Prohibido (no) gozar
Por José Luis Pardo
Confieso que el término que da título a este libro durante mucho tiempo me resultó extraño, ajeno, incómodamente exótico. No me sorprendería que esto significase que no he gozado nada en esta vida, o que si lo he hecho ha sido sin enterarme de que estaba gozando, aunque tampoco me sorprendería que esto último (gozar sin enterarse uno de que lo está haciendo) fuera una condición para el goce, porque lo contrario lo encuentro un poco morboso. La primera vez que fijé mi atención en la palabra, que desde luego no formaba parte de mi vocabulario, fue en la lectura de los místicos de los siglos de oro, creo que durante mis años de colegio. No tenía ni idea de lo que podía significar ese «goce», pero estaba obligado, por el contexto, a identificarlo con el éxtasis religioso. Seguramente yo era en aquel momento incapaz de separar lo religioso de lo eclesial, y también incapaz de renunciar a un anticlericalismo militante y visceral que formaba parte de mis señas de identidad familiares y sociales, así que no tenía más remedio que considerarlo como algo sospechoso. Más tarde, desde luego, leí a Bataille, empezando por las cosas que decía sobre la Santa Teresa de Bernini. Me hizo bastante ilusión la idea de descubrir el goce sexual bajo la cobertura del goce místico, algo así como descubrir «la verdad» bajo «la mentira», porque el sexo era en aquellos tiempos uno de los signos inequívocos de la verdad o, quizás mejor, de la autenticidad, de lo que no se puede disimular por mucho que se intente (una creencia debida, supongo, a la influencia ambiental del psicoanálisis y de la «liberación sexual», ambas cosas probablemente en sus versiones más vulgares y menos refinadas); pero, por decirlo en los términos de Jean-Luc Nancy, seguramente yo no era (cultural o visceralmente) tan «católico» como Bataille y, justamente por estar bajo la potestad de la consigna sesentayochesca «gozad sin trabas», no me complacía demasiado retener las ideas de «pecado», «prohibición», «culpa» o «transgresión», ni siquiera aunque fuese con la perversa intención de conservar con ellas las esencias del goce, porque —en la medida en que el goce me seguía pareciendo un «estadio superior» que sólo podía alcanzarse a través de aquellas «trabas»— continuaba sin saber muy bien lo que significaba.
«Orgasmo» —la palabra que encuentro más obscena en castellano, porque es la única que conserva plenamente su insoportable indecencia sin dejar de ser un término técnico y ajeno al argot popular, sin un adarme de guiño pícaro—, si era eso lo que había que adivinar en el gesto extraviado de la escultura de Bernini, era un vocablo que había adquirido para mí, por culpa de Wilhelm Reich, una connotación higiénica (la liberación de una carga cuya represión podía tener graves efectos sobre la salud física y psíquica de las personas) que la excluía por completo del ámbito, no ya de lo placentero, sino incluso de lo excitante o lo atractivo. Como tuve ocasión de explicar en un librito titulado La Banalidad, desde muy pronto me resistí a admitir cualquier cosa que significase en la vida un «nivel último de resolución», ya fuera la lucha de clases o la pulsión sexual, y nunca comulgué con la idea de que la clave para entender Muerte en Venecia (la película de Visconti y el libro de Mann) fuera convertirla en un hardcore gay, o con la de que el criterio para considerar «buena» una canción fuese que en su letra se hiciese una explícita defensa de los explotados contra los explotadores; y ello precisamente porque me tomo muy en serio los derechos de los homosexuales y la lucha contra la explotación, pero también la literatura, el cine y la música. Y la verdad es que aquello del «goce» me sonaba demasiado a «solución final».
Algunos años más tarde, una noche en la sobremesa posterior a la cena, en casa de nuestro común amigo Manuel Borrás, Santiago Auserón me redescubrió el son cubano, y en los versos de aquellas coplas volví a escuchar, con las mismas resonancias extrañas que me había despertado en los poemas de Juan de la Cruz, aquel anuncio literalmente increíble: «Vamos a gozar» (¿?). Tras unas cuantas canciones («las fiestas de los guajiros/no tienen cuándo acabarse./Empiezan tocando el güiro/y acaban por desmayarse»), alzó su voz, imperativa, Celeste Mendoza:
Muchachos,
olviden las penas
que tengo ganas...
Coro: ¿De qué, Celeste?
...de gozar
Que no se retraiga nadie
Que la rumba ahora está
botá
Y aprovechen el momento
que luego les pesará
Yo fui a una fiesta de santos y allí
un santo muy fuerte
libró a una niña de muerte
cubriéndola con su manto
y yo, asombrada de tanto,
tuve que cantarle así:
Papa Oggún, ¿qué es esto? Papa Oggún
Esa fue la primera vez que comprendí, o creí comprender, de qué se trataba. Comprendí, para empezar, que la extrañeza que me suscitaba el término procedía de su antigüedad, es decir, de su pertenencia a un estrato del castellano que en la actualidad ya había desaparecido casi completamente de la lengua, pero que se había conservado en algunos lugares de la América hispanohablante, en donde el idioma evolucionó de otro modo y, en ciertos aspectos, se quedó detenido en aquel estadio de los siglos XVI y XVII. Sin duda, en francés, como verá el lector en las páginas que siguen, ha sucedido otra cosa (el «goce» —jouissance— ha tenido una «supervivencia» léxica y semántica y unos avatares discursivos de continuidad que no ha conocido en el castellano, además de haberle sido otorgada una convalidación literaria e intelectual en la modernidad gracias al triunvirato Sade-Bataille-Lacan, que no tiene parangón en España, pero que quizás explica en parte la fácil penetración de este triunvirato en algunas zonas de Latinoamérica, basada probablemente en un anacronismo o en uno de esos equívocos fructíferos que Edgar Morin llamaba «neo-arcaísmos»).
Me vi transportado, pues, por aquellas voces profundas a esos lejanos siglos —los de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz— en los que, reconozcámoslo con escándalo, aún nadie había leído a Lacan. Por tanto, y como dice Nancy, el goce sólo podía entenderse «en su sentido original, es decir, jurídico, y no sexual». Me vino entonces a la memoria un documento con el que había trabajado en un contexto académico. En el testamento otorgado por D. Luis Hernández en Granada, el 16 de julio de 1559, el testador especifica el modo en que ciertos herederos deben tratar algunos de sus bienes, para que
«no puedan vender, ni en manera alguna enajenar, los dichos bienes ni parte alguna dellos, salvo gozar dellos y de sus rentas y frutos syn pagar ni contribuyr ningund ynterese. E que teniendo y dándole nuestro Señor hijos <o hijas>, de legítimo matrimonio, se entiende que an de subçeder e aver y heredar todos los dichos bienes que por clavsula yo le mando para los aver e gozar, tener e poseer por la misma forma e manera que de suso se haze minçión, y de allí en adelante sus descendientes para siempre jamás, con la dicha condición de no los poder vender ni en ninguna manera enajenar, salvo gozar de dichos bienes y de sus rentas y frutos, segund dicho es».1
No se puede decir más claro que el goce es lo contrario de la venta o la enajenación de un bien, y que por tanto es un tipo de posesión que se contrapone irreconciliablemente a la propiedad. Sólo es propietario de algo quien puede venderlo. Por el contrario, los objetos del goce son aquellos que se sustraen a la esfera del intercambio y la circulación, los que conservan enteramente su categoría de bienes (de los que sólo cabe disfrutar o no disfrutar) sin poder adquirir la de valores (o sea, la de cosas que sólo «valen» en comparación con otras cosas, por y para esa comparación, cosas de las que se puede ser propietario pero no poseedor ni usufructuario, porque no son susceptibles de goce alguno). Y sólo en este contexto jurídico el mandato de los libertinos sadeanos («Goza») deja de ser a la vez obsceno y sádico, y la consigna del sesenta y ocho («Gozad sin trabas») deja de ser ridícula e ingenua, y ambas se vuelven inteligibles y susceptibles de ser cumplidas, porque «gozad» significa ahí solamente: «no vendáis», «no dividáis ni cuantifiquéis aquello que no puede ser dividido en cantidades discretas», «no pongáis un precio a aquello que constituye vuestra felicidad». Entre esos bienes están la rumba, los caballos, los frutos escogidos de la tierra, el amor, el humor y, sin duda, también el mantón del santo que libró a una niña de la muerte (de hecho, los bienes nos liberan de la muerte mientras los disfrutamos, la dejan sin efecto o suspenden su jurisdicción mientras dura el goce).
Entonces me pregunté: ¿no era eso mismo —lo que se salva del proceso de compraventa, lo que no se convierte en mercancía— lo que Bataille llamaba «lo sagrado»? Lo era, en buena medida, aunque muchas veces Bataille vio, como única garantía definitiva de la conservación de lo sagrado o incluso de su mera existencia, la destrucción de esos bienes a manos de la violencia sagrada, el sacrificio, y por eso admiraba la arrogancia del jeque que, en un potlach derrochador y soberbio, desafía a sus rivales degollando a sus propios caballos o incendiando su propio poblado. Y esto no solamente es una victoria pírrica sobre la circulación y el intercambio, sino que en realidad se trata de una derrota. Pues lo cierto es que lo único que expresa ese acto de «soberanía» es la «nuda propiedad» (que se afirma tanto más cuando la destrucción de la cosa hace imposible su disfrute), el sometimiento de esos bienes así sacrificados a la condición de valor (valor que incrementa el del jeque frente a sus enemigos como el interés aumenta el valor de cambio del dinero prestado), mientras que, como tantas veces ha escrito Rafael Sánchez Ferlosio, es únicamente la destrucción de los valores en cuanto valores (o sea, no degollar a los caballos sino todo lo contrario, devolverlos a su condición de caballos y sacarlos del ámbito de la circulación y la ostentación) lo que asegura su conversión en bienes. Es decir, en una clase de riqueza carente de valor de cambio, que no se puede atesorar ni convertir en beneficio. En un contexto en que el dolor se convierte constantemente en valor (de cambio, porque no lo hay de otra clase), tanto en la guerra como en la industria, el «olvidar las penas» es el abandonar esa esfera de la compraventa, de las pérdidas y las ganancias, para sumergirse en aquella otra en la cual el disfrute no implica disminución ni aumento de valor («syn pagar ningund ynterese»), no tiene cuenta (en el sentido de que sólo se cuenta aquello que se ha de intercambiar, para no salir perdiendo en la transacción), no tiene traducción a otra cosa que no sea el disfrute mismo, aunque sí que tengan los bienes, como todos los frutos, una ocasión para ser disfrutados, más allá de la cual se echan a perder («Aprovechen el momento, /que luego les pesará»), puesto que sus efectos están limitados en el tiempo (pero, en esos límites temporales, el goce libera enteramente a los hombres de la esclavitud de la búsqueda angustiosa de la satisfacción y de la repetición mecánica e infernal del gesto del trabajo forzado). No sabemos exactamente si los poderes que D. Luis Hernández confiere a sus herederos les dan derecho a destruir esos bienes, pero fácilmente podemos colegir de sus palabras que no eran esos ni su deseo ni su intención (sino, por el contrario, que sus legatarios los conservasen «para los aver y gozar» y «para siempre jamás», como un manantial potencialmente inagotable).
No es, por tanto, que el sentido «jurídico» del goce se contraponga al sentido «sexual». Así como está en la esencia misma del disfrute el que no se pueda llevar cuenta de lo que se disfruta (pues en el momento en el que se empieza a llevar la cuenta se acaba el disfrute), también lo está el que el goce no se pueda poner exactamente en la cuenta de lo jurídico, de lo sexual, de lo carnal, del cantar, del bailar, del comer o del beber. Al comprender todo esto me di cuenta también, por tanto, de que el éxtasis religioso y el sexual no eran en absoluto excluyentes en ese marco (es decir, no tenía por qué ser el uno «la verdad» del otro o su «encubrimiento»), pues es justamente esta exclusión mutua lo que, según gustaba de señalar siempre que tenía ocasión José Ángel Valente, causa la profunda ineptitud de la literatura contemporánea en castellano (y el defecto puede extenderse a otras artes) para describir el goce amoroso; Valente solía contar al respecto esa anécdota de Juan de la Cruz, quien, consultado por un compañero de hábitos que tenía una erección siempre que iba a comulgar, tranquilizó sus escrúpulos de conciencia diciéndole que «hemos de recibir al Señor con lo mejor que tenemos». Por el contrario, cuando ya se puede hacer un reparto nítido entre lo sexual, lo religioso, lo jurídico, lo etílico y lo lírico, entonces da la impresión de que el juego está perdido, de que el goce se ha esfumado.
Y todo lo anterior sugeriría, por tanto, que tras el anacronismo de la palabra se oculta el anacronismo de la cosa; que, como sugiere Nancy, el mundo moderno ha perdido la capacidad de gozar. Algo que resulta al menos tragicómico, porque ninguna época ha estado como lo está la nuestra sometida al imperativo categórico del goce (de tal manera que si alguien confiesa en público su falta de goce se le tendrá inmediatamente por un enfermo o por un psicópata), y en ninguna otra las atractivas transgresiones de ayer (sexo, drogas, rock and roll y revolución) se han convertido tan rápidamente en las monótonas obligaciones de hoy (deporte, dieta, chill out y tecnología digital). Nunca hemos tenido tanta necesidad de gozar, nunca hemos sido tan invitados y forzados a ello, nunca ha estado el mundo tan organizado para el goce, y a la vez nunca hemos tenido menos idea de lo que el goce pueda significar. La imposibilidad de comprender hoy en qué consiste el goce, que a mí se me manifestó como la dificultad para entender una palabra desusada, es sin duda el origen de todas las dificultades que los autores de este libro atraviesan para perfilar su sentido, de la aparente contradicción entre los elementos de su definición, de su constante escaparse al concepto. «Pocos filósofos hablan directamente del goce», dice Adèle Van Reeth casi al final de su conversación con Nancy (pero, ¿qué sería «hablar directamente del goce»?), como si la filosofía tuviera miedo del goce, como si ella temiera perder su compostura racional ante la perturbación del exceso. Pero vale más, en este punto, ocupar la posición del filósofo timorato que la del sabio; el sabio es el que dice: «No sabéis gozar» (o, incluso, en un ataque de generosidad, «no sabemos gozar»), pero eso es algo que sólo puede decir quien sabe lo que es el goce, quien posee la experiencia, quien goza o ha gozado. ¿Pero puede en este campo haber maestros? Lo primero que la filosofía nos enseña, en este como en todos los casos, es a hacernos cargo de nuestra propia inexperiencia, de nuestra propia ignorancia, como condición indispensable para que nos sea posible aprender. ¿Qué es, qué puede ser hoy el goce, si es que aún podemos hablar de algo así? ¿El deseo de poder que mueve algunas vocaciones hacia la política? ¿El deseo de devorar a la pareja que a veces atormenta al amante? ¿El riesgo que experimentan los más afortunados al hacer piruetas al borde del abismo con sus fortunas? ¿Cómo es posible que el goce comporte a la vez alteridad y comunidad? ¿Es factible aún recobrar los bienes sepultados bajo los valores y alcanzar un disfrute que no se agote en el consumo o en el beneficio? Estas son, entre otras muchas, las preguntas que Adèle Van Reeth y Jean-Luc Nancy nos enseñan a hacernos a lo largo de una conversación a la vez rigurosa y placentera, exigente y amable, como siempre ha de serlo una conversación filosófica.
José Luis Pardo, enero 2015
1 En Amelia García Pedraza, Actitudes ante la muerte en la Granada del siglo XVI, vol. 2, «Apéndice documental», p. 976, Universidad de Granada, 2002.