Ya no sé si duermo o no. Si duermo, es por afuera del sueño, en ese anillo de asteroides de hielo en constante movimiento que rodea el vacío oscuro e inmóvil del olvido. Es como si no entrara nunca a ese hueco de tinieblas. Doy vueltas, literalmente, por la zona externa, que es amplia como un mundo y es el mundo en realidad. No pierdo la conciencia. Sigo conmigo. Me acompaña el pensamiento. Tampoco sé si es un pensamiento distinto al de la vigilia plena; en todo caso, se le parece mucho.
Así se me va la noche. Para entretenerme, recuerdo las conversaciones que he sostenido con mis amigos durante la jornada, cada noche la de ese día. Todos los días me dan materia para el recuerdo. Desde que dejé de trabajar, no tengo otra cosa que hacer que reunirme con mis amigos a conversar, tardes enteras. Me he preguntado si la desocupación no será el motivo de mis alteraciones de sueño, porque antes, cuando trabajaba, yo dormía normalmente, como todo el mundo.
Es muy posible. Al sueño profundo y reparador siempre se lo ha visto como la recompensa por una jornada productiva. ¿Pero qué puedo hacer? Dejé de trabajar cuando mis rentas me aseguraron un buen pasar. Ahora tengo plata de sobra para mis modestas necesidades, y no me dan ganas de inventarme un trabajo sólo para mantenerme ocupado, como hacen otros. Ese recurso lleva la vida a un terreno de irrealidad, y yo soy un hombre de realidades. Además, un trabajo hecho sin genuina necesidad no llenaría la función de agotarme y hacerme dormir. La situación se explicaría mejor si yo fuera un anciano que ha dejado atrás toda actividad por imposición natural de la edad, con sus achaques y fatigas. Al adelantar mi retiro quedé en una posición intermedia; tal como me pasa en el sueño, no termino de decidir si estoy adentro o afuera.
En fin, no me quejo. Quizás en realidad duermo. Es difícil decirlo, a la mañana siguiente. Sea como sea, he descubierto, en la reconstrucción de las conversaciones del día, una veta nocturna de actividad mental muy gratificante. A mi edad, uno teme que sus facultades empiecen a declinar. De modo que es útil ponerse a prueba, y ejercitarse. Y en este ejercicio encontré una confirmación de que mi memoria y mi atención siguen intactas, lo mismo que mi razón.
Tengo la suerte de haber creado a mi alrededor, a lo largo de la vida, un círculo de amigos de categoría. Sin ser propiamente un intelectual, siempre tuve gustos e intereses relacionados con la cultura; esos gustos se tradujeron en un acercamiento a personalidades descollantes en las artes, las humanidades o las ciencias. A ellos a su vez no les debe de haber desagradado mi compañía, pues las amistades que se fueron consolidando con el tiempo siguen firmes, y nuestros encuentros menudean, sobre todo ahora que estoy siempre disponible.
Nuestras conversaciones mantienen parejo un alto nivel. El chisme, el fútbol, los problemas de salud o la comida no tienen lugar en la charla, que se desliza más bien por carriles de historia o filosofía. De modo que mi rememoración nocturna tiene un rico alimento en el que hincar el diente. La temática la eleva por encima del mero recuerdo mecánico, a un plano de reflexión y aprendizaje.
En la cama, me aplico siempre a las conversaciones de ese mismo día, aunque también podría hacerlo con las de años o décadas atrás. Quizás suene presuntuoso usar el altisonante nombre de Memoria para algo que ha sucedido apenas unas horas antes. Pero para mí está bien así. Suele decirse que con la edad la memoria se va distanciando del presente, y que el anciano llega a recordar mejor lo que pasó en su infancia que lo sucedido el día anterior. Yo prefiero ejercitar mi memoria de lo inmediato, la más próxima.
Y realmente, es un aparato prodigioso, que noche tras noche me maravilla por su alcance y precisión. No sólo vuelve el tema, y los temas sucesivos, de la charla, sino las réplicas, una a una, y hasta las vacilaciones, los balbuceos cuando no encontramos la palabra justa, las divagaciones que nos permitimos. Porque hay que destacar que nuestras conversaciones no son académicas ni planificadas, sino charlas de amigos (cultos, eso sí), con el sinfín de cambios de rumbo que tiene toda charla. Sin demasiado esfuerzo llego a una duplicación exacta, pero enriquecida justamente por ser una duplicación. Me permite ahondar en las ideas, que en el curso de la realidad pasan demasiado rápido. Puedo detener donde quiero y contemplar el pensamiento o su expresión, explicarme los engranajes que los articulan, descubro un defecto en la argumentación, hago una corrección, vuelvo atrás. Pongo la lupa sobre la conversación transformada en una miniatura, y mi contemplación insomne la vuelve hermosa y perfecta como una joya. Su mismo desorden, sus redundancias, su falta de objeto, se cubren de un nacarado artístico por obra y gracia de la repetición.
Pongo como ejemplo la reconstrucción que hice anoche del diálogo que había mantenido por la tarde con uno de mis amigos. Nos reunimos, como lo hago siempre con él, en un bar del centro, y cafés de por medio iniciamos el coloquio comentando, al pasar, una película que habían dado por televisión el día anterior, y que casualmente los dos habíamos visto. Era una película convencional, un mero pasatiempo con algunas pretensiones que no nos engañaban. Con mi amigo coincidíamos en el hábito inofensivo de relajarnos por las noches mirando alguna banalidad por televisión. Coincidíamos especialmente en el rechazo a los programas supuestamente «culturales», que proliferan en las redes de cable. En efecto, la postura del hombre de cultura es simétricamente inversa a la del ciudadano corriente que después de un día de prosaicas ocupaciones prácticas, enciende el televisor en busca de alguna elevación espiritual. Para nosotros en cambio, que nos hemos pasado el día en compañía de Hegel o Dostoievski, esa programación «cultural» nos resulta inútil, y por eso mismo, o por su falta intrínseca de méritos, la encontramos pobre y chata, cuando no francamente ridícula.
Esta película, los dos la habíamos visto en forma fragmentada; el tedio y el zapping, sumados a las distracciones domésticas, nos habían hecho ver pasajes distintos, uno más el principio que el final, el otro al revés. Pero no era necesario más; esas producciones estereotipadas de Hollywood se adivinan a partir de una secuencia o dos, como los paleontólogos reconstruyen un dinosaurio a partir de una sola vértebra. Si uno sigue viendo, es para confirmar lo que ya sabe, confirmación que, fuerza es reconocerlo, comporta su placer.
De modo que nos entendíamos en nuestros comentarios. Por supuesto, algo tan trivial no merecía muchos comentarios de nuestra parte, y no habríamos hecho ninguno si yo no hubiera mencionado, con una sonrisa, un error bastante grosero que a los productores se les había pasado por alto. Se trataba de lo siguiente: El protagonista, que era un humildísimo pastor de cabras en Ucrania… ¡tenía un Rolex en la muñeca! Solté la risa al contarlo, y al recordarlo en la cama seguramente en mi cara se dibujó una sonrisa. En el acto de hacerlo, o de hacer las dos cosas, reírme en la realidad y sonreír al recordarlo, noté que mi amigo tenía esa expresión neutra del que no entiende de qué le están hablando. Aquí es pertinente una nota al margen: el recuerdo puede ser idéntico a lo recordado, pero a la vez es distinto, sin dejar de ser el mismo. El gesto de incomprensión de mi amigo, al verlo desde el otro lado de la mesita del bar, no era más que eso: un pedido de explicación, que ni siquiera sabía, aún, que estaba pidiendo una explicación. En el recuerdo, en cambio, se cargaba con todo lo que había pasado después. Por el solo hecho de recordar, así fuera manteniendo la secuencia temporal, todo se daba al mismo tiempo.
Me expliqué: el protagonista, en un momento en que ha encontrado muerta a una de sus cabras, y se inclina para levantarla, justamente en ese movimiento, al meter una mano debajo del cuerpo del animal muerto, se le acorta la manga del basto chaquetón de cuero sin curtir, y queda a la vista la muñeca y parte del antebrazo, y se hace visible un importante Rolex de oro, claramente identificable por su diseño y hasta por la coronita que es la marca de la compañía.
Mi amigo salió de su estupor para preguntarme: ¿qué cabra?, ¿qué cabra muerta? Él no había visto ninguna cabra muerta.
Al rememorarlo yo sabía que poco después pondríamos en claro que él no había visto esa secuencia. En la conversación propiamente dicha todavía no se me había ocurrido esa posibilidad, así que traté de hacerlo acordar: era la cabra que él encuentra muerta cuando baja de la montaña por la tarde, y la lleva cargada hasta su cabaña… Era imposible que a mi amigo se le hubiera pasado por alto el episodio, porque tenía importancia en el argumento, ya que esa noche, cuando pretendía asar la cabra para la cena…
Ahí me interrumpió: sí, la escena en que evisceraba la cabra la había visto, pero no la anterior, la del hallazgo. Seguramente en ese momento había ido a la cocina a servirse algo de beber, y se la había perdido. Era un mal menor, muy frecuente con esa películas que pasan sin cortes por los canales de cable. Yo mismo debía de tener huecos semejantes. Todos los tienen cuando ven películas por televisión. Esas escenas faltantes vuelven como fantasmas: uno las ha suplido imaginariamente para completar la trama, y después la reconstrucción y la realidad, dada la poca realidad que tienen esas escenas, se le mezclan.
Aclarado ese punto, mi amigo seguía sin entender el sentido de mi observación. ¿Qué tenía de raro que el protagonista de la película usara ese reloj o cualquier otro? ¿No usábamos relojes nosotros mismos?, preguntó señalando con el mentón los que teníamos, él y yo, amarrados a las muñecas del brazo izquierdo. Y no los teníamos de adorno, agregó con la sonrisa que yo tan bien le conocía. Nos eran muy útiles para llegar a tiempo al café en que nos citábamos, ¿no? Ésta era una alusión autoirónica a su inveterado hábito de llegar tarde a las citas. Yo no se lo reprochaba. Estaba tan acostumbrado que cuando planificábamos un encuentro yo hacía mis cálculos sumando quince o veinte minutos, así que en cierto sentido podía decir que él era puntual.
Tuve que decirle que no me refería al reloj en sí, sino a uno tan lujoso, en poder de un primitivo pastor de cabras analfabeto, aislado en las montañas. Aunque también me refería al reloj en sí. Ya el hecho de que tuviese un reloj pulsera estaba fuera de lugar. Esa comunidad de cabreros practicaba una economía de subsistencia, ajena a la sociedad de consumo. Aun suponiendo que para una feria o mercado el cabrero bajara al pueblo más cercano, y quisiera comprarse algún objeto, no habría elegido un reloj, cuya utilidad tenía que ser nula para él. En las costumbres ancestrales de los pastores, el único reloj que importaba era el Sol. Allí no había citas en el café, ni televisores, ni trenes ni aviones que tomar, sólo el paso de los días y las noches y las estaciones. Y aun en el caso de que un comerciante astuto hubiera logrado extraer unas monedas de la ignorancia o ingenuidad de este montañés, habría sido a cambio de una baratija, ¡y no de un Rolex! (ni siquiera de imitación).
El tema no daba para mucho más, según me pareció en ese momento, y ya mi mente barruntaba otras direcciones, que eran los temas comunes y habituales entre nosotros, las reflexiones en que nos gustaba internarnos a partir de lecturas o de la consideración del mundo que nos rodeaba. Al rememorar en la noche ese punto, los temas que se me presentaban como posibles volvieron a presentarse, en su misma condición prenatal, sin forma ni contenidos definidos pero con el mismo sabor con que se agitaban en la inminencia; un sabor de filosofía, de regalo intelectual de élite. Quizás este sabor se acentuó, en el recuerdo, por el hecho de que al fin de cuentas no salieran a luz. Lo que había parecido estar a punto de terminar en realidad apenas si empezaba. Mi explicación no había sido suficiente, por algún motivo que no acerté a comprender; mi amigo seguía perplejo.
¿Estaría distraído, pensando en otra cosa? ¿O sería culpa mía? ¿Me habría precipitado a las conclusiones, sin darle tiempo a las premisas? ¿Habría dado por dicho algo que no había dicho? Traté de hacerme una composición de lugar, lo más rápido posible porque sentía que la insignificancia del asunto sólo justificaba unas notas leves y sin apoyar, como Arrau tocando a Schumann. Pero al mismo tiempo, si eran demasiado leves, las cosas podían seguir sin aclararse y sería peor. Decidí retroceder un paso y enfocar la situación desde un ángulo más general, casi como si pensara en voz alta, en un repaso hecho para mí mismo, de modo de evitar el tono didáctico que, aplicado a semejante nimiedad, podía sonar ofensivo.
En esa cuerda, entonces, hablé de los errores que pueden cometerse durante una filmación. Eran difíciles de evitar, dije, cuando se hacía una reconstrucción de época o de ambientes muy específicos. Un caso famoso había sido el de Cleopatra, donde en una escena Elizabeth Taylor, que hacía de la reina egipcia, había aparecido con un vestido que tenía un cierre relámpago. Eso era un mero anacronismo, no muy diferente de nuestro reloj de marras, si bien en «nuestra» película, que sucedía en la época contemporánea, era un desfase social o sociocultural más bien que temporal.
Con eso supuse que nuestro pequeño quiproquo quedaba superado, pero para eliminar hasta la menor sospecha de haber dado una lección o haberme quedado con la última palabra, seguí ampliando, ya en plena dispersión temática de cortesía:
Sucedía que con lo complicada que podía ser una filmación, la cantidad de gente que poblaba un set, las órdenes que había que darles a los técnicos y a los actores, el director no podía estar en todos los detalles. Se lo había notado desde mucho tiempo atrás, y de ahí que en las producciones comerciales de cierto fuste hubiera personal especializado para este tipo de problemas, por ejemplo los llamados «continuistas», cuya función era asegurar que los actores siguieran con la misma ropa y el mismo peinado y el mismo nivel de rasurado o no rasurado de la barba de un día a otro de filmación, si correspondía. Porque el registro de las secuencias era discontinuo. Si un personaje salía de su casa después de desayunar y despedirse de su esposa (secuencia 1), y en la calle se encontraba con el vecino y se ponía a charlar con él (secuencia 2), esas dos secuencias requerían distintos escenarios, distinta iluminación, y podían filmarse a semanas de distancia una de otra. Pero para el personaje, para la acción, habían transcurrido apenas unos segundos, y debía estar vestido y maquillado igual…
Con un gesto muy somero de impaciencia, mi amigo me significó que eso ya lo sabía, y hasta sugirió que no le cambiara de tema. Esa última sugerencia venía empaquetada junto con la significación anterior, gracias a la polisemia de los gestos de la que yo no cesaba de maravillarme cuando recordaba en la cama. Porque mis recuerdos, como ya creo haberlo dicho, no eran sólo auditivos sino también visuales. Los pequeños sentidos anexos florecían, en el tiempo sin apuros de la mente, y enriquecían lo que ya había sido rico. En cuanto a la impaciencia, no me preocupó, ni en un tiempo ni en el otro; no era un sentimiento «en contra» sino «a favor»; yo también lo estaba manifestando constantemente; era el ansia de desembarazarse cuanto antes del ruido de la comunicación para poder comunicar más, y sacar más provecho de nuestra mutua compañía. Tenía más de reconocimiento del valor del interlocutor que de molestia.
En mi recuerdo, ese momento estuvo marcado por un triunfal acorde de imaginarias trompetas. Era la entrada en la conversación de mi amigo, del que un veloz repaso me mostraba que hasta entonces no había participado más que con murmullos, arqueamientos de cejas, «qués», «cómos», «cuáles», y poca cosa más. Ahora se disponía a hablar, y junto con la conversación, que se ponía en marcha plenamente, se ponía en marcha la máquina de la memoria.
Lo que dijo me sonó extraño. En un primer momento, me desconcertó en grado sumo. En la reconstrucción nocturna, levantada la losa del desconcierto, sus palabras eran claras y oscuras a la vez. En esta tercera instancia, la del registro escrito, trataré de mantener el equilibrio entre claridad y oscuridad, para lo cual mi guía más segura será la secuencia exacta en que se ordenaron las réplicas.
Pues bien: me dijo que seguía sin ver el motivo de mi observación original. Él no encontraba error alguno en la presencia, en la muñeca del protagonista, de mi famoso Rolex. De cuyo precio y condición de símbolo de status, me aclaró, estaba perfectamente al tanto. Quizás yo no sabía quién era ese actor. No me dio tiempo a decirle que sí lo sabía: nada humano me es ajeno. Inclinándose un poco sobre la mesa y bajando la voz dramáticamente, me aseguró que a ese actor no le faltaba dinero para comprarse un Rolex, y otros seis para usar uno cada día de la semana, y, si lo apuraban, para comprarse la compañía suiza que los fabricaba.
Y no exageraba, agregó. Yo mismo había hecho alusión a la complejidad de las filmaciones; esa complejidad estaba indicando la magnitud del negocio, en el que los millones, y los cientos de millones, estaban a la orden del día. Ahora bien, dado el sistema en el que Hollywood había basado su atracción de cara al público, el llamado «star system», los actores tenían una importancia central. Las películas se publicitaban con el nombre de las figuras rutilantes que participaban en ella, y los espectadores pagaban la entrada a los cines para ver a esos rostros archiconocidos. De ahí que se les pagara tanto, no ya por el trabajo que hacían, que al fin de cuentas no era más que el del último electricista del estudio, que cobraba un sueldito, sino por su nombre. Este actor en particular era uno de esos privilegiados. Tenía tanta plata que no le alcanzarían los años que le quedaban de vida para contarla. Era cierto, reconocía, que los impuestos se llevaban la parte del león, pero los impuestos, si uno los paga en término, nunca son más que un porcentaje de las ganancias, y ningún rico se ha vuelto pobre por pagarlos.
En fin: un reloj de miles de dólares no significaba para él más que un café para nosotros. Con lo que el verosímil quedaba a salvo.
Antes aun de empezar a pensar una respuesta, y ya mientras lo oía hablar, me recorrió una sensación vaga, anunciadora de otra mucho más vigorosa que vendría poco después… Una sensación de extrañeza, teñida de cierta decepción y un lejano desconsuelo, al oír a mi amigo hablar con tanto conocimiento de causa del mundo del espectáculo, de la plata que ganaban las estrellas de cine, de una materia frívola que estaba tan por debajo de la esfera de nuestros intereses. Era una sensación matizada, o con eco, porque comprobaba que yo sabía lo mismo. Pero quizás se trataba de una información infusa en el mundo moderno, algo que estaba en el aire y era imposible ignorar.
Pero al llegar el momento de responder, tuve que hacer una pausa. Insensiblemente, nos habíamos internado en un camino de sutileza que nos llevaba de lo bajo a lo alto, casi sin escalas. Lo obvio, lo que se caía de maduro, cabía en una frase muy breve y muy simple: «El actor no es el personaje». Pero la intuición me decía, clamorosamente, que con esa generalización no bastaba. Estábamos hablando de un caso particular y concreto, y lo general no podía sino hacer cortocircuito. Supe que debería volver al comienzo, al Rolex, al pastor de cabras, a las montañas, con el riesgo de establecer un círculo vicioso de razones que se generaran unas a otras y no encontraran la salida que les permitiera avanzar.
Aun con estos recaudos en mente, no tuve más remedio que empezar con la generalización, porque de otro modo no me iba a entender ni siquiera yo mismo; pero tuve el cuidado de darle una entonación que hiciera visible que la estaba usando sólo como punto de partida: El actor, dije, no era el personaje.
¡¿Cómo que no?!
Bueno, sí… Lo era, en cierto modo. El actor seguía siendo el actor cuando interpretaba al personaje, inclusive se podía decir que lo era más que nunca, ya que estaba realizando su oficio y justificándose más allá de la buena vida de Beverly Hills y los divorcios y adulterios y el consumo de drogas. Pero subsistía, o mejor dicho emergía, una diferencia fundamental. Aunque fundamental, era impalpable. Quizás se la daba por sentada con excesiva liviandad. Era «impalpable» (metáfora de la que me disculpaba, y que trataría de mejorar) porque sólo se la podía percibir en las historias, y no en los seres que las encarnaban. En el movimiento de la historia, no en ninguno de sus momentos. Quizás había que entenderlo de acuerdo al Principio de Incertidumbre, si bien en un nivel diferente al de las partículas subatómicas.
Un cabezazo aprobatorio de mi amigo saludó la emisión de las palabras «nivel diferente», que él pronunciaría pronto. Seguí:
Un exitoso galán de Hollywood, dije, disponía del dinero para comprarse un caro reloj suizo, lo mismo que una señora de la segunda mitad del siglo XX usaba prendas de vestir con cierre relámpago. Ésas eran sus historias, o su falta de historias. Un primitivo pastor de cabras perdido en las montañas de Ucrania no usaba un Rolex, por un imperativo casi tan fuerte como el que impedía que una reina egipcia del siglo I tuviera un cierre relámpago en el vestido. Ahora bien, ¿y si el galán de Hollywood y el pastor de Ucrania, por un lado, y la señora moderna y la reina del Nilo por otro, eran la misma persona? Evidentemente, no podían serlo, al menos en el mismo plano. «Plano», por supuesto, también era una metáfora, y también en este caso me proponía salir de ella. Y de inmediato, porque ese otro plano era el de la ficción, que no era una metáfora sino, en cierto modo, el sustento real, perfectamente real, de todas las metáforas. La ficción creaba un mundo segundo y simultáneo…
Aquí me interrumpí, por partida doble. Lo hice en la conversación, porque veía que no iba a llegar nunca a ninguna parte, y lo hice también al rememorar la escena de la conversación, porque veía que iba a llegar demasiado rápido a la meta. El impulso de hablar, y el de recordar lo hablado, aunque eran el mismo, estaban cargados de energías distintas e incompatibles.
Teníamos al actor, al rubio bonito y famoso, en su mansión de la Baja California, con sus cuantiosas cuentas bancarias, sus relojes caros, su piscina, su Ferrari, sus minitas top models. Lo llamaba su agente y le decía que un gran estudio le ofrecía el papel protagónico en la nueva película de un prestigioso director, y aceptaban sin chistar su cachet millonario. No había motivos para negarse, a priori. ¿De qué se trataba? ¿Cuál era su papel? Era una película de aventuras, ambientada en las montañas desérticas de Ucrania, con un argumento que utilizaba elementos de la brusca entrada al capitalismo de las ex repúblicas del bloque soviético. Su papel era el de un primitivo pastor de cabras, ajeno a la civilización moderna, una especie de buen salvaje, que se veía súbitamente implicado en una trama siniestra… En fin, algo más o menos previsible, con apenas la punta de originalidad como para justificar la producción, pero no tanta como para espantar al público. Y el papel le convenía en tanto le daba posibilidades de lucimiento y lo sacaba momentáneamente de la seguidilla de personajes urbanos, yuppies y policías fashion, que había venido haciendo en los últimos años. Una renovación de la imagen, hasta por la barba hirsuta que tendría que dejarse, el pelo largo, la ropa troglodita; y el agente no necesitaba decirle, porque él lo sabía bien, que todo le sentaría de maravilla, que de su barba hirsuta se haría cargo un coiffeur de estrellas, y su ropa de cueros crudos se la cortaría el mejor diseñador disponible.
Estas ventajas las confirmaba el actor días después cuando leía el guión que le hacían llegar. Lo leía en el vasto living de su casa, recostado en un sillón, con un gran perro de aguas durmiendo en la alfombra a su lado con ese sueño tan liviano de los animales: cada vez que él daba vuelta una página, el rumor bastaba para que el fiel Bob agitara las orejas. Me parecía ver la escena, cuando se la contaba a mi amigo, y mucho más al revivir la conversación por la noche: tanto más que ya no oía las palabras, sólo veía lo que evocaban.
Ese guión, seguí, era el de una «ficción», es decir el de una historia que no había sucedido. No había sucedido en la realidad, prueba de lo cual era que en el momento de escribirlo podía ser cualquier cosa: la historia de un matrimonio desavenido, la de un robo, la de una invasión de extraterrestres, la vida de un Papa o la del inventor del horno de microondas. Pero no: de la casi infinita combinatoria de situaciones posibles, se había actualizado el cuento de un pastor de cabras… Ya conocíamos el resto. Con ese argumento se hacía la película. El equipo de producción viajaba a Ucrania a buscar los escenarios adecuados, y cuando todo estaba a punto para comenzar el rodaje, allá iba nuestro galán, que en el lapso intermedio había tenido tiempo de dejarse crecer la barba y el pelo y estudiar a conciencia su papel.
No era que no hubieran podido filmarla en un estudio en Los Ángeles. Todo se podía reproducir en un set, con escenografía y algún truco de montaje. Si querían las montañas genuinas, no tenían más que mandar un camarógrafo y después insertar sus tomas donde correspondiera. Pero la decisión de filmar en los sitios reales derivaba de una política bien calculada de los productores, y obedecía a distintos factores concurrentes: en primer lugar había una consideración financiera, ya que el costo de vida en Ucrania era exponencialmente menor que en Estados Unidos, y los sueldos del personal contratado en el lugar permitirían una gran reducción del presupuesto; además, las autoridades ucranianas habían mostrado interés en el proyecto, que calzaba en su propia política de atracción de inversiones estratégicas; la colaboración del Ministerio de Cultura les permitiría filmar en interiores vedados al público y mostrarle al mundo riquezas artísticas y arquitectónicas desconocidas; por último, estaba la renombrada cualidad de la luz en las montañas, que le daría al film una atmósfera propia, única e irreproducible con medios artificiales.
Pues bien, allá iba el actor. No iba solo, por supuesto, sino con su secretario, sus guardaespaldas, asistentes, coach y personal trainer. No era él quien hacía las valijas, por supuesto, para eso le pagaba a su servidumbre, pero sí elegía algunos de los objetos o prendas que llevaría consigo. Uno de esos objetos era el reloj. Abría el cajón del armario donde guardaba sus relojes y joyas, hacía un rápido repaso de necesidades y conveniencias (no era la primera vez que viajaba a filmar a lugares exóticos) y se decidía por el sólido y confiable Rolex Daytona de oro. Este confiable aparato cumplía varias funciones. En primer lugar, un reloj, que podía no usar en el curso de su vida regalada, se volvía imprescindible en los días frenéticos de un rodaje en sitios naturales, lo sabía bien por experiencia: madrugones, traslados, cambios de planes de último momento, citas perentorias. Además, y por lo mismo, el reloj a usar en esas circunstancias debía ser de los resistentes al agua y los golpes, porque no sabía a qué pruebas tendría que someterlo. Y a la vez quería que fuera elegante y lo expresara en su imagen de hombre de éxito y sex symbol, pues la filmación no sería todo trabajo: habría fiestas, salidas, y hasta le habían anticipado la conveniencia de que hiciera relaciones públicas con las autoridades ucranianas, que, podía apostarlo, querrían fotografiarse con él.
Yo estaba poniendo mucho mío en todo esto, pero es natural que en un relato se ponga, además de lo que se ha visto y oído, la suposición de las causas, sin la cual quedan demasiados hilos sueltos. Me avergonzaba un poco exhibir tanto conocimiento de la vida y obra de las estrellas del espectáculo, cosa que podía dar a creer que me interesaba especialmente el tema o que perdía el tiempo leyendo revistas «especializadas». Pero, como ya dije, el saber de estas cuestiones populares está en el aire, y más que para tenerlo hay que hacer un esfuerzo para ignorarlo. Y a mí, ya lo dije también, nada humano me es ajeno. El saber no ocupa lugar: la información sobre actores o cantantes no le quita espacio a Platón o a Nietzsche. Siempre he desconfiado de esos intelectuales que no saben de la existencia de los Rolling Stones. Con mi amigo coincidíamos en ese punto; en esta ocasión él me había dado el ejemplo unos minutos antes, hablándome, con conocimiento de causa, del «star system».
El viaje de nuestro actor no era directo. Hacía una escala en París, donde se reunía con la coprotagonista del film, y los productores, y daban en conjunto una conferencia de prensa presentando el proyecto. Este evento tenía lugar en el salón de un gran hotel de la capital francesa; lo acribillaban los flashes de los fotógrafos, ansiosos por difundir su cambio de look (pelo y barba): ya empezaba a ser el primitivo pastor de la película, pero todavía siendo él. Y tanto era él que terminaba molesto por la insistencia de los periodistas en preguntarle por su reciente divorcio y por la bella actriz que habría sido su causa. Tampoco le agradaron las preguntas de trasfondo político, sobre el acercamiento que implicaba su participación en esta película a los gobiernos del ex bloque soviético, a los que había criticado en su militancia ecologista.
El orden de mis razones era implacable. Estaba introduciendo uno a uno los elementos de la demostración de la realidad, que me serviría para hacer el contraste con la ficción. Cuando reconstruía la conversación (y ahí también era implacable porque no me salteaba una palabra, y hasta creo que agregaba alguna), me daba cuenta de que el «actor» ya era «personaje» en cierto modo; no el personaje que encarnaría poco después en la filmación de la película, pero sí el personaje del cuento que yo, marginalmente, por imperativos retóricos de la demostración, estaba contando. Y cuantos más datos lanzaba para redondear su figura de «actor», más «personaje» lo volvía. Esto era inevitable, desde que la ficción adoptó, para manifestarse, una estructura narrativa que es la misma que utiliza la realidad para hacerse inteligible. Pero, inevitable o no, debía reconocer que debilitaba mi argumento. Éste se habría beneficiado de un contraste más fuerte, es decir de la postulación de una realidad que mi amigo y yo reconociéramos como más real, por ejemplo la nuestra o una equivalente. La realidad de un astro de Hollywood estaba muy teñida de irrealidad y no era fácil tomársela en serio.
Aun así, creía ir por buen camino, y seguía adelante: ya estábamos en las Montañas Desérticas, y aquí nos bastaba con echar una mirada somera al proceso de factura de la película, las largas jornadas de rodaje para aprovechar los días de buena luz, los cambios de locación cuando se filmaba en las aldeas o en la ciudad, las interminables repeticiones que exigía el perfeccionismo del director, las inevitables interrupciones por lluvia o desperfectos del equipo o incumplimiento de los horarios por parte de los extras locales. También podíamos pasar por alto el proceso no menos importante del montaje del material filmado, que se hacía en los laboratorios del estudio, de vuelta en Los Ángeles. Llegábamos a lo que nosotros habíamos visto la noche anterior en nuestros televisores: la historia del pastor de cabras víctima de las circunstancias. Ese personaje no existía ni había existido nunca. Su identificación con el actor que le había dado cuerpo y voz era momentánea y funcional. Una vez hecha la película, el actor podía olvidarse de él para siempre. El pastor (el «personaje») era un fantasma creado con fines artísticos y comerciales, mucho más lo segundo que lo primero en este caso, un fantasma hecho de imágenes y palabras, cuya realidad precaria estaba a la merced de la suspensión voluntaria de la incredulidad de los amantes del cine. Una diferencia fundamental residía en que la vida del actor era biológica, tenía un largo «antes» como lo probaba su carrera en las pantallas, sus divorcios, su perro Bob, y tendría un «después» tan largo como el Destino quisiera dárselo; mientras que el pastor seguiría repitiendo su fragmento ilusorio de vida no biológica, hecha de luz e impulsos electrónicos. Habían coincidido sólo en la representación.
Pero, con toda la precariedad de su existencia ilusoria, el pastor también debía tener una historia, y, por ficticia, esta historia debía ser «más» historia, es decir que debía ser más inteligible que las historias reales, que se presentan en un caos de azar y vueltas y revueltas. Para ello acentuaba un elemento que también tenían las historias reales: el verosímil. Éste era un nombre convencional que cubría todo lo que hacía el hombre en su perenne guerra contra el absurdo. En la realidad había cosas que, en un contexto dado, no podían suceder. Para ejemplificar con nuestra «realidad testigo», la vida del rubio astro del cine: no podíamos verlo en el portal de una iglesia de Beverly Hills pidiendo monedas, ¿no?
Mi amigo arqueó las cejas en un gesto levemente escéptico, que yo esperaba.
Sí, podíamos verlo, como una broma o el pago de una apuesta, o incluso como resultado de una decadencia acelerada debida a las drogas y el alcohol. Cosas más raras se habían visto. Pero, precisamente, la acentuación del verosímil a la que me había referido antes lo hacía imposible en la ficción. Un pastor de cabras que había vivido siempre en las montañas, que nunca había pisado una ciudad, que se alimentaba de lo que le daba la tierra, ese pastor inexistente, creado por la imaginación, con su vida acotada a una hora y media de destellos de luz y color, debía mantener la coherencia de sus datos, de todos sin excepción, para hacerse creíble. Sobre todo, no debía confundirse con el actor que lo interpretaba. A éste no podía escapársele una frase, por ejemplo al reunir sus cabritas para regresar del cerro al anochecer, como: «Vamos, apúrense, que esta noche ceno con Madonna». Aunque fuera cierto que esa noche el actor cenara con Madonna, esa frase estaría fuera de lugar en boca del personaje. Pues bien, exactamente tan fuera de lugar como esa frase estaba la presencia del Rolex en su muñeca.
Pero, si era imposible, ¿cómo se había producido? Ahí, dije, había que hacer intervenir la imperfección que acompaña a toda empresa humana. Había sido un error, una distracción, una pequeña falla que había escapado a la vigilancia de todos los implicados, que eran muchos. Hasta cierto punto era explicable, dada la complejidad de una gran producción cinematográfica. La escena nocturna, filmada en la ladera de la montaña, con una cabra muerta, el personal midiendo los niveles de luz, los ángulos, el funcionamiento de las cámaras, las distintas tomas de la secuencia filmadas en forma discontinua… El actor, completamente olvidado de su reloj, concentrado en la acción, en mostrar su mejor perfil… En fin, así había sido, y no había más que decir.
Para mi sorpresa, mi amigo no quedó convencido. Más aun: me dijo enérgicamente, con ese impulso típico de los que han estado esperando que uno termine de hablar para exponer la opinión contraria, que yo estaba completamente equivocado en mi interpretación de la película.
Sólo atiné a responder que yo no había hecho ninguna interpretación de la película, que por otro lado había visto salteada y sin prestar mucha atención. Me había limitado a señalar un error.
Él no la había visto con más continuidad ni atención que yo, dijo, prueba de lo cual era que ni siquiera había visto la famosa escena nocturna con la cabra muerta. Así que no se arriesgaría a hacer una interpretación él tampoco, pero sí creía estar en condiciones de refutarme.
Tuve la irreprimible sospecha de que iba a salirme con un domingo siete; la sorpresa daba lugar a un miedo profundo. La vida social está llena de esos miedos, y cada uno reacciona según su carácter. El mío es más bien tímido, defensivo, con excesos de cortesía que me vuelven casi pusilánime. Soy de los que anteponen la delicadeza a cualquier otra consideración y comprueban una y otra vez que una seca brutalidad en el momento adecuado les habría ahorrado muchos disgustos, y no aprenden. Soy de los que prefieren toda una vida de mentira a un momento incómodo de verdad.
Lo que temía en este caso (y «este caso» fue tanto la ocasión del café como su expansión en la memoria cuando revivía la escena en la oscuridad de mi dormitorio a la medianoche) era que mi amigo soltara un par de frases, un par de palabras, no se necesitaba mucho, que me demostraran que era un completo idiota, sin remisión. Porque el objeto de nuestro pequeño desacuerdo era de una obviedad que estaba más allá de la discusión. «El actor no es el personaje.» ¿Quién podía negarlo? Sólo alguien del nivel mental de un niño de cuatro años, y aun a un niño de esa edad no sería difícil convencerlo. En realidad no se trataba de convencer, sino apenas de dar tiempo a verlo; era tan evidente que sólo un momentáneo blanco mental, o la distracción, o una sordera parcial al oír el planteo, podía llevar a la duda.
La culpa era mía. Yo me lo había buscado, al lanzarme a una larga perorata de sutilezas y filosofías, en lugar de limitarme a lo básico, y dejar ver. Lo había hecho por infatuación intelectual, por el gusto de oírme hablar; era inevitable que terminara complicando lo simple y oscureciendo lo claro. Si ahora se demostraba, como parecía inminente, que lo obvio quedaba sin ver, yo quedaba colgado de un abismo, con todo mi palabrerío a cuestas.
En el fondo daba lo mismo que la explicación hubiera sido larga o corta, salvo que con la larga yo había creado una expectativa mayor y me exponía a una decepción más grave: si él no comprendía la diferencia entre el actor y el personaje de una película, era un imbécil. Y si lo era, yo no tenía más remedio que perderle el respeto intelectual, y, mucho peor, nuestras conversaciones se extinguían en lo que tenían de bueno y gratificante para mí. No sólo las perdía a futuro, pues necesariamente se me iban a ir las ganas de plantear temas interesantes o compartir reflexiones inteligentes con un necio de semejante calibre, sino que perdía retrospectivamente las conversaciones que habíamos tenido a lo largo de los años, y que constituían una parte tan central de mi vida. La revelación devaluaba el pasado, volvía ficticia toda su riqueza, y abría un agujero imposible de llenar. ¿Cómo llenar desde el presente un agujero del pasado? Mis conversaciones tenían de por sí algo de retrospectivo. La reconstrucción nocturna a que las sometía, que no eran una parte menor del placer que me causaban, las desplazaba en el tiempo ya mientras sucedían; la segunda vez contaminaba a la primera y se establecía un círculo. Yo había estado viviendo en ese círculo mágico, protegido en su límite, y su disolución me causaba pavor.
Para apreciar la magnitud de mi decepción, debo encarecer lo importantes que eran las conversaciones para mí. En esta etapa de mi vida, se habían vuelto lo más importante. Había dejado que ocuparan este lugar privilegiado, y las había cultivado como una razón de ser, casi como una obra. Constituían mi única ocupación válida, y me había aplicado a magnificar su valor, atesorándolas mediante la reconstrucción y miniaturización en el retablo secreto nocturno. De modo que si perdía el día también perdía la noche. En realidad, se me vaciaban más las noches que los días, porque en éstos siempre existía la posibilidad de encontrar otras distracciones; las noches eran más exigentes; todo su sustento era la inteligencia y la complicidad en la inteligencia, que mediante mi sistema de duplicación se volvía complicidad conmigo mismo. Perderla también era perderme, quedarme solo en un insomnio sin objeto.
Es cierto que éste no era mi único amigo ni mi único interlocutor en las conversaciones. Era uno entre otros; no le daba más valor que a los demás. Pero sería una pérdida que habría ido más allá de la unidad que representaba. En la relación que mantengo con mis amigos he notado, y creo que debe de ser un fenómeno universal, que cada uno rige una línea distinta de intereses, un tono de amistad distinto, y hasta un lenguaje diferente. Los amigos no son intercambiables, aunque el grado de amistad sea el mismo y el grado de cultura y nivel social sea equivalente. Hay sobreentendidos y acuerdos y claves que se van construyendo con el tiempo, y que los hacen irreemplazables a todos. Pero la pérdida, como digo, iba más allá de lo único. Las conversaciones de las que yo obtenía tanto placer formaban un sistema, y la desaparición de la «veta» de temas u opiniones compartidos con este amigo provocaría un desequilibrio, y éste el derrumbe de toda la red.
Sin embargo, por debajo de estas alarmas persistía una duda, la misma que había motivado mi sorpresa inicial: ¿era posible? ¿No era un poco excesivo? La contradicción tenía algo de sobrenatural, entre mi amigo culto y civilizado y una ignorancia de discapacitado. ¿No debería estar por encima de esas sospechas? ¿No me había dado hartas pruebas, a lo largo de años, de su inteligencia y percepción? Perdía la cuenta de las veces que habíamos discutido de igual a igual sobre filósofos y artistas y fenómenos históricos y sociales. Mi confianza en su respuesta nunca había flaqueado. Y no era una ilusión, de eso podía estar seguro porque había sometido cada conversación a la prueba nocturna de la memoria, y las había examinado hasta el último repliegue. Gracias a las reconstrucciones había examinado hasta lo no dicho. Este descubrimiento, si era tal, sería como descubrir de pronto, después de años de relación, que un amigo era manco; o ni siquiera eso, porque un manco puede tener un brazo ortopédico y disimular bien su falta; sería más bien, perfeccionando el símil, como si un marido descubriera, en la celebración de sus Bodas de Plata, que su esposa era china. ¿Era posible, entonces? Lamentablemente, había que responder por la afirmativa. Era posible. En este caso las pruebas no servían de nada; la fuerza del imprevisto las destruía.
Tampoco me servía postular uno de esos blancos que todos tenemos en nuestra formación, y que a veces son escandalosos y tan sorprendentes como el que estaba enfrentando yo en este momento. A mí mismo me había pasado, creer saber algo y no saberlo, por haber adoptado en la infancia una idea errónea y lo bastante cómoda como para no sentir nunca la necesidad de revisarla o ponerla a prueba. Hay temas con los que, por una larguísima concatenación de azares, uno no tropieza nunca, aun disponiendo de una mente alerta y una curiosidad universal. Existen tantos que es posible. A veces se trata de mera pereza. Por ejemplo yo sé que hay una explicación para el hecho de que las ruedas de las diligencias, en los westerns, parezcan girar hacia atrás cuando el vehículo va muy rápido; hasta la he visto escrita e ilustrada con diagramas, pero nunca me molesté en enterarme en detalle. Tener uno de estos agujeros de comprensión o información es lo más común del mundo, y sin embargo aquí no me servía, porque la diferencia entre ficción y realidad no era un asunto puntual de los que ocupan puntos ciegos; era más bien una mancha de aceite, se extendía a todo, y hasta a lo que rodeaba al todo.
Alguien menos generoso o más agresivo podría haberse sentido feliz al descubrir que un amigo suyo era un tonto. Podría hacerlo sentir superior, a salvo en su integridad narcisista, más inteligente de lo que creía ser, en una palabra: ganador. No era mi caso. Yo me sentí deprimido y angustiado, como alguien a punto de perder algo valioso. En los hechos, ese sentimiento duró algunos segundos, los que van entre una réplica y otra en un diálogo animado. En la cama, a la noche, me pregunté: ¿Una depresión puede durar unos segundos? Evidentemente, no era una verdadera depresión sino su núcleo conceptual, apto para expandirse en el recuerdo, y probé, casi como un juego, de expandirla, para regodearme en su contemplación. Como mi memoria ya sabía que no había motivo para la depresión, lo hacía en el modo «ficción», estableciendo un puente entre el tema y su desarrollo.
Como dije, la respuesta de mi amigo no se hizo esperar; había estado tascando el freno y ejercitando la paciencia para no interrumpirme. No manifestaba ninguna señal de incomprensión o confusión; al contrario: se proponía sacarme a mí del error.
Empezó diciendo algo que yo tomé como una generalización un tanto marginal: según él, actor y personaje podían convivir, y la película que los dos habíamos visto lo probaba; si es que yo realmente la había visto, agregó con una pizca de sarcasmo, porque la latitud de mi equivocación se lo hacía dudar. Para que convivieran no era necesario, como yo había propuesto en mis desvaríos, una suspensión del escepticismo ni ninguna otra operación psicológica o metafísica, sino simplemente un poco de ingenio. Ingenio en la invención, oficio de ingenio, quizás no mucho, sólo lo habitual en este tipo de producciones artístico-comerciales; no estaba lo bastante familiarizado con la actualidad de Hollywood como para evaluar lo que habíamos visto: podía ser un producto en serie, sin más mérito que los otros cien o mil que daba a luz anualmente la fábrica de sueños, o podía ser la película que por casualidad había salido de veras bien.
A propósito de lo cual hizo una digresión para aclarar que no se sentía cómodo en la discusión en la que nos habíamos embarcado. Su mente entrenada en la filosofía no se aplicaba sin violencia a un tema tan banal como una película pasatista. Desconocía los códigos del rubro «entretenimiento masivo», y temía cometer errores de apreciación, no sólo de la apreciación de la calidad a la que se había referido antes, sino hasta del significado mismo. Pero a la vez reconocía que ningún objeto era demasiado pequeño para una mente inquisitiva.
Estuve de acuerdo, y al recordar las palabras con que se lo dije recordé también, en un relámpago abismal, el ejercicio de años que yo venía haciendo con las conversaciones, que eran a la vez un objeto grande y digno del vaciado de profundidades culturales, y pequeño y mínimo en sus partes y las partes de sus partes: todo, lo grande y lo pequeño, se había bañado en la misma luz imparcial de la repetición.
Me advirtió que tendría que hacer suposiciones, algunas arriesgadas.
Adelante, le dije.
Para que lo nuestro no pareciera un diálogo de sordos, empezó, tomaría mis propios conceptos, y hasta mis palabras, con la intención de hacerme ver su reverso.
Yo había hablado del verosímil, ¿no? De hecho, había basado mi argumentación en él. Que un humilde pastor en la montaña tuviera un fastuoso Rolex era inverosímil. Luego, si el nuestro lo tenía, se producía una ruptura del verosímil, y ahí se acababa mi silogismo.
Pensé que no era tan simple, y por lo menos yo no lo había hecho tan simple porque me había remontado a la raíz del asunto, pero como en ese momento no tenía ganas de discutir (quizás por un residuo de mi depresión ultrabreve), y quería ver adónde iba, me limité a asentir con un cabezazo de impaciencia. Y además, para ser francos, era así de simple.
Pues bien, dijo, mi error consistía en limitarme a una concepción estática del verosímil. Él me proponía otra, dinámica. Según ésta, tomado en el movimiento de la creación, el verosímil podía ser, y era, un generador de historias. Esa cualidad salía de su misma razón de ser, que era la de enmendar un error. Un error real, o virtual, porque no importaba que no se hubiera cometido ni se le hubiera cruzado ni a mil leguas de la cabeza del autor cometerlo: bastaba con la posibilidad del error o el anacronismo o el disparate, y los autores de historias, aunque no lo supieran, cultivaban esta posibilidad, la protegían, la atesoraban, como su bien más preciado.
Con un gesto de la mano atajó mi pedido de explicación, aunque no era tan seguro que fuera a producirse (yo mismo no lo sabía).
Había que remontarse un poco más atrás todavía, dijo, para poner en foco la cuestión. Las historias que se contaban o escribían o filmaban, ya pertenecieran al reino de lo real o al de la ficción, debían tener cualidades que las hicieran valer la pena, porque no eran hechos o cosas naturales. Una piedra a la vera del camino, o una nube, o un planeta, no necesitaba justificarse por su belleza o su interés o su novedad, pero una historia sí. Al ser gratuitas y no servir para nada específico, como no fuera para pasar el tiempo, las historias dependían de su calidad. Había que extremar la invención cada vez, cada vez había que sacar un nuevo conejo de la galera. Un recurso a propósito era el verosímil. Pero no el verosímil chato y estático, el que venía dado por la realidad misma, sino el «de emergencia», el que venía a último momento, como los bomberos haciendo sonar la sirena, a salvar una situación comprometida.
Ahora sí, sentada esta premisa, volvía a mí. Yo estaba equivocado al considerar ese Rolex un error o anacronismo o una distracción en el rodaje. Completamente equivocado. Pero aun así, se lo podía tomar como un error «posible», es decir postularlo como un error en la generación original de la historia. No era difícil hacerlo. Yo había planteado bien las condiciones de esa postulación: ¿de dónde iba a sacar un Rolex un primitivo pastor de cabras de las montañas ucranianas? Muy bien. Pero si en la historia el pastor tenía un Rolex, y postulando que el «error» se había cometido, había que arreglarlo, es decir había que verosimilizar. De esa operación podía salir el interés y la novedad de la historia. Sólo a partir de ahí se podía lograr que valiera la pena contar la historia. Sin el «error», las cosas se achataban sensiblemente. ¿A quién le interesaba la vida de un pastor de cabras coherente? ¿O la de un magnate coherente con su gran reloj de oro? El interés surgía, a priori, de la convivencia.
¿Cómo podía justificarse el Rolex en la muñeca del pastor? No era tan difícil. Aquí el autor podía lamentar que el «error» no hubiera sido más grave, por ejemplo que el pastor, que se desplazaba por los senderos rocosos de la montaña sólo aptos para cabras… ¡tuviera una Ferrari! Eso habría exigido una extensión mucho mayor del verosímil y habría dado por resultado una historia con más interés, ¿no?
Hizo una pausa, después de la preguntita retórica, que no era ni siquiera eso sino una especie de tic lingüístico suyo que yo le conocía bien. Tan bien que ni siquiera lo registraba en las conversaciones; pero reaparecía cuando yo me las servía en la mesa de los sueños. Lo que me llevaba a pensar, o más bien a sentir, que mis reconstrucciones nocturnas tenían algo que me superaba.
Su mirada se perdió en la lejanía, aunque la pausa no duró mucho, porque ya sabía lo que iba a decir a continuación. Quizás la hizo sólo por el efecto.
Mientras tanto yo, en la cama, aproveché para hacer a mi vez una pausa, aunque yo podía hacerlas donde quisiera, entre cualesquiera pregunta y respuesta, o, si se me daba la gana o me asaltaba una reflexión súbita, en medio de una frase, y hasta en medio de una palabra. En mi pausa pensé algo que debería haber pensado en la pausa de él (en la mía se volvía anacrónica): hasta ese punto su razonamiento había sido sutil e inteligente, lo que me tranquilizaba respecto de mis alarmas anteriores: no era un idiota completo, ni mucho menos. Se estaba ganando un amplio crédito, y hasta parecía en condiciones de amortizarlo. Aunque era cierto que no ser un idiota no le impedía ser algo peor, por ejemplo un loco. Pero no abundé por esta línea; tenía cosas más realistas que pensar. Además, él ya seguía.
¿Cómo justificar el Rolex en la muñeca del pastor de cabras, entonces? ¿Cómo justificarlo, no desde el punto de vista del espectador (desde donde, como yo lo había demostrado, era injustificable), sino desde el del creador de la historia? Muy fácil. Se caía de maduro. Había que hacer de él un falso pastor de cabras. Por ejemplo un millonario que renunciaba a sus millones por hartazgo de la civilización y se iba a la montaña a vivir en comunión con la naturaleza, o un espía de la CIA disfrazado para averiguar el trazado secreto del oleoducto Bakú-Kiev, o un fugitivo de la justicia, o un científico estudiando el comportamiento de las cabras… Se abría un gran abanico de posibilidades, que se iría cerrando rápidamente, presionado por las cláusulas inflexibles del realismo.
Ya en el estadio del abanico abierto, dijo, se planteaban algunas restricciones, que empezaban a dar pistas. La distancia entre el Rolex y el pastoreo artesanal de cabras era una. La distancia, más literal, entre los centros de civilización donde pudiera haber gente que usara Rolex y las remotas montañas agrestes, era otra. Ambas coincidían en indicar una cierta «importancia» del asunto. Nadie renunciaba porque sí a los beneficios del confort para irse a sufrir las inclemencias de la vida montaraz. Sobre todo si tenía los medios para pagarse esos beneficios, como era el caso del propietario de un reloj de ricos. Debía haber una motivación de peso. El abanico, ya algo reducido, seguía teniendo un arco amplio. Para seguir cerrándolo, se podía recurrir, y era muy prudente hacerlo, al género al que iba a servir la historia. No era lo mismo una novela seria que un cómic, o un cuento surrealista que una película de ninjas. Aquí se trataba de una película de las etiquetadas «acción y suspenso», con trasfondo político. Una vez que disponíamos de esa determinación, había que revisar el catálogo de las producciones más o menos recientes en el género, y tratar de encontrar algo que no se hubiera hecho ya. Como estábamos en el rubro del cine comercial para el consumo masivo, convenía no excederse en originalidad, que podía desembocar en lo excéntrico y limitar el target. Lo original no debía ir más allá de lo convencional, ¿no?
Para entrar en materia, siguió, ya teníamos al héroe norteamericano, trasladándose a la problemática Crimea superior con una misión secreta. La elección del sitio estaba dictada por distintas consideraciones, y a su vez dictaba otras, con las que, sumadas, la historia ya estaba en marcha.
Desde la desintegración del bloque soviético, Ucrania había venido mostrando gestos de alejamiento respecto de Rusia. El fuerte lobby de la oligarquía del arrabio presionaba por una mayor independencia de las directivas de Moscú, para negociar sus saldos exportables. Putin a su vez presionaba con la amenaza de cortar la provisión energética. La situación interna se complicaba por conflictos étnicos de vieja data. El odio de tártaros y cosacos, mantenido durante siglos en estado latente por la exclusión de los primeros en 1590, había resurgido explosivamente tras la anexión de Crimea en la década de 1960; la península había conservado encapsulada una población tártara que por su contacto, turismo mediante, con las franjas progresistas del yeltsinismo, ahora se denominaba neotártara y denunciaba discriminaciones pasadas y presentes por parte de las influyentes minorías lituana y moldava. El caldero racial ucranio, recalentado por las ínfulas de la aristocracia polaca y por los sinuosos intelectuales rumanos fugitivos de los patíbulos de Ceaucescu, propiciaba la emergencia de una nueva clase de políticos oportunistas. Con la excusa de la modernización, una Legislatura demagógica aprobaba el pedido de cuantiosos créditos del FMI y el Banco Mundial. Washington observaba con interés, especulando con la creación de un aliado estratégico en la región. El Imperio estaba empeñado, después del fin de la Guerra Fría, en la misión un tanto paradójica de ampliar la globalización. La oportunidad de clavar una pica en Flandes se le presentó con el caso de las algas tóxicas y la Señorita Salvaje.
Una cuestión topográfica que convenía aclarar antes de pasar a «tu bendito Rolex», dijo con una sonrisa, era la siguiente: Ucrania era una inmensa pradera de tierras negras asentadas sobre la meseta podólica, que se inclinaba suavemente hacia el mar Caspio. Su medio millón de kilómetros cuadrados era cultivable en la totalidad, y volvía al país un proveedor cerealero de primera magnitud. Por ese gigantesco tobogán se deslizaban los tres ríos nacionales, el Dniéper, el Dniéster y el Dniérer. Regadas por ellos, las llanuras ucranianas florecían en ricas alfalfas que alimentaban el stock vacuno, otra de sus fuentes de riqueza.
Pues bien, siendo así las cosas, ¿dónde estaban las montañas? Las montañas que eran la sede inmemorial de las leyendas ucranianas, las famosas montañas de carbón pobladas de demonios nocturnos y anacoretas y razas perdidas y bestias sin ojos, ¿dónde estaban?
A esta pregunta respondía, con llamativa puntualidad, el caso de las algas tóxicas. Estos peligrosísimos vegetales marinos mutantes habían aparecido recientemente en el fondo del Caspio, a tal profundidad de sus fosas que nadie pudo verlas. Hubo que deducir su existencia y sus características de la mortandad de peces abisales que aparecieron flotando panza arriba en las olas, ellos mismos desconocidos hasta entonces. Los ictiólogos que los catalogaron y estudiaron hallaron en sus tractos digestivos fragmentos microscópicos de las algas que les habían producido la muerte, a veces células sueltas. A partir de esos restos mínimos, pudieron diagramar el alga.
Por simple aplicación de un hecho bien conocido, las algas que hacían su hogar de las profundidades del mar debían hallarse también en las cumbres de las montañas. Con lo cual la existencia de éstas quedaba asegurada.
Aquí mi amigo hizo un rápido punto y aparte y empezó sin más con el tema siguiente, presuroso por llegar a «mi Rolex», que ya debía de estar avizorando en el horizonte desde la cresta de la ola argumentativa en la que se deslizaba:
La Señorita Salvaje…
Pero lo interrumpí en seco, con la palabra y el gesto. Me eché atrás en la silla y levanté las dos manos como si tanteara una pared.
¡Momento, momento! Suspiré fuerte, y al recordarlo, en la cama, no pude contener un suspiro, más débil, como una maqueta del que había soltado en el café. ¿Cómo podía pasar de largo, le pregunté, usando de puente una parodia tan crasa de silogismo? Lamentaba tener que desilusionarlo, pero para mí las montañas seguían sin existir.
Él volvió atrás sin mosquearse: ¿acaso yo no sabía que en las altas cumbres se habían hallado fósiles de animales marinos, de los que los geólogos han sacado importantes conclusiones sobre la historia del planeta?
Por supuesto que lo sabía. ¡Pero eso no hacía brotar montañas!
De acuerdo, dijo, no las hacía brotar… en la realidad. Pero ya habíamos puesto en claro, o mejor dicho yo había puesto en claro, larga y eficientemente, si no excesivamente, que había una diferencia entre ficción y realidad. Y estábamos en el campo de la ficción, ¿no? Yo mismo lo había dicho, él no estaba inventando nada. En todo caso, él había introducido una precisión: el terreno que hollábamos no era el de la ficción ya hecha y que se consume como pochoclo, sino el de su generación. Y en este terreno, que ahora se volvía metafórico, las montañas sí brotaban de lo que yo desdeñaba como «parodia de siologismo». Sobre todo si tenía a bien recordar que el género de ficción del que estábamos hablando era el del entretenimiento de consumo masivo. El dato de los fósiles marinos en la cima de las montañas lo sabían hasta los niños. Más que eso, era la clase de información que, fuera del ámbito restringido de los geólogos profesionales, sólo les interesa a los niños. Pero los adultos fueron niños, y recuerdan. La industria de la cultura popular se construye sobre esos recuerdos.
Yo seguía resistiéndome. Al recordar la conversación, ya sabía lo que seguía: la Señorita Salvaje. En la conversación misma debía de saberlo también, porque él la había nombrado, pero en el recuerdo la Señorita Salvaje se alzaba en mí como una marea de corrientes magnetizadas, que me arrastraba a la aventura, a la juventud, a los mundos de la pasión. Por eso mismo me detuve con especial complacencia en la objeción que le presenté todavía, y en su respuesta:
¿Cómo era posible, le pregunté, que la mutación intempestiva de las algas fuera contemporánea de fósiles que debían de tener millones de años?
Otro «pequeño anacronismo», ¿no?, respondió con una sonrisa astuta que indicaba que había esperado la objeción, y que me la agradecía. En efecto, era otro de esos errores que exigían un trabajo de verosimilización. Que las algas hubieran mutado recientemente no significaba que no hubieran existido desde las eras más remotas, y ya entonces habían tenido, latentes, los mecanismos que harían posible la mutación. Para un paleobiólogo avezado, esos mecanismos serían visibles en los fósiles, y estudiarlos sería muy útil no sólo para comprender la historia genética, sino para prevenir las amenazas que acechaban a las formas vivientes en la actualidad.
Pero ésa era una verosimilización muy chata, muy funcional. Había otras mejores, que si yo tenía la paciencia de escucharlo me aclararían el panorama.
Aria era una bella joven tártara, secretaria del Patronato del Arrabio, cuya Presidencia había quedado a cargo del siniestro Forión Larionov tras la muerte del presidente anterior, un bondadoso caballero tío de Aria. Ella sospechaba que el accidente que le había costado la vida a su tío no era tal accidente, sino una maquinación de Larionov, y trataba de encontrar pruebas en el poco tiempo de que disponía, pues el nuevo presidente estaba reemplazando el personal por adictos a sus políticas, y sus días como secretaria estaban contados. Cuando encontraba las pruebas (no necesitaba más que quedarse después de hora, meterse en la oficina de su jefe y abrir un cajón, con esa facilidad que tenían las cosas en el cine) descubría que no podía usarlas, pues los implicados en el crimen incluían a altos funcionarios del gobierno y las Fuerzas Armadas. Es más: descubría que ella misma estaba marcada como la próxima víctima. Esa noche no volvía a su casa, que ya debía de estar vigilada. Era imperativo huir. Sus años de trabajo en el Patronato le habían hecho conocer los muchos recursos de que disponía esta compleja y poderosa institución, y decidía usar uno de ellos, en un golpe de audacia que resultaría mucho más cinematográfico que tomar un tren: se dirigía en taxi al aeropuerto privado del Patronato, con la intención de abordar uno de los aviones que partían todas las noches cargados de arrabio rumbo a Moldavia. Su pase personal la autorizaba a entrar. Pero una vez en el aeropuerto, la oscuridad y la prisa de unas maniobras furtivas que tardaba en comprender hacían que la confundieran con otra, y terminaba embarcada en un pequeño jet que partía sin más. Antes del despegue se escondía entre el último asiento y la pared posterior de la cabina; cuando ya estaban en el aire se asomaba y podía ver quién era la otra pasajera: la joven y bella Varia Ostrov, la amante de Larionov, extraordinariamente parecida a ella (las representaba la misma actriz). Varia escapaba también, pero por otro motivo: llevaba valiosa documentación robada a su amante, que se proponía vender al Servicio Secreto moldavo.
Una tormenta sorprendía al avioncito fugitivo sobre las Montañas de Carbón, y se estrellaban en las cumbres tenebrosas. Era tal la furia del viento que el avión rodaba por los farallones y laderas, dando infinitas vueltas, ya sin alas, hasta quedar enganchado entre dos peñas. Milagrosamente, Aria estaba ilesa. Se arrastraba por el tubo retorcido al que había quedado reducido el avión, echaba una mirada despavorida a los cadáveres de Varia y los pilotos, y salía al exterior. Una vez afuera, se alejaba rápidamente, temiendo una explosión. Dado lo abrupto del terreno en que se encontraba, el alejamiento era accidentado: tropezaba, caía, rodaba, la arrastraba el viento, se hundía en la nieve, la tiniebla le impedía ver dónde pisaba. Era un segundo milagro en la misma noche que no se matara, pero al fin caía en una especie de nicho seco donde perdía el conocimiento.
Ahí la encontraba, a la mañana siguiente, el apuesto pastor, que llevaba a sus cabritas rumbo a las saludables aguadas de altura, como todas las mañanas. La alzaba, la llevaba a su choza, le curaba unos cortes y moretones (pocos), la abrigaba con sus toscas mantas, y cuando ella se despertaba, todavía aturdida, le daba de beber un caldo caliente. Aria se recuperaba con notable rapidez. Se iniciaba entonces una de esas relaciones tan típicas del cine según mi amigo (y yo le daba la razón), entre dos mundos distintos, de los que hace de puente el amor. Que eran mundos distintos estaba acentuado por el hecho de que no podían comunicarse mediante el habla. Ella suponía que él debía de hablar uno de esos dialectos cerriles que en realidad no tienen nada en común con el ruso. La barrera idiomática era tanto más impenetrable cuando que en los hechos ella, y todos los demás, hablaba en inglés, por tratarse de una producción norteamericana. Aun así, se entendían. O al menos ella entendía algunas cuestiones prácticas, la principal de las cuales era que estaban aislados en la altura, por un tiempo previsiblemente largo, pues por debajo del nivel en el que se encontraban, intratables desfiladeros de hielo y nieve hacían imposible el descenso, hasta los deshielos primaverales. Allá en lo alto, una combustión tectónica del carbón que rellenaba las montañas creaba un microclima templado ideal para la invernada de cabras. Eso explicaba, de paso, la soledad del pastor.
Éste, en su ignorancia supersticiosa, creía que la bella desconocida era la Señorita Salvaje, personaje legendario de las montañas ucranianas. Esta conseja tradicional no era antigua, pero tenía sus buenos años, sesenta o setenta por lo menos: databa del comienzo de los certámenes de belleza bolcheviques, que llegaron a ser pasión popular, y fueron alentados por Moscú como un medio de identificación de nacionalidades y eugenesia comunista. Según la leyenda, en el primero de esos certámenes que se realizó en Ucrania, por los años veinte, las dos finalistas fueron Miss Salvaje y Miss Civilizada, dejando atrás en la contienda a las representantes de las provincias y etnias del país. En la reñida votación final ganó la Señorita Civilizada, y la Señorita Salvaje, despechada, huyó a las montañas donde vivió en adelante, sola y en estado cerril. (El cambio de «Miss» a «Señorita» estaba regido por el doblaje que había sufrido la copia de la película, para pasarla por televisión.) Por supuesto, nadie medianamente culto daba crédito a esta fábula, que podía explicarse en términos de metáfora nacional: era el eterno enfrentamiento, que se daba en los albores de toda comunidad nacional, entre Civilización y Barbarie. El triunfo de la Civilización era inevitable, por poco optimistas que fueran los pueblos, pero, aun extremando este optimismo, había que reconocer que la Barbarie quedaba latente, así fuera en estado de ficción o posibilidad.
Seguían unas escenas que ilustraban la vida cotidiana de los dos jóvenes en la montaña, un idilio accidental, remanso necesario en la trama pero también excusa para el lucimiento fotográfico de los magníficos paisajes, en todas las gradaciones de la luz. Esas vagas secuencias de contenido estético, enriquecidas por la música, daban tiempo a los espectadores para hacer reflexiones (sabiamente inducidas por algunos detalles de las tomas) sobre la gran distancia que cubría ese puente erótico. Pues los miembros de la pareja no podían provenir de mundos más distintos, él de la naturaleza agreste, ella de la cultura de las corporaciones globalizadas y la alta tecnología. Al contraste le agregaba un picante extra la inversión de atributos en la realidad, ya que a él lo representaba un astro de Hollywood, y a ella una actriz novata y ucraniana.
A Aria la atraía en el pastor su autosuficiencia, su simplicidad, su vigor primitivo, características que resaltaban tan favorablemente al compararlo con los hombres que había tratado en su trabajo y vida social, egoístas, ambiciosos, superficiales. Sin contar con que era mucho más apuesto. En el fondo, tenía que sospechar que este amor que estaba naciendo no tenía futuro: ella no podía renunciar a su carrera de secretaria por las cabras y las peñas, él no podría adaptarse a la vida urbana. Pero aun así se dejaba llevar. O bien el sentimiento era más fuerte que la razón, o Aria anticipaba la dulzura de la melancolía de la separación, con lo que demostraba que la frivolidad de su vida pasada había calado hondo. Mientras tanto, aprendía a ordeñar, se extasiaba en la contemplación del firmamento nocturno, descubría los secretos de la montaña.
Él por su parte seguía convencido de haber encontrado a la Señorita Salvaje de los cuentos, y estaba encantado. Era una culminación de sus anhelos. Aunque primitivo, era un soñador, con alma de poeta. La fugitiva de la leyenda había ocupado sus fantasías desde los primeros años, y había sido el motivo de que eligiera en su adolescencia el ingrato y solitario trabajo de pastor hiemal, defraudando las expectativas de su padre que quería hacerlo herrero como él. Allá en las cumbres se sentía más cerca de su figura ideal de mujer, ideal aunque en el fondo sabía que no existía. Y ahora, contra toda esperanza, la había encontrado.
La pareja se sostenía en equilibrio inestable sobre el frágil hilo de araña con el que la ficción ata la realidad. Aria, que estaba del lado de la realidad, lo comprendía, y no desmentía a su enamorado. No sólo conocía la leyenda, sino que ésta la tocaba de muy cerca. Su bisabuela había sido la primera Miss Ucrania, en pleno stalinismo. Los detalles documentales se habían perdido en las sucesivas purgas ideológicas y en la fraudulenta reescritura de la Historia que fue una de las marcas de fábrica del régimen soviético. De ahí la proliferación de ficciones que venían a llenar la necesidad de explicaciones genealógicas que siente todo pueblo. Y una de las versiones del cuento decía que la ganadora en realidad no había sido la Señorita Civilizada sino su rival, pues la noche anterior a la gran final las dos habían trocado identidades (eran muy parecidas). Con lo cual la verdadera Señorita Salvaje se había quedado en Kiev representando a la civilización y la modernización, y sembrando en el seno de éstas la semilla del salvajismo que había impedido que Ucrania se sumara al coro del Desarrollo Sustentable.
El regreso tan azaroso de su descendiente a las Montañas de Carbón, pensaba Aria, tenía algo de consumación de un destino. Sentía en carne propia la justicia poética, que es uno de los pilares en los que se asienta el arte del cine. Lo sentía tanto más porque sabía que, si fuera una película, su bisabuela y ella serían representadas por la misma actriz (siempre lo hacen así). Pero, en esta película en particular, dijo mi amigo alzando la voz en un Finale triunfante de «yo te lo dije», ¡ella sabía que era una película!
Al reconstruir estas palabras, en la cama, me di cuenta de que a las palabras se les habían unido las imágenes, como sucede siempre que se evoca el cine. Pero debía recordar, y me lo recordé entonces, en retrospectiva, que lo nuestro eran las palabras, no las imágenes; era con palabras que se resolvería nuestro pequeño intríngulis; las imágenes que me invadían en la bruma mental del entresueño no podían sino alejarme de la solución. Esto último lo comprobaba a mis expensas al ver que no había captado el sentido de la última afirmación de mi amigo. Pensándolo un poco, me di cuenta de que no lo entendía porque no se podía entender. Era un evidente absurdo, con el que volvíamos al punto de partida. Yo sabía lo que era una refutación por el absurdo, pero no concebía, por el momento, que se pudiera dar la razón mediante el absurdo. La única posibilidad que quedaba era que, al cabo de un largo círculo, mi pobre amigo regresara a su confusión inicial, ahora por el lado de la psicología, y creyera haberme convencido de que el actor era lo mismo que el personaje, después de todo. Lo cual significaba que sí era un idiota, y que yo debía recaer en mis alarmas y tristezas.
Ya el solo hecho de que hubiéramos seguido hablando del tema, después de que yo advirtiera que él no sabía cuál era la diferencia entre ficción y realidad, era una aberración. Pero la culpa no era de él: era mía, por haberlo advertido. En la charla normal de gente como nosotros, esa clase de errores o ignorancias se mimetizaba en el discurso inteligente, no se los veía, pasaban inadvertidos, o uno creía haber oído mal. Una vez que se los había notado, no había vuelta atrás.
Y además, yo no tenía ganas de volver atrás. Las imágenes me habían hecho alzar vuelo, y prefería intentar una salida por el otro lado. Entonces dije: «Todo es ficción».
Y él, que tampoco era de los que retroceden: «O: todo es realidad. Es lo mismo».
Para demostrar esta aparente paradoja volvió al mundo de las imágenes, pero ahora con más cautela.
El idilio salvaje no podía eternizarse, y efectivamente un escuadrón de mercenarios desembarcaba de un helicóptero en uno de los picos y se dispersaba en una busca urgente y criminal. Los enviaba el siniestro Larionov, a recuperar los documentos robados por su amante Varia, y, por supuesto, a matarla si no había muerto en la caída. ¿No era la ley del relato moderno, resucitar los tiempos muertos con una puerta que se abría y daba paso a un hombre con un revólver? A partir de ahí las cosas recuperaban su ritmo, en una persecución que llevaba a héroes y villanos a ciudades, ríos, hoteles, trenes, rascacielos, tenía una escena culminante en la Gran Sinagoga de Odessa, y el desenlace en la frontera moldava…
Pero antes de todo eso había un episodio que complicaba y transformaba la acción subsiguiente, y la anterior también: en cierto momento, simultáneo a cualquier otro por la magia del montaje, la Señorita Salvaje salía de sus inexpugnables escondites, cuando nadie la veía, para curiosear en los restos del avión estrellado. Como un animal humano (un bello animal: la representaba la misma actriz que a Aria) husmeaba, miraba, tocaba…
Pero… ¡un momento!, exclamaba mi amigo con el gesto teatral del que se sorprendía a sí mismo con lo que estaba diciendo: ¿cómo era posible que interviniera un personaje que no existía, o que no existía fuera de la fantasía popular? ¿En qué quedábamos? ¿Era ficción o era realidad?
Eran preguntas retóricas, pero sólo a medias. Me las dirigía a mí, y bien apuntadas. Por el momento no supe qué decir, así que emprendió, con un desgano mal simulado, el trabajo de responderse él mismo.
Sucedía, dijo, que entre ficción y realidad había una instancia intermedia que las articulaba: el realismo. Ahí iban a parar todas las maniobras de verosimilización de las que me hacía, burlonamente, especialista. Pero me advertía que en este caso no debía esperar maniobras muy sutiles, pues se trataba de una película de Hollywood, y de un Hollywood que ya no era el de John Ford o Hitchcock, sino de una industria infiltrada a fondo por un público juvenil de cómics y fantasmagorías, un público con el paladar estragado por extraterrestres y superhéroes. Así que una ruptura del realismo era lo menos que podía esperarse. Después de todo, estaban en su derecho: la película la hacían ellos y podían hacer lo que les diera la gana. Y había que reconocer que esta introducción inopinada de un elemento fantástico valía la pena, si uno no se ponía muy exigente, por las sugestivas simetrías que propiciaba.
Porque la busca de la Señorita Salvaje en el fuselaje destrozado del avión, entre los cadáveres, se detenía en la maleta Vuitton de Varia, que había quedado intacta. Después de varios esfuerzos con los cerrojos lograba abrirla. El contenido era elocuente respecto de la sofisticación de Varia, y de lo caros que le había hecho pagar al villano sus favores sexuales. Vestidos de Prada, de Chanel, joyas de Cartier y Boucheron, lencería de encajes, zapatos italianos… ¡Y yo que me hacía problemas por un Rolex!
A pesar del siglo pasado en las breñas, la Señorita Salvaje no había perdido el instinto de la moda. Había que recordar que su historia había comenzado en un concurso de belleza. De modo que elegía, se probaba, se quedaba con lo más sentador, complementaba con el maquillaje adecuado, que tampoco faltaba en la maleta, y terminaba como una exquisita mannequin posando para Vogue. Cuando poco después se encontrara con los amantes de la montaña, se haría visible la inversión completa que se había producido: Aria la civilizada, la secretaria ejecutiva, estaba vestida de rudos harapos de salvaje, y la Señorita Salvaje propiamente dicha era la imagen misma de la Civilización. Esa inversión, con todos los malentendidos a los que daba lugar en la mira de los pistoleros, y lo que movilizaba en el corazón del apuesto pastor, era el combustible que llevaba a la trama a buen puerto, es decir al clásico «happy end».
En ese momento de la conversación, y también del recuerdo que se desenrollaba por la noche, me di cuenta de algo. Yo había venido dando por sentado que mi amigo inventaba un argumento cualquiera, con fines demostrativos; pero entonces recordé de pronto que una de las imágenes invocadas, yo la había visto en la pantalla del televisor. El pastor y la bella joven tártara, viendo surgir entre las nieblas del amanecer en las cumbres a otra joven tártara idéntica a la que se abrazaba a su enamorado primitivo, ambos hirsutos y vestidos como trogloditas, y la otra, el doble, ataviada como para una recepción en la Embajada de Francia. Imagen ligeramente surrealista, sin grandes explicaciones, y por ello muy apta para grabarse en la memoria. No sólo por eso la recordaba bien, sino por ser la primera que vi al regresar del baño donde me había llevado un imperativo de la vejiga. La recordaba sobre todo por las asociaciones. Había pensado que en esas películas de acción modernas las situaciones cambiaban rápido, y que bastaba un parpadeo para perder el hilo.
Ese recuerdo visual arrastró otros, todos coincidentes (más o menos) con lo que había estado escuchando de labios de mi amigo. Ahora bien, las imágenes mnémicas tienen la peculiaridad de estar siempre en trance de invención, y se hace difícil decidir cuáles son reales y cuáles ficticias. Yo había estado tan concentrado en las palabras de mi amigo, me había compenetrado tanto con el relato, que casi podía decir que no oía palabras sino que veía figuras. De modo que las otras imágenes, las que no venían ancladas al recuerdo de volver a hundirme en el sillón después de la visita al baño, no tenía modo de saber si pertenecían a la película o las había ido generando yo al oír a mi amigo. Lo más probable era que se superpusieran unas a otras, o que mi generación visual se hubiera beneficiado del recuerdo inconsciente de lo visto en la pantalla. El único modo de discriminar con precisión habría sido reconstruir el argumento de la película, y para eso había dificultades que parecían insuperables. Era evidente que a la película ninguno de los dos le habíamos prestado la debida atención. Más grave que eso: nuestra conversación no la había tomado en tanto película, o relato cinematográfico, sino a partir de un elemento aislado (el Rolex), y al internarnos en la teoría del error, habíamos desarticulado la materia narrativa para usarla como prueba de convicción en el razonamiento.
Y debo agregar que el ejercicio mnemotécnico al que yo me libraba en la oscuridad de mi dormitorio no arreglaba las cosas. El recuerdo en general es una oportunidad de ordenar los hechos, poner las causas antes que los efectos y racionalizar la cronología. Yo obedecía con gusto a estas generales de la ley, y hasta era muy estricto en hacerlo, como que de ahí derivaba el mayor placer de mis reconstrucciones. Pero lo que reconstruía eran las conversaciones, no los relatos que éstas contuvieran. Era comprensible, y hasta lógico. Los dos órdenes no tenían por qué coincidir y las más de las veces divergían ampliamente, y si yo quería hacerme cargo de los dos a la vez podía llegar a hacerme un lío fenomenal. Si había que sacrificar uno, salvaba el de la conversación, y dejaba que el otro se desintegrara en el caos. ¡Qué me importaban los relatos! Mi tarea sólo le concernía a la amistad, al juego de las réplicas y el entendimiento, los gestos y tonos de voz, en una palabra todo lo que fuera expresión de un pensamiento que competía y se compartía.
En realidad, el problema de elegir no se me había presentado nunca antes. Nunca hablábamos de películas o novelas, o de ninguna historia que no fuera la de nuestros intereses comunes en el campo de la cultura. Esta vez me estaba internando en terreno desconocido.
Cuando tomé la palabra, después de una breve pausa, fue para decirle que si bien apreciaba su fino trabajo de persuasión, yo seguía lejos de estar convencido. No por pertinacia, sino porque me daba cuenta de que él había entendido todo mal en la película. Y no era que yo la hubiera entendido mucho mejor, de eso sí me había convencido; por ejemplo, yo había creído que las dos muchachas representadas por la misma actriz eran una sola, seguramente por haberme perdido las secuencias introductorias y no haber prestado la debida atención cuando aparecían las dos juntas en cuadro. Su relato me ponía en claro ese punto, y yo por mi parte confesaba mis distracciones.
Pero aun así, lo de él era más grave porque había tomado como argumento de la película lo que en realidad era un episodio marginal, que se prolongaba, por lo visto, intercalado, a todo lo largo de la historia principal. Yo me había concentrado en ésta, en la medida en que una mente entrenada en la Filosofía podía (o quería) concentrarse en un pasatiempo funcional apenas al relajamiento vespertino. Liviano y todo, el asunto me había interesado, aunque más no fuera por la habilidad con que se verosimilizaba el absurdo folletinesco. Eso en el aspecto formal. Pero siempre tenía que haber una coincidencia con el contenido, y a éste se aplicaba lo de «no hay temas insignificantes». Esas conspiraciones para dominar el mundo decían mucho sobre el espíritu de la época, y si bien infantiles en el fondo, tocaban una cuerda sensible en mí.
La trama sentimental, si bien artificiosamente interpuesta, era secundaria, y quizás obligada por los gurús mercadológicos que asesoraban al estudio, respecto de la trama de «acción y suspenso», que era la dominante. Las dos compartían, empero, el esquema del enfrentamiento entre la civilización y sus marginados, o entre el presente y el pasado, o, si se quería ponerlo en términos más concretos, entre el canibalismo suicida del poder y el equilibrio idílico de la Naturaleza.
Con Señorita Salvaje o sin Señorita Salvaje (porque esa parte era accesoria) el pastor era la encarnación visible e inteligible de la vida inocente que se sustentaba de la vida y no sabía de ambiciones ni progresos. Pero ya no quedaban Edenes en el mundo, y hasta su rincón perdido llegaban las maniobras de la codicia y la dominación. El conflicto lo involucraba, y él se ponía a la altura de las circunstancias; su ventaja relativa era que «jugaba de local», pero las reglas del fair play se mantenían, como en toda película para el gran público.
Un equipo comando de la CIA había escalado la montaña en busca de las famosas algas tóxicas, cuya importancia para el equilibrio ecológico y hasta para la salvación de la vida en el planeta se revelaba esencial. El grupo era numeroso, de unas veinte o treinta personas, hombres y mujeres, con complejo equipo técnico. Al frente se encontraba un agente veterano de nombre Bradley. (El actor que lo representaba, le dije a mi amigo en un paréntesis porque no creía que él lo hubiera notado, era el director de la película. Asintió. Lo sabía.) Este hombre, un auténtico caballero, encontraba en el pastor a un auxiliar providencial, pues los aparatos de rastreo y comunicación que llevaban no podían suplir al conocimiento vivido de la montaña y sus secretos más recónditos. Los dos hombres, tan distintos, establecían una relación de afecto viril y confianza que se pondría a prueba en la aventura.
La CIA había descubierto que un grupo terrorista ucraniano estaba experimentando con fines desconocidos con estos mutantes, y enviaba a su grupo de tareas a recoger muestras para investigarlas y evaluar la amenaza potencial que pudieran representar. Se trataba de una operación encubierta, llevada a cabo en el máximo secreto, aunque no les habría costado nada hacerla pasar por una expedición científica o inclusive por un grupo de turismo de aventura. El motivo de estas precauciones se iría develando progresivamente, a medida que salieran a luz las conexiones y ramificaciones correspondientes.
El primer indicio de lo extraño lo tenía el pastor: una tarde al recoger a sus cabras para volver a la cabaña, descubría que faltaba una. La buscaba, apremiado por la caída de la noche, que allá arriba se demoraba convenientemente, pero no tanto. Al fin la encontraba, muerta. Quedaba perplejo, porque esos animales eran la salud personificada. Pero la intriga crecía cuando la levantaba para llevársela, con el ostensible propósito de esquilar su valiosa lana y quizás, si no había muerto de una enfermedad contagiosa, asar los cuartos y comérselos. Se inclinaba, metía las manos bajo el cadáver, predisponía la musculatura para el esfuerzo, y daba el tirón… La sorpresa se materializaba en un salto hacia atrás, que lo hacía caer de espaldas. En lugar de los cincuenta kilos que esperaba, la cabra muerta pesaba dos o tres, si no menos. Parecía no pesar nada, cuando ella también, movida por el tirón excesivo, saltaba por el aire y caía encima del pastor, que había quedado boca arriba en el suelo. En el arco que recorría en el aire el viento la hacía ondular, y de pronto era como una cabra recortada en tela peluda, de pronto un bollo informe. Al posarse (suavemente, como una hoja en otoño) sobre la cara y el pecho del pastor, recobraba la silueta de cabra. ¿Qué había pasado? La primera explicación era que se trataba de una piel vaciada de contenido, pero cuando el pastor, repuesto de la sorpresa, investigaba, podía ver que no era así. Estaba entera. La plegaba, se la ponía bajo el brazo y la llevaba a su cabaña, donde esa noche, a la luz de una vela, la abría con un cuchillo y comprobaba que todos los órganos estaban en su lugar, pero sus tejidos habían tomado la consistencia de un finísimo papel de seda.
Bradley se hacía cargo. A él le bastaba una mirada a ese vestigio blando para saber de qué se trataba. Y aunque no se lo decía de inmediato al pastor, éste se enteraba, oyendo las palabras que intercambiaba Bradley con el científico del grupo. La cabra había bebido el «agua deshidratante», que era la verdadera amenaza que había movilizado a los espías norteamericanos.
Había que rastrear exactamente el itinerario de esa cabra en la víspera, para encontrar la fuente de la que había bebido. Esa tarea, nadie más que el pastor podía realizarla, por lo que lo mandaban a dormir para que estuviera fresco y dispuesto al amanecer. Ellos dedicaban el resto de la noche a preparar el equipo que usarían en la busca, y en el tratamiento de las muestras que tomaran. Y algo más. Porque ahora tenían la prueba de que el enemigo ya había logrado la síntesis del agua deshidratante, y era urgente neutralizar sus maniobras, lo que exigiría el uso de la fuerza.
Esos preparativos nocturnos duraban un rato, y después los miembros jóvenes del grupo se iban retirando uno a uno, a dormir. El campamento que habían improvisado consistía de varias carpas de material inflado, interconectadas por pasadizos tubulares, todo iluminado por una tenue luz plateada. Una toma externa y aérea mostraba el complejo como una excrecencia globular de la montaña, bajo el cielo estrellado.
Al fin quedaban solos en la sala de mando Bradley y el asesor científico, que también era un hombre mayor. Bradley, con marcados signos de agotamiento en el rostro, sacaba de un baúl una botella de whisky, la abría y servía dos vasos. En la intimidad así creada y representada, el tono de la charla se hacía menos práctico. La bebida los relajaba; y no era para menos, porque al primer whisky sucedía un segundo, y un tercero. Derivaban al tema de la profesión que ambos habían elegido y ejercido durante todas sus vidas, la profesión que los había traído a este remoto rincón del planeta como los había llevado a tantos otros antes. Pero, se preguntaban, ¿la habían elegido? El asesor científico decía que su vocación había sido la ciencia, y si había terminado espía era porque las circunstancias lo habían querido; entre tales circunstancias había que contar los recortes presupuestarios a los laboratorios y centros de investigación, la suba vertiginosa de sueldos en las agencias oficiales, la responsabilidad que sentía el ciudadano ante las amenazas que sufría el mundo libre, y, para no externalizar todas las culpas, la falta de talento creativo con el que respaldar la vocación. Bradley asentía: su caso ofrecía un paralelo casi perfecto. Lo suyo original había sido el arte, y tampoco había sabido sostenerlo con el heroísmo necesario. Pero se consolaba pensando que no lo había hecho mal. Y, ya con la lengua tartajosa por la bebida, desarrollaba una teoría sobre el espionaje como arte y ciencia. Según él, era una actividad cualitativa. No importaba tanto que se hiciera mucho o poco, es decir que se recogiera mucha o poca información, sino la calidad de esa información; podía ser un mínimo, una palabra, una letra, un número, pero tenía que ser bueno. Ellos recorrían el mundo en busca de ese elemento precioso, como evaluadores expertos, afinando el ojo con los años. No era la busca de una veta de oro, salvo como metáfora. La diferencia estaba en que ellos buscaban algo alojado en una mente, así hubiera quedado registrado en un papel o un objeto. Y como la mente participaba de otras mentes, y éstas de otras más, la busca se prolongaba…
Podía ilustrarlo con una situación cotidiana, como lo era la elección de un peluquero. Para el hombre medianamente interesado en lucir bien, es decir todo el mundo, la elección del sitio donde cortarse el pelo era un pequeño gran problema, que en la ignorancia de los arcanos del gremio se resolvía al azar, con resultados en general insatisfactorios. Una guía para perplejos podía surgir de la respuesta a la siguiente pregunta: ¿quién le cortaba el pelo a un peluquero? Aun el más hábil tendría cierta dificultad en cortarse a sí mismo, y aunque esto no era del todo imposible, los peluqueros eran enemigos jurados del «autocorte», y seguramente querrían tener el mejor corte posible para causar buena impresión en su clientela. Y como un peluquero sí conocía el rubro, y conocía a sus colegas, elegiría al mejor disponible en la ciudad o el barrio. No el más caro o el más famoso, como haría un ignorante en la materia, sino al más realmente bueno, aunque atendiese en un sucio tugurio y le hiciera obras maestras por tres pesos a camioneros y jubilados. De modo que bastaba con averiguar dónde se cortaba el pelo un peluquero cualquiera, para tener una pista segura.
Ahora bien, seguía Bradley, a una pista se la seguía; no era un punto de llegada sino de partida. La lógica indicaba que ese segundo peluquero se iría a cortar con un tercero, y el tercero con un cuarto, y la cadena seguiría prolongándose porque lo óptimo en materia humana siempre estaba un paso más allá.
Para establecer la cadena había que partir de un peluquero cualquiera, preferiblemente un humilde peluquero de barrio, no demasiado joven (todavía no sabría lo suficiente) ni demasiado viejo (habría perdido interés en su pelo). Se podía entablar una relación con él, hacerse cliente, darle charla, y llegado el momento oportuno preguntarle, como al pasar, quién le cortaba el pelo. Era el único método razonable y factible, pero, según Bradley, había que rechazarlo de entrada, por diversos motivos. Claro que si rechazábamos el único método razonable y factible, ¿qué nos quedaba? La vigilancia, el seguimiento. Bastaba pensarlo un minuto para ver que aquí las dificultades prácticas eran insuperables. ¿Quién le dedicaría meses de trabajo a la obtención de un dato tan trivial? Habría que pagarle a un detective privado, que necesitaría asistentes, quizás también habría que gastar en sobornos, y además habría que tomar precauciones porque el espía estaría expuesto a represalias legales por violación de la privacidad. Y el resultado, laborioso y carísimo, sería apenas el primer eslabón; habría que recomenzar todo con el segundo, y después con el tercero, el cuarto…
Y sin embargo, había que reconocer que era posible. Ellos dos, con su experiencia, y con la experiencia de haber sobrevivido, eran la prueba. Ese hombre común que recorría el laberinto de la ciudad tras el Graal de las tijeras, era la imagen del destino que ellos habían elegido, o que los había elegido. La fugitiva calidad de la información saltaba de cabeza en cabeza, y la resignación a lo imperfecto era apenas una maniobra más en la busca de la perfección. ¡Qué ascética, el espionaje!
El símil, como toda alegoría bien planteada, admitía una extensión mayor. Porque esa cadena, que conduciría por la sucesión de sus eslabones humanos al mejor de los peluqueros posibles, podía cortarse. Podía cortarse (¡«cortarse», justamente!), sin ir más lejos, si uno de los peluqueros de la serie era calvo y no necesitaba de los servicios de un colega. O por motivos más accidentales, por ejemplo si el peluquero número X había descubierto a un colega que hacía verdaderos desastres en la cabeza de sus clientes pero a él, y sólo a él, por la forma de su cabeza o la disposición de sus ondas, se lo cortaba perfecto. (Aunque en este caso la cadena no necesitaría cortarse, porque ese peluquero defectuoso y que acertaba por casualidad también tendría que cortarse, y elegiría a un peluquero para que lo haga.) O podía cortarse simplemente si dos peluqueros se cortaban mutuamente, con lo que la cadena se terminaba en un pequeño círculo, o en un «rizo», para hablar el idioma del oficio. (El círculo también podía ser más grande, y llevando las cosas a sus últimas consecuencias podía «encadenar» a todos los peluqueros del mundo.) Todas estas posibilidades, le recordaba Bradley a su amigo, que asentía con una sonrisa triste, ellos las habían vivido, y esos «cortes» los tenían marcados como cicatrices en el cerebro.
A pesar de mi intención de ir rápido y resumir, para llegar al punto lo antes posible, me demoré en el relato pormenorizado de esta conversación, y cuando reconstruía la nuestra por la noche volví a repasarla palabra por palabra. Había sido mi momento favorito de la película, el que la justificaba, aunque los productores la hubieran incluido apenas de relleno, o para hacer un contraste de calma en el vértigo de la acción que para ellos y el gran público justificaba la película. La lógica que esgrimía Bradley, aunque ingeniosa, era bastante traída por los pelos. Pero a mí me gustaba que hubiera habido una conversación, un ejercicio de la inteligencia entre amigos, que se parecía al nuestro. El whisky era un buen detalle. Ponía las cosas en otra dimensión, que era donde debían estar.
Rápido, lento, ¿qué significaban en este contexto? Los hechos sucedían a la velocidad a la que la realidad les mandaba suceder. Era sólo su relato el que podía acelerar o frenar su marcha, y debía de haber gente que transformaba su vida en relato para poder cambiar las velocidades. Pero el pensamiento avanzaba a marcha estática, siempre estaba volviendo sobre sí mismo para detenerse mejor, o sea para encontrar mejores razones para detenerse. Los que habíamos hecho de la voluptuosidad del pensamiento la razón de nuestras vidas, como mi amigo y yo, veíamos las velocidades desde afuera, como un espectáculo. De ahí que pudiéramos gozar, siquiera por un momento, del espectáculo barato del cine por televisión. En cierto modo podía decirse que en la cima del prejuicio contra la cultura popular, uno dejaba de tener prejuicios y ya no le importaba nada.
Bradley y su viejo amigo no disfrutaban por mucho tiempo la calma de la conversación. A ellos también la precipitación de la ficción venía a interrumpirles los silogismos de la realidad. Un ruidito proveniente de las tuberías de nylon les advertía que los estaban atacando con armas eléctricas. Y efectivamente, los jóvenes agentes que dormían se despertaban uno tras otro con cargas de cien mil voltios en la sangre, y morían erizados. Ellos dos organizaban un salvataje de urgencia, que ya no salvaría a los muertos. Conectaban un conversor portátil de fibra óptica, cargaban el software, y cuando activaban la bocina (la maniobra había durado un par de segundos) toda la electricidad suelta en la atmósfera se descargaba generando imágenes inofensivas. Las carpas estallaban en una nube de transparencias, pero ellos lograban escapar. Rodaban en la tiniebla, y cuando se ponían de pie emprendían una carrera desesperada por las laderas. Los perseguían gigantescos cosacos barbudos montados en trineos, desde donde les disparaban chorros de fuego líquido. El asesor científico, que ya estaba jadeando como una perra labrador excedida de peso, se hacía tiempo para decirle a su amigo que se trataba de balas de exofósforo, un carburante incendiario de última generación que quemaba sólo por fuera, no por dentro, lo que no lo hacía menos destructivo, todo lo contrario.
Una ayuda inesperada les venía de los búhos monteses, unos fantasmones de gran tamaño que levantaban vuelo asustados por el ruido de los trineos, e interceptaban el exofósforo. Como el fuego no interesaba a sus órganos internos seguían volando, a menor altura (las llamas debían de pesarles). Eran tan deslumbrantes que los ogros ucranianos se enceguecían y chocaban contra los árboles, dándoles una ventaja extra a los fugitivos.
Bradley encontraba por casualidad la boca de una antigua mina de carbón abandonada. Se internaban por sus galerías, sin pensarlo más. Usaban para iluminarse una pluma de búho rociada de exofósforo, que desprendía una intensa luz blanca. Se restablecía la calma; allí estaban a salvo. Era como si pudieran reanudar la conversación interrumpida, ya no en una tienda inflada, rodeados de tecnología de espionaje, sino en galerías carboníferas cargadas de feldespatos y viejos líquenes. Esa sensación también me había gustado, porque sugería que en realidad la conversación nunca se interrumpía sino que apenas cambiaba de escenario, y cambiaba de tema, y para efectuar el cambio los interlocutores debían arriesgar la vida.
Desembocaban en una caverna de la que no alcanzaban a ver los límites, y se acercaban al borde de una laguna de aguas quietas. En la orilla, el polvo de magnetita había formado cúmulos de espuma negra. Un «glop glop» de cadencia irregular, en el profundo silencio subterráneo, los hacía buscar más lejos sobre la superficie del agua; había unos medallones flotantes de sustancia viscosa, que parecían respirar. Con el mayor cuidado, levantaban uno y lo examinaban a la luz de la pluma de búho. Eran las algas tóxicas, que habían buscado en vano hasta ahora, y la casualidad les hacía encontrar donde menos lo esperaban. Excitado, por completo olvidado del peligro que acababan de enfrentar, el asesor científico analizaba la materia viscosa, revisaba mentalmente la bibliografía, resoplaba un «¡no puede ser!» que se negaba a cruzar los límites de la racionalidad, y se resignaba a un «¡pero es!» perplejo y maravillado. Al entregar su secreto, las algas tóxicas abrían un camino hasta entonces vedado para la ciencia. Su secreto daba paso a los secretos mejor guardados del universo. Porque en realidad no eran algas sino retroalgas, vegetales mutantes con sistema nervioso, que tendían un puente entre la vida y la muerte. Se preguntaba si no estaría soñando.
Con un pequeño esfuerzo de parte del espectador, dije, el clima onírico se hacía palpable. Le hice notar a mi amigo, y perfeccioné ligeramente el argumento a solas en la cama, que cuando uno veía las películas en el cine, la concentración, estimulada por la oscuridad y por la situación misma de haber ido al cine, hacía que uno entrara por completo en la ficción, y dejara de pensarla como ficción. En cambio al verlas en su casa, cuando las pasaban por televisión, era inevitable no entrar del todo. Una parte de la conciencia se mantenía afuera, contemplando el juego de ficción y realidad, y entonces lo que era inevitable era que surgiera una consideración crítica. Dejaba de ser un sueño que uno soñaba y se volvía el sueño que estaban soñando otros. No era tanto que se le encontraran fallas de construcción o de lógica (eso era demasiado fácil) sino que nacía una cierta nostalgia, de mundos entrevistos, al alcance de la mano y sin embargo inaccesibles…
¿Qué clase de mundos?, quiso saber mi amigo.
No quise decirle que yo estaba pensando en mis «revisiones» nocturnas, porque hasta entonces había mantenido en secreto mi pequeño teatro solitario de la duermevela, y no era el momento de revelarlo (nunca lo sería). Salí del paso diciéndole que quería terminar con mi exposición, a ver si nos poníamos en claro de una buena vez y podíamos volver a conversar civilizadamente, sin retroalgas ni exofósforos…
Ni Señoritas Salvajes…
¡Uf! Me había olvidado. Eso también, y muchas cosas más. ¡Cuántas vueltas había que dar para llegar al Rolex!
Toda una vida, ¿no?, dijo mi amigo, y al llegar a esa réplica en el recuerdo, y sólo entonces, recordé algo que también cambiaba sutilmente el tono y el significado de nuestra conversación. Antes dije que no le había contado nunca, ni me proponía hacerlo, sobre mi hábito de rememorar por la noche las conversaciones que teníamos por la tarde. Tampoco se lo había contado a los otros amigos con los que me reunía a conversar, a ninguno. Pero a cada uno de ellos les había contado en alguna ocasión, al azar de la charla, alguna de mis manías o caprichos o pequeñas rarezas, porque puedo decir que soy un hombre sin secretos. De modo que a alguno debía de haberle contado que tenía desde chico el sueño de ser propietario de un Rolex. Era algo por completo gratuito, y nunca me lo había tomado en serio, al punto que nunca había pensado siquiera en comprarme uno, ni siquiera en averiguar el precio. Además, no iba conmigo, no pegaba con mi personalidad; y de ahí, precisamente, debía de venir la idea: de ese vago anhelo que todos tenemos de ser otro. Lo que no recordaba era habérselo dicho a este amigo en particular. Si lo había hecho (y en mi reflexión nocturna no tenía más motivo para sospecharlo que el tonito que le dio a ese «¿no?» suyo), entonces toda la conversación, desde que yo saqué el tema de la película, empezaba a tener un doble fondo, y se abrían perspectivas nuevas para la interpretación de cada réplica.
Era un poco demasiado obvio como para ponerse a especular de dónde me venía esa vieja fantasía, nunca examinada; todos tenemos fantasías, viejas o nuevas, y ese pequeño objeto de lujo debió de ser, en algún momento de mi infancia, un buen vehículo para mi imaginación. Como sea, le di un vistazo de lejos (a la fantasía, al trabajo siempre postergado de analizarme y tratar de entender mi vida), y la distracción, sumada a las reflexiones anteriores, me retrasó respecto de la película. Quiero decir: en la conversación real, en el café, yo había seguido adelante con la película; todo el paréntesis había tenido lugar en la reconstrucción nocturna. Y debería haber sido realmente un paréntesis, nada lo impedía, pero, no sé si por contaminación con el cine y con las películas que siguen cuando uno se distrae y piensa en otra cosa o va al baño, lo cierto es que era como si la conversación hubiera progresado mientras tanto y yo me había quedado atrás. Así que para alcanzarla tuve que resumir y saltar, contraviniendo mi norma de paso-a-paso riguroso de la memoria.
El pastor no había podido conciliar el sueño y había salido. A la luz de la gran Luna ucraniana se había alejado, siguiendo un extraño hilo de agua que bajaba entre las rocas. Sus cabritas también debían de sufrir de insomnio, porque se habían escapado del corral y ahora flotaban en el aire de la noche, livianas como barriletes, blancas y fosforescentes. Eran fáciles de divisar, y por un momento él trataba de seguirlas en su deriva, pero se dispersaban, así que seguía remontando el hilo de agua, que lo llevaba hasta el laboratorio secreto de los separatistas. Lograba infiltrarse, aprovechando el relajamiento de la vigilancia que producía la salida de un escuadrón de cosacos en trineos motorizados. Recorría furtivo inmensas instalaciones modernísimas excavadas en la montaña, en las que trabajaban cientos de técnicos de guardapolvo o con mamelucos con capucha y visor, a prueba de radiaciones. Reducía a uno y se ponía su traje, con el que podía llegar hasta la sala de mandos que controlaba el reactor, y allí se limitaba a apretar un botón, uno cualquiera. Sonaban las alarmas, los altavoces ordenaban la evacuación, había carreras en todas direcciones a las que él se sumaba. Como no conocía los caminos se equivocaba de rumbo, y lo chupaba un acelerador de partículas de agua deshidratante, que lo llevaba hasta ignoradas profundidades de la tierra, de donde emergían, montados en un átomo de proporciones fenomenales, Bradley y el Profesor, envueltos en electrones giratorios. Los tres caían en poder del enemigo. Desde una pantalla de plasma de diamante, Larionov los saludaba con ironía y con el clásico «Nos volvemos a encontrar, caballeros». En medio de la catástrofe generalizada, los guardias de seguridad llevaban a los tres prisioneros al despacho de Larionov: boiserie oscura, una gran biblioteca con escalerillas de bronce que corrían por rieles, sillones de cuero, todo en un estilo inglés eduardiano que hacía contraste con la alta tecnología aerodinámica del resto del complejo. En los nichos de la biblioteca, cuadros de maestros. Bradley se acercaba a uno y lo contemplaba con conocimiento de causa: «el Gauguin robado». Se sentaban. El dueño de casa les servía whisky a los dos mayores, y al joven pastor, con sorna: «¿Qué le apetece?, ¿un vaso de leche de cabra?». La atención de los visitantes, y con ella la cámara, se fijaba en un bibelot posado en el escritorio. Era una cabeza de payaso, que hacía muecas sin cesar. «¿Les gusta mi juguete?», decía Larionov. Con la punta de un dedo le hundía la nariz al payaso, produciendo una cascada de gestos cómicos. Les explicaba que era arrabio líquido. El mundo no tardaría en saber lo que era. Pero sus fanfarronadas no tenían un fondo de convicción, ni podían tenerlo. El laboratorio se estaba derrumbando a su alrededor, las sirenas de alarma seguían sonando, los cosacos de su guardia personal, que seguían en la puerta del despacho, intercambiaban miradas preocupadas. Bradley, que los vigilaba de reojo mientras mantenía un desenvuelto diálogo con el villano, aprovechaba una sacudida (la explosión de alguna caldera) para saltarles encima, quitarle la ametralladora a uno, dispararles a los otros, mientras el pastor, arrojándole su vaso de leche de cabra a Larionov, le impedía sacar la pistola del cajón del escritorio. El combate se potenciaba por la caída de las paredes, la voladura de los miles de libros vueltos proyectiles, y la violenta desaparición del techo. Larionov, que había terminado en un cuerpo a cuerpo con el Profesor, se escurría de entre los brazos de éste y trepaba por una de las escalerillas de bronce; en lo alto lo esperaba un helicóptero, a cuyo puesto de mando se acomodaba y lo ponía en marcha. Con una carcajada siniestra comenzaba a elevarse, pero el pastor había ido tras él y lograba colgarse de uno de los patines de aterrizaje de la máquina. El laboratorio se hundía definitivamente, y sobre la meseta resultante quedaban los únicos sobrevivientes, Bradley y el Profesor, mirando ansiosos cómo se elevaba el helicóptero, con el pastor colgado. Pero no seguía colgado mucho tiempo, pues a fuerza de músculo se izaba a la cabina y se trenzaba en una lucha con Larionov. El espectáculo que se veía desde la cima de la montaña era curioso: recortados sobre el cielo negro tachonado de estrellas, una constelación de cabras fosforescentes flotando, y una bandada de búhos encendidos. Uno de los búhos tocaba las aspas del helicóptero, y la rompía. El helicóptero estallaba, pero no antes de que el pastor hubiera saltado. Su caída libre era interrumpida por una de las cabritas flotantes, en la que se montaba y partía, llevado por el viento, hacia el horizonte, o quizás hacia la Luna.
El desfase del recuerdo persistía, tanto que cuando yo en la cama seguía complaciéndome con el espectáculo un poco surrealista del firmamento estrellado y sus pasajeros luminosos, mi amigo ya me estaba preguntando, en la conversación, «qué había querido demostrarle».
¡Nada!, fue la respuesta que me salió de golpe, automática. En ese punto el desfase se anuló, y yo ya estaba otra vez en el paso-a-paso de nuestra conversación y su representación nocturna, sin más imágenes que el rostro de mi amigo frente a mí, y al fondo el café. ¡Nada! Se lo había contado para demostrarle que no demostraba nada. No podía hacerlo. ¿Qué podía demostrar? ¿El agotamiento de la épica, en un mundo que había vendido la herencia de la palabra por el plato de lentejas de la imagen? Y eso no era ninguna novedad, ya lo sabían todos, todos estábamos de acuerdo, nosotros dos también. Sólo había querido recordárselo, por si lo había olvidado.
Mi amigo, con una sonrisa complaciente, me agradeció que se lo hubiera recordado, porque en realidad, más que recordárselo, lo había enterado de detalles que ignoraba. Le había completado el panorama, afirmó con un dejo burlón, porque debía confesar que su atención a la película había sido parcial: había tenido que atender dos llamados telefónicos, uno largo y uno corto. Y aun así, algo le decía que la historia no había quedado completa de verdad, todavía le parecía que quedaban hilos sueltos…
Tuve que confesarle que mi visión también había sido parcial. No sólo por el teléfono, cuyas solicitaciones también había debido atender, sino porque todo, o casi todo, el pasaje que le había contado, lo había visto sin sonido. Había apretado el botón «mute» del control remoto, porque mi esposa, entrando y saliendo de la cocina, se había puesto a contarme algo. Así que el «sonido» , es decir los diálogos, los había imaginado.
Era bastante asombroso, en eso estábamos de acuerdo, que en dos horas de cine pasaran tantas cosas. La palabra que lo explicaba era «condensación», pero a las palabras también había que explicarlas. Y además, en un movimiento inverso al de la condensación, los hechos parecían tantos por la fragmentación con que se los percibía.
Mi amigo, seguramente tomando en cuenta lo que yo acababa de decirle sobre el botón de enmudecer el televisor, cosa que indicaba una manipulación permanente del control remoto, me preguntó si al hablar de fragmentación me estaba refiriendo a la maldición del zapping. Sin esperar la respuesta, que debía de dar por sentada, me preguntó si había advertido que esa película la habían pasado por dos canales al mismo tiempo. Aunque no exactamente al mismo tiempo, se corrigió, sino con un desfase de media hora, más o menos, creía. Él había pasado de una a otra un par de veces, sin más beneficio que ver algunas escenas dos veces y perderse otras.
No, yo no me había dado cuenta, pero ahora que me lo decía se me hacía menos asombrosa la casualidad de que habiendo sesenta y cuatro canales hubiéramos acertado a sintonizar el mismo independientemente. Podíamos no haber sintonizado el mismo, sino dos canales diferentes, y aun así ver la misma película. En fin, no sabía si entonces la casualidad era mayor o menor.
Y, aunque no se lo dije, el hecho explicaba algo más: que los dos, quizás, hubiéramos visto la totalidad de la película a pesar de las interrupciones debidas al teléfono. A éstas nos habíamos referido más de una vez en el curso de la conversación, pero sin decir, y quizás sin recordarlo, que la más prolongada había sido una comunicación telefónica entre nosotros dos, cuando nos llamamos, precisamente, para hacer la cita en el café a la tarde del día siguiente, y la extendimos con comentarios de lecturas recientes, como hacíamos siempre, anticipando la charla propiamente dicha o proponiéndole temas. Esta distracción compartida debería haber provocado un blanco también compartido, pero la existencia del desfase (que, si era realmente de media hora, coincidía con el tiempo que habíamos estado al teléfono) anulaba el blanco.
Pero volviendo a su pregunta anterior, que había quedado sin respuesta: no, al hablar de la fragmentación no me refería al zapping, o no exclusivamente a él. La experiencia misma, la experiencia de la realidad, ya proponía un modelo de fragmentación. Sin necesidad de ponernos filosóficos, podíamos decir que con la vida pasaba lo mismo que con esta película. Humanos, reales, imperfectos y parciales por humanos y por reales, todo el tiempo nos estábamos perdiendo cosas importantes, eslabones esenciales para entender el gran relato general; después los reponíamos, con titubeos y errores. Era el recuerdo el que establecía el continuo; y como el recuerdo también era una realidad de la experiencia, también él estaba fragmentado.
Según un constructivismo bien concebido y bien realizado, con ver la mitad de un cuadro debería ser posible saber cómo es la otra mitad que no se ha visto. Y con leer la mitad de una novela o un poema, lo mismo. Y con la mitad de una sinfonía. O la mitad de una película, ¿no? Aunque hablar de «mitades» podría hacer pensar en una simetría bilateral, de lo que no se trata. Podría tratarse de un fragmento cualquiera, de la trajinada vértebra del dinosaurio.
Pero ¿entonces no caíamos en lo convencional y previsible?
Sí, podía ser. Pero se trataba de una previsibilidad especial, pues obedecía a una convención creada para esa obra y que no servía para ninguna otra. Al fin de cuentas, el arte era convención, y, si me apuraban, todo era convención. El arte era creación, y lo primero que creaba era su convención.
Pensé fugazmente, y volví a pensarlo con menos apuro mientras reconstruía este paso de la conversación, en mis conversaciones, precisamente. ¿No restablecía yo el continuo de lo que por naturaleza era fragmentario y entrecortado? Porque una conversación, por civilizada y articulada que sea, siempre está hecha de saltos y digresiones y vueltas atrás y «no te entendí» y «te entendí demasiado». El recuerdo que las ordena y completa es una excrecencia casual, que se da como se daba en mí: de un modo secreto, casi vergonzante. Aunque no debía de ser tan casual, a juzgar por el hecho de que la memoria estaba llena de conversaciones.
¿Una conversación podía completarse, por deducción de convenciones recién nacidas, tras haber oído sólo una mitad? Habría que postular que una conversación era una obra de arte, lo que no estaba lejos de lo que yo pensaba. Pero ¿qué mitad? Porque podía ser una mitad temporal, por ejemplo su primera hora, o la segunda, si había durado dos horas. O la mitad que correspondía a las réplicas de uno solo de los interlocutores. En este último caso sería ese tipo de reconstrucción, tan corriente, que se da cuando uno oye a alguien hablando por teléfono.
A todo esto, mi amigo había puesto un gesto soñador, los ojos entrecerrados fijos en el vacío. Debía de estar haciendo un repaso general de nuestras divagaciones, y la conclusión a la que llegó fue que no habíamos avanzado nada. Seguíamos en el mismo «tic» o el mismo «tac» del Rolex.
No, no era tan así. Debía retractarme de mi escepticismo anterior; porque en realidad sí había demostrado algo, casi sin querer, o «sin querer queriendo»: había demostrado, por el absurdo positivo, que la ficción era ficción. Cabalgar una cabra deshidratada entre los astros, ¿no era ficción? ¿Podía pedir más que eso? Por simple deducción, el actor que interpretaba al pastor… ¿No estaba clarísimo? En cierto modo habíamos llegado al punto donde morían las palabras.
Esta mención al silencio pareció despertar a mi amigo, exactamente como pasa cuando se ha estado oyendo un ruido constante durante mucho tiempo, hasta dejar de notarlo, y de pronto el ruido cesa y el contraste se hace atronador. Me miraba como si no me reconociera, o al revés, como si reconociera al fin a alguien que hubiera venido creyendo un desconocido. El gesto era tan peculiar que al tratar de reproducirlo mentalmente en mi rememoración casi no encontraba recursos representativos para hacerlo creíble. Lo que dijo cuando salió de su estado de perplejidad fue tan asombroso (para mí) que me electricé y pasé al presente. El recuerdo también pasó al presente, como un drama escrito que se representara.
Pero entonces… ¿vos hablabas del actor real-real?
¿Y de quién si no? ¿Y qué quiere decir eso? ¿Acaso hay un «real» doble y un «real» simple?
No empieces otra vez con tus lógicas retorcidas. Hablemos de la película que vimos, por favor. Estaba el actor que representaba al pastor, y el actor que representaba al actor que representaba al pastor, ¿no?
¡Un momento! Ahora sos vos el que retuerce las lógicas.
¿A qué viene ese regressus ad infinitum?
¡Qué infinitum ni qué ocho cuartos! ¿Vos viste la película, o no la viste?
¡Claro que la vi! ¡La vi más que vos!
No parece. Parece como si te hubieras perdido toda la parte del actor… Pero me consta que no te la perdiste. Vos mismo me lo contaste, lo de su mansión en Beverly Hills, el perro Bob, la conferencia de prensa en París…
Yo estaba atónito.
Pero ¿eso qué tiene que ver?
¿Cómo que qué tiene que ver? ¿Lo viste o no lo viste?
Lo vi… Sí… Ahora que me lo decís, recuerdo que lo vi, pero no sé qué tiene que ver con la película. Entonces ¿no era…?
¿Vos creíste que era…?
¿Y vos creíste que yo había pensado…?
Las preguntas y respuestas se cruzaban sobre la mesa del café a la velocidad de la luz, tanto que las preguntas se transformaban en respuestas y las respuestas en preguntas. En la cama, revolviéndome nervioso, no acertaba a hacerlas sucederse en el orden correcto. El quid de la cuestión era que yo había creído que intercalaban en la proyección de la película uno de esos documentales que son tan frecuentes hoy día, sobre la filmación, lo que se llama el «backstage». Cuando en realidad era parte de la película misma. No habría caído en la confusión si me hubiera concentrado debidamente, pero uno no se concentra en esa clase de pasatiempos.
Poco a poco y todo de golpe, con esa lentitud majestuosa que suele tener lo instantáneo, las cosas se aclararon. El argumento de base de la dichosa película, la que los dos habíamos visto, era la filmación de una película. La CIA quería investigar la supuesta producción de uranio enriquecido por los separatistas ucranianos, y enviaba a sus agentes a investigar al área bajo sospecha, pero lo hacía bajo la fachada de la filmación in situ de una coproducción de acción y suspenso. Para darle credibilidad contrataban a un famoso actor, imaginario por supuesto, aunque representado por un famoso actor real. Y realmente filmaban, perfeccionando la fachada, aunque sin preocuparse mucho por la calidad o el verosímil ya que era apenas una excusa para seguir haciendo espionaje; algunas secuencias de esa disparatada filmación (cuyo argumento era el de la Señorita Salvaje y el Pastor) se intercalaban sin mucha explicación, creando para los espectadores un segundo plano, independiente del primero, pero no tanto porque los personajes en el plano «real» seguían vestidos y caracterizados como en el plano de «ficción». Yo directamente no había percibido que había dos planos: los había fundido como mejor pude, poniendo parches y haciendo costuras laterales y transversales, a la bartola. Mi amigo en cambio, más atento que yo por un lado pero más distraído por otro, había discriminado correctamente los dos niveles, pero se había equivocado sobre la jerarquía respectiva de estos niveles: había creído que la historia de la Señorita Salvaje y el Pastor era la «real», y la del Laboratorio Secreto la «ficticia». Error disculpable, porque aun después de hacer este esclarecimiento a dúo no logramos decidir a cuál de los dos planos correspondía el agua deshidratante. Lo más desorientador era que toda la película seguía el hilo de la progresiva toma de conciencia del actor, al que contrataban engañado, para una supuesta verdadera película de aventuras en las montañas de Ucrania, y poco a poco, al ritmo de los hechos extraños que sucedían durante el rodaje, se iba dando cuenta de que estaba en medio de una trama de espionaje y política nada ficticia, y terminaba aceptando su papel de héroe real.
El único comentario que atiné a hacer cuando terminamos, exhaustos, de desatar los nudos que nosotros mismos habíamos hecho, fue que habría que prohibir ese recurso de la ficción dentro de la ficción. Ese asunto de los niveles ya había sido sobreexplotado, y empezaba a mostrar la hilacha de facilongo, de «así cualquiera». Podía llegar a sospecharse que, en nuestro estadio tecnológico de civilización globalizada, ya no quedaban historias, y para hacer funcionar una, o los restos de una, había que contar las historias de las historias.
Pero ¿no había sido así siempre? La realidad, a la que aspiraban todas las historias, ¿no era la historia de las historias?
Con una sensación de desaliento, que nos contagiamos mutuamente y que debía de ser producto de la fatiga mental, yo sacudí la cabeza y dije que me negaba a seguirlo por ese camino de sutilezas. Me negaba a difamar la realidad. Le recordé mi lema, tomado de la obra de Constancio C. Vigil: «Simplifica, hijo, simplifica». La realidad era simple. No tenía niveles. Esa tonta película nos había llevado un poco demasiado lejos, y ya era hora de volver al punto de partida.
Volver al punto de partida, en la práctica, significaba cambiar de tema. Y efectivamente, nos disponíamos a hacerlo cuando nos dimos cuenta de que se nos había ido el tiempo y ya era hora de despedirnos. Junto con el tiempo, se nos habían ido las ganas de cambiar de tema. Mi amigo dijo que, haciendo un balance general, podía afirmar que la película le había gustado. O al menos, rectificó después de pensarlo un momento, empezaba a gustarle ahora, después de la revisión a la que la habíamos sometido.
En la conversación le di la razón a medias, pero a la noche ya había tenido tiempo para dársela por completo. Sobre todo porque no había nada en que darle o negarle la razón: él no había dicho que la película fuera buena, sino que le había gustado; sólo se podía estar o no de acuerdo con su gusto. El mío no había sido tan complaciente, pero en las reflexiones que envolvían mi ejercicio mnemotécnico se hizo más flexible. Yo estaba experimentando en carne propia los beneficios de la repetición. No es que comparara esa ridícula película sin sustancia con nuestras conversaciones, que eran pura sustancia. Pero el mecanismo era semejante. Lo que se improvisaba y balbuceaba y tartamudeaba, a veces sin sintaxis cuando nos transportaba el entusiasmo de la discusión, yo lo pulía y redondeaba y barnizaba en la repetición nocturna. Por un supremo azar, mi amigo había tenido un atisbo de las sensaciones estéticas de las que me proveía mi actividad secreta; y esta última volvía a ponerlo a él y a su gusto en una perspectiva de arte y pensamiento, es decir una perspectiva de transfiguración.
De modo que, anticipándome a mi memoria, no tuve inconveniente en decirle que a mí también me había gustado, o por lo menos no me arrepentía de haberla visto. Era ingeniosa, y daba pie a diversas ensoñaciones. La aventura nunca se desperdiciaba del todo. Su estallido soltaba fragmentos que, por excepción entre todos los objetos del universo, no obedecían a la ley de la gravedad; se parecían más bien a universos en miniatura, expandiéndose en el vacío mental, y en definitiva enriqueciendo el tiempo.
Mi amigo me ponderó la metáfora, pero por su parte opinaba que sí actuaba una ley de gravedad, siquiera metafóricamente: porque los creadores de la película se las arreglaban para redirigir todos los episodios hacia un centro, y en ese logro él encontraba su principal mérito. No sólo en esta película en particular, sino en todas las que veía. No era que viera tantas; eran un subproducto de la fatiga vespertina, de la busca de un relajamiento después de una jornada de empeños intelectuales de alto nivel. Apenas un pasatiempo, pero en el que rebotaban, enriqueciéndolo, esos empeños. Y aun con la poca atención que les dedicaba, no podía dejar de maravillarse de la habilidad con que anudaban todos los hilos sueltos y trababan las distintas motivaciones de los personajes y hacían coincidir las subtramas divergentes. El cine de entretenimiento era un negocio, y sin embargo aprovechaba los recursos del arte serio, y por una suerte de milagro, le salía bien. Lo más sorprendente era la ingente cantidad de películas que hacían (que habían hecho y que seguían haciendo), y que todas sin excepción armaran cada vez el rompecabezas. ¿Cómo lo hacían?
Yo estaba más preparado para explicarle cómo había hecho Kant para escribir sus tres Críticas que para decirle cómo se hacía una película de aventuras. Aun así, una idea tenía. Había leído en alguna parte que nunca era un guionista solo el que elaboraba el libro de una película, sino que lo hacía un grupo, y numeroso. Era comprensible que fuera así, debido a las grandes inversiones de capital que se ponían en juego. Los estudios no podían confiar en la inspiración o el talento de un solo escritor, porque sería jugarse enteramente a una sola carta, y los businessmen norteamericanos preferían jugar sobre seguro. En primer lugar, por supuesto, porque la creación de uno solo tenía que inclinarse demasiado a lo personal o idiosincrásico, limitando necesariamente el target. Pero el motivo principal era el más práctico de lograr un compacto de atracciones, llenando los tiempos muertos que son inevitables en el relato que hace uno solo. Afinada con décadas de práctica, la organización de esos grupos de guionistas seguía una repartición bien pensada: un miembro se especializaba en chistes, otro en el costado romántico, otro en la cuestión científica, otro en la política, había un experto en verosímil, uno en procedimientos policiacos, uno en psicología, y así sucesivamente. Desde el punto de vista artístico, el método tenía sus ventajas y desventajas. Se perdía la unidad personal de la imaginación y se corría el riesgo de achatar el vuelo de la fantasía hacia un nivel mediano de consenso o conformismo. Se ganaba una unidad superior, transpersonal. Después de todo, la mente solitaria también estaba sujeta a multiplicidades que hacían consenso, a convenciones o conformismos inconscientes, y era muy posible que una multiplicidad real liberara energías que de otro modo quedarían dormidas.
Debíamos mostrarnos sensibles a estos argumentos, porque en alguna medida se nos aplicaban. El atractivo de las conversaciones estaba ahí: en que el otro fuera realmente otro, y su pensamiento fuera impenetrable para el interlocutor. Cuando yo volvía a ellas de noche, a solas, me transformaba en el artista o el filósofo que trabajaba a su gusto los materiales, como el director de la película que hacía lo que quería o podía con el guión. Yo también tenía que hacer frente a la unidad superior de la creación colectiva. Aunque el símil de la película no era completo porque yo no trabajaba con cámaras y actores y decorados sino sólo con el pensamiento, y el pensamiento estaba hecho sólo de palabras.
Todo estaba hecho de palabras, y las palabras habían hecho su trabajo. Hasta podía decir que lo habían hecho bien. Se habían elevado en un enjambre confuso y habían girado en espirales, cada vez más alto, entrechocándose y separándose, insectos de oro, mensajeras de la amistad y del saber, más alto, más alto, hasta las zonas del cielo donde el día se volvía noche y la realidad sueño, palabras Reinas en su vuelo nupcial, siempre más alto, hasta consumar sus bodas al fin en la cima del mundo.
2 de febrero de 2006