AANCHAL

La chica percibió el estremecimiento que recorrió a los hombres que se congregaban junto a la cafetería situada frente a Let’s Talk de Angrezi. Volvían las cabezas siguiendo las sandalias azules de la joven, que rechinaban al rozar los peldaños embaldosados hasta el exterior del instituto. Sus miradas se clavaban en ella siguiendo con idéntica presteza sus andares. Se bajó su pañuelo amarillo para cubrirse los brazos. Aquella misma mañana, su madre la había advertido de que no se vistiera pensando en los chicos de la clase de Inglés Hablado. Con el frío que hacía, ponerse una ropa sin mangas no le iba a traer nada bueno, le había dicho su madre haciendo que las muletas que sostenía en las manos rezongaran en el mismo tono en que lo hacía su voz. Había insistido en que Aanchal llevara al menos un pañuelo.

Poco le importaba a ella, pues el amarillo era su color favorito, y le gustaba todavía más con aquel negro aire invernal que se ceñía a su piel como alquitrán húmedo. Además, Aanchal toleraba bien el frío, al igual que toleraba el deseo que emanaba de los ojos de aquellos jóvenes que sobornaban a la recepcionista de Let’s Talk para poder echar un vistazo a sus horarios y aprendérselos de memoria. Saltándose trabajos o clases aparecían en el exterior del instituto a la hora exacta en que Aanchal, como ahora, terminaba sus clases. Los peores le lanzaban gestos obscenos. Otros le silbaban o con sigilo levantaban los móviles para sacarle una foto. Unos pocos tenían además su número de teléfono. La recepcionista se había sentido muy molesta cuando Aanchal le sugirió que al menos mantuviese en secreto algunos detalles de su vida. El teléfono de Aanchal vibraba todo el día con los mensajes que le llegaban de aquellos desconocidos: hola! Hai!! Puedo ser tu amigo? Comostas? Reciviste mi mansaje? Y ésos eran los decentes.

Aanchal sabía muy bien lo que decían de ella en el basti y en los callejones de Bhoot Bazaar. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, incluso las esposas con mil y un amantes porque sus maridos no podían satisfacerlas o les pegaban con demasiada frecuencia, y maridos que gastaban sus ganancias en amantes y en hooch, todos desmenuzaban su personalidad con la brutalidad de unos perros hambrientos que por casualidad se hubieran topado con un pajarito esquelético.

Bueno, pues que lo hicieran. Toda esa gente anhelaba algo más real e inmediato que los dramas que veían por televisión. Que fueran por ahí contando historias acerca de una falda que a sus ojos era demasiado corta o sobre el tipo con barba al que habían visto acompañándola. Y para colmo un musulmán. Quita, quita, esa chica no tiene la menor vergüenza. ¿Recordáis lo joven que era cuando empezó? Cotilleaban y regresaban a sus casas encantados de que sus hijos, por más decepcionantes que fueran, por mal que se comportasen o por vulgares que resultaran sus rostros, al menos no encarnaran una suma de inmoralidades como ella.

Aanchal recorrió el camino hasta su instituto mientras percibía en la periferia de su visión la figura acechante de un hombre que la seguía. Se negó a admitir su presencia, pero esos pasos firmes y constantes la alcanzaron.

¿Te acuerdas de mí? —dijo—. ¿Te acuerdas de lo que hablamos?

Aanchal se acordaba de él, de su rostro, del timbre de amenaza que vibraba en su voz. Aceleró el paso, pero le escuchó decir: Ahora no te hagas la tímida, ya sabemos cómo eres.

Unos meses antes, los dedos de aquel hombre habían tamborileado contra las cristaleras del salón de belleza en el que ella trabajaba hasta que Aanchal salió a preguntarle qué quería. El hombre le resumió su propuesta, como si aquello tuviera la misma relevancia que decidir cómo debía ser el largo de una tela para coser una falda. Aanchal se lo pensó, ¿cómo no iba a hacerlo? Había oído hablar del dinero que las chicas de la universidad conseguían rápidamente trabajando como acompañantes. Ese dinero le serviría para salir del basti, alejarse de un padre que siempre estaba enfadado con ella y de una madre que se mostraba perpleja de haber tenido una hija que no se parecía en nada al resto de la familia.

Quizá aquel hombre había regresado porque la pausa que hubo entre la pregunta que le hizo y el no con el que ella respondió había durado demasiado.

Hola, señora. Estoy hablando con usted, decía ahora.

Cerca, unas colegialas regateaban con los vendedores de pulseras. Un vendedor ambulante sacudía unas cabezas de ajo en una cesta de bambú y las pieles sueltas se arremolinaban en el aire como mariposas blancas. Un joven ponía en equilibrio tres cuencos de metal vacíos sobre la cabeza de un anciano por pura diversión. Todo cuanto rodeaba a Aanchal era de lo más corriente. Salvo ese hombre.

Le chistó para que la dejase en paz y le dijo que, si no se iba, llamaría a la policía. El hombre se le acercó un poco más. Aanchal saludó con la mano a alguna persona lejana e inconcreta obligándose a esbozar una alegre sonrisa antes de correr hacia un corrillo de trabajadores de la construcción que rodeaban a un vendedor de panecillos. El tenderete de aquel hombre se hallaba frente a un edificio que cambiaba de forma cada día tras unos andamios y una porosa cortina verde.

Aanchal se acercó al tenderete mientras el rubor de la vergüenza le cubría el pecho como si alguien le hubiera derramado encima una taza de té hirviendo. En el basti, la gente solía decir que los hombres la perseguían por cómo vestía y cómo se comportaba. Ella lo empeoraba todo al negarse a sujetar los libros contra su pecho cubierto por el pañuelo o a andar con los hombros caídos, tal como hacían esas muchachitas vergonzosas que imaginaban que podían evitar toda censura al encogerse tanto que casi llegaban al suelo.

Ella sabía que no tenía motivo alguno para avergonzarse. Pero en momentos así le daba por pensar que tal vez en el basti no les faltaba razón. ¿Por qué se creía tan especial? El coro que sonaba en su cabeza era a veces el mismo coro que sonaba en las callejas del basti.

Perdón, lo siento, dijo a los trabajadores que rodeaban el puesto de panecillos. Los hombres se apartaron enseguida en deferencia a aquellas prendas que habían sido planchadas y que tan limpias parecían y que todavía transportaban el aroma de los perfumes con los que Aanchal se había rociado aquella mañana, y también en deferencia a su rostro, en el que dos veces al día se aplicaba Lakmé Absolute, un gel que le iluminaba la tez. Los hombres vestían unas prendas fibrosas salpicadas de pintura, suciedad y cemento.

El vendedor y un niño que lo ayudaba a extender la masa sobre una plancha caliente la miraron con expresión interrogante. Levantando un dedo, Aanchal señaló un plato de uno de los obreros de la construcción y explicó que deseaba uno igual. El niño puso la masa sobre la olla y aplastó sabiamente las burbujas que se formaban aplicando sobre ella el dorso del cazo y tostando un poco el panecillo con cucharadas de aceite. Pese a las circunstancias, aquel delicioso olor le hacía la boca agua. Los obreros la observaban, pero lo hacían sin ningún sentido de autoridad, más bien era una expresión de sorpresa.

Le sonó el teléfono y se sintió aliviada cuando vio el nombre de Suraj. Respondió a la llamada. Resultó que Suraj había ido a recogerla a Let’s Talk aun cuando habían quedado en encontrarse en un centro comercial sólo una hora más tarde. Aanchal le dijo que estaba algo más adelante. Él respondió que la encontraría por el camino. Aanchal cogió cuarenta rupias de su bolso y se las dio al niño que le estaba doblando el panecillo en un plato. Ella le dijo que se lo diera a otro cliente; con las manos y los ojos le hizo entender que tenía que irse. El niño pareció horrorizado ante la idea de que alguien prescindiese de una comida que había pagado.

Cuando Aanchal salió de entre la multitud vio que el hombre todavía estaba allí. Entonces, la vieja moto de Suraj se detuvo junto a ella y el hombre retrocedió.

Tras el visor de su casco, Aanchal vio que Suraj tenía los ojos rojos. Había trabajado toda la noche y posiblemente no habría dormido más de tres o cuatro horas. Se sentó tras él rodeándole la cintura con los brazos y apoyando la barbilla en su hombro izquierdo. No sentía frío, ni siquiera cuando Suraj arrancó la moto y el viento le removió el cabello.

Suraj la llevó a un centro comercial y se metió en un aparcamiento subterráneo en el que las tarifas eran las mismas que las de los edificios de lujo. Primero tenían que ser admitidos por el encargado de la barrera, que vivía en el barrio de Aanchal y cuyos ojos relampaguearon llenos de prejuicio al fijarse en los de ella y reconocerla, así como por el vigilante, también de su basti, que trabajaba inspeccionando los bajos de los coches con un espejo portátil. Los dos hombres se tomaron su tiempo antes de permitirles pasar.

Dentro del centro comercial fueron a un McDonald’s. Aanchal invitó a Suraj a una hamburguesa, aunque ya se había gastado mucho más de lo que tenía previsto para ese día. Se sentaron junto al ventanal que daba a un puente sobre el que los trenes de la línea morada vagaban como blancas apariciones en la negra calina. Suraj intentó devolver a sus cabellos aplastados por el casco su estilo original, pero no lo logró. Miraban a los vigilantes de seguridad que, de pie junto a los detectores de metales que había a la entrada del centro comercial, espantaban a los niños de la calle. Los brazos de Suraj se apretaban contra los suyos. Aanchal podía ver el perfil de sus bíceps bajo aquel jersey tan ceñido.

Los dedos de Suraj deletrearon la palabra A-M-O-R en un lado del muslo de la chica. Aanchal llevaba unos vaqueros gruesos y ajustados, pero el calor de aquel roce hizo que se agitara en su asiento. Suraj envolvió con el brazo izquierdo el respaldo de su silla. Daban pequeños mordiscos a la hamburguesa para que el otro tuviera así un poco más. Suraj le preguntó por sus clases y la animó a hablar con él en inglés, pero eso sólo sirvió para hacerla enmudecer. Como teleoperador, Suraj se pasaba las noches hablando con norteamericanos. Pese a las clases a las que tan diligentemente acudía, las habilidades de Aanchal con el inglés no iban más allá de ¿dónde trabajas? y ¿qué tal tu día?

Suraj le preguntó por su madre, su padre y sus hermanos. Ella se preguntaba qué pensarían sus padres de él, si llegaría a preocuparles que al pertenecer a una casta superior pudiera despacharla cuando se cansase de ella, o si verían en él esa calma que ella admiraba por encima de todo, esa tranquilidad en su voz que reflejaba una absoluta falta de expectativas. No quería nada de ella o sólo lo que ella estuviera dispuesta a compartir con él. Para Aanchal eso era toda una novedad. Los chicos y los hombres cuyos mensajes hacían rugir día y noche su teléfono móvil eran de lo más claros en sus intenciones, en sus necesidades, aunque algunos trataban de pintarlas con términos algo más halagadores.

Incluso en su propia casa había una serie de exigencias que se colaban por las paredes y penetraban en la habitación donde Aanchal se sentaba con sus libros para conseguir el certificado de inglés. Su madre quería que fuese ella quien pagase las matrículas de sus hermanos y algún día futuro tuviera una buena boda. Sus hermanos actuaban como si fuera su obligación como hermana mayor darles una parte del dinero que ganaba en el salón de belleza. ¿Y su padre? La emprendía contra ella si no le hacía caso diciendo que era tan estúpida y tan retrasada que ni siquiera podía superar los exámenes de décimo curso. Pero enseguida se disculpaba llorando y tragándose las flemas que su tos le hacía subir hasta las comisuras de la boca.

El teléfono de Suraj empezó a sonar. De la oficina, le indicó con los labios, y respondió a la llamada. La imagen del tipo corpulento que la había seguido antes se le apareció en la mente. Miró por todo el McDonald’s temerosa de verlo tomando un batido de fresa. Pero no, allí sólo había empleados de oficina comiendo deprisa, chicos y chicas de su edad, mamás indulgentes que se rendían a las ansias de hamburguesa de sus pequeños y niñeras discretamente apartadas del resto con unos recipientes de plástico repletos de comida hecha en casa por si sus pequeños cambiaban de opinión acerca de lo que querían comer.

En aquel preciso instante, su madre ya debía de estar mirando su teléfono preguntándose dónde estaría su hija. Aanchal le mandó un mensaje diciendo que aún estaba con Naina. «Llegaré tarde, se me ha ido el santo al cielo.»

Suraj colgó y preguntó a Aanchal si quería comer el último trozo de hamburguesa. Le mostró su teléfono para que viese un adosado que habían puesto a la venta en una urbanización privada a pocos kilómetros del centro comercial. Al otro lado de sus puertas pintadas de marfil había de todo: piscinas, gimnasios, jardines y supermercados. El teléfono de Aanchal vibró y decidió apagarlo.

Suraj la llevó al cine que había en la planta superior del centro comercial y pagó las entradas, mucho más caras que la hamburguesa. Vieron una película norteamericana que, según dijo, los ayudaría a mejorar su inglés. Los actores hablaban tan deprisa que a ella las palabras le entraban por una oreja y le salían por la otra. Había demasiada violencia. Aanchal no era capaz de entender qué motivo había para que los personajes, tan pronto aparecían en la pantalla, fueran derribados por un puñetazo o una bala. Pero a Suraj le encantaba y ella fingió que también estaba disfrutando.

Tras la película dieron un paseo por el centro comercial buscando algún rincón en las escaleras donde las cámaras de seguridad no pudieran verlos besarse. Suraj dijo que tenía que arreglar el desgarrón que se había hecho en un jersey muy caro comprado en las rebajas de Gap, de modo que salieron del centro comercial y se dirigieron hasta la parte de Bhoot Bazaar donde se sentaban en hilera un grupo de sastres con unas cintas métricas colgadas del cuello como pañuelos, los pies preparados sobre los pedales de sus máquinas de coser y carteles anunciadores que prometían costura y lavado en seco sin olor en cuestión de horas.

Para entonces, Aanchal temblaba de frío. Suraj le ofreció su chaqueta, pero ella se negó a aceptarla. Mientras esperaban a que arreglasen el jersey tomaron masala chai y arroz con lentejas en un puesto en el que todo el mundo miraba embobado a aquella pareja que se daba de comer el uno al otro sin vergüenza alguna y hasta quizá con un poco de orgullo.

En cuanto los sastres arreglaron el jersey, el chico ya estaba a punto de empezar su turno, y Suraj llevó a Aanchal hasta la salida de la autopista. Desde allí ella llegaría andando a casa un minuto después. Suraj parecía muy cansado, pero también triste de perder su compañía. Dijo que esperaría hasta que lo llamase en cuanto llegara a casa. Aanchal insistió en que aquello no era necesario. Aunque la cafetería estaba cerrada, en el puesto de autotaxis había aún dos o tres conductores dormitando en el asiento del pasajero de sus autos con las piernas por fuera y los pies envueltos en unos calcetines llenos de agujeros.

El teléfono de Suraj volvió a sonar. No respondió, pero sacó un cordón laminado del bolsillo, se lo colgó del cuello y le dijo a Aanchal que lo llamase en cuanto entrase en su dormitorio. En su voz había flecos de nasalidad estadounidense, como si ya estuviera en su despacho.

Mientras Aanchal se dirigía a casa, un perro le ladró, pero sin muchas ganas. El aire crujía como si estuviera hecho de madera. Aanchal se dio la vuelta, pues había oído algo: el ruidoso resuello del perro, unas piedrecillas aplastadas bajo un pie. Alargándose hasta ella, un brazo surgió de la oscuridad. Ella dio un salto y gritó Suraj, pero por supuesto Suraj ya se había puesto en camino y probablemente iría incluso más rápido de lo que permitía el límite de velocidad. Ten cuidado, le dijo Aanchal en su mente.

Pero entonces la misma voz que reconoció por haberla oído antes le dijo que se detuviese. Aanchal se preguntó si aquel hombre la había estado siguiendo todo el día.

¡Déjame en paz! —le gritó—. ¿Quieres que despierte a todo el basti?

Estaba frente a ella con los brazos cruzados contra el pecho, como retándola a que lo intentase. El temblor de un dorado rayo de sol iluminó los ojos de Aanchal, pero enseguida lo engulló la oscuridad.