Capítulo 12
GEOMETRÍA SAGRADA

EL TEMA DE LA GEOMETRÍA SAGRADA O SECRETA de los constructores de catedrales ha sido objeto de gran número de publicaciones que no han sido excesivamente rigurosas en su desarrollo. Si bien es cierto que se han presentado propuestas de todo tipo, en el fondo son teorías o hipótesis influenciadas por determinado ocultismo que ha sido ro deado por ideas un tanto fantasiosas. Al no existir apenas documentación al respecto, ello ha favorecido este tipo de especulaciones destinadas también a un sector de público amante de lo enigmático y misterioso.
No cabe duda de que los constructores poseían conocimientos que no pregonaban a los cuatro vientos, es cierto, pero encontrar el equilibrio necesario para llegar a obtener una visión coherente y lo más aproximada a la realidad de la época no es tarea fácil. Debemos de preguntarnos si se trataba simple y llanamente de procedimientos geométricos que habrían conservado en su poder desde antiguo o si tal vez se trataba de una dimensión «esotérica» de dicha geometría desconocida para el profano y para los propios canteros.
De hecho, se hace patente que posiblemente la verdad la encontraremos en mayor o menor medida en ambos extremos. No tendría ninguna lógica creer que dentro del marco de asociaciones iniciáticas y además en una época que se inclinaba abiertamente por el simbolismo como sucedía en la Edad Media, dicha geometría no se convirtiera en un soporte privilegiado de especulaciones de carácter esotérico. Pero así mismo, también lo sería el creer que cada uno de los miembros de aquellos gremios poseyera un conocimiento pleno y completo de ese esoterismo, suponiendo que estuviese definido de manera ho mo génea y fuese, en consecuencia, transmitido a todos sus miembros. En una sociedad tan marcadamente jerárquica, su estructura piramidal no hace prever tales condiciones.
La tradición constructiva y los secretos y saberes de la misma procedían desde mucho antes de ese «furor» constructivo de las catedrales que, como una explosión pétrea hacia los cielos, recogía en los edificios todo el simbolismo conocido hasta aquel momento. Mejor será retroceder en el tiempo e intentar seguir los pasos en el desarrollo de este quinto Arte liberal de los antiguos.
El más famoso arquitecto de la antigüedad clásica, Vitrubio, tal y como es conocido normalmente Marco Vi trubio Polión que vivió entre los años 88 y 26 antes de Cristo, escribió en su obra De architectura, diez sólidos volúmenes de muy difícil exposición e interpretación, que para que un edificio resulte armónico en su conjunto es necesario conseguir que «de la parte pequeña a la gran de haya la misma relación que de la grande al todo». Esto que Vitrubio llamó «La Di vina Proporción» es lo que se llama el número de oro.
El número de oro, desde un punto de vista aritmético, es el resultado de la división entre los números sucesivos de la llamada «Progresión» o «Serie de Fibonacci». Dicha serie se establece por la característica de cada uno de sus componentes de ser la suma de los anteriores; es decir, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, etc. Y así sucesivamente. En teoría son números casi iguales, pero siempre diferentes, que se manifiestan en el mundo de las formas geométricas (la proporción del cuerpo humano, la espiral de la concha del caracol, la distribución de los pétalos de las flores...) como en los edificios construidos «con orden y medida» de acuerdo con La Divina Proporción de la que hablaba Vitrubio, pues algunos opinan que es la base de la resolución geométrica de la llamada Cuadratura del círculo, imposible de lograr hasta el día de hoy.

Edición francesa de De architectura, 1761.
Un documento pretendidamente templario del siglo XIII, conservado en los archivos nacionales de Francia, trae una extraña y enigmática frase: «Tres tablas llevaron el Grial; una tabla redonda, una tabla cuadrada, y una tabla rectangular; las tres tablas tienen la misma superficie y su número es 21». En estos textos de corte esotérico, 21 es lo mismo que decir 2 y 1, en otras palabras, ese texto nos indica que el rectángulo es proporcional de 2 a 1. Además en otro nivel, esta vez el teológico, 21 es igual a 2+1, que nos da el 3, el ternario, la Santísima Trinidad.
El simbolismo numérico posee distintas lecturas como todos los signos y por ejemplo el conocido número 7, considerado sagrado desde la más remota antigüedad, representa el número del mundo, el número de su perfección (como lo marcan los Siete Días del Génesis). Este número nos permitirá comprender mejor el porqué de su utilización en el trazado de los templos con el denominado Hep tá gono Estrellado como una de las bases de la planta de los edificios religiosos y de los sagrados. Ese heptágono es el símbolo vivo de la Encarnación: el descenso de la Trinidad divina (el ternario) en la materia (el cuaternario) convirtiendo al número siete en la Tierra vivificada por el Espíritu.
Existen tres templos muy cercanos entre sí geográficamente que, situándolos dentro de un círculo, abarcan los municipios de Siero, Sariego y Villaviciosa en el Principado de Asturias. Templos que nos servirán de ejemplo para comprender mejor el procedimiento en el trazado de su construcción. Se trata de las iglesias de Aramil, denominadas en documentación medieval como de San Esteban de los Caballeros, la de Santa María de Narzana y la de San Andrés de Valdebárcena. Curiosamente, las naves de estas tres iglesias guardan esa proporción de dos a uno, al ser su longitud exactamente el doble de su anchura. Si procedemos a trazar un rectángulo cuya longitud sea el doble de su anchura y luego su diagonal, llegamos al valor de esa diagonal que será la raíz cuadrada de cinco, es decir 2,236 y si a dicha cantidad se le añade su anchura y la suma resultante se divide por su longitud, obtendremos (2,236+1): 2 = 1,618, que es justamente el llamado número de oro.
El mayor de los robles por grande y fuerte que sea no parte más que de una humilde bellota. Sin ella no hay roble. Lo realmente importante no es el roble en sí mismo, así como tampoco el templo, sino el germen del que ambos brotan. Curiosamente esas tres iglesias anteriormente citadas se encuentran cercanas a tres modestos manantiales. Tres riachuelos sin nombre pero tres corrientes de agua que los antiguos celtas sacralizaban y simbolizaban y que representaban por serpientes. ¿Existe una relación con dichas serpientes telúricas con esas cabezas de ofidio que las imágenes de la Virgen pisan y que pueden observarse en tantos lugares? Posiblemente este símbolo serpentario que aparece con cierta profusión en metopas y canecillos nos está indicando un centro, punto de partida o incluso un lugar de poder como muchos denominan.
Este centro, que puede calificarse de telúrico, puede ser perfectamente delimitado, ya que podría calcularse al menos en dos de las referencias que empleaba el Maestro de obras medieval en su trazado: el punto por donde nace el sol en el solsticio de verano, es decir, el 21 de junio y el eje del templo. Los demás puntos de referencia, como dicen las Escrituras, «se nos darán por añadidura» y dicha respuesta se encuentra en la llamada arquitectura tradicional.
Tradicionalmente, la primera manifestación en la construcción de un templo es la marcación de su centro telúrico, ese punto donde las fuerzas terrestres y celestes se unen y la erección sobre dicho punto de lo que los clásicos llaman la columna. Una columna que, curiosamente, desaparecerá incluso antes de que empiecen las obras de cimentación pero que será el eje o base sobre el que girará toda la construcción. Este punto vital será la relación figurada entre la tierra y el cielo, las estrellas pero sobre todo el sol.
La altura de dicha columna tenía una importancia capital, ya que por el juego de las sombras solares indicaba las dimensiones cuya relación, en aquél punto concreto del suelo, era la proyección de las existentes entre los cuerpos celestes. Es decir, la misma ley que rige los ritmos de la vida. Por dicho motivo, el Maestro indicaba en cada obra la longitud necesaria de ese ábaco, de esa columna figurada de la que dependía toda la estructura y dimensiones de los futuros edificios sagrados, según ese punto telúrico del que antes hablábamos. Teóricamente, la sombra de esa columna marcaría el recinto o perímetro de ese lugar considerado sagrado. En el que debería desarrollarse el ritual del templo. Ese recinto es la primera tabla cuyas proporciones eran determinadas por esa tradición que venía a resumir todo un saber hoy perdido y cuyas dimensiones las marcaba esa columna.

Procedimientos de trazado para la construcción de tres iglesias asturianas.
Todo comienzo tiene un principio. Todo camino, por largo que sea, posee un primer paso. Ese primer paso es el que efectúa el maestro de obras cuando pisa el terreno elegido en el que edificar.
No importa que sea una capilla, una ermita, una iglesia humilde o una impresionante catedral. La realidad siempre es la misma. Donde confluyen las fuerzas del Cielo y de la Tierra, allí donde el hombre puede trascender su condición humana, el maestro de obras clava en la Madre Tierra el abacus, ese bastón que representa su autoridad y sus conocimientos y con el que llevará a cabo sus mediciones. Una vez clavado en el suelo, éste servía para trazar un gran círculo, Luego se observaba la sombra que sobre este círculo proyectaba el primer rayo de luz de la mañana y el último de la tarde. Esos puntos se marcaban sobre dicho círculo y se unían entre sí, indicando la separación máxima entre las sombras de la mañana y de la tarde. Añadiéndose a todo ello el eje este- oeste del futuro edificio. Tomando estos puntos como centro, se trazaban dos semicírculos más que indicaban en los puntos de intersección el otro eje, o sea, el eje norte-sur.
Si los primeros trazados y mediciones resultaban relativa y básicamente fáciles, posteriormente entraban en juego otras mucho más complejas. El procedimiento si guiente era la repetición de la misma operación sobre el primer eje obtenido, consiguiendo de ese modo cuatro puntos de intersección entre los cuatro semicírculos, y un punto central o eje. Éste servía para el trazado de una circunferencia tangente a los cuatro semicírculos, en tanto que los cuatro puntos de intersección mencionados servían para indicar los cuatro ángulos de un cuadrado. Según Vitrubio, ese cuadrado y ese círculo tendrían prácticamente el mismo perímetro, con lo que se habría alcanzado la cuadratura del círculo. Con el tiempo, los especialistas irán trayendo los sillares y las piedras talladas. A medida que los muros se levanten, se unan arcos y bóvedas, capiteles y contrafuertes sostengan la obra, los artesanos confeccionarán todo ese mundo simbólico que años más tarde, decenios e incluso siglos, vendrán a transmitir en ese libro pétreo su mensaje.
Hay que aceptar que las mediciones que se llevaban a cabo por los Maestros constructores no tuviesen un rigor excesivo. El abacus, un simple cordel con nudos, la simple vista y las manos eran los útiles que usaban. Podríamos decir que las dimensiones y las mediciones eran muy «humanas». A pesar de ello, nada se dejaba al azar. Se buscaba las correspondencias del Cielo con la Tierra y el cordel servía para trazar las líneas y figuras directrices a seguir. Todo ello no era más que seguir las normas que consideraban que se correspondían con las proyecciones de los ritmos que se desarrollan a imagen de la Gran Ley que rige el Universo. Y esas figuras directrices eran sin duda alguna el rectángulo, el cuadrado y el círculo, las tres tablas que llevaban el Grial y el heptágono estrellado y sus proyecciones. Y para todo ello les bastaba un simple cordel.

Siguientes fases del procedimiento.

Cálculos básicos geométrico-sagrados, como la búsqueda de la cuadratura del círculo.
Esa estrella de siete puntas puede ser fácilmente realizada, desde un punto de vista geométrico, empleando el denominado tendel, también conocido como la cuerda de los druidas. Antes de llegar a ella, resulta preciso aclarar el concepto que poseía el maestro de obras sobre el trabajo que tenía que llevar a cabo. Él construye sobre el terreno que ha elegido trazando sus líneas maestras. Pero no busca un cuerpo geométrico inanimado. Pretende un edificio con vida propia. No trabaja en la idea en sí misma, sino en la materia a la que es preciso darle vida y para ello considera que debe de utilizar las proporciones rítmicas del Uni verso que apelan a unas matemáticas vivientes. Sabe per fectamente que, sobre el terreno, la partición del círculo en siete partes iguales es perfectamente posible, con una aproximación tan exacta que en grandes construcciones ello es realizable y sin más útiles que sus medidas y esa curiosa cuerda druídica.
Se trata de una cuerda con doce nudos a intervalos regulares, o sea, trece segmentos iguales, separados por doce nudos. Si el maestro medieval era un maestro iniciado, y generalmente lo era, sabía perfectamente que disponiendo dicha cuerda bajo el aspecto de un triángulo isósceles, con lados de 5, 4 y 4, se formaba sobre la base, es decir el lado formado por cinco segmentos, dos ángulos de 51º 19», lo que solo le daba un «error» para conseguir la séptima parte de 360º, de seis minutos y cuarenta y dos segundos de grado.
El orden de las tablas es inverso al enunciado referente al Grial. Rectángulo, cuadrado y círculo. Y ello por una sencilla razón. El primer dato que nos darán los rayos solares serán las del rectángulo, además de que en el mundo de lo simbólico, la tabla rectangular es la de la Sagrada Cena: esa tabla mística que deberá soportar el ara o altar y que dará cobijo y refugio al pueblo de Dios. En estos tres templos anteriormente citados, la proporción de 2 a 1 es casi exacta. Doble longitud que anchura. La construcción de esa tabla rectangular es relativamente fácil. La sombra del abacus marca el ángulo extremo noroeste de la nave y, conociendo ya el eje del edificio, ahora consistirá en trazar al otro lado de dicho eje, una línea equivalente que nos dará la anchura de la misma. Posteriormente, sobre el eje de la iglesia, si trazamos el doble de esa longitud, tendremos la de la nave.

Concepto geométrico final en base a estrellas heptagonales.
En cuanto a la tabla cuadrada, solo es necesario tomar el gran eje de la rectangular como diagonal de la cua drada. Obtendremos con ello un cuadrado cuyos vértices estarán orientados hacia los cuatro puntos cardinales, y sobre el que va a apoyarse la tabla redonda dentro de la cual será trazado el heptágono estrellado, clave del edificio, como corresponde a su simbología. Porque el significado del septenario o número siete es el símbolo mismo de la Encarnación; el descenso de la Trinidad en el cuaternario de la materia. Este siete es la representación de la tierra vivificada por la corriente y manifestación divinas. No olvidemos que el universo del símbolo marcará todos y cada una de las construcciones tanto del Románico como las del Gótico.

Este cuadrado está relacionado directamente con la planta de la Jerusalén celestial de la que nos habla el Apocalipsis. Además, todo edificio sagrado es por lo mismo cósmico, puesto que está hecho a imitación del mundo. Pero la iglesia medieval echa mano también de las teorías paganas. La belleza de las formas que realizaron los maestros medievales del Románico parece casi literalmente tomada de lo que dice Platón en su Filebo: «...no es lo que entiende el vulgo groseramente como por ejemplo la de los cuerpos vivos o su reproducción, sino que es lo rectilíneo y circular, hecho por medio del compás, el cordel y la escuadra...y estas formas no son, como las demás, bellas en determinadas condiciones, sino que son siempre bellas en sí mismas».
Para los maestros constructores iniciados, el círculo y el cuadrado eran dos símbolos primordiales. El nivel más alto en el orden metafísico representa la Perfección Divina bajo sus dos aspectos: el círculo o esfera, en la que todos los puntos se encuentran a la misma distancia de su centro que no tiene ni principio ni fin (la eternidad) y que representa la Unidad Ilimitada de Dios. Y el cuadrado o cubo, forma de todo cimiento estable, simboliza la inmutabilidad divina. Estos dos símbolos en el orden cosmológico son el resumen de toda la Naturaleza creada en su propio ser y dinamismo. El círculo es la forma del cielo y más particularmente de su actividad divina que es la que rige la vida en la tierra; en tanto que el cuadrado, es la viva representación de esa tierra, inmóvil y pasiva con respecto al hombre que solo espera ser animada por la actividad celeste.
Se trata de un simbolismo doble: cosmológico y ontológico a la vez. El Cielo y la Tierra, dos formas exteriores de la creación. Esencia y Sustancia universales respectivamente. Y el hombre resulta ser el centro de esa creación y es él quien sintetiza y quien establece ese vínculo entre lo Alto, Esencia­Cielo, y lo bajo, Sustancia­Tierra, y es precisamente esa relación la que viene representada por el signo de la cruz. El trazo vertical lo celeste y el horizontal lo terrestre. Este simbolismo que no deja de ser estático, cuando se convierte en dinámico, vemos como el círculo celeste engendra en su movimiento el ciclo temporal que no es otra cosa que el Zodíaco representado en numerosos templos y sobre todo en el arte Gótico. Esa función del círculo viene reflejada ya en los orígenes de la creación cuando en los Evangelios en el Libro de los Proverbios, concretamente en el de Job dice lo siguiente: «Yo estaba presente cuando Dios dispuso los cielos y trazó un círculo sobre la faz del abismo».
En el pensamiento tradicional medieval, la concepción y el trazado de un templo no se dejaba a la inspiración personal del arquitecto constructor, sino que venía dada por el mismo Dios. Esa tradición arquitectónica se fundamentaba en que el templo se realizaba según un prototipo celeste, que había sido comunicado a los hombres por un profeta o un hombre elegido para dicho menester por la misma divinidad. En el Éxodo se nos dice como a Besalel y a Oliab, elegidos como constructores del Arca de la Alianza, se les indica lo siguiente: «Dios los había llenado de espíritu de sabiduría, de inteligencia y de ciencia para toda suerte de obras» Y más adelante en el mismo Éxodo: «Me harás un santuario y habitaré en medio de ellos. Lo haréis conforme a todo lo que voy a mostraros como modelo de tabernáculo y de todos sus utensilios». Esos templos hechos a imitación del mundo o del universo llevan en su iconografía al sol y la Luna, los hombres, los animales y las plantas, y hasta los vicios y los monstruos, puesto que todo ello forma parte de este mundo. Pero sobre todo, en todo templo, estarán representadas dos figuras geométricas básicas: el círculo y el cuadrado.

Abajo el inframundo, en el centro el mundo físico y arriba todo lo sobrentural. La catedral medieval revela una concepción mística de la creación, como en el caso de Notre Dame de París.

El mismo esquema anterior, pero esta vez sobre el plano de Chartres.
El arte y la geometría sagrada son la traducción llevada a la práctica que va mucho más allá de los conceptos humanos y rebasa ampliamente los límites y las capacidades de la individualidad del hombre. Una iglesia no es únicamente un edificio, sino que es además un santuario, un templo. Y su finalidad no es exclusivamente el aglutinar a los fieles esperando la atmósfera necesaria para que la Divinidad se manifieste mejor para con ellos. Las estructuras, las formas y la luz canalizan en el interior de los creyentes un sutil juego de influencias para alcanzar una comunión con lo divino. Todo un flujo de sensaciones y una elevación del espíritu. Éste y no otro es el motivo de la existencia de unas características especiales en los templos medievales y el porqué sus constructores se ajustaban a esa Geometría Sagrada.
Básicamente, el resultado del trazado de un templo medieval está compuesto por un cuerpo geométrico mixto, formado por un rectángulo (la nave) y a modo de cabeza, semicircular generalmente (el ábside), el todo forma algo muy similar al cuerpo humano lo que por otro lado se ajusta perfectamente a las necesidades litúrgicas del templo. En el caso de que el edificio posea un crucero o nave transversal, vendrían a convertirse en los brazos extendidos de dicho cuerpo, pues no en vano los hombres medievales consideraban al tiempo como el Cuerpo del Hombre-Dios.
El templo sagrado puede considerarse desde un triple punto de vista: como la Humanidad de Cristo, la Iglesia, y como el alma de cada fiel que forma la gran comunidad de creyentes. Estos tres conceptos son indisociables, porque los dos últimos no son más que una consecuencia del primero. El edificio religioso medieval simboliza pues el Cuerpo de Cristo en primer lugar. Este simbolismo ­que debe ser tomado independientemente del trazado cruciforme o no del edificio­ ha sido puesto de manifiesto ostensiblemente en la arquitectura religiosa medieval; y se trata de una concepción muy antigua que encontramos tanto en Oriente con Máximo el Confesor, como en Occidente en el Speculum Mundi de Honorio de Autum, quien establece claramente las correspondencias siguientes: el ábside representa la cabeza de Cristo, la nave, el cuerpo propiamente dicho, el crucero los brazos y el altar mayor el corazón, es decir, el centro del ser.
Por otra parte, la separación existente entre la nave y el ábside delimitados por un arco de triunfo, divide jerárquicamente a la congregación allí reunida. En la parte superior se encuentra el santuario, que corresponde a la cabeza. Es la zona en la que se encuentran los clérigos. Representa la parte «pensante» de la congregación, en tanto que la nave, el cuerpo o parte inferior, es ocupada por el pueblo que es la parte «actuante» de la Iglesia.

Superposición de Cristo Crucificado sobre la planta de la catedral de Santiago de Compostela.
Una tradición cristiana que se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia pone a esta figura simbólica «humana» del templo en relación con el nombre genérico del hombre: ADAM. Esa palabra
formada por cuatro letras, en griego, son las iniciales de las palabras que designan los cuatro puntos cardinales: A = Anatolé (Oriente, Este), D = Dysmé (Occidente, Oeste), A = Arctos (Septentrión, Nor te), y M = Mesembria (Mediodía, Sur). No es casual que la palabra ADAM esté formada por dos grupos de letras y en el orden como ellas mismas se presentan corresponden efectivamente a las líneas respectivas de los DOS ejes básicos para el trazado del templo: AD ­ AM, o sea, AD = Oriente ­ Occidente, y AM = Norte ­ Sur.
Esta herramienta constructiva de los maestros de obra medievales no cabe duda de que era la geometría, una disciplina que todo constructor debía conocer a la perfección. Gracias a dicho conocimiento, eran capaces de crear plantas y alzados complejos de hermosa y espectacular factura. Sin embargo, a pesar del dominio demostrado en sus trabajos, la base de dicho conocimiento no era un logro propio, sino que procedía de la más remota antigüedad, aunque fue la Escuela Pitagórica la que se hizo célebre al aplicar dicho saber. Se trataba de la importancia dada al número como medida de todas las cosas. Ello representaba no solamente cifras y las figuras geométricas que se derivaban de ellos poseían además un valor simbólico y místico. Así fue como, de entre los números considerados pertenecientes a la divinidad, el 10, era la suma de los cuatro primeros números enteros. 1, 2, 3, y 4. Esta cifra, la Década, era representada por dicha escuela bajo la forma de un triángulo equilátero llamado Tetractys formado en su base por cuatro puntos que, según iba ascendiendo tenía uno menos, hasta llegar al vértice superior con un solo punto. Pero más importante aún que la Década era su mitad, es decir el cinco, la péntada y su representación gráfica geométrica bajo el aspecto de una estrella de cinco puntas denominada pentalfa o pentagrama.
Esta cifra era para los pitagóricos un símbolo de perfección, de salud, del ser humano, del crecimiento, de la armonía natural y del alma en movimiento. Además era un signo nupcial, pues se unían el número par (el 2), considerado como femenino, con el premier impar (el 3), de carácter masculino. A ello se añadía su representación del microcosmos y su dibujo geométrico, el pentagrama, que contiene la Divina Proporción o Número Áureo. Y al igual que los canteros medievales poseían signos de reconocimiento, fueron los pitagóricos quienes se identificaban con este signo de reconocimiento.
Los constructores deben asimismo a Pitágoras el triángulo rectángulo con su famoso teorema utilizado en sus edificios. Este triángulo posee la particularidad de que sus lados están en progresión aritmética: 3-4-5, y ello era reproducido por la cuerda de nudos citada anteriormente. Según se cuenta, todos estos conocimientos fueron adquiridos por el filósofo en su estancia en Egipto, aunque de sarrollados por él en su escuela de Crotona.
Tal y como veremos más adelante en el apartado dedicado al simbolismo y sus significados, la alquimia aparecerá de forma velada, oculta y sin apenas dejarse apercibir salvo en algunos «medallones» de las catedrales y siempre bajo el manto de lo alegórico. Una imagen que ha dado la vuelta al mundo, ésta mucho más evidente, es la de un alquimista que se encuentra en la catedral de Nôtre Dame de París. Con el gorro frigio, símbolo del iniciado llevado ya siglos atrás por los seguidores de Mitra, parece asomarse desde lo alto para contemplar la inmensa urbe que se halla a sus pies. La astrología y la alquimia eran dos pilares fundamentales en la cultura de la época aunque su acceso a ellas era tan solo para unos pocos conocedores. Unos pocos párrafos sobre dicha materia permitirán constatar que la trascendencia del ser humano puede alcanzarse a través de variados y múltiples caminos.
Por los recovecos del complejo y fascinante mundo de la Alquimia, el primer paso para iniciar la denominada Ars Magna es el proceso de putrefacción de la materia, representada por el color negro (nigredo) que era el color que adquiría al ser manipulada y transmutada. Esa «negrura» era considerada por los alquimistas como el necesario «descenso a los infiernos». Se trata en definitiva de un proceso de muerte-resurrección del iniciado que es simbolizado con la siguiente etapa denominada «albedo», la «obra al blanco», en la que la materia (el hombre) despierta de la materialidad y la ignorancia hacia un nuevo estado del ser luminoso.
Ya que las presentes líneas intentan un acercamiento a los conocimientos que se poseían en aquella turbulenta Edad Media, bueno será recordar que la alquimia, a pesar de su secretismo, su persecución y la ambición de muchos en la transformación de los burdos metales en oro, era uno de los pilares culturales de la época, digan lo que digan los historiadores. No olvidemos que mientras la heterodoxia era perseguida implacablemente por la Iglesia y con todo aquello que consideraba contrario a sus intereses, en monasterios y conventos muchos monjes alquimistas practicaban aquello que perseguían. A ella le debemos elixires, remedios medicinales y toda suerte de bebidas espirituales, perdón, quería decir espirituosas.

El alquimista de Notre Dame.
Se conservan numerosos escritos alquímicos de la época que felizmente no fueron pasto de las llamas. Otros se han escrito después y todos tienen en común su inaccesibilidad. Existe una frase final que se repite en algunos textos y que dice así: Invenietis occultum lapidem, veram medicinam (Y encontraréis la piedra escondida, la verdadera medicina). Hay que saber interpretar correctamente esta frase alegórica, ya que nos está indicando un proceso a la vez humano y cósmico, en el curso del cual lo bajo e inferior debe elevarse hacia las regiones del espíritu. Este es el trabajo del león verde que interviene después del Nigredo, la obra al «negro».

VITRIOL, un acróstico con siete letras y siete palabras, simboliza la Gran Obra.
No olvidemos que el acróstico de Basilio Valentín «V.I.T.R.I.O.L.» (Vitriolo) subraya la implacable necesidad del descensus ad inferos: Visita Interiora Terrae Rectificando Invenies Occultum Lapidem . Visita el interior de la Tierra (el psiquismo del Yo) y con la purificación encontrarás la Piedra oculta (el Sí mismo, el espíritu o chispa divina). Ello puede ofrecernos una nueva perspectiva cuando en el Nuevo Testamento se nos indica que el propio Jesús «descendió a los infiernos» como iniciado que era.
Creo que cada ser humano debe encontrar su propio «vitriol» interior y transmutar su ser hacia una nueva conciencia en la que desarrollar su espíritu. Ese espíritu renovado nos permitirá ver aquello que antes solo mirábamos.
No es una tarea fácil. Si en el Románico la búsqueda de figuras que simbolicen los oficios de los gremios herméticos resulta harto difícil, encontrar al alquimista o al astrólogo constituye casi una misión imposible. Sin embargo, todo aquello que de manera explícita podría observarse más tarde en el Gótico se encontraba en estado latente durante el Románico. Pero el nuevo estilo aportaría imágenes más claras y precisas. El constructor aparece montado en un caracol (laberinto), y subiendo una cuesta o pendiente (obstáculo a superar) posee el ángulo necesario para indicar que se trata de una escuadra, símbolo que junto al compás y la plomada se convertirían en los elementos primordiales constructivos.

La catedral de Chartres y sus relaciones con el hexágono.
Una figura que parece estar preparando la comida en un puchero será en realidad el alquimista que trabaja en la retorta de su laboratorio; el peregrino que apoyado en su bastón efectúa su andadura iniciática puede convertirse en el maestro constructor que con su abacus toma medidas y proporciones necesarias para levantar el edificio.