No había mucho tráfico para entrar en San Francisco. Todavía no tenían preparada mi habitación en el hotel Miyako, de modo que pasé por dos centros comerciales cubiertos y comí en On the Bridge. Todo estaba exactamente igual que semanas antes, aunque echaba de menos la reconfortante presencia de Lenny. La cocinera me preparó unos espaguetis con huevas de pez volador. Unos videoclips de anime sacados de La bola del dragón se repetían en las pantallas de televisión. Sin querer, me puse a repasar la trayectoria del manga, hojeé hacia atrás Death Note 7, en un intento de dar sentido a los dibujos: una amenaza negra que pendía sobre el chico Luz y se colaba por las páginas de secuencias numéricas intermitentes. Mis espaguetis se esfumaron. Apenas era consciente de habérmelos comido. En la cuenta del restaurante ponía 1 de febrero. ¿Adónde había volado enero? Escribí una lista de las cosas que debería haber hecho. Pronto las haré, me dije, pero en cuanto amaneciera, iría al hospital en el que Sandy seguía inconsciente, en la Unidad de Cuidados Intensivos. A pesar de eso, entré en una tiendecita y le compré unos caramelos hechos con pasta de alubias rojas. A Sandy le encantaban esas cosas, pedacitos de cielo con forma de abanico.
Me retiré temprano. En la tele no daban nada. Me imaginé que estaba en Kioto, lo cual fue sencillo, porque la cama del hotel estaba muy cerca del suelo, junto a una lámpara de papel de arroz y un cúmulo de piedrecillas en escala de grises dispuestas sobre una caja de arena de bambú. En la mesita de noche había un lápiz de colores que parecía un bastón de caramelo. No tengo tanto sueño, me dije, debería levantarme y ponerme a escribir, pero no lo hice. Al final, escribí las palabras que están aquí, a la par que otro conjunto de palabras se desvanecían, «alfabetizando» el éter, burlándose de mí en mis sueños. «No sigues los argumentos, los negocias.» La sabiduría del manga, un mantra repetitivo que se mezclaba con mis propios pensamientos.
El lápiz me parecía lejanísimo, fuera del alcance de la mano, y literalmente observé cómo yo misma me quedaba dormida. Las nubes tenían un tono rosado y caían como gotas del cielo. Llevaba unas sandalias y daba patadas entre montículos de hojas rojas que rodeaban un altar en una colina baja. Había un pequeño cementerio con hileras de deidades con forma de mono, algunas adornadas con capas rojas y gorros de lana. Unos cuervos inmensos picoteaban entre las hojas secas. «¡No significa nada!», gritaba alguien una y otra vez, y eso es todo lo que pude recordar.
Por la mañana me procuré el transporte hasta el hospital, en el condado de Marin, a través de unos amigos comunes que habían asumido la responsabilidad de atender a Sandy. Como no tenía familiares vivos, la labor quedaba relegada a un pequeño pero devoto círculo que lo conocía y lo quería. Volví a entrar en la UCI. Nada había cambiado desde mi última visita con Lenny; el médico parecía tener pocas esperanzas de que Sandy recuperase la conciencia. Rodeé su cama. A los pies de la misma había una tabla de hospital, su segundo nombre era Clarke, mi hijo nació el día de su cumpleaños, un dato del que, no sé cómo, me había olvidado. Me quedé allí hurgando en busca de los pensamientos adecuados, los que pudieran permear el tupido velo del coma. Tuve flashes de Arthur Lee en la cárcel, con librillos rojos desperdigados como una baraja de naipes. Vi a Sandy cayéndose a cámara lenta en un aparcamiento cerca de un cajero automático. Casi pude oírlo pensar. «Convalecencia. Latín. Siglo XV.» Me quedé todo el tiempo que pude y me esforcé por sobrellevar mi intensa fobia a los tubos, a las jeringuillas y al silencio artificial de los entornos hospitalarios.
Iba y venía a diario del hotel al hospital. Los olores a medicamento y el chirrido de las suelas de goma de las enfermeras que entraban con portafolios y bolsas de plástico de líquidos me irritaban, mientras permanecía sentada junto a la cama, buscando con desesperación alguna forma de entrar, algún canal conector. El último día, aunque ya habían terminado las horas de visita, nadie me indicó que me marchara, así que me quedé hasta el anochecer. Me puse a proyectar constelaciones de palabras en sus sábanas blancas, un revoltijo interminable de frases que surgían de la boca de unos tótems milagrosos que cubrían un horizonte inaccesible. Medea y dioses monos y niños y envoltorios de chocolatinas. ¿Qué sentido le encuentras a esto, Sandy?, pregunté en silencio. El latido de las máquinas. El goteo del suero. Sandy me apretó la mano, pero la enfermera dijo que no significaba nada.
© Patti Smith
Santuario Hie, Tokio