Niko no podía dejar de dar vueltas al problema que tenían frente a ellos. Esperaba que Rovi-Ra supiera lo que hacía, ya que de lo contrario acabarían explotando todos junto con la dinamita almacenada en aquella cueva.
Se entretuvo jugando con una piedrecita que estaba a su lado, tan perdido en sus pensamientos que no se dio cuenta de que Quiona se había sentado a su lado.
Su corazón se aceleró con el recuerdo de la última noche que habían pasado en aquella isla. A diferencia de entonces, en ese momento no había luna.
—¿Puedo verla? —le preguntó el hada señalando el trozo de roca volcánica que Niko tenía en sus manos.
—Claro… —le respondió este alargando el brazo.
Sus manos se tocaron y Niko sintió un relampagueo electrizante entre los dedos
—Vaya ojo que tienes… —sonrió ella.
Entonces alzó su varita y golpeó con suavidad la piedra, que se resquebrajó mostrando una pepita de oro en su interior.
—¡Eres cósmica, Quiona! Consigues sacar lo mejor de cada persona y de cada cosa. ¡Incluso oro de las rocas!
El hada se rio por el piropo que acababa de recibir y le preguntó:
—¿Sabes de dónde sale?
—¿La piedra?
—No, el oro. —Dirigió la vista por unos instantes hacia el horizonte antes de proseguir—.
Nuestro mundo está formado por ciertos materiales básicos llamados elementos, que a su vez están formados por la materia ordinaria, que ya conoces. Hay más de noventa de estos elementos, que van desde el más ligero, el hidrógeno, hasta el más pesado, el uranio. Lo que vemos a nuestro alrededor es el resultado de cómo se combinan. El oro es uno de estos elementos, y es raro de encontrar, por eso tiene tanto valor.
—En clase de física, mi profesora Blanca nos contó que Newton, aparte de un genial científico, fue también un alquimista. Buscaba la forma de transformar metales en oro.
—¿Y lo consiguió?
—Por lo que me contó mi profesora de física, los alquimistas han fallado siempre en todos sus intentos de crear oro. También Newton.
—No me extraña —dijo Quiona—, ni siquiera con la tecnología del mundo cuántico se sabe cómo hacerlo. Para crear oro hace falta una energía muy muy grande. Ni siquiera el Sol es lo suficientemente poderoso como para fabricarlo.
—¿EL SOL ES UNA FÁBRICA DE ELEMENTOS?
—preguntó Niko mirándola a los ojos.
—Así es. En el Sol hay tanta energía que se produce lo que se conoce como fusión nuclear. Los átomos de hidrógeno se fusionan hasta crear helio. Pero de ahí no pasa…
—Nunca lo había pensado. Entonces, ¿dónde están los hornos cósmicos que se encargan de crear todos los elementos, el oro entre ellos?
—Al poco tiempo de formarse el universo, había muy pocos elementos. No existían siquiera los necesarios para crear planetas como la Tierra. Las estrellas primigenias estaban formadas prácticamente de hidrógeno y helio. Al envejecer, estas estrellas fueron agotando su combustible. Cuando todo el hidrógeno de una estrella se ha transformado en helio, empieza a hacerse cada vez más grande. Dentro de las estrellas, la temperatura aumenta muchísimo y, gracias a la fusión nuclear, siguen creándose más elementos. Del helio se pasa al litio y así van haciendo…
—¡Hasta tener toda la tabla periódica! —dijo Niko, satisfecho al recordar que había estudiado en el instituto los elementos de los que hablaba Quiona.
—No todos los elementos se crean dentro de las estrellas, pues su tamaño se hace tan grande que llega un momento en el que ya no pueden seguir creciendo más. Así acaban sus vidas con una gran explosión llamada
supernova.
El polvo y el gas de estas estrellas se esparce por el espacio, y cuando estos restos se vuelven a unir, forman nuevas estrellas.
—Entonces… —dijo Niko—, los elementos que forman el mundo salen de las explosiones de estas grandes estrellas. ¡Y también el oro sale de ahí!
—En las supernovas se forman muchos elementos, pero no todos. Cuando las estrellas grandes mueren, pueden convertirse en estrellas de neutrones, que al colisionar entre sí generan mucha energía y así crean todos los elementos que conoces. Incluso los que han formado el Sistema Solar, nuestra Tierra incluida —respondió el hada—. También nosotros podemos buscar ahí nuestro origen, en la creación y destrucción de grandes estrellas. Si lo piensas bien, el hierro de tu sangre, el calcio de tus huesos, el oxígeno de tus pulmones… Estamos hechos de los elementos que crean las estrellas al morir. Podemos considerarnos herederos del legado de 15.000 millones de años del universo.
¡Somos polvo de estrellas!
Quiona terminó su relato apoyando suavemente la cabeza en el hombro de Niko, que aguantó la respiración para no estropear el momento.
—Cuando estaba atrapada en el núcleo de Tiempo, te vi —dijo Quiona—. No sé si fue un sueño, pero hubo un momento en que apareciste ante mí. Luego te esfumaste.
Niko le contó entonces lo que había vivido al ayudar a Dlanod a crear el universo-hospital para Kronos, cuando se perdió más allá del espacio de Planck.
—Yo pensaba que había sido un sueño —acabó de narrar Niko—, y que habría perdido el conocimiento.
—Pues si fue un sueño, fue compartido —sonrió el hada.
—Y solo puedo comer una —añadió él guiñándole un ojo.
Al principio Quiona abrió los ojos sin entender por qué había dicho eso. Pero rápidamente cayó en la cuenta: Niko estaba respondiendo al enigma que le había planteado en ese extraño encuentro: ¿cuántas empanadas protónicas eres capaz de comerte con la barriga vacía?
El hada lo miró a los ojos y le dio un tierno beso en los labios como premio.