo que llamamos

mínimo de interferencia es nula.

Sin que le diese tiempo a preguntar al elfo a qué se refería, la bella crupier se le acercó, visiblemente satisfecha por haber embaucado a otro cliente:

—Ahora te toca pagar la ficha. Has perdido.

Niko empezó a inspeccionar los bolsillos de sus pantalones en busca de alguna moneda o algo que poder ofrecer a la crupier, pero solo encontró el vacío.

—Lo siento… No tengo nada —se excusó mientras un sudor frío le recorría la espalda.

En menos que se dice quark, el hermoso rostro de la joven se transformó en una criatura monstruosa. Unos dientes horribles y punzantes emergieron de su boca mientras emitía un gruñido parecido al de un lobo y sus ojos se volvían rojos como su traje.

Niko se quedó paralizado de terror, pero afortunadamente alguien tiró de él.

Quiona había acudido al rescate.

—Tranquila, Sira —le dijo a la crupier—. Ahora mismo vamos a la banca a pedir crédito y te pagamos.

Quiona agarró a Niko por el brazo y ambos volvieron a cruzar la cortina roja hasta llegar a un mostrador parecido al de un banco.

—¿A quién se le ocurre apostar en la ruleta de la interferencia? —iba renegando Quiona mientras hacían cola.

—Me han timado, ¿verdad? —preguntó Niko resignado—. Por lo que dices, veo que era imposible que alguna bolita de las cien fuese a parar a una de mis casillas.

—¡Estaba cantado que ibas a perder! Las bolitas, en cuanto cayeron en la ruleta, entraron en superposición. Y ya sabes lo que pasa con la física cuántica:

lo que no está prohibido es obligatorio.

—Pero, entonces, las bolitas deberían haber estado en todas las casillas, tanto en las rojas como en las negras. ¿No se supone que funciona así la superposición?

—¡No! —respondió tajante Quiona—. En este caso, las casillas negras estaban prohibidas por las leyes particulares de este casino. En la ruleta se ha creado lo que llamamos patrón de interferencia, ya sé que no lo entiendes aún. Solo has de saber que los números negros por los que has apostado estaban en sitios prohibidos, y la crupier lo sabía perfectamente. Por eso te ha hecho apostar por el negro.

—Lo siento, Quiona —dijo Niko arrepentido—. Se suponía que teníamos que ganar algunas monedas, no perderlas.

—Esperemos que Eldwen tenga más suerte que tú. Pero ya sabes lo que dice el refrán: desafortunado en juego, afortunado en amores —añadió guiñándole el ojo—. Ahora, vamos a ver si conseguimos monedas virtuales suficientes para pagar tu deuda.

Cuando llegó su turno, se encontraron ante un anciano cajero con una visera negra sentado tras el mostrador. Sobre su cabeza, un cartelito de madera que colgaba de dos hilos mostraba lo siguiente:

El cajero contaba como un frenético, visiblemente apurado, su montoncito de monedas una y otra vez y protestaba en voz alta:

—¡Dichosas fluctuaciones cuánticas! Tengo que contar más rápido; si no, el error cada vez será mayor.

Quiona lo sacó de sus cábalas golpeando sobre la madera:

—Necesitamos monedas cuánticas.

Tras la sorpresa del anciano por la determinación de la joven hada, entraron en una negociación en la que Quiona le propuso intercambiar energía por tiempo. Finalmente, el cajero les dio una bolsita de tela llena de monedas.

—Ahora tenemos que correr a la mesa de Sira para pagar la deuda, Niko. Si no, las monedas virtuales desaparecerán antes de que lleguemos. Y entonces, Sira… Bueno, ¡mejor vayamos rápido!

Ambos se apresuraron hacia las cortinas rojas. Por suerte, el guarda no había vuelto aún. Pudieron ver cómo el gato de Schrödinger sacaba la cabeza de entre las cortinas y los acompañaba en su carrera a la mesa de Sira, que volvía a tener la apariencia de una hermosa mujer.

Casi sin mirarla, por temor a volver a caer en sus fauces engañosas, Niko derramó las monedas sobre la mesa y anunció:

—Deuda saldada.

Hecho esto, ambos amigos se alejaron de la ruleta de la interferencia.

—¿Sira no se pondrá furiosa cuando vea que las monedas desaparecen? —preguntó Niko preocupado.

—No, ya cuenta con ello. Al fin y al cabo, estamos en el casino de Heisenberg.

—Pensaba que el principio de Heisenberg hablaba de dónde estás y cómo te mueves, no de monedas que desaparecen. Como en la pista de la Dis-Q.

—Eso es correcto. ¿Recuerdas los electrones con los que esperabas para entrar en el parque de atracciones? El que los vieses tan borrosos es por culpa del principio de incertidumbre. Es imposible estar en una posición y a una velocidad exactas a la vez. Lo que hacen es estar más o menos en un sitio, y más o menos moviéndose.

—Lo recuerdo, pero es un poco confuso. Y, ¿qué relación tiene eso con las monedas?

—El principio de incertidumbre no solo se cumple con la posición y la velocidad. Lo mismo se aplica a otras cosas: por ejemplo, a las monedas cuánticas y el tiempo. Gracias a este principio, podemos crear monedas de la nada, pero por un instante limitado de tiempo. Por raro que te parezca, cuantas más monedas crees, menos tiempo durarán. O te lo explico al revés: cuantas menos cosas tienes, más duran. Menos es más.

Eldwen se les acercó por la espalda y los sobresaltó al decir:

—¡Por fin os encuentro! —Luego se dirigió al suelo y le dijo al gato—: Gracias por guiarme hasta ellos, amigo.

—A nosotros también nos trajo hasta aquí —añadió Niko mirando de reojo al animal—. Creo que quería que viniésemos a esta sala.

El gato, orgulloso, estiró la cola y se dirigió a una puerta oscura forrada de terciopelo negro.

—¿Quieres que entremos aquí? —preguntó Quiona al felino, que respondió con un maullido seco y afirmativo.

Sin dudarlo un instante, los cuatro cruzaron la puerta aterciopelada.