De la pulsión animal al deseo del otro: ¿cómo pasar del placer al goce?

ADÈLE VAN REETH: La ambivalencia del goce es apasionante. La experiencia de la alteridad — incluyendo la alteridad respecto de uno mismo, en el caso de la masturbación— estaría, pues, en el origen del goce; pero, al mismo tiempo, el goce es incompartible. En la Crítica del juicio, Kant explica cómo, cuando juzgo una obra o un bello paisaje, estoy dando por sentado que mi juicio es universal: me resulta inconcebible que haya alguien que pueda no encontrar bella esa puesta de sol. Y, sin embargo, no puedo compartir esta experiencia de lo bello, lo mismo que no puedo convencer a alguien de la belleza de una puesta de sol si esta no toca su fibra sensible. Lo único que puedo hacer son conjeturas, imaginar que todo el mundo puede tener esta experiencia de lo bello y que, por esa razón, existe una especie de sentido común a todos los hombres. Con el goce pasa lo mismo: es una experiencia tan singular, que encuentro inconcebible que no se pueda compartir. ¿Quiere eso decir que el goce podría tener una dimensión estética?

JEAN-LUC NANCY: Freud establece explícitamente la correspondencia entre goce estético y goce sexual. Llega incluso hasta explicar el uno a través del otro, y en ambos sentidos: lo hace en El chiste y su relación con lo inconsciente y, de nuevo, en Tres ensayos sobre teoría sexual, dos libros que escribió al mismo tiempo, en dos mesas diferentes. En cada uno de ellos encontramos una nota que dice: «ya me he explicado sobre este punto en el otro libro…», lo que resulta divertido pero también revelador, porque ese punto es, precisamente, el que trata del placer como tensión…

Comencemos por lo sexual. Después de haber hablado de la sexualidad infantil y de las fases oral, anal y genital, Freud analiza la relación sexual como relación de seducción. Curiosamente, sin decirlo, está estableciendo una jerarquía de los sentidos: la relación empieza por la mirada, sigue por el oído y después por el tacto, lo que le permite describir las zonas erógenas y afirmar que todo el cuerpo puede ser zona erógena. Lo genital solo se alcanza al final. Freud no lo menciona, pero, en ese trayecto, volvemos a encontrarnos con la maduración sexual articulada en fases; lo que sí advierte es que detenerse en una de esas fases en la progresión de la seducción es una perversión. Cuando habla de perversión no se está refiriendo a una patología, sino a un desvío con respecto al objetivo de la pulsión, que es genital. En mi opinión, la teoría freudiana presenta aquí un primer punto débil, porque se queda estancada en una teleología, como si hubiera que seguir un camino que acabase de una manera determinada. Una tensión que debería resolverse.

Pero en ese momento Freud plantea la siguiente cuestión: ¿cómo se entiende que lo que está en tensión procure placer? Lacan retomará esta idea bajo la forma de una paradoja. Mientras tanto, Freud responde: el placer se produce porque el sujeto sabe que la tensión va a resolverse en satisfacción final. De nuevo una afirmación que me parece problemática. En El chiste y su relación con lo inconsciente, Freud explica que el chiste —que le sirve de modelo estético— procura placer al hacer pasar una descarga pulsional bajo una forma agradable. Consiste en la conjunción de algo agradable y del sentido que transmite (y que no es agradable en sí mismo). Pero Freud no explica, en realidad, ese vínculo entre placer y tensión. Pasa por alto, primero en el terreno de lo estético, que la tensión que corresponde a la producción de la forma, el gesto estético (piense en el gesto del dibujante), es placer en sí mismo, es el placer del deseo. El deseo se place a sí mismo. Pero, para entenderlo, hay que dejar de pensar en el deseo desde un punto de vista exclusivamente teleológico, es decir, como dirigido hacia un objeto o hacia un resultado, sino más bien —vuelvo a Spinoza— como conatus, como esfuerzo, impulso, es decir, también virtus, «fuerza». Cuando Spinoza habla de «perseverar en su ser», ¿de qué ser está hablando? Ese ser es el existir. No es el «perseverar en su ser» del individuo que está sentado en su sillón sin poder moverse. Es ese placer propiamente estético de estar en tensión, el esfuerzo de una forma que se está haciendo y que, en cierto modo, nunca debe completarse. Lo que nos hace disfrutar de una forma estética es el movimiento de dicha forma, aun en el caso de que llegue después a completarse. Por otra parte, estoy seguro de que una forma estética no se agota y que jamás deja —antes al contrario— de gozar de sí misma.

AVR: Por lo tanto, de igual forma que no hay una fórmula para lo bello —en la medida en que lo bello no puede reducirse a una combinación de elementos, colores y formas—, tampoco el goce puede ser el final de un camino a seguir, ni sexual ni estéticamente. En ambos casos, hay un salto del placer al goce que es de orden cualitativo, es decir, que ni es necesario ni sucede siempre. Para gozar no basta con sentir mucho placer...

JLN: Por supuesto. Piense en el arte erótico, que nace del deseo de gozar «bien» y que, cuando se hace discurso, oscila entre el consejo dirigido a los que no saben cómo actuar y la receta supuestamente infalible. De hecho, hay un modelo, el Kamasutra, muy mal entendido por los occidentales, porque no fue concebido para enseñar a hacer bien el amor, sino que se inscribe en el ámbito de una práctica religiosa. Este modelo tiene mucho que ver con la práctica de una relación sexual sin orgasmo. Es el goce estético, el goce de la forma durante su formación. En La formación de las formas, Juan Manuel Garrido, un joven filósofo chileno, plantea la cuestión de saber cómo se producen las formas a priori de Kant. Un cuestionamiento que nos abre un espacio de pensamiento muy amplio, el pensamiento de la forma como lo que se forma, y no como lo que está formado. Por cierto, ese texto responde a la definición que da Focillon de la forma en La vida de las formas: «el signo significa, la forma se significa». Esta frase está muy cargada de sentido. Porque significarse uno mismo es, precisamente, salir del registro del signo.

Podría decirse que el sujeto del goce es el que no hace otra cosa que significarse. O incluso que es el goce el que se significa, de modo que estaríamos hablando de una especie de forma pura, aunque en el goce sexual —y ahí, precisamente, radica la diferencia— ya no hay formas distinguibles, ni visuales, ni sonoras, ni siquiera táctiles…

AVR: Si lo propio de la estética es jugar con la forma o con las formas, en el goce sexual hay una deformación de toda forma.

JLN: A eso me refería cuando hablaba de los cuerpos. En el goce, estos se vuelven casi informes. Es lo radicalmente opuesto a esas formas bellas y bien definidas a las que recurren los anuncios publicitarios o el cine para despertar el erotismo. Sin embargo, en el erotismo, en el eros, esas formas se deshacen.

AVR: Lo que nos lleva, una vez más, a la relación entre el goce y la pulsión de muerte, la destrucción.

JLN: Sí, hay destrucción, aunque no haya señales de mordiscos; lo cierto es que, en realidad, no miramos el cuerpo que tenemos delante, no es la forma del otro lo que nos importa. Pero esta «destrucción» produce otra cosa, no conduce forzosamente a la muerte. Hay un salto fuera del universo de las formas, por eso podemos sentir tanta fuerza erótica, tanto deseo por alguien que no está «cañón». Y eso, que yo sepa, solo lo ha comprendido David Hume. Lo expresa así: «La belleza de una persona proviene de su conciencia de saberse deseada». ¡Es formidable! Sencillamente extraordinario.

AVR: En efecto… Como si la belleza de una persona proviniese de la sensación, incluso de la certeza, de que suscita deseo.

JLN: El día en que leí esta frase aprendí a no dejarme impresionar por el poder de las supuestas bellezas eróticas, las de las fotografías, las de los textos y la pornografía. Erotismo o pornografía son dos universos de formas definidas, predeterminadas. Pero en el acto de la relación sexual, las formas se inventan, e incluso inventan su propio exceso, su extralimitación.

Pero volvamos a Freud. Para él, la forma estética solo sirve como vehículo para la descarga de una pulsión, lo que implica que la forma estética quede en suspenso. En lo que respecta al sexo, todo lo relacionado con las formas estéticas desaparece también, pero estas, al menos, han tenido una utilidad, la de llegar a lo genital que, a su vez, está dominado por lo que Freud llama Entladung, es decir, la descarga. Utiliza primero el modelo masculino, porque la descarga del varón es más visible. Para Freud, este es el punto culminante, el momento en que la tensión desaparece. Lo que despierta su interés es esa necesidad de una tensión que nos lleve hasta la descarga. Se podría objetar: ¿por qué creamos tensión si luego tenemos que descargarla? Freud respondería: sin duda, la tensión no se crea, sino que ya está ahí… La cuestión es saber para qué sirven las pulsiones: ¿es su sentido esperar su propia resolución?

AVR: A menos que consideremos la pulsión como el mejor medio para seguir deseando, dado que toda satisfacción sería efímera. El goce, al estar hecho de placer, es necesariamente puntual. Eso es lo fascinante: por un lado, el éxtasis, que sobrepasa todo límite y todo placer conocido; por otro, el deseo de volver a él una y otra vez, es decir, la insatisfacción por excelencia.

JLN: Los vínculos entre placer y satisfacción son complejos. Y el placer tiene varios significados. Pensemos en el término excitación. Excitare, en latín, significa invitar a salir, convocar afuera. Ese no es el caso del placer, en su sentido más habitual. Platón demuestra que el placer no solo proviene de la satisfacción de una necesidad. Nos explica: si tengo sed, puedo beber hasta apagar mi sed; y cuando ya no tenga sed, me sentiré satisfecho. Una satisfacción muy simple que indica que ya no necesito beber más. Pero si sigo bebiendo, es que estoy buscando otra cosa, el placer de beber por beber. Y esa es la razón por la que el bebedor bebe. ¿Qué significa eso? Que en el hombre nunca se puede hacer una distinción clara entre necesidad y deseo. Existen necesidades elementales, por supuesto, y la sed del que está en el desierto no es la misma que la del que tiene un vaso de agua a su lado. Pero creo que, en condiciones normales, todos sentimos que a la satisfacción de la necesidad y al aplacamiento de la sequedad de la boca se suma también ese algo añadido que es el frescor del agua, el gusto que tiene esa agua… Sigamos con el ejemplo del agua, que ilustra bien la idea de necesidad. ¿Por qué, por ejemplo, hay quien prefiere el agua con gas, incluso cuando tiene mucha sed? Porque la efervescencia de las burbujas nos produce excitación, lo que explica la invención de las burbujas, o del champán. De hecho, Freud piensa en el champán cuando habla de su perra en una carta dirigida a Marie Bonaparte en la que dice: ¡qué feliz es esta perra!, ¡y qué tranquila! No se plantea ningún problema… En ese mismo escrito afirma también que, en cierto modo, el ser humano se vuelve un poco loco en cuanto empieza a interrogarse sobre el sentido de la vida. Y pienso —dice Freud— en el aria del champán de Don Giovanni. En este pasaje de la carta, Freud casi está gozando; goza precisamente de la presencia del animal y evoca al héroe del goce por excelencia.

AVR: Las burbujas son un lujo en la medida en que no son necesarias. Es algo superfluo que aporta un placer adicional. Por consiguiente, el goce sería a la vez algo propiamente animal, en la medida en que se correspondería con un deseo irreprimible que puede llevarnos hasta querer devorar al otro y, al mismo tiempo, un lujo absoluto propio del ser humano. Me pregunto si gozar no será el placer de sentir placer…

JLN: El placer de sentir placer… ¡Es exactamente eso! Sartre dice: «No existe ningún placer que no sea conocido como tal». Pero también podría decirse lo mismo de la idea contraria: no existe ningún dolor que no sea conocido como tal. El placer es un estado que busca su propia perpetuación, mientras que el dolor busca su propia supresión, pero es exactamente lo mismo en ambos sentidos. Salvo en el aspecto al que usted ha aludido anteriormente, cuando el goce puede ser sufrimiento, precisamente porque se llega a un límite que no queda más remedio que traspasar si queremos estar del lado del exceso, de un exceso que puede hacerse insoportable, que siempre o casi siempre lo es, en mayor o menor medida. Entendemos mejor ese desbordamiento porque, en el momento del dolor extremo, a veces se percibe —aunque muy brevemente y de forma puntual— la proximidad con el placer. Algo que respondería al doble valor de lo que llamamos «crispación» o «irritación».

AVR: Al comienzo de Sodoma y Gomorra, el narrador de En busca del tiempo perdido escucha, sin que ellos se percaten de su presencia, al Barón de Charlus y a Jupien entregarse a placeres sexuales extremadamente ruidosos. Compara los gritos que oye con los de un hombre al que estuvieran degollando y llega a la conclusión de que «si hay algo tan ruidoso como el sufrimiento, es el placer». ¿Cree que el dolor y el placer podrían tener en común una cierta intensidad?

JLN: Un dolor muy fuerte siempre tiene algo de agudo. El goce también. En cierto modo, ese placer o ese dolor se pierden en la acuidad de un punto que, por definición, carece de dimensiones, y es en ese punto donde el cuerpo sale de sí mismo. A veces parece que lo hace por completo, y uno llega a desear la desaparición de esa forma de extensión del cuerpo que recuerda a la muerte.

AVR: Podría verse, por el contrario, como un sobresalto de la vida en el seno de un cuerpo que está sufriendo o gozando. De hecho, el goce puede engendrar más vida, incluso otra vida: en algunos casos, la relación sexual genera la procreación…

JLN: En mi opinión, se trata de una cuestión completamente abierta. Por una parte se puede decir que la humanidad siempre ha percibido el carácter excepcional, exorbitante, exuberante, del goce sexual; y lo ha hecho de múltiples maneras, sean o no procreadoras. Piense en las diferentes formas de sacralización de la sexualidad, desde las prostitutas sagradas de Babilonia hasta el hinduismo. Piense en la virginidad, en la ablación. No todo está siempre vinculado a la procreación. Sin embargo, en nuestra cultura se ha pensado que el placer sexual era, en el fondo, un medio de la naturaleza para incitar a los hombres a reproducirse. Kant, en cambio, no se conforma con esta explicación y, en una acotación de la Antropología, afirma que, al observar el sistema de la sexualidad, el filósofo no puede sino quedar anonadado como al borde de un abismo, puesto que no acierta a entender por qué la naturaleza ha elegido algo tan enrevesado para la reproducción.

Hoy estamos en el extremo opuesto. Pensamos que la sexualidad es en sí —y diría también que por derecho— completamente independiente de la reproducción, es decir, que el placer sexual se busca por el puro placer. Los hombres siempre han sabido buscar el placer por el placer, a pesar de que durante mucho tiempo haya estado inevitablemente vinculado a la reproducción. La investigación sobre técnicas de control de la fecundación es más antigua de lo que se cree, pero no fue verdaderamente eficaz hasta la llegada de la píldora. A partir de entonces se inicia un período en el que la sexualidad vence su eterno miedo al embarazo y se convierte en una sexualidad libre. Pero el sida puso fin a lo que más tarde se conocería en Francia como el paréntesis encantado.

Me pregunto cómo se puede pensar en el hijo cuando lo que se persigue siempre es el placer sexual, la exuberancia que entraña el goce. Tal vez habría que considerar al hijo como un goce, sí, pero dentro de otro ser. O como otro ser. Porque, en el fondo, ¿cuál es la razón de que hagamos hijos? La respuesta es evidente: hacemos hijos para nosotros. Porque lo que subyace tras el deseo de un hijo es la necesidad de una cierta forma de alteridad, una alteridad ligada a nosotros, pero que deseamos desligada de nosotros.

AVR: ¡Así es como hemos descrito la experiencia del goce!

JLN: En efecto, tener un hijo es reconocerse como estando fuera de uno mismo, pero ese «fuera» es, a su vez, alguien. Volvemos a enfrentarnos a la cuestión del sufrimiento dentro del goce, aunque el sufrimiento sigue siendo puntual; pues el hijo es, en esencia, el que se va, del mismo modo que el placer es, en esencia, lo que se escapa. Pero el hijo que se ha ido adquiere entidad propia, y eso nos complace. El hijo representaría esa alteridad encarnada, ese «otro» que es real pero que habría tenido su origen en el deseo de gozar, y que se habría llevado el goce consigo…

AVR: …o lo habría prolongado. Otorgándole una duración que no se limitaría a la del acto en sí, a la duración del orgasmo, sino que abarcaría una vida entera.

JLN: Y que un día se convertirá en su propio placer. Por eso siempre se le da tanta importancia, en todas las culturas, a la entrada en la pubertad y a la posibilidad de experimentar el goce que aparece poco después. Hoy ya no hay verdadera iniciación en nuestra sociedad; a la sexualidad se llega cada vez más joven. Muchos padres se preguntan si su hijo «ya se habrá acostado…». Esto puede parecer curiosidad, o inquietud, pero es también una forma de voyerismo, la expresión del deseo de recuperar parte del placer que el hijo se llevó. Y a medida que este crece, el adulto se va alejando cada vez más de la posibilidad de hacer hijos. E incluso de gozar, al menos en el sentido más inmediato.

No existe contradicción entre ese sentimiento y la idea de que es la especie la que se reproduce. Todas las especies se reproducen, pero solo la especie humana hace el amor en cualquier momento. Es cierto que los simios bonobos conocen la masturbación, la sodomía, la homosexualidad… pero no la proscripción del incesto. En nuestra especie, sin embargo, esta circunstancia no impide que se produzca una enorme cantidad de incestos reales, pero eso son transgresiones. Ahora bien, el incesto tiene que ver con la exogamia, con la apertura del parentesco. Por otra parte, el deseo sexual en el ser humano no aparece nunca —o casi nunca— ligado a los períodos fértiles.

La reproducción biológica deja sus marcas, naturalmente: los hijos son portadores de ciertos caracteres de sus padres. Pero, para el hombre, la reproducción biológica tiene una entidad real más bien escasa: lo que de verdad importa son las reproducciones sociales y psicológicas. Yo imagino a mis hijos como tales y, en cierto sentido, esto resulta determinante: se convierten, en gran medida, en los hijos que hemos imaginado como nuestros.

Por eso la relación entre goce e hijo es real, y no es solo una relación que instrumentaliza ese deseo de gozar que tiene el hombre, con la intención de incitarle a que se reproduzca. Así se explica perfectamente que los homosexuales puedan querer unos hijos que no podrán hacer pero que, aun así, serán para ellos una fuente de alegría.