Miro nuestra casa con...

... la cara vuelta hacia arriba y cuento cinco agujeros en nuestro tejado de latón. Es posible que haya más, pero no puedo verlos porque la nube de humo negro que hay aquí fuera ha borrado las estrellas del cielo. Me imagino a un djinn acuclillado en el techo, aguardando a que Ma y Papa y Runu-Didi se queden dormidos para así poder arrebatarme el alma. Los djinns no existen, pero si existieran, sólo robarían niños porque somos nosotros quienes tenemos las almas más deliciosas.

Me tiemblan los codos en la cama, así que apoyo las piernas contra la pared. Runu-Didi deja de contar los segundos que he pasado boca abajo y dice:

—Venga ya, Jai. Que estoy aquí y tú sigues haciendo trampas. ¿Es que no te da vergüenza o qué?

Habla con voz alta y nerviosa porque rebosa de contento al ver que no me puedo sostener con las palmas de las manos tanto tiempo como ella.

Didi y yo estamos probando a ver quién dura más haciendo el pino, pero no es una competición muy limpia. Las clases de yoga de nuestra escuela son para estudiantes a partir de sexto curso, y Runu-Didi va a séptimo, así que aprende con un profesor de verdad. Yo estoy en cuarto, de modo que me tengo que conformar con Baba Devanand, que sale en la tele y dice que si hacemos el pino los niños como yo:

Me gusta más hacer el pino que los ejercicios respiratorios que Baba Devanand lleva a cabo con las piernas cruzadas en la posición del loto. Pero ahora mismo, si sigo más tiempo boca abajo, me romperé el cuello, así que me dejo caer sobre la cama, que huele a polvo de cilantro y cebollas crudas y a Ma y a ladrillos y a cemento y a Papa.

—Se ha demostrado que Baba Jai es un fraude —exclama Runu-Didi a la manera de los bustos parlantes de los telediarios cuyas caras enrojecen cada noche por las noticias airadas que tienen que contar por la tele—. ¿Y nuestro país qué, se limitará a mirar sin más?

—Uf, Runu, me estás dando dolor de cabeza con tantos gritos —dice Ma desde la esquina de la casa donde se encuentra la cocina. Está haciendo que los rotis tengan una perfecta forma redondeada con el mismo rodillo que suele utilizar para atizarme en la espalda cuando me pongo a decir burradas cada vez que Didi habla con los abuelos por el móvil de Ma.

—¡Gané, gané, gané! —canturrea Didi ahora. Grita más fuerte que la tele del vecino y que el bebé que llora en la casa de al lado de la del vecino y que los vecinos que riñen cada día porque uno le ha robado agua del barril a otro.

Me tapo las orejas con las manos. Los labios de Runu-Didi se mueven, pero es como si hablase en el idioma de burbujas de un pez en un acuario. No puedo oír ni una palabra de su cháchara. Si viviese en una casa enorme, me iría corriendo con las orejas tapadas escalera arriba, subiría los peldaños de dos en dos y me encerraría en un armario. Pero vivimos en un basti, así que nuestra casa sólo tiene una habitación. A Papa le gusta decir que esta habitación tiene todo lo que necesitamos para ser felices. Se refiere a mí y a Didi y a Ma, y no a la tele, que es lo mejor que tenemos.

Desde la cama en la que estoy tumbado puedo ver la tele claramente. Ella me devuelve la mirada desde un estante en lo alto que también sirve para guardar platos de metal y envases de aluminio. Hay unas letras redondas en la pantalla de la tele que dicen: Dilli: Hallado el gato desaparecido del comisario de la policía. A veces las noticias hindúes las escriben con unas letras que parecen estar tosiendo sangre, en particular cuando la gente de las noticias nos hace preguntas difíciles a las que no podemos responder, como:

 

¿Hay un fantasma viviendo en la Corte Suprema?

o

¿Son las palomas terroristas entrenadas por Pakistán?

o

¿Es un toro el mejor cliente de esta tienda de saris de Benarés?

o

¿Fue un dulce bengalí el causante de la ruptura matrimonial de la actriz Veena?

 

A Ma le encantan esas historias porque puede debatir sobre ellas con Papa durante horas.

Mis programas favoritos son unos que Ma dice que no tengo todavía edad para ver, como «Police Patrol» y «Live Crime». A veces Ma apaga la tele justo en mitad de un crimen porque dice que esas cosas te ponen enfermo. Pero en ocasiones la deja puesta porque le gusta averiguar quiénes son los malos y decirme que los policías son unos cafres por tardar más que ella en darse cuenta de quiénes son los verdaderos criminales.

Runu-Didi ha dejado de hablar para estirar las manos por detrás de su espalda. Se cree Usain Bolt, pero sólo está en el equipo de relevos de su escuela. Los relevos no son un auténtico deporte. Ésa es la razón por la que Ma y Papa le dejan dedicarse a ello, aunque algunos de los chachas y chachis de nuestro basti afirman que correr deshonra a las chicas. Didi dice que la gente del basti ya cerrará la boca cuando su equipo gane el torneo entre distritos y también los campeonatos estatales.

Se me están quedando dormidos los dedos dentro de las orejas, así que los saco y los limpio en mis pantalones cargo, que ya están manchados de tinta y barro y grasa. Toda mi ropa está tan sucia como mis pantalones. Mi uniforme también.

Le he estado pidiendo a Ma que me deje llevar el nuevo uniforme que este invierno me dieron gratis en el colegio, pero Ma lo ha puesto arriba del todo de una repisa a la que no llego. Dice que sólo los ricos se deshacen de la ropa cuando todavía les vale. Si le hago ver que mis pantalones marrones me quedan muy por encima de los tobillos, Ma dirá que las estrellas de cine llevan ropa de otra talla porque ésa es la última moda.

Ma sigue inventándose cosas para engañarme como solía hacer cuando yo era más pequeño que ahora. No sabe que cada mañana Pari y Faiz se ríen cuando me ven y me dicen que parezco una varilla de incienso pero con olor a pedo.

—Ma, escucha, mi uniforme... —digo, y dejo de hablar porque del exterior llega hasta nosotros un grito tan fuerte que creo que va a echar abajo las paredes de nuestra casa. Runu-Didi se queda sin aliento y Ma pasa por error la mano por una sartén caliente y su rostro se vuelve tan tenso y rugoso como la piel de un melón amargo.

Creo que es Papa tratando de asustarnos. Siempre está cantando antiguas canciones hindúes con su horripilante voz, que recorre las callejuelas de nuestro basti como un cilindro vacío de gas licuado hasta despertar a los perros vagabundos y hacerles aullar. Pero entonces el grito vuelve a resonar en nuestras paredes y Ma apaga el fuego y salimos a la carrera de la casa.

El frío me sube por los pies descalzos. Voces y sombras trepidan por toda la calle. La calina me peina el cabello con sus dedos que son humedad y humo al mismo tiempo. La gente grita: ¡¿Qué está ocurriendo?! ¿Ha pasado algo? ¿Quién chilla? ¿Ha chillado alguien? Las cabras, a las que sus dueños han vestido con camisas y jerséis viejos para que no cojan frío, se esconden bajo los toldillos que hay a ambos lados de la calle. Las luces que iluminan los edificios de lujo próximos a nuestro basti parpadean como luciérnagas y luego desaparecen. Se corta la electricidad.

No sé dónde están Ma y Runu-Didi. Las mujeres, ataviadas con pulseras de tintineante cristal, alzan las linternas de sus teléfonos móviles y lámparas de queroseno, pero la calina debilita mucho la luz.

Todos los que me rodean son más altos que yo y sus caderas y codos inquietos me golpean la cara mientras unos y otros se preguntan de dónde salen esos gritos. Ahora ya sabemos que vienen de la casa de Laloo el Borracho.

—Algo malo tiene que estar pasando ahí —dice una chacha que vive en nuestra calle—. La esposa de Laloo andaba corriendo por el basti preguntando si alguien había visto a su hijo. Incluso se la vio por el vertedero gritando su nombre.

—Es que también ese Laloo... pegando todo el tiempo a su mujer, pegando a sus hijos... —se queja una mujer—. Ya veréis como un día su esposa también desaparece. ¿Qué va a hacer ese inútil entonces para ganar dinero? ¿De dónde va a sacar su hooch, eh?

Me pregunto cuál de los hijos de Laloo el Borracho ha desaparecido. El mayor, Bahadur, está en mi clase y es tartamudo.

La tierra se estremece cuando un convoy de metro retumba bajo tierra en algún lugar de las cercanías. Saldrá de un túnel, pasará como un rayo entre los edificios a medio construir y subirá por un puente hasta una estación situada en la superficie antes de regresar a la ciudad, pues es aquí donde termina la línea morada. La estación de metro es reciente, y Papa fue una de las personas que construyeron sus relucientes paredes. Ahora está alzando una torre tan grande que van a tener que poner luces parpadeantes de color rojo en lo alto para indicar a los pilotos que no vuelen demasiado bajo.

Los gritos han cesado. Tengo frío y mis dientes se están hablando entre sí. Entonces la mano de Runu-Didi aparece de súbito en la oscuridad, me agarra y me arrastra hacia delante. Corre muy rápido, como si estuviera compitiendo en una carrera de relevos y yo fuera el testigo que Didi estuviese a punto de pasarle a un compañero de equipo.

—Para —digo tirando de ella—. ¿Adónde vamos?

—¿No te has enterado de lo que la gente ha dicho de Bahadur?

—¿Que se ha perdido?

—¿Y no quieres averiguar algo más?

Runu-Didi no puede ver mi cara a causa de la calina, por lo que asiento con la cabeza. Seguimos una lámpara que oscila en las manos de alguien, pero como no da demasiada luz no podemos ver los charcos donde se ha acumulado el agua que se ha usado para lavar y no dejamos de meter los pies en ellos. El agua es asquerosa y debería darme la vuelta, pero también quiero saber qué le ha pasado a Bahadur. Los profesores nunca le preguntan nada en clase por su tartamudez. Cuando yo estaba en segundo, probé también a hacer ese ta-ta-ta, pero aquello sólo sirvió para ganarme un buen golpe en los nudillos con una regla de madera. Los golpes con la regla son mucho peores que los de la palmeta.

Casi me tropiezo con el búfalo de Fatima-ben, que está echado en medio de la calle: un enorme borrón negro que no puedo distinguir de la calina. Ma dice que el búfalo es como un sabio que ha estado meditando durante cientos y cientos de años bajo el sol, la lluvia y la nieve. En una ocasión Faiz y yo hicimos como si fuéramos leones y nos pusimos a rugir a Búfalo-Baba y le lanzamos unas piedras, pero ni siquiera levantó sus enormes ojos de búfalo o movió hacia nosotros sus cuernos curvados hacia atrás.

Todas las lámparas y las linternas de los móviles se han detenido ante la casa de Bahadur. No podemos ver nada a causa de la multitud. Le digo a Runu-Didi que espere y me abro paso entre piernas envueltas en pantalones, saris y dhotis, y entre manos que huelen a queroseno y sudor, a comida y metal. La ma de Bahadur está sentada en el umbral de la puerta llorando, doblada por la mitad como un trozo de papel, con mi Ma a un lado y nuestra vecina Shanti-Chachi al otro. Laloo el Borracho está acuclillado junto a ellas y su cabeza no para de bambolearse mientras sus ojos, llenos de venillas rojas, se dirigen medio cerrados hacia nuestros rostros.

No sé cómo ha hecho Ma para llegar antes que yo. Shanti-Chachi acaricia el cabello de la ma de Bahadur, le frota la espalda y dice cosas como:

—No es más que un niño, debe de andar por aquí. No puede haber ido muy lejos.

La ma de Bahadur no deja de sollozar, pero los espacios entre sus sollozos se van haciendo más largos. Eso es porque Shanti-Chachi tiene magia en las manos. Ma dice que es la mejor partera del mundo. Si un bebé no se mueve y está de color azul al nacer, la chachi puede traerle el color sonrosado a las mejillas y los gritos a sus labios sólo con frotarle los pies.

Ma me ve entre la multitud y me pregunta:

—Jai, ¿estaba hoy Bahadur en el colegio?

—No —digo.

La ma de Bahadur parece tan triste que me encantaría recordar cuándo fue la última vez que lo vi. Bahadur no habla mucho, de modo que nadie repara en si está o no en clase. Entonces Pari asoma la cabeza de entre el mar de piernas y dice:

—No ha venido al colegio. La última vez que lo vimos fue el jueves.

Hoy es martes, así que Bahadur ha estado desaparecido cinco días. Pari y Faiz mascullan a un lado, a un lado, a un lado como si fueran camareros que portasen cestitas metálicas de humeantes vasos de chai, y la gente les abre paso. Entonces se detienen junto a mí. Ambos llevan el uniforme de nuestro colegio. En cuanto llegué a casa, Ma me dijo que me pusiese ropa de calle, para que mi uniforme no se pringara más. Es muy estricta.

—¿Dónde estabas? —pregunta Pari—. Te hemos buscado por todas partes.

—Pues aquí —digo.

Pari se ha levantado tanto el flequillo que parece media cúpula de una mezquita. Antes de que me dé tiempo a preguntar por qué nadie se ha dado cuenta hasta hoy de que Bahadur había desaparecido, Pari y Faiz me explican el motivo, ya que son mis amigos y pueden leer los pensamientos que tengo en mi cabeza.

—Su madre, ¿no?, que durante una semana o así no ha estado en casa —susurra Faiz—. Y su padre...

—... es el borracho número uno del mundo. Si un bandicut le arrancase de un bocado las orejas, ni se enteraría, porque está completamente borracho todo el tiempo —dice Pari en voz alta, pues quiere que Laloo el Borracho la oiga—. Las chachis de la casa de al lado tendrían que haberse dado cuenta de que Bahadur no estaba, ¿no creéis?

Pari se cree tan perfecta que siempre le falta tiempo para echarles la culpa a los demás.

—Las chachis han estado cuidando del hermano y la hermana de Bahadur —me explica Faiz—. Pensaban que Bahadur se había quedado con un amigo.

Le doy un golpecito con el codo a Pari y clavo los ojos en Omvir, que se esconde detrás de varios adultos y hace girar un anillo que lleva en el dedo lanzando un resplandor blanco a la oscuridad. Es el único amigo de Bahadur, aunque Omvir está en quinto y no viene mucho al colegio porque tiene que ayudar a su papa, que se dedica a planchar la ropa arrugada de la gente con dinero.

—Escucha, Omvir, ¿sabes dónde está Bahadur? —pregunta Pari.

Omvir se encoge en su jersey granate, pero los oídos de la ma de Bahadur han captado ya la pregunta.

—No lo sabe —dice—. Es el primero al que pregunté.

Pari dirige su flequillo abombado hacia Laloo el Borracho y dice:

—Todo esto es culpa suya.

No hay día que no veamos a Laloo el Borracho dando tumbos por el basti, con la boca babeante y sin hacer otra cosa que comer aire. Es uno de esos tipos que siempre andan pidiendo y a veces incluso a Pari y a mí nos pregunta si tenemos monedas sueltas para poder pagarse un vasito de chai fuerte. La que gana el dinero es la ma de Bahadur: trabaja como asistenta y cuidadora de niños en casa de una de las familias que viven en los edificios de lujo cercanos a nuestro basti. Ma y muchas chachis del basti trabajan para la gente rica que vive allí.

Me vuelvo para mirar los edificios, que tienen nombres muy chulos como Palm Springs y Mayfair y Golden Gate y Athena. Están cerca de nuestro basti, pero parecen algo remoto a causa del vertedero que hay entre medias y también por el enorme muro de ladrillo coronado de alambres de espinos, que en opinión de Ma carece de la altura suficiente para impedir que nos llegue el hedor de los montones de basura. Hay muchos adultos a mi espalda, pero entre los huecos de sus verdugos puedo ver que ya ha llegado la luz a los edificios de la gente rica. Debe de ser porque tienen generadores diésel. Nuestro basti permanece a oscuras.

—¿Por qué tuve que irme? —pregunta la ma de Bahadur a Shanti-Chachi—. No tendría que haberlo dejado solo.

—La familia para la que trabaja la ma de Bahadur se fue a Neemrana y se la llevaron con ellos. Para que cuidase de los bebés —me cuenta Pari.

—¿Qué es Neemrana? —pregunto.

—Es un palacio fortificado de Rajastán —dice Pari—. Está en lo alto de una colina.

—Bahadur podría estar con sus abuelos —comenta alguien a la ma de Bahadur—. O con alguno de los chachas y chachis del basti.

—Ya les he llamado —dice la ma de Bahadur—. No está con ninguno de ellos.

Laloo el Borracho intenta incorporarse apoyándose con una mano en el suelo. Alguien lo ayuda a levantarse y, oscilando de un lado a otro, se acerca renqueando hasta nosotros:

—¿Dónde está Bahadur? —pregunta—. Tú juegas con él, ¿verdad?

Damos un paso atrás hasta chocar con la gente. Omvir y su jersey granate desaparecen entre la multitud. Laloo el Borracho se pone de rodillas frente a nosotros y casi cae de bruces, pero consigue situar sus ojos de anciano a la altura de mis ojos de niño. Entonces me agarra de los hombros y me sacude hacia delante y hacia atrás como si yo fuera una botella de soda y pretendiera que el líquido saliese a presión. Trato de zafarme de su apretón. En lugar de ayudarme, Pari y Faiz se marchan corriendo de allí.

—Tú sabes dónde está mi hijo, ¿a que sí? —pregunta Laloo el Borracho.

Supongo que podría ayudarle a encontrar a Bahadur porque se me da bien el trabajo detectivesco, pero me echa su mal aliento en la cara y lo único que me apetece es largarme corriendo.

—¡Deja en paz a ese chico! —le grita alguien.

No creo que Laloo el Borracho se vaya a parar a escuchar, pero me desordena el cabello con la mano y murmura:

—Está bien, está bien.

Entonces me deja ir.

 

 

Papa siempre se va temprano a trabajar y yo sigo durmiendo, pero a la mañana siguiente me despierto con el olor a aguarrás de su camisa y con sus ásperas manos rozándome las mejillas.

—Ten cuidado. Irás con Runu al colegio y volverás con ella, ¿me oyes? —dice.

Arrugo la nariz. Papa me trata como a un niño pequeño, aunque tengo nueve años.

—Cuando terminen las clases te vienes directamente a casa —ordena—. No te entretengas paseando a solas por Bhoot Bazaar. —Me da un beso en la frente y añade—: ¿Tendrás cuidado?

Me pregunto qué se imaginará que le ha ocurrido a Bahadur. ¿Acaso se cree que lo ha secuestrado un djinn? Pero Papa no cree en djinns.

Salgo para decirle adiós y luego me lavo los dientes. Los hombres de la edad de Papa se enjabonan la cara y tosen y escupen como confiándose a que lo que tienen en la garganta salga disparado al suelo. Quiero ver hasta dónde puedo llegar con mis espumosos escupitajos blancos, así que dejo que mi boca haga explosivos bum bum.

—Para de hacer eso ahora mismo, Jai —oigo que me dice Ma.

Runu-Didi y ella traen las ollas y los bidones con el agua que han recogido de uno de los caños de nuestro basti que todavía funcionan, aunque sólo lo hace entre las seis y las ocho de la mañana y a veces una sola hora por la tarde. Didi retira la tapa de los dos barriles que hay a cada lado de nuestra puerta, y Ma vacía las ollas y los bidones en ellos derramando agua por encima con las prisas.

Termino de lavarme los dientes.

—¿Por qué sigues aquí? —me espeta Ma—. ¿Quieres volver a llegar tarde al colegio?

Lo cierto es que es Ma quien va a llegar tarde al trabajo, así que sale corriendo mientras se arregla el pelo, pues se le ha soltado del moño que lleva en la nuca. La señora a cuyo piso Ma va a limpiar es una mujer muy mala que ya la ha regañado dos veces por llegar tarde. Una noche, mientras me hacía el dormido, Ma le dijo a Papa que la señora la había amenazado con cortarla en trocitos muy pequeños y tirar rodajas suyas por el balcón para que los milanos que sobrevuelan en círculos el edificio los atraparan.

Runu-Didi y yo vamos al complejo de baños que hay cerca del vertedero cargando unos cubos en los que hemos metido jabón, toallas y tazas. La negra calina sigue mostrándonos allí arriba su rostro enfurruñado. Me irrita los ojos y hace que las lágrimas me resbalen por las mejillas. Didi se burla de mí diciéndome que seguro que echo de menos a Bahadur.

—¿No lloras por tu amiguito? —me pregunta. Le diría que se callase, pero hay unas colas muy largas para acceder a los aseos aunque el precio para entrar es de dos rupias, y tengo que concentrarme en pasar mi peso de una pierna a la otra para que no se me rompa la espalda.

El encargado que se sienta detrás de una mesa en la entrada principal de los aseos, allí donde éstos se dividen entre los de señoras y los de caballeros, se toma su tiempo para coger el dinero y dejar pasar a la gente. Trabaja supuestamente desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche, pero cierra el complejo cuando le viene en gana y se larga. Entonces no nos queda otra que ir al vertedero. Es gratis, pero allí todo el mundo nos puede ver el culo: nuestros compañeros de clase y los cerdos y los perros y unas vacas tan viejas como nuestros abuelos; si las dejásemos, hasta se comerían nuestra ropa.

Runu-Didi se pone a la cola de los aseos de chicas. Yo me quedo en la de los chicos. Didi dice que los hombres siempre tratan de mirar dentro del baño de señoras. Es probable que sea para comprobar si sus retretes y bañeras están más limpios.

La gente que hay en mi cola está hablando de Bahadur:

—Ese chico tiene que estar escondido en alguna parte —dice uno de los chachas—, esperando a que su madre largue de una patada a su padre.

Todo el mundo murmura mostrando su asentimiento. Coinciden en que Bahadur volverá a casa cuando se canse de pelear con los perros callejeros por un roti rancio escondido entre un montón de basura.

Los hombres hablan de los gritos tan fuertes que anoche daba la ma de Bahadur —tan fuertes como para asustar a los fantasmas que viven en Bhoot Bazaar— y bromean entre sí acerca de cuánto tardarían ellos en darse cuenta de que uno de sus hijos ha desaparecido. ¿Horas, días, semanas, meses?

Uno de los chachas comenta que aunque se diera cuenta no diría nada:

—Tengo ocho hijos. ¿Qué diferencia habría con uno más o uno menos? —dice, y todo el mundo se ríe. También a ellos la calina les está afectando a los ojos, así que lloran al mismo tiempo.

Llego a la cabeza de la cola, pago al encargado y hago mis necesidades deprisa. Me pregunto si Bahadur no se habrá escapado a algún lugar con toallas limpias y aseos que huelen a jazmín. Si yo tuviera un cuarto de baño así, me pasaría todos los días en la bañera.

 

 

De nuevo en casa, Didi me da chai y galletas para desayunar. Las galletas están duras y no saben a nada pero las mastico obedientemente. Hasta la tarde no voy a comer nada más. Luego me pongo mi uniforme y nos vamos a la escuela.

Aunque Papa me ha dicho que no lo haga, tengo pensado librarme de Runu-Didi en cuanto pueda. Pero un hervidero de gente rodea a Búfalo-Baba: unos, los subidos a sillas de plástico y camas charpais, alargan el cuello para ver mejor. Nos están bloqueando el camino. Escucho una voz que reconozco de anoche.

—Encuentra a mi hijo, baba, encuéntrame a mi hijo. ¡No me moveré de aquí hasta que aparezca mi Bahadur! —grita Laloo el Borracho.

—¡Venga ya! ¿Ahora resulta que no puedes vivir sin tu hijo? —exclama una mujer—. ¿Por qué no te diste cuenta de eso cuando le pegabas?

—Sólo la policía puede ayudarnos —indica otra mujer—. Seis noches han pasado y no ha venido a casa. Eso es mucho tiempo.

Creo que es la ma de Bahadur quien habla.

—Vamos a llegar tardísimo —dice Runu-Didi.

Se pone la mochila delante y la usa como ariete contra la gente para que todo el mundo se aparte, y yo hago lo mismo. Cuando conseguimos salir de entre la multitud, tenemos el pelo desordenado y los uniformes arrugados.

Runu-Didi se alisa un poco la túnica. Antes de que le dé tiempo a pararme, salto una alcantarilla y paso corriendo entre vacas, gallinas, perros y cabras vestidas con mejores jerséis que el mío, y también dejo atrás a una mujer que está barriendo la calle mientras escucha con los auriculares puestos una música estridente que sale de su móvil, y a una abuela de cabellos blancos que está pelando judías. Mi mochila acierta a golpear a un anciano que está sentado en una silla de plástico y que tiene una de las patas más cortas que las demás, así que para igualar la diferencia la han calzado con unos ladrillos. La silla se vuelca y el hombre cae al suelo de espaldas sobre el barro. Me froto la rodilla izquierda, que me duele un poco, y luego salgo pitando otra vez. Las maldiciones del hombre me persiguen por todo el camino hasta otra calle que huele a chole-bhature.

Aquí, Pari y Faiz me están esperando junto a una tienda que vende aperitivos salados y cubiertos de masala. Bajo la calina, hoy los brillantes colores rojos, verdes y azules de los envoltorios de los aperitivos salados tienen un aspecto horrible, y el marido y la mujer que llevan la tienda están sentados tras el mostrador con la cara cubierta por una bufanda. A mí no me molesta tanto la calina, probablemente porque soy muy fuerte.

—Bah, este Faiz es idiota —dice Pari en cuanto llego hasta ellos. El minarete que lleva por flequillo parece que va a derrumbarse en cualquier momento.

—Idiota lo serás tú —suelta Faiz.

—¿Lo habéis visto? —les pregunto—. Laloo el Borracho está rezando a Búfalo-Baba, como si baba fuera un verdadero dios.

—La ma de Bahadur ha dicho que va a ir a la policía —anuncia Pari.

—Está superloco —dice Faiz.

—La policía nos echará a patadas si nos quejamos —aseguro—. Siempre están amenazando con traer excavadoras para demoler nuestro basti.

—No pueden hacer nada. Tenemos cupones de racionamiento —comenta Pari—. Además, les pagamos una hafta para que nos protejan. Si nos echan, ¿a quién van a sacarle el dinero?

—A muchísima gente —respondo—. En la India hay más gente que en cualquier otro país del mundo. Excepto China.

Tengo un poco de galleta entre los dientes y hurgo allí con la lengua.

—Faiz cree que Bahadur ha muerto —dice Pari.

—Bahadur tiene nuestra edad. No somos tan mayores como para morir.

—No he dicho que haya muerto —protesta Faiz, y entonces se pone a toser. Lanza un escupitajo y se limpia la boca con las manos.

—A lo mejor lo que ha pasado es que Bahadur ha empeorado de su asma por culpa de la calina y se ha caído a una zanja y no ha podido salir —suelta Pari—. ¿Recordáis aquella vez cuando estábamos en segundo y él no podía respirar?

—Tú te pusiste a llorar —digo.

—Yo nunca lloro —se defiende Pari—. Ma sí, pero yo no.

—Si Bahadur se hubiera caído a una zanja, alguien lo habría sacado de allí. Mirad la cantidad de gente que hay por todos lados —dice Faiz.

Observo a las personas que pasan junto a nosotros tratando de averiguar si son de las que ayudan. Pero llevan media cara cubierta con pañuelos para evitar que la calina se les meta por las orejas, la nariz y la boca. Algunos hombres y mujeres hablan a gritos por el móvil a través de sus mascarillas caseras. Hay un vendedor de chole-bhature en la acera que no lleva la cara cubierta por un pañuelo y está envuelto en una nube de humo que brota de una cuba de aceite hirviendo en la que está friendo panes. Sus clientes son trabajadores que van de camino a sus fábricas y zonas de construcción, barrenderos y carpinteros, mecánicos y guardias de seguridad de los centros comerciales que regresan a casa tras el turno de noche. Los hombres rebañan el chole con las cucharas metálicas y mastican con los pañuelos bajados hasta la barbilla. Tienen los ojos clavados en sus platos de comida caliente. Si un demonio llegase justo ahora hasta ellos haciendo temblar el suelo, ni siquiera se enterarían.

—Escuchadme —digo—, ¿por qué no buscamos a Bahadur? Quizá está enfermo en algún hospital...

—Su ma ha ido a todos los hospitales que hay cerca de nuestro basti —cuenta Pari—. Las mujeres no hablaban de otra cosa en el complejo de baños.

—Si lo han raptado, podremos resolver el caso —explico—. En «Police Patrol» te cuentan con todo detalle cómo encontrar a alguien que ha desaparecido. Primero tienes...

—A lo mejor se lo ha llevado un djinn —dice Faiz; se toca su taweez de color oro unido a un deshilachado cordón negro que lleva colgado del cuello. El amuleto le mantiene a salvo del mal de ojo y de los djinns maléficos.

—Ni los bebés creen en los djinns —se burla Pari.

Faiz arruga la frente, y el surco blanco de la cicatriz que le recorre la sien izquierda —esquivando por los pelos su ojo— se vuelve más profundo, como si algo le estuviera tirando de la piel desde dentro.

—Venga, vamos —digo. Verlos discutir es lo más aburrido del mundo—. Llegaremos tarde a la reunión.

Faiz camina a paso rápido incluso cuando alcanzamos las calles de Bhoot Bazaar, que están a rebosar de gente, perros, bicitaxis, autotaxis y electrotaxis. Si quiero seguirle el paso, no puedo hacer las cosas que generalmente hago en el bazar, como contar las pezuñas ensangrentadas de las cabras que ponen a la venta en la tienda de Afsal-Chacha o gorronearle una rodaja de melón a un vendedor de fruta.

Nadie me va a creer, pero estoy ciento por ciento seguro de que cuando ando por el bazar la nariz se me alarga a causa de los olores, del té, de la carne cruda, de los bollitos, de los kebabs y de los rotis. También me crecen las orejas por culpa de los ruidos de los cucharones que raspan las ollas, los cuchillos que se clavan en las planchas de madera, los autotaxis y las motos tocando el claxon, y los disparos y las palabrotas que resuenan por los altavoces de los videojuegos que están ocultos tras unas cortinas mugrientas. Pero hoy mi nariz y mis orejas no cambian de tamaño porque Bahadur ha desaparecido, mis amigos están de mal humor y la calina avanza emborronando las cosas.

Frente a nosotros, unas chispas caen al suelo desde un nido de cables eléctricos que cuelgan sobre el bazar.

—Eso es un aviso —asegura Faiz—. Alá nos está diciendo que tengamos cuidado.

Pari me mira enarcando las cejas.

Voy mirando el interior de las zanjas durante el resto de nuestro paseo a la escuela por si acaso Bahadur se hubiera caído a una de ellas. Lo único que veo son envoltorios vacíos y bolsas de plástico llenas de agujeros, y cáscaras de huevos y ratas muertas y gatos muertos, y gallinas y huesos de oveja que han raspado hasta el tuétano unas bocas hambrientas. Ni rastro de djinns, ni rastro de Bahadur.