El panel para la Esmeralda del Juicio

En una búsqueda desesperada de una vacuna, por lo menos dos mil quinientos macacos fueron contagiados a propósito con una cepa letal de coronavirus. Esos macacos fueron identificados como monos de laboratorio, como si constituyeran una especie propia, surgida únicamente para ponerse al servicio de la humanidad. Sus rostros enfermos no son los de los monos astutos y traviesos que reinaron en el año lunar de 2016. ¿Acaso un panel de divertidas ratas conseguiría alegrarlos de verdad? Algún día seremos juzgados por su sacrificio, que difícilmente podría considerarse consensuado. Intento sacudirme la imagen de sus ojos tristes mirando entre los barrotes de las jaulas metálicas mientras se preguntan qué será de ellos, y de todos nosotros, ya puestos.

El acto de escribir en tiempo real con el fin de evadirme, escapar o ralentizar ese tiempo es sin duda fútil, pero no del todo infructuoso. Incluso mientras escribo este epílogo de un epílogo, soy consciente de que ya estará obsoleto cuando llegue a manos de los lectores. Aun así, como siempre, me veo compelida a escribir, con o sin verdadero destinatario, entrelazando hechos, ficción y sueños, con fervientes esperanzas, para después volver a casa y sentarme junto al escritorio que perteneció a mi padre y en el que transcribo lo que he escrito.

Sam y yo solíamos compadecernos mutuamente por vernos atrapados por la incesante urgencia de escribir, tanto si llevaba a alguna parte como si no. Ahora pienso que fui afortunada de tener a Sam para poder conversar durante la mejor parte de mi vida. Éramos boyas salvavidas humanas, que manteníamos a flote la obra creativa del otro, incluso en su trance más difícil, el que él ganó espiritualmente pero que perdió como ser humano en la tierra.

Ahora estoy sola, pero supongo que puedo seguir hablando con Sam, igual que lo hago con otras almas queridas que en absoluto me parecen muertas. Puedo revisitar el país de una conversación de madrugada, cuando Sam solía llamarme desde Kentucky y hablábamos de toda clase de cosas, desde viajar en gabarra hasta navegar por la soledad. A menudo nos planteábamos por qué los escritores, en un afán de producir lo inclasificable, acostumbran verse obligados a poner una etiqueta que identifique una obra con la ficción o la no ficción. A ambos nos motivaba la perspectiva de escribir un libro de facetas tan únicas que uno no se sintiera presionado a distinguir una cosa de la otra.

Antes de darle las buenas noches, le suplicaba que me contase una vez más la historia de Hernán Cortés y la Esmeralda del Juicio, y en más de una ocasión me quedaba dormida, con el teléfono en la mano, antes de que terminase. La historia empieza con un regalo de Moctezuma a Hernán Cortés, una esmeralda de un palmo de tamaño y del color del mar, de por lo menos novecientos quilates, engarzada en una tira de cuero. Era rectangular, como las tablas en las que se inscribió la ley sagrada. Y se decía que esa esmeralda tenía poderes místicos y guiaba a Moctezuma a la hora de decidir.

Las versiones de Sam siempre variaban, en algún momento se alejaban de la historia, y cada vez más se fragmentaban en la memoria como si fueran tráileres diferentes de una película. Puedo proyectar ciertas imágenes de las historias de Sam sobre los paneles abiertos de un tríptico gigante. La estampa central refleja al explorador implacable que se asoma al abismo, con un brazo extendido en vertical, la tira de cuero atada alrededor de sus muñecas gruesas, la esmeralda hincada en el puño cerrado, mientras que los paneles laterales muestran el mar turbulento, las olas guerreras de Turner.

Desde la cubierta del barco, Hernán Cortés se ve arrojado a la vorágine. La naturaleza lo observa entretenida. El tipo tiene tan poco sentido común que resulta increíble. ¿Está dispuesto a morir por eso? No podrá comérselo ni bebérselo: ¿a qué se debe un esfuerzo tan apasionado por salvarlo? El borboteante mar lo escupe y él se salva, aferrando con fuerza su trofeo. Sin embargo, resulta que en el fondo no ha ganado nada. Hernán Cortés no logra atrapar el valor trascendente de la gema y no obtiene más poder que los nazis que poseían la misma lanza que, se rumoreaba, había perforado el costado de Cristo. Se creía que la lanza tenía propiedades divinas, pero no le sacaron nada. Porque dichos objetos poseen su propio código, y para que se muestren en su esplendor es esencial que las balanzas doradas se inclinen hacia el plato del bien. Porque debe existir el bien en el mundo para que el mundo prevalezca. Si se lo pidieras con un corazón caritativo, incluso dentro de su estoico silencio, la Esmeralda del Juicio, como el oráculo que Moctezuma consideraba que era, te lo diría.

 

 

 

 

© Patti Smith

Jerry Garcia, Fillmore West