El panel de las pequeñas pruebas

En un control aleatorio de seguridad, eligieron mi maleta para registrarla en el aeropuerto. Tengo la impresión de que siempre me eligen de forma aleatoria, pero me guardo el comentario sarcástico y mantengo cierto sentido del humor, segura de que la armadura de la rata de metal me rescatará. Al otro lado del océano, el taxista que había contratado me estaba esperando al aterrizar. Hablaba un inglés perfecto y me describió sin parar sus múltiples iniciativas empresariales, entre ellas haber fundado una pequeña empresa de caramelos especializada en gominolas.

—No osos, sino coches —me dice con orgullo—, algo totalmente nuevo. Pruebe uno —insiste, y me ofrece una bolsita de diminutos coches de gominola de colores, como piedras preciosas, con la forma de un Volkswagen escarabajo.

—Bélgica es un país interesante —le digo mientras nos acercamos a Gante—. Parece albergar muchos secretos.

—Y sin embargo, no tenemos gobierno —responde con amargura—. Nuestra democracia está siendo dejada de lado.

Al pensar en el desmantelamiento de la de mi país, me quedo callada. Me coloco mi armadura invisible y juro que durante unos días nada romperá el corazón de esta viajera. Día de San Valentín en Gante. Una misión de tres días para empaparme de todo lo relacionado con Van Eyck, con la esperanza de disolver la continua fatiga con la que he tenido que bregar desde hace un tiempo. Nos despedimos delante de mi hotel, situado a menos de un kilómetro de San Bavón, donde mora el Cordero Místico.

La sala del desayuno es luminosa y acogedora. Tomo un café solo, unas salchichas blancas pequeñas, ciruelas y pan integral. A continuación, tras consultar un mapa dibujado a mano, salgo a la calle.

Cruzo el puente y me detengo ante el arcángel Miguel, apostado en lo alto como una veleta de un guerrero. Estuve en este mismo lugar hace una década con mi hermana Linda, contemplando el panorama de catedrales mientras ella, cautivada por la luz, hacía fotos al agua. Me acompañó a Gante en la época en que trabajé con el cineasta Jem Cohen. Entre una obligación y otra, nos apresuramos a ir a ver el altar, pero entramos en San Bavón cuando estaba a punto de cerrar. Recuerdo que estaba tan oscuro que no se distinguía el Cordero Místico, pero había unas cuantas bombillas pequeñas que iluminaban los paneles exteriores. Rodeé el altar y toqué su pesado marco de roble. Mientras mi hermana montaba guardia, hice una Polaroid con la escasa luz del panel que muestra a la joven Virgen María de la Anunciación. Me guardé a toda prisa la Polaroid prohibida en el bolsillo y salí en cierto modo transformada, como una pequeña ladrona de tiempo con un secreto glorioso.

La fuerte conexión que experimenté en aquel breve encuentro no fue algo religioso, sino más bien una sensación física del artista. Noté el aura de su concentración y la mirada afilada de sus ojos prismáticos. Prometí que algún día volvería, pero nunca lo hice. En lugar de eso, me zambullí en los libros, una Polaroid oscura y el reino de la memoria, que existe dentro de las células y que evoca siglos pasados y en ocasiones descifrados. De vuelta en Gante, no me apresuré hasta mi destino más deseado, sino que fui despacio, para apreciar mejor los pasos que me llevarían hasta allí.

 

catedral.jpg

© Patti Smith

 

En la catedral de San Nicolás, unos santos de tamaño natural se alineaban a lo largo del pasillo que conduce al altar mayor. Cada uno contenía un símbolo de su vocación o su destino: una llave, un libro, un instrumento matemático, incluso una sierra dorada. Me senté en un banco muy cerca de la estatua de san Bartolomé blandiendo un cuchillo de cocina extrañamente moderno. La luz se colaba por los altísimos vitrales; sentí un cálido arrebato de bienestar y escribí sin parar toda la mañana.

Muchos niños corrían por calles adoquinadas, con espumillón atado a la cintura que ondeaba al viento, flotando tras ellos junto con las largas colas multicolores de las cometas. Cometas humanas, pensé mientras ascendían a los cielos, sin hacer caso de los gritos de sus madres. Había una niebla vigorizante, el color de las rosas y el rosado de las mejillas de las chicas, hasta que desaparecieron en su benevolente noche y, en efecto, se esfumaron. La Campana de Roland tañía y tañía, pero nadie se vistió para la batalla sino que todos lloraron, porque no había arma posible, no había fuerza humana que pudiera abatir los estragos de la plaga. Nadie podía impedir que las tarjetas incendiadas se quemaran y la catedral estaba atestada y muchos creyentes se tumbaron en el suelo de grandes losas, boca abajo y con los brazos extendidos. Y todas las piezas cayeron a mi alrededor como la nieve. Piezas de un juego perdido en el que nadie gana, salvo el tiempo, que sigue fluyendo a tal ritmo que me propulsa a un presente alterado. Un presente que teme una pandemia y el aroma pujante de una guerra global. Un juego, nada más que un juego, si la naturaleza pierde también ganará, porque existe el agua de la vida que es buena, y existe la lengua de fuego que no es nada salvo luz que se tuerce.

Recé una oración y encendí una vela por los niños que amamos y aquellos a los que nunca conoceremos. Cuando me marchaba descubrí una escultura pequeña escondida en una hornacina detrás de un púlpito labrado con muchas filigranas. La mano de un artista esculpida de una forma exquisita, sujetando una pluma con plumilla, quizá preparada para hacer un boceto, pero evocando a la vez el acto de escribir. Pensé en las manos de William y sentí una tierna conexión.

En Gante, mi paso era más ligero, mi pluma más fluida, y mi corazón viajero estaba alerta a las numerosas cámaras del mundo. «Yo soy Roland», tañían las campanas. Empezó a lloviznar, así que me apresuré por la calle adoquinada para regresar cuanto antes al hotel. Se me ocurrió que por esas mismas piedras habían pasado siglos de creyentes y comerciantes, y los niños que había contemplado en mi visión cuando me había sentado a escribir en la catedral. Llovió con fuerza toda la tarde, y me entró sueño. Tomé un trago de vodka ruso Kauffman, comí un poco y me retiré temprano, con el televisor encendido. Corrupción en Miami doblada al flamenco tenía el mismo efecto adormecedor que contar ovejas que saltan vallas de nubes.

El sábado por la mañana salió el sol. Había reservado una visita privada a La adoración del Cordero Místico en San Bavón el domingo por la tarde, pero decidí verlo primero con la muchedumbre acumulada. Todos llenaban en silencio la pequeña zona que albergaba el altar. Siglos de barniz oscurecido y capas superpuestas de pintura habían sido retirados con la precisión de un cirujano para dejar a la vista árboles lejanos y chapiteles dorados. Nos fijamos en el coro de ángeles, el gentío adorando, los relucientes pliegues de las túnicas de las vírgenes arrodilladas y la túnica rojo sangre de san Juan Bautista. Los colores originales pintados al óleo relucían con la intensidad de la primavera, con flores silvestres que moteaban libremente los campos verdes. Sobre un altar se alzaba el estoico Cordero, el símbolo del sacrificio, su sangre se vertía en el cáliz de la alianza. En el cielo, el Espíritu Santo, con forma de paloma, repartía rayos de luz sobre la multitud.

 

 

 

 

© Patti Smith

Los hermanos Van Eyck, codo con codo

 

El domingo por la mañana hacía un tiempo nefasto, la violenta estela de las tormentas que azotaban Gran Bretaña. Emprendí el camino desde la calle Ramen hasta el puente de San Miguel, después pasé por delante de la catedral de San Nicolás, la antigua calle Belfry y la tienda de monedas raras; al verla me imaginé esas mismas monedas tintineando en los bolsillos de los viajeros del siglo XV. Doblé a la derecha, crucé las vías del tranvía y encontré un parquecillo coronado con el monumento a Hubert y Jan van Eyck. Por encima se cernía una grúa alta, una construcción que parecía haberme seguido nada menos que desde la ciudad de Nueva York. Aunque el parque estaba cerrado, pude contemplar a los hermanos a través de la verja de tela metálica. Hubert con un libro en la mano, Jan con la paleta de pintor, honrados por el pueblo con laureles, en gratitud por haber creado una obra maestra que magnificaba la importancia de la ciudad, desde su momento medieval hasta el futuro prometedor.

Los vientos se sumaron a la amenaza de lluvia. Rodeé la catedral por completo y exploré las hornacinas que estaban restaurando. Me vino a la cabeza una artista que crea máscaras con fragmentos de metal que va encontrando, y allí, a mis pies, hallé un trozo de rollo de metal que me pareció perfecto para ese fin. Al cabo de un momento visualicé unos clavos, como los que habría usado un carpintero de otra época, y ante mí apareció un clavo antiguo. Recordé los desperdicios de las celebraciones en Chinatown y me topé con árboles escarpados de los que colgaban serpentinas descoloridas. Al pasar por delante de una pila inaccesible de ladrillos rojos, me habría encantado tener una tiza con la que escribir, y al doblar la esquina, allí me esperaba la tiza, junto con una piedra pulida como una tablilla, que pareció materializarse en cuanto pensé en ella. El cielo se oscureció, y mientras los altos vientos creaban remolinos, apreté el paso con un arrebato de euforia, porque llevaba los bolsillos llenos de tesoros.

Más tarde, desafiando la lluvia torrencial, me reuní con el simpático personal del museo y tuve libertad para observar de cerca la obra de Jan van Eyck y los delicados ejemplos de su poderosa influencia sobre los artistas posteriores. Me quedé un momento ante el panel del arcángel Gabriel, con las alas del color de un higo cortado, enfrente del panel de la Virgen María, con los pliegues de la túnica bañados en luz. Incliné la cabeza y recé por mi hermana. Era el 16 de febrero, el día de su cumpleaños, y me había vuelto a reunir con el panel que había inspirado nuestra aventura clandestina más de una década antes, donde había podido hacer esa Polaroid un poco desenfocada que tanto apreciaré siempre.

Y las piezas cayeron a mi alrededor como la nieve, formando un cuadro de invierno. Un lapso de tiempo en el que me vi recompensada con tantos momentos místicos, un pedazo de tiza roja, una castaña, un trozo de metal oxidado, un clavo y una piedra plana que tenía la misma forma que una tablilla antigua. Pese a que no decían gran cosa sobre la magnificencia de la obra que había contemplado, esos objetos contribuyeron a inspirarme una satisfacción nueva. Los metí, con el mismo cuidado que un detective, en una bolsa de plástico limpia. Pruebas de que era consciente del valor relativo de las cosas insignificantes.