¿Estamos solos en el goce?

ADÈLE VAN REETH: El goce como experiencia implica una disolución del sujeto y la imposibilidad de apropiarse del objeto. Entonces, ¿cómo definir lo que nos hace gozar? Y, sobre todo, teniendo en cuenta que la cuestión del objeto remite a la del sujeto: ¿quién goza?

JEAN-LUC NANCY: Esa vinculación entre objeto y sujeto en el goce es, precisamente, la que lo convierte en una experiencia tan próxima al gozo como al regocijo, a la exuberancia en general. Exuberancia es una palabra marcada por la femineidad: es la turgencia del pecho (uber en latín), la leche que mana. También podemos pensar en el éxtasis, una palabra que utilizan Heidegger y Schelling y que significa «estar fuera de sí», o mejor «impulso fuera de sí». En ese fuera de sí, no hay posibilidad de apropiación, porque se trata de un espacio en el que no somos ni una cosa ni una sustancia, sino un simple «yo» puntual, que nos permite unificar nuestras representaciones. Ahora bien, esa relación ya no funciona cuando hablamos del goce, porque este implica que se salga de la representación y, por lo tanto, de ese «yo» que ya no puede acompañar a la experiencia del goce. Creo que se trata sobre todo de eso, de esa pérdida del sujeto capaz de decir «yo».

AVR: Y, sin embargo, el goce, lejos de ser abstracto, siempre es una experiencia, lo que significa que solo tiene sentido para alguien en particular. Por ejemplo, refiriéndonos al goce sexual, el que goza puede decir: «Yo gozo…» ¿Quién es entonces ese «yo» que goza?

JLN: Sade ilustra esta cuestión crucial de una forma muy particular. Para él, el individuo que goza entra en una doble relación de destrucción. En primer lugar, la relación que se establece entre el que goza y aquello de lo que goza es una relación de posesión llevada hasta la destrucción, goza del riesgo que supone abrir una brecha abismal en el lugar mismo en el que se encuentra lo que le hace gozar. Pero esta relación de destrucción se vuelve contra el individuo que goza, ya que puede llegar a desear aproximarse demasiado a su propia muerte. En Sade encontramos héroes que se hacen colgar para eyacular, después de haber pedido a sus criados que corten la cuerda en el momento oportuno. En momentos como ese es cuando, a menudo, el héroe de Sade dice: estoy gozando. Es decir: el goce me embarga. Deja escapar una exclamación a la que, a menudo, añade una blasfemia: «¡Me cago en Dios!», que es otro testimonio más de su aberración.

AVR: Pero, ¿significa eso que el goce sería inseparable del dolor? Aquí, la persona que dice «estoy gozando» lo dice de manera simultánea a la experiencia del dolor.

JLN: El dolor siempre está presente en el goce, de manera tangencial o asintótica. La intensidad extrema se vuelve insoportable y tal vez gozamos, precisamente, de estar al límite, ahí donde se sobrepasa el punto culminante de la excitación y, al mismo tiempo, se rechaza, para finalmente desvanecerse.

El héroe de Sade reduplica la ambivalencia de ese momento cuando exclama «foutre!»,2 que quiere decir «follar» y que él utiliza como una especie de condena o de insulto por lo que está haciendo o sufriendo. En nuestros días ya no se dice mucho «¡foutre!», o solo se hace para designar el esperma. Pero el héroe de Sade sí profiere esta y otras exclamaciones de naturaleza similar. También las encontramos, parecidas, en multitud de poemas eróticos, por ejemplo en los Poemas a Lou de Apollinaire, donde van dirigidas al otro: «Estás gozando». Y en ese «ven» de Deguy que mencionábamos antes. De hecho, en inglés, llegar al orgasmo se dice to come, es decir, «venir».

AVR: … idea que no transmite el término goce.

JLN: En efecto, el término goce es difícil de traducir en algunas lenguas. En inglés y en alemán, no existe ninguna palabra que sea de la misma familia. O bien pertenece a un registro sexual, o bien, con menos frecuencia, al ámbito jurídico. En alemán, Genuss evoca más la idea de satisfacción. Ahora bien, estar satisfecho de algo significa tener bastante, lo que nos conduciría a lo opuesto al goce. Por supuesto, el lado posesivo del goce también está relacionado con la idea de una satisfacción: quiero tener bastante. Pero ¿qué significa tener bastante? Supone la idea de una medida objetiva, que puede ser la de los medios económicos: poseo tanto dinero y me sentiré satisfecho si obtengo todo lo que este dinero me permite poseer. ¿Pero puedo tener bastante de algo que no tiene medida? No tiene sentido. Si mi deseo no tiene medida, nunca tendrá bastante, jamás alcanzará el límite. Eso es lo que sucede con el goce: sobreviene fuera de toda medida o de la idea de un límite. Lo que no significa que no termine nunca, pero es muy difícil saber en qué consiste ese final.

Diría, incluso, que lo propio del goce es su constante renovación, y esto se manifiesta de forma sorprendente en el caso del goce estético que producen las obras de arte, y sobre el que hablaremos más adelante. ¿Por qué el arte no se detiene? ¿Por qué los hombres siguen creando? Porque en el arte, como en el goce sexual, nunca decimos que tenemos «bastante». Esa idea no tiene ningún sentido. Si el hombre sigue creando y gozando es porque el deseo no se extingue cuando adopta una forma particular. Porque existe un deseo, constantemente renovado, de hacer surgir nuevas formas, es decir, de dar naturaleza sensible a una nueva sensibilidad. Y esa nueva sensibilidad es deseada y creada no porque nos falte algo, ni por una necesidad compulsiva de repetición, sino porque lo que en realidad se desea es una renovación del sentido como tal. De modo que lo que expresa el arte es nuestro deseo de tener sentido, ilimitadamente.

AVR: ¿Piensa que el goce expresa un deseo de sentido? De ser así, ese deseo tiene forzosamente que emanar de alguien, lo que presupone la existencia de un sujeto del goce. Sin embargo usted ha insistido en la disolución del sujeto en el goce. ¿No resulta contradictorio?

JLN: Salvo si uno se pregunta si el sujeto no será el propio deseo. Del mismo modo que el lenguaje es el que habla y nos hace hablar, el deseo es el sujeto de nuestro deseo. Ese deseo no tiene conciencia de sí mismo: es pulsión. Cuando Freud dice «Las pulsiones son nuestros mitos, y nuestra doctrina de las pulsiones es nuestra mitología» —lo que resulta extraordinariamente atrevido, incluso provocador—, está expresando algo muy importante. Aquí hay que entender «mito» en el sentido de ficción, es decir, ese espacio donde la explicación se vuelve inútil; pero también en el sentido de mythos, es decir, como palabra pronunciada. Es Platón el que define el mito como fábula engañosa, mientras que en Homero mythos se refiere a la palabra. Solo puede haber logos porque, en un momento determinado, el mythos le ha dado vía libre, principalmente con Platón. De hecho, Platón se puso a fabricar su propio mito que se llama filosofía.

Volvamos a Freud: ¿qué es una pulsión? El término designa el hecho de que no podamos pensar en nosotros más que como movidos por algo, lo queramos llamar dioses o fuerzas materiales (podemos elegir el mito que prefiramos). Heidegger diría que somos impulsados, lanzados por el hecho mismo de ser. Freud, sin embargo, no nos dice qué es lo que nos impulsa, pero ese movimiento es exactamente lo que encontramos en el goce.

AVR: Según eso, el goce no solo carecería de sujeto preciso, sino que sería señal de pertenencia a una comunidad, algo que sobrepasa al sujeto y nos aproxima al ser. Estamos muy cerca de la experiencia kantiana de lo bello, que habla de un sentido compartido por todo el mundo. El goce sería el espacio que le correspondería a un sentido —o sensibilidad— común de esa naturaleza.

JLN: Exactamente, porque, a pesar de no ser dueño de mi goce, cuando lo experimento siento que puedo perfectamente estar en ese espacio en el que, sin embargo, no me encuentro. No basta con decir que el sujeto está perdido en el goce, sino más bien que se encuentra como sometido, en el sentido antiguo de súbdito, como súbdito de un monarca. Y aunque el goce es más fuerte que yo, tengo la certeza de que el sometimiento viene de otra parte. Me viene del otro, de los otros. Por eso digo que no existe el goce solitario. Ya estoy oyendo el estallido de objeciones: «¡Por supuesto que hay goces solitarios! ¿Acaso no se habla de placer solitario?». Pues precisamente ese placer en particular no es, en absoluto, solitario, porque solo puede producirse si el sujeto se sitúa en una exterioridad con respecto de sí mismo, proceso que puede adoptar variadas formas. Para empezar, siempre se trata de una relación imaginaria, fantasmal. Además, procurarse placer a sí mismo supone un desdoblamiento. Es un poco como el famoso quiasmo de Merleau-Ponty: cuando toco mi mano, soy al mismo tiempo la mano que toca y la mano tocada, estoy dentro y fuera a la vez. Y cuando me toco a mí mismo, experimento ese yo como si estuviera fuera de mí. Me relaciono conmigo mismo. Esta experiencia plantea una pregunta clásica: ¿tengo un cuerpo o soy mi cuerpo? A pregunta tan pertinente solo cabe responder: las dos cosas. Porque cuando digo que soy mi cuerpo, no puedo hacer abstracción del hecho de que también lo poseo; y cuando digo que tengo un cuerpo, no me queda más remedio que reconocer que… soy ese cuerpo. Tener un cuerpo remite al objeto, ser un cuerpo tiene que ver con el sujeto. De modo que soy un objeto para mí mismo en tanto que sujeto, al menos mientras considere mi cuerpo no solo como una herramienta. Si yo toco mi cuerpo, y si mi cuerpo se toca para darse placer, lo hace como cuerpo que ha salido de sí mismo. Dicho esto, el hecho de que, en la masturbación, el otro esté reducido a la condición de fantasma impide que podamos considerar esta práctica como una relación sexual propiamente dicha. Porque en la relación sexual el otro no es fantasmal, aunque cierta rama del psicoanálisis diga que no hay relación sexual sin fantasma…

AVR: Pero se puede hacer el amor con alguien fantaseando con la idea de que esa persona es diferente, incluso de que es otra persona. ¿El fantasma no está siempre presente?

JLN: Sin duda, pero solo como una posibilidad, no como una necesidad. Un día un psicoanalista me dijo que en toda relación sexual tenía que haber forzosamente algo de fantasmal. Yo exclamé: «¡Oh, no!, ¡qué asco!». Se quedó de piedra. En realidad creo que, de alguna manera, el cuerpo del otro siempre está presente, en su exterioridad y su singularidad, en cuanto cuerpo que no es el mío. Y es a través de lo exterior de ese cuerpo como se comparte el goce. Compartir en el sentido de que disfruto tanto del goce del otro como del mío propio.

En La comunidad inconfesable, Blanchot evoca el relato de Marguerite Duras, El mal de la muerte. En el texto aparece una mujer que, en determinado momento, acepta acostarse con un hombre a cambio de dinero. Pero es el hombre quien pide pagar; el lector no sabe por qué la mujer acepta, tal vez para permitir al hombre alcanzar algo a lo que no tiene acceso, es decir, el amor o el goce. En el relato de Duras jamás llegamos a saber si lo consigue, pero lo que sí sabemos es que la mujer goza. Blanchot no analiza el pasaje en el que se describe a la mujer mientras está gozando, sino el de la mirada del hombre ante el goce de la mujer. Es la mirada sorprendida del que ve el goce pero no puede ni acceder a él ni participar de él. No sé lo que Duras tendría en mente, pero advierto una coherencia con otros textos suyos que parecen dar a entender que solo la mujer accede verdaderamente al goce, o bien que el acceso al goce, tanto para el hombre como para la mujer, solo se puede lograr a través de lo femenino. Blanchot, por su parte, llega a la conclusión de que el goce es necesariamente solitario, aunque provenga de la relación con otra persona. Esto es lo que escribe: «El placer, en esencia, es lo que escapa». A mí me parece contradictorio: si el placer es lo que escapa, entonces el goce es imposible. No obstante, yo creo que Blanchot quiere decir lo contrario: el placer escapa, pero es en la escapada donde está el placer. Y también es ahí donde encontramos al otro; la escapada fuera de uno mismo remite al otro, a ese a quien digo «¡Ven!», y que me responde.

Me pregunto si la dimensión del sentido compartido por todos que mencionaba usted antes en su pregunta no pondrá en entredicho la esencia misma del goce, en su acepción más amplia, y no exclusivamente en el aspecto sexual. Porque cuando hablamos de un sentido común en relación con el goce sexual no estamos hablando forzosamente de goce simultáneo, en el sentido de orgasmo. Tal vez habría que librarse de una visión demasiado orgásmica de las cosas, y preguntarnos dónde comienza y dónde acaba la sexualidad. Quizá comience muy muy lejos del acto sexual en sí.

AVR: Los ejemplos que ha elegido presentan el goce sexual más como la experiencia de una alteridad radical que como la del advenimiento de un sentido común. En el ejemplo de Marguerite Duras, así como en la interpretación que hace Blanchot de su relato, la distinción entre goce masculino y goce femenino parece evidente.

Lacan, por su parte, presenta el goce femenino como una experiencia de la alteridad en su aspecto más radical y, por lo tanto, más insondable.

JLN: No creo que lo que dice Lacan sobre el goce femenino signifique que solo la mujer goza. Si lo transcribo en mis propios términos, diría del goce femenino que no implica posesión ni apropiación de algo, sino más bien apertura a una alteridad; y la mujer estaría en la posición de lo que Lacan llama «el Otro», el Gran Otro. Por lo tanto, el goce convertiría a la mujer en ese Gran Otro, es decir, en lo que queda fuera del lenguaje y del sentido y que, por esa misma razón, escapa a toda aprehensión por parte de un sujeto. Lacan dice lo mismo de la relación sexual en cuanto tal, de ahí su célebre frase: no hay relación sexual. El goce masculino, sin embargo, no sería más que algo que tendría que ver con el deseo de una satisfacción, a su vez ilusoria, de compensar la falta que supone la castración. Este análisis puede parecer simplista, pero es el resultado de un esfuerzo —muy loable, desde mi punto de vista— por tratar de encontrarle un sentido al goce que no resida únicamente en el logro de una satisfacción, sino también en ese salir de uno mismo, en la exuberancia, en el éxtasis…

AVR: ¿Pero qué significa ese calificativo de «femenino» cuando pensamos en el goce como éxtasis? ¿Por qué invocar el género para pensar en una experiencia a la vez universal y singular?

JLN: Recordemos lo que dice Freud: «En cada individuo biológica y socialmente definido hay una parte femenina y otra masculina». No hay que pensar en esta coexistencia de lo masculino y lo femenino en cada uno de nosotros como si habláramos de dos cromosomas pegados uno al lado del otro, sino como un entrelazamiento, como una complejidad que no tiene fin.

AVR: Lo más importante, en mi opinión, es la presencia de una alteridad indispensable para el goce. Usted ha dicho que el goce nunca es solitario. Que cuando gozo y trasciendo el sujeto, también gozo de la alteridad. Pero, ¿quién es ese otro? Una de dos: o bien es el otro en su dimensión más abstracta, como idea que me hago del otro, o como fantasma; o bien es el otro como cuerpo, en cuyo caso se convierte en el instrumento de mi goce. Volvemos a la apropiación. Es cierto que el otro es indispensable en ambos casos pero, al mismo tiempo, a él apenas le afecta… Lo que quiero decir es que sigo pensando en el goce como algo solitario, como una experiencia que no puede reducirse al otro, profundamente subjetiva e imposible de compartir. Yo no puedo estar segura de que la persona que (tal vez) goza conmigo esté viviendo la misma experiencia que yo. Es una experiencia de aislamiento. Incompartible.

JLN: Pero es un aislamiento en el que no te encuentras sólo contigo mismo. Porque la experiencia pasa también por la palabra, ya sea «ven», o «me corro». Y luego está el cuerpo del otro que, como acaba de decir, puede convertirse en instrumento de goce; instrumento que, a su vez, se convierte en otra cosa, porque el cuerpo del otro se mezcla con el mío dando lugar a una forma diferente. En la relación sexual se crea un cuerpo que recuerda al cuerpo sin órganos de Antonin Artaud, es decir, un cuerpo concebido ya no como organismo, sino como producción del deseo. Tal vez un cuerpo doble sin individuos… sin personas… Esta es la experiencia de la alteridad a la que conduce el goce, a una alteridad de los cuerpos que dejan de responder a su organización funcional. Se pone en marcha una funcionalidad completamente diferente: nos miramos, pero de otra manera, y pronto dejamos de mirarnos para empezar a tocarnos. A veces casi llegamos a hacernos daño. En la película Trouble Every Day, Claire Denis lleva al límite la metáfora del beso como mordisco. La película comienza con la imagen de una mujer en cuyo hombro distinguimos la huella de una mordedura. Enseguida sabremos que acaba de casarse con un hombre que ha contraído una enfermedad transmitida por otra mujer (Béatrice Dalle), y que se ha convertido en un antropófago. Vemos cómo muerde a la joven y, al instante, se aparta de ella para no comérsela, en sentido literal. Más tarde vemos a Béatrice Dalle seduciendo a otro chico, más joven. El chico disfruta con sus besos, con sus caricias, pero empieza a gritar cuando siente que le hincan los dientes hasta el fondo. La mujer acaba devorándolo. El beso como mordisco existe, no es solo metafórico. La caricia erótica o amorosa puede convertirse en un zarpazo. Sucede cuando los amantes se acercan al punto de peligro, en que pueden llegar a desear matarse el uno al otro. Este anhelo de compartir una muerte deseada o impuesta es el telón de fondo de la mayoría de las historias de amor, y no solo en el mundo occidental y cristiano. Algunas leyendas chinas, japonesas e incluso quechuas relatan esta muerte común de los amantes. Por ejemplo, en Harawi —primera parte de la trilogía de Messiaen—, el compositor adaptó una leyenda quechua en la que dos amantes comparten la muerte. No se trata de canibalismo, sino de ese deseo de entrar juntos en la muerte, es decir, de pasar al afuera absoluto. Por eso es peligroso fantasear con la idea de un goce que signifique satisfacción absoluta, porque sería un goce mortal y mortífero ¡Pero si gozar es todo lo contrario…!

En ese deseo de compartir la muerte, volvemos a encontrar la idea de comunidad, pero también la de aislamiento a la que usted acaba de aludir. Porque en la muerte estaremos tan firmemente unidos como completamente separados, incluso de nosotros mismos. Diría, por lo tanto, que el goce es solitario en la medida en que también estoy separado de mí mismo. Es una soledad extremadamente difícil de captar, una soledad respecto a todo, sujeto u objeto, es decir, respecto al aislamiento mismo… una «absoledad», si me permite usar ese término.

AVR: ¿Cómo interpreta usted las palabras de Lacan cuando afirma que no hay relación sexual? Si no hay relación sexual tampoco puede haber goce sexual. Y yo me pregunto, ¿no sería más razonable pensar en el goce como algo inconcebible, y no como algo imposible? Porque, siguiendo esa lógica, que no haya relación sexual también significaría que no hay relación pensable. Sería una manera de proteger el espacio único que le corresponde al goce como experiencia.

JLN: Eso es, sin duda, lo que Lacan quiere decir. «No hay relación sexual» se formula de varias maneras: no hay proporción, ni conmensurabilidad, ni tampoco hay conclusión. La relación sexual no se escribe, en el sentido de que no hay un atestado, ni un «informe». Pero precisamente por eso decimos que existe una relación verdadera, que exige inconmensurabilidad y una forma de no-conclusión. Una relación se mantiene. Es algo que no acaba. Una relación acabada, consumada, es o bien una ruptura o bien una fusión. Y en la fusión ya no existe la relación. Por lo tanto sería más acertado decir que el placer es inconcebible y no que es imposible.

Lo Imposible es el título de un libro de Bataille en el que el erotismo revela un estado de tensión interna a veces contradictoria, en la medida en que lo que verdaderamente desea el autor es la fusión, y eso no sucede jamás. Termina diciendo: «El erotismo es una comedia», y también: «El sacrificio es una comedia». Estamos ante el pecado congénito de Bataille: su excesivo catolicismo, su excesiva necesidad de pensar permanentemente en una transgresión (pero ya volveremos sobre este tema, porque también es la forma de sentir la intensidad propia de un cierto goce o gozo cristianos…). Al final no llega a comprender que, si se produjese la fusión, ya no habría nada que fusionar, ya no habría más deseo. Pero lo que sí tiene es un agudo sentido del exceso, de lo infinito del deseo.

Si llevamos hasta su extremo esa necesidad de distanciamiento en el seno de la relación misma —es decir, en el seno del deseo—, debemos admitir que cuando ese distanciamiento tiende a desvanecerse en el goce, entonces ya no hay nada de lo que apoderarse, nada que sentir. Todo se escapa. Es también el punto en que uno goza solo. Pero esta soledad es la soledad ante lo inconcebible, ni más ni menos. O ante lo inalcanzable: ¿llegamos a estar solos si no es en una «absoledad», es decir, en una «soledad absolutamente expuesta a la otra soledad»? Bataille dice también que cuando alcanzamos, o accedemos, aquello a lo que accedemos desaparece. Y aun así accedemos a lo inaccesible.

Nota

2. Foutre: Vocablo francés con el doble valor, vulgar en ambos casos, de semen (sustantivo en uso) y de follar (verbo en desuso). (N. del T.).