... para ir al baño y no hago más que saludar con la mano a Faiz, que está por delante de mí junto a sus hermanos, cuando veo a la ma de Bahadur en la fila de las mujeres. Hay un hueco de casi un metro delante de ella y también detrás, aunque las demás mujeres y niñas se apretujan entre sí.
Me ve y prefiere perder su posición privilegiada para ir hacia donde estoy. Quizá sepa que fuimos a su casa sin su permiso e hicimos que Samosa olfateara el cuaderno de Bahadur.
—No habéis podido encontrar a mi hijo, ¿verdad? —dice la ma de Bahadur.
El tipo que tengo delante y que no deja de tirarse pedos se aguanta un poco para poder escuchar con mayor claridad.
La ma de Bahadur me da una palmadita en la cabeza y doy un respingo.
—Habéis hecho bien —continúa—. Tú y esa chiquilla. Sólo vosotros dos quisisteis ayudarme.
—Devolvimos la foto —digo con un hilo de voz.
—Ya lo vi.
—Chachi, ¿quieres esperar aquí?
Runu-Didi la llama desde su lugar en la cola dando un paso atrás y haciendo hueco para la ma de Bahadur, porque su anterior lugar, aunque estaba marcado por la taza que traía, lo ha ocupado otra mujer. La ma de Bahadur asiente con la cabeza. Me aprieta el hombro y yo evito su mirada porque me hace sentir culpable, como si yo fuera uno de los que se han llevado a Bahadur. Entonces se marcha.
—¿En qué la has ayudado? —dice el chacha de los pedos.
—En nada —respondo.
Los otros chachas que hay en mi cola hablan de lo espantoso que tiene que ser ir de morgue en morgue para comprobar si tu hijo yace bajo una sábana blanca. Eso es lo que todos los padres de desaparecidos han estado haciendo.
—No hay mayor desgracia que sobrevivir a un hijo —dice un chacha.
Tengo ganas de llorar. Dos monos sobre el tejado del complejo de baños se inclinan hacia delante y nos enseñan los dientes. Hoy hay menos calina, así que los puedo ver con claridad.
Regaño a Faiz durante nuestro paseo a la escuela:
—No estás haciendo nada de trabajo detectivesco —le digo.
—¿Desde cuándo es ése mi trabajo? —pregunta Faiz.
—Y tú tampoco estás ayudando mucho —le comento a Pari—. Nadie ayuda. Ni Samosa. Él lo único que hace es comer.
—Pues igual que tú —dice Pari.
Faiz se ríe con los nudillos en la boca.
—Os pedí que le echaseis un ojo al chacha de las teles. ¿Dónde están vuestros informes? —le ladro a Faiz.
—El chacha está siempre en su tienda, de nueve de la mañana a nueve de la noche. No parece un delincuente.
—¿Ayer lo vigilaste? —pregunto.
—Sí.
—Pero si dijiste que ibas a trabajar —dice Pari—. Por eso no viniste con nosotros a hablar con los conductores.
—Sí.
—Entonces, ¿no lo vigilaste? —pregunto.
—Ayer no.
—¿Lo vas a vigilar hoy?
—Claro.
—Es viernes. ¿No tienes que ir a la mezquita? —pregunta Pari.
—Es cierto, tengo que ir a rezar.
—A este paso no vamos a resolver nunca el caso —indico. Doy un zapatazo en el suelo.
—Tranquilo —dice Pari.
—Tariq-Bhai me dio ayer una idea muy buena que podría serviros de ayuda —anuncia Faiz.
No le creo. Faiz está intentando que no me cabree.
—Tariq-Bhai me dijo que todos los teléfonos tienen un número especial que se llama IMEI. E incluso poniendo una nueva SIM en tu móvil, el número IMEI sigue siendo el mismo. La policía puede rastrear ese número con la ayuda de Airtel, Idea o BSNL, o Vodafone.
—¿Está seguro de eso? —pregunto, aunque he visto a la policía rastrear móviles por medio de números IMEI en televisión. Pero no me he acordado de ello hasta ahora.
—Tariq-Bhai lo sabe todo sobre móviles —dice Faiz—. Es muy listo. La única razón por la que trabaja en una tienda de Idea en vez de ser ingeniero es porque tuvo que abandonar sus estudios cuando nuestro abbu murió.
—La policía tiene que averiguar cuál es el número especial del teléfono de Aanchal —dice Pari—. Sabemos que el secuestrador está utilizando su teléfono. Respondió cuando el papa de Aanchal hizo la llamada.
—Si se trata de un secuestrador —digo—, ¿por qué no ha pedido un rescate?
—Porque los que vivimos en bastis no podemos pagar rescates. Eso lo sabe todo el mundo —dice Pari—. Los secuestradores harán más dinero vendiendo los niños que secuestran.
—Los djinns no necesitan rescates —apunta Faiz—. Ni móviles.
No ha pasado ni un mes desde que me hice detective, pero, al abrir la puerta del salón de belleza Shine, tras pasar el día en la escuela me siento tan sabio y tan viejo como un baba del Himalaya.
La encargada del salón le dice a Pari que sí, que ella es Naina. Parece sólo un poco mayor que Runu-Didi, pero es guapita. Tiene las cejas finas y muy arqueadas, por lo que parece estar siempre sorprendida, y su cabello es suave y firme como si lo hubiera alisado con una plancha de carbón.
—¿Has venido a cortarte el pelo? —le pregunta Naina a Pari mientras pasa un cepillo con pasta blanca por las mejillas de su única clienta, una mujer reclinada en una silla negra.
Pari se toca su media cúpula en un gesto protector.
—Claro que no —dice ofendida de que alguien se haya atrevido siquiera a insinuar tal cosa.
Digo:
—Nosotros...
—No hables —me interrumpe Naina, pero se refiere a la mujer que está en la silla—. Mantén los ojos cerrados.
Naina está aplicando a la clienta un tratamiento decolorante. Ma dice que Runu-Didi va a tener que hacerse cien tratamientos así antes de que alguien quiera casarse con ella. Didi se ha destrozado la tez de tanto correr al sol.
—Si notas que te quema, dímelo —le pide Naina a la clienta.
Faiz examina las lociones y pulverizadores que hay sobre el mostrador entonando un murmullo de felicidad. Mi regañina ha tenido un impacto nulo; Faiz no está haciendo ninguna labor de detective. Pari le explica a Naina que estamos buscando a Bahadur y a Omvir.
—Dije que Aanchal estaba conmigo cuando no era verdad, pero ¿y qué? —le dice Naina a Pari—. ¿Vosotros no mentís a vuestros padres? ¿Acaso saben que estáis ahora aquí? Oye, niño, aparta tus sucias manos de mis productos.
Faiz deja de nuevo sobre el mostrador un envase que ha estado olisqueando, pero muy despacio.
—El padre de Aanchal es muy estricto, ¿no? —dice Pari.
—¿Tenía Aanchal un amigo con barba? —pregunto. Sé que he hecho lo correcto al no decir novio musulmán.
—¿Y eso qué os importa a vosotros? —contesta Naina aplicando con brío la pasta sobre la frente de la mujer.
—Queremos averiguar si la persona que se llevó a Aanchal es la misma que se llevó a nuestros amigos —dice Pari.
Naina deja el pincel y se seca las manos con una toalla verde claro manchada con salpicaduras blancas.
—El amigo de Aanchal no es un secuestrador —afirma.
—¿Se dedica a reparar teles? —pregunto.
Las extrañas cejas de Naina se arquean todavía más.
—Dejaos de tonterías —dice haciendo ademán de darnos con la toalla—. Largaos, tengo que trabajar.
—Entonces, ¿quién es el amigo de Aanchal? —pregunto.
Naina sacude la cabeza.
—¿Adónde vamos a llegar si unos mocosos se creen que me pueden hablar en ese tono? —dice.
Me vuelvo hacia Pari y levanto los hombros. Pari baja los suyos. Supongo que tendremos que irnos. Pero entonces Naina se decide a hablar:
—El amigo de Aanchal no es musulmán. No sé de dónde saca esas ideas la gente.
Faiz deja de toquetear la loción, que se desborda de la boca de una botella. Naina ha captado toda su atención.
—Aanchal lo conoce desde hace un tiempo. Tiene un buen trabajo como teleoperador. Y la noche en que ella desapareció él trabajaba. Los teleoperadores tienen que fichar a la entrada y a la salida con sus carnets de identidad, así que es imposible mentir. —Naina da unas palmaditas en el hombro de su clienta, aunque la mujer está sentada tan tiesa como un muerto y tiene la cara mortalmente blanca—. Está preocupado por Aanchal. Me llama todos los días para saber si ha vuelto.
—¿Cómo se llama? —pregunta Pari—. ¿Es de nuestro basti?
—A Aanchal no le gustan los chicos de los bastis —aclara Naina—. Siempre le dan problemas.
—¿Piensas entonces que Quarter raptó a Aanchal? —pregunta Pari—. El hijo del pradhan. Hemos oído que le da problemas.
—¿Por qué iba a raptarla? Hasta hoy jamás había intentado nada parecido.
—¿Es muy mayor el teleoperador ese, el amigo de Aanchal? —pregunto—. En el basti decían que su novio es un viejo.
—¿De dónde saca la gente el tiempo para inventarse tantas mentiras? —responde Naina—. Pues claro que su novio no es un viejo.
—Naina, Naina, que me quemo —dice la clienta.
—Te lavaré la cara y verás cómo estarás mil veces mejor que antes —dice Naina ayudando a la clienta a levantarse sujetándola por el codo—. Ya es hora de que os marchéis —nos indica Naina.
—¿Lo veis? El chacha de las teles no es más que eso, un chacha —dice Faiz en cuanto salimos fuera—. No es el novio de nadie.
—Aunque no conociera a Aanchal, lo de Bahadur seguiría haciéndole sospechoso —dice Pari.
Faiz no tiene tiempo para discusiones. Debe presentarse en el puesto del mercado y también en la mezquita. Le grito: Adiós, flojo al verlo partir.
—Fue Faiz quien descubrió lo del elefante y el dinero de Bahadur —dice Pari cuando él ya está demasiado lejos para oírla—. No tú.
Ajay y su hermano están colgando unas camisas recién lavadas en las cuerdas de tender que hay en la fachada de su casa cuando Pari y yo llegamos allí.
—¿Vuestra didi era quien hacía esto antes? —pregunta Pari. Sólo a duras penas consigue ocultar su sonrisita; Pari opina que los chicos de nuestro basti lo tienen muy fácil porque los padres obligan a las chicas a hacer el trabajo duro. Pero su ma y su papa nunca le piden ni que pele una cebolla.
—¿Habéis sabido algo de vuestros amigos? —se interesa Ajay.
Pari dice que no. Luego le cuenta a Ajay lo de los números IMEI.
—Papa ya le ha pedido a la policía que rastree el teléfono de Didi —dice Ajay—. Pero no han hecho nada.
—¿No tendréis un recibo del lugar donde vuestra hermana compró su móvil? —pregunta Pari.
—Lo compró de segunda mano no sé dónde. No tenemos ningún recibo. Papa estuvo buscando la garantía para llevársela a la policía, pero no encontró nada.
Ajay escurre el agua de una camisa, aunque muy mal, y se moja los pies.
Me pregunto si no será el novio de Aanchal quien le dio el móvil. Esta parte de nuestra labor detectivesca ha demostrado ser un fracaso, como todas las demás partes de nuestro trabajo.
—Es superestúpido que la policía no haya rastreado ya el móvil de Aanchal —opina Pari mientras arrastramos pies y mochilas en dirección a nuestras casas.
—Ojalá tuviéramos su tecnología —digo, aunque ni siquiera sé utilizar un ordenador.
—¿Crees que Byomkesh Bakshi dependía de aparatitos? —pregunta Pari—. Le bastaba con su cerebro.
Por desgracia, mi cerebro carece de la inteligencia necesaria para decirme dónde está Aanchal. Intento que mis oídos perciban una señal mientras camino a casa, pero no oigo nada más que el ruido habitual del bazar y el basti: gente discutiendo, gatos bufando y televisores parloteando.