ADÈLE VAN REETH: Hemos visto, con Sade, que el goce puede nacer del dolor infligido a otra persona o a uno mismo. Por lo tanto, el mal puede estar en el origen del placer. Esto ha provocado una condena moral por parte de la religión y de la sociedad, que explica que se haya podido prohibir el goce y, por consiguiente, que se haya vivido de manera culpable. El cristianismo se basa en una condena inicial del placer, concebido como acto de desobediencia a Dios, a raíz de que Eva comiera del fruto prohibido, condenando así al hombre a ser pecador y culpable desde su nacimiento. Ahora este ya no es un planteamiento estético, sino moral: ¿con qué derecho se puede condenar el goce?
JEAN-LUC NANCY: El cristianismo marca una gran cesura en la historia de la humanidad. ¿Por qué triunfó el cristianismo? He formulado varias veces esta pregunta a algunos historiadores. Paul Veyne, en su libro Quand notre monde est devenu chrétien, sostiene que, contrariamente a lo que se podría creer, la conversión del Imperio Romano al cristianismo impulsada por Constantino no fue una maniobra de interés político, puesto que los cristianos no representaban una verdadera fuerza en aquella época. En realidad, Constantino estaba rodeado de intelectuales de gran prestigio que vieron en la palabra vehiculada por los cristianos una respuesta apaciguadora a la inquietud y agitación profundas de las que eran presa los pueblos por entonces. Era un período muy turbulento. Me viene a la mente la frase de un historiador alemán que Freud cita en Moisés y la religión monoteísta y que, en esencia, dice lo siguiente: «Durante los dos siglos anteriores al cristianismo, una gran tristeza parecía haberse apoderado de todos los pueblos del Mediterráneo». Esos siglos coinciden no solo con la aparición del estoicismo, pensamiento dominante, sino también del epicureísmo y del cinismo. Movimientos filosóficos en busca de lo que Foucault ha llamado la inquietud de sí, y que suponían un parapeto ante la hostilidad de un mundo que se desmoronaba, que se encontraba en un estado de extravío y angustia. Era el fin de los grandes regímenes teocráticos, y con ellos la desaparición de los cultos agrarios. ¿Cómo organizar, a partir de entonces, un mundo desprovisto de su propio orden divino? Porque, por primera vez, el individuo tiene que enfrentarse a la ya clásica cuestión de saber cómo conducir la propia vida. Ya no había normas de conducta por las que regirse. Era necesario trazarse un sendero en medio de un mundo que había cambiado, que se había desorganizado como mundo cósmico, sí, pero también como mundo humano. Este último se había convertido en un lugar dominado por la violencia y el ansia de poder, pero también albergaba una riqueza que Marx llama precapitalista y que tenía más de acumulación y beneficio que de ostentación y sagrado.
Esta distorsión del mundo dio lugar, de forma simultánea, a una explosión de invenciones técnicas, que van de la escritura a la utilización del hierro, pasando por las técnicas de navegación, y que coinciden con la aparición de la política y la filosofía. Pero estas también entrarán en crisis, como queda de manifiesto con el Imperio Romano. El Imperio ya es una señal de que la República no goza de buena salud, puesto que diviniza a un hombre y lo proclama emperador. En este contexto, el cristianismo aparece como una posible solución al problema político: mientras que Roma diviniza a un soberano, el cristianismo, por el contrario, humaniza a Dios. Y esto desemboca, como no podía ser de otra manera, en una relación del hombre con el mundo completamente diferente. Lo que el cristianismo tiene de novedoso es una concepción de la vida humana como tránsito por la tierra, con la idea de que lo esencial está en otro lugar, en un mundo distinto, el del espíritu.
Si me he extendido un poco con estas puntualizaciones históricas es porque considero muy importante para el tema que nos ocupa comprender bien esa división de los dos mundos, que no fue accidental sino que surgió del interior de nuestra historia.
AVR: La vida como tránsito, pero también como sufrimiento; así lo atestigua la pasión de Cristo y hasta el propio texto bíblico.
JLN: En la pasión de Cristo se encuentra la fuente de un goce dolorista que se extiende a través de toda la historia de la pintura, como si hubiera existido una extraordinaria ambivalencia en esta cruel ejecución que es deseada por Dios y que supone la santificación misma del que dice ser el hijo de Dios. Dios se ha despojado de su divinidad, se ha hecho mortal. Esta mortalidad es a la vez sentida como la muerte del propio Dios —como explicará mucho más tarde Lutero— pero también como la divinización de la vida del hombre. En adelante la verdad del hombre se resume así: hay que pasar por el sufrimiento para acceder a la salvación. En consecuencia, el sufrimiento está vinculado a este mundo nuestro y, en cierto sentido, la carne no puede sino ser culpable. Recordemos que la culpabilidad no es un invento cristiano: también hay mucha regulación sexual en el entorno estoico o incluso en el epicúreo. Lo considero fundamental a la hora de reflexionar sobre el goce porque, en cierto modo, a partir de ahí todos los goces terrenales se vuelven condenables: no solo el goce sexual, sino también el goce del poder.
Condenables y, por lo tanto, mucho más tentadores. Porque, en realidad, el pecado es menos una falta en el sentido habitual (el incumplimiento de una ley) que una rivalidad entre los dos mundos (la carne y el espíritu); ambos rivalizan en intensidad. El gozo y el júbilo celestes entran en competición con el gozo y el goce humanos. Tal vez esto suponga un goce añadido…
AVR: De la libido sentiendi, deseo sensual, a la libido dominandi, que es deseo de dominar…
JLN: Esta última es más decisiva de lo que se piensa. Es cierto que, en los últimos tiempos, el poder tiene para nosotros una connotación negativa. Ya no se le reconoce su propio derecho de ser poder. Pero la escena política actual muestra cada vez más la necesidad urgente de reconciliarse con una libido dominandi: sin ese deseo de poder, no puede haber hombres políticos. Hoy ese deseo se manifiesta al desnudo, de forma casi obscena, como en el caso de Berlusconi. No cabe duda de que el gusto por el dominio también es esencial en el goce, pero se trata más bien de ser dominado por el exceso. El problema es que la imagen general de la sexualidad interpreta la potencia como si fuera esencialmente masculina. Por otra parte, la potencia no es necesariamente la omnipotencia: también puede manifestarse en forma de modulación de energía, como un juego rítmico que unas veces la contiene y otras la libera.
Lo que hay que tener presente es que la condena de la carne —coincidente con el advenimiento del cristianismo que considera el goce como algo reprobable— es la consecuencia de la desaparición de un mundo ordenado por presencias divinas y sagradas, en el que la sexualidad estaba muy codificada, pero no era condenada. En Tristes Trópicos, Lévi-Strauss describe a las parejas nambikwara que, después de la cena que reúne a todo el mundo al llegar la noche, se van a hacer el amor detrás de los arbustos, en realidad más para aislarse que para esconderse. Y Lévi-Strauss aprovecha este contexto para hablar de la risa feliz, es decir, de una risa que expresa un deseo vivido de forma no culpable.
AVR: Pero que el cristianismo tenga un concepto de la sexualidad forzosamente negativo y próximo al pecado no significa que renuncie a toda idea de goce. La alegría está muy presente en el cristianismo, aunque siempre vaya asociada a un más allá, especialmente en forma de comunión mística con Dios.
JLN: Así es. Comunión es una palabra cristiana, pero se ha empleado mucho en los registros amoroso y erótico: los amantes comulgan en el amor. Esta palabra es una manzana de la discordia entre Bataille y Blanchot, en sus reflexiones sobre la comunidad. Yo mismo había escrito, por aquel entonces, que «comunión» es una palabra que siempre tratamos de evitar pero alrededor de la cual todos damos vueltas. Queremos evitarla porque es cristiana, pero también porque plantea algo imposible: si la comunión es la unión en un solo cuerpo, entonces ese cuerpo se vuelve único y llegamos a la supresión del «com», que significa «con», y que resulta tan necesario para pensar en dos seres. Sin embargo, la comunión cristiana consiste en entrar en lo que se llama el cuerpo místico de Cristo para formar parte de ese cuerpo, pero sin dejar de ser, a la vez, un cuerpo pleno, un sujeto. El cuerpo místico de Dios recuerda al Leviatán de Hobbes: el colectivo en composición, un cuerpo hecho de cuerpos.
Para entender en qué medida ha influido el cristianismo en nuestra concepción del goce, preguntémonos qué sucede en las culturas no cristianas. Leamos los poemas de amor de Egipto y Mesopotamia, los textos eróticos chinos… Una cosa es segura: en ninguno de ellos veremos que el sexo se trate con tanta naturalidad como se trata, por ejemplo, el tema de la comida; el sexo siempre reviste un carácter sagrado, en el sentido de separado, de aparte. Sin embargo, ese carácter sagrado parece menos cargado de prohibiciones y temores. Recuerdo ahora esa gran novela china7 cuyo argumento gira en torno a un hombre que se hace injertar en el pene jirones de verga de perro cuando advierte que, una vez montada la perra, la verga del macho se hincha aún más y ya no puede sacarla; por eso no podemos hacer nada cuando vemos a dos perros apareándose. Al dotarse de nuevos atributos, este personaje espera aumentar su virilidad.
AVR: Pero que la sexualidad sea descrita con más libertad en esos textos no cristianos que menciona, ¿implica que se goce más? No necesariamente, en mi opinión…
JLN: En efecto. Es lo mismo que sucede con las estampas japonesas. Muchas de ellas escenifican el goce mediante la exhibición exagerada de los órganos sexuales, a veces monstruosamente desarrollados, y a través de ciertas posturas. El acto se representa íntegro, y muchas veces hay un personaje que observa detrás de un biombo, lo que añade una dimensión voyerista.
Creo que en el Antiguo Occidente, a pesar del estatuto sagrado de la sexualidad, no hay una prohibición referida al hecho específico de gozar (basta con recordar el Fedro de Platón). Sin embargo, el cristianismo expresa claramente esta prohibición, aunque con una particularidad: autoriza la cópula únicamente para hacer hijos. Los hombres, de forma excepcional, pueden aparearse solo para descargar(se), pues, como dijo San Pablo, ¡más vale casarse que quemarse! No se menciona el placer de la mujer. Es más, hasta se llegaron a inventar, mucho después, unos camisones con un agujero a la altura del pubis para que las mujeres no tuvieran que desnudarse en el momento del acto… Fue como si la vieja rivalidad entre carne y espíritu, a la que antes aludíamos, reapareciese con más fuerza: el gozo cristiano se volvió sombrío, malo… Sintió miedo de sí mismo.
Fuera del cristianismo, el goce está presente y es descrito como una sacudida, y no solo en la literatura. En Fedro, Platón describe al amante como un pájaro que extiende sus alas y acaba por eyacular… En cierto sentido, se trata de una imagen bastante obscena. Siempre me he preguntado cómo se integra este texto de Platón en el conjunto de la literatura de la época. Y es que más tarde, en el Banquete, el goce se ha vuelto superior, de orden espiritual. ¿Cómo se explica esta evolución? Tal vez Platón está siendo aquí testigo de lo que se convertirá en el malestar de la civilización antigua, que no ha conseguido rehacer un orden divino y se ha convertido en una religión civil. Sócrates, por su parte, rompe con la religión civil porque no respeta a los dioses de la ciudad. Quizá podamos ver en Platón el inicio de ese movimiento que conduce a la invención de la idea de gozo espiritual, que habría que diferenciar del goce físico. Pascal dice que Platón nos prepara para el cristianismo…
AVR: No olvidemos que cuando se prohíbe o se censura el goce físico, este se orienta inmediatamente hacia otra cosa, bien sea Dios o el poder. Es como si al hombre no se le pudiese arrebatar ese deseo de gozar, un deseo que sería más algo vital que simplemente necesario.
JLN: Estoy completamente de acuerdo. Y siempre ha sido así, sin duda, en todas las épocas y en todas las sociedades.
AVR: Pero, entonces, ¿cómo se entiende esa condena? Usted ha dicho que el anhelo de poder era necesario para el buen funcionamiento de la política. Esto quiere decir que habría un buen uso del goce de poder, aparejado a la civilización del hombre. De modo que el goce sería constitutivo del ser humano y, sin embargo, parece como si este no pudiese aceptarse como individuo que goza, como si debiera abstenerse de gozar cuando sabe que tiene la capacidad de hacerlo ¡Es asombroso! Y plantea un problema no solo moral, sino también antropológico.
JLN: Tiene usted razón cuando dice que esta condena del goce no es solamente de orden moral. Pero quizá el goce precisa de la prohibición. En ninguna de las páginas que Platón dedica al tema de la seducción sexual y del placer, del placer de beber vino en el Banquete, en ninguna, insisto, se condena el goce. No obstante, ¿podemos realmente hablar de goce? Es cierto que hay una sacudida, un momento de confusión, pero todo culmina en belleza. El espasmo no es exactamente la petite mort 8 de la que hablaba Hemingway, por ejemplo, salvo si lo que busca aquí esa petite es, precisamente, realzar la belleza de la «muerte»…
Para que haya moral —y, por consiguiente, condena— tiene que existir la idea de un mal, y que ese mal pueda ser presentado como un peligro. Es un círculo vicioso: hay peligro porque es malo y es malo porque entraña peligro. Para empezar, habría que dejar de presuponer que existe un valor estético, o incluso espiritual, asociado al placer del vino, al placer que produce la contemplación de un bello cuerpo, puesto que se trata de pasar de los bellos cuerpos a las bellas almas. Este paso es el que confiere sentido y virtud al placer. Lo que se invierte, con el cristianismo, es la entrada de esos placeres en el orden moral, a través de la condena que se hace de ellos en nombre de un peligro: la muerte sin resurrección. Pero es como si ese mismo gesto fuera el que nos permitiese llegar al verdadero núcleo del goce. El punto del exceso, que es inherente al goce, es a la vez extático y peligroso. Si privamos al goce de la dimensión alegre y placentera, lo que queda es algo que hace temblar. Un temblor, una sacudida, de los que no se libra ni el personaje del amante en el Fedro de Platón. La realidad del goce es la de un espasmo que sobreviene una vez alcanzado un límite, bajo forma de contracción y de explosión. Pero, para acabar, no se puede evitar la turbación que acompaña al temblor, ni ignorar el umbral del pudor.
Para Platón, este es el punto a partir del cual se puede avanzar. Uno puede beber y no emborracharse, exactamente como le ocurría a Sócrates… Mientras que los demás están destrozados y roncan encima de la mesa, él ya está en la calle, dispuesto a seguir con su actividad a pesar de haber bebido tanto como ellos. ¿Quién ha gozado, en esta historia? O bien la bebida no tiene ningún efecto sobre él, en cuyo caso no tendría sentido que siguiera bebiendo, o bien le gusta beber, y hay que sobrentender que la bebida le hace pasar a otra clase de embriaguez, una embriaguez espiritual que no implica degradación.
Volvemos a la idea de la degradación presente en el pecado. El cambio más importante, desde Platón al cristianismo, es la subjetivación del goce. En el cristianismo, el goce le sobreviene a un sujeto, cosa que no sucede con Platón. Por supuesto, siempre hay alguien a quien alcanza la fuerza del goce, que lo experimenta, pero sería más justo decir que ese sentimiento se acerca más al regocijo o al gozo que al goce propiamente dicho, porque este solo puede decirse en primera persona: yo gozo… El amante en Platón no dice: yo gozo. Y Platón no concede ningún privilegio a la virginidad. Mientras que, incluso después del cristianismo, Duchamp se refiere a su «novia» como esa a la que «el goce envilecerá»…
AVR: Pero el que se siente pecador cuando goza, ¿lo dice? ¡No tiene derecho a hacerlo!
JLN: Sade es un «buen» cristiano y, si el héroe de Sade blasfema, es porque sabe que se encuentra en el terreno de lo prohibido. El amante platónico, sin embargo, no lo sabe. La conciencia de lo prohibido es simultánea al nacimiento del sujeto, lo que San Agustín explica introduciendo el concepto de intimidad. Recuerde la célebre frase de Agustín: Interior intimo meo superior summo meo, «tú eres más interior que mi propia intimidad y más elevado que las cimas de mí mismo». Encontramos esta frase en una invocación a Dios, de modo que se trata de una exclamación. En las Confesiones hay un «yo» que se dirige constantemente a Dios: yo confieso, yo te hablo, antes no sabía quién eras, pero ahora te conozco. Y cuando te conozco digo: eres más interior que mi propia intimidad.
AVR: Las Confesiones marcan el nacimiento del «yo» en literatura. Es como si, con el cristianismo, la condena del goce coincidiese con el nacimiento del sujeto, del «yo» que no tiene derecho a gozar.
JLN: Se podría pensar que Agustín se halla en el registro del goce cuando dice «más interior que mi propia intimidad» y «más elevado que las cimas de mí mismo», como ese sujeto atravesado por el goce del que hablábamos antes. Deja que Dios entre en él al tiempo que goza de su propio triunfo sobre las potencias del Mal, de su propia conversión y de aquello de lo que se acusó al comienzo de las Confesiones, es decir, de sus habilidades retóricas. Lo irónico del caso es que, aunque se acusa mucho, al final aprovecha su arrepentimiento para ofrecernos una bella exhibición de retórica ¡Sorprendente!
La retórica es un pecado de vanidad y un pecado estético, el de complacerse demasiado en el manejo de la palabra. De los demás pecados de los que se acusa Agustín, el más importante es el de haber amado el amor en lugar de amar a Dios. Es una fórmula que sintetiza la moral cristiana, pero, ¿no se puede entender también como una fórmula para el goce? «Amar el amor» significa que no amamos a una persona, sino al amor mismo, lo que equivale a decir que amamos hacer el amor… o que al amor le gusta hacerse.
La única persona que merece ser amada es Dios y, si amamos a otra, debe ser en relación con Dios. Agustín dice amar a su madre, que es una santa mujer, pero la prohibición del incesto está presente sin que haga falta siquiera mencionarlo.
¿Qué nos dice Agustín? Que el goce es, forzosamente, el goce de un sujeto, aunque este no lo origine. Es la experiencia que el sujeto puede tener de perderse, de no sentir su propia presencia. Por eso la fórmula de Agustín, interior intimo meo, designa el goce por las dos vías, que son la intimidad y la superioridad. En realidad, las dos se sitúan en el mismo plano, porque si se representa lo íntimo como lo que está dentro del cuerpo (piense en las partes íntimas), entonces lo que es más interior que lo íntimo tiene que ser forzosamente lo exterior ¡Fíjese hasta dónde llega la proeza retórica de Agustín! Por eso tendemos a lo grandioso, a elevarnos más allá de las cimas. Toda esta exuberancia me hace pensar en Bataille, cuando compara a Jesús con una montaña cuya cima explota, como el Vesubio (él dice «el Jesuvio»). En ambos casos se trata de una imagen orgiástica. No olvidemos que en toda historia de goce siempre está presente Dionisos, el personaje de la orgía, del orgiasmo,9 palabra de la que deriva el término orgasmo. En el súmmum de lo íntimo, en la cima, se produce un vuelco.
Por otra parte, el vocablo goce es un sustantivo que parece insuficiente en relación con la fuerza que transmite el verbo gozar y con la exclamación «¡yo gozo!»,10 cuyo sujeto se pierde en el verbo. El sujeto en su integridad se convierte en puro goce, como cuando el niño dice «yo» por primera vez: es una forma de júbilo.
Lo que es válido para el goce lo es también para el dolor muy intenso. Todos los hombres, tanto los que gozan como los que sufren, han experimentado de la misma manera este exceso a lo largo de los siglos. Pero la única diferencia —difícil de percibir— estriba en que no es lo mismo decir que algo le sucede a alguien que afirmar que algo sucede, a secas. Tenemos que llegar a pensar en el goce y en el dolor como fenómenos que conciernen a una sociedad en su conjunto: o bien el conjunto social comparte el afecto, lo canaliza y lo simboliza, o bien, por el contrario, lo individualiza, lo esconde en la intimidad de cada uno. Parece como si la humanidad, en algún momento, hubiese dicho: ¡Pero si esto me está ocurriendo a mí!
7. Li Yu, Jeou-p’ou-t’ouan, Pauvert, 1989; La alfombrilla de los goces y los rezos, Ed. Tusquets, 1992.
8. La petite mort es una expresión utilizada, entre otros, por Georges Bataille y Ernest Hemingway que hace referencia a la pérdida momentánea de la conciencia que experimentan algunas mujeres al alcanzar el orgasmo. (N. del T.).
9. Término que, en la antigua Grecia, hacía referencia a los rituales mistéricos relacionados con el culto a Dionisos. (N. del T.).
10. «Je jouis», en el original francés, es la expresión más común equivalente al «me corro» en español. En este caso se ha optado por la traducción literal, «yo gozo», con objeto de mantener esa sensación de fusión sonora entre el sujeto y el verbo a la que alude el autor. (N. del T.).