... Aanchal no regresa, como tampoco lo hacen Bahadur y Omvir, pero en las noticias de la tele veo un titular que reza: Dilli: ¡El inspector jefe de la policía se reencuentra con su gato!
Papa también lo ve. Se le agría el rostro como la leche que uno se olvida de guardar en verano y sus dedos hostigan los botones del mando a distancia. El volumen sube y baja, la gente de las noticias es sustituida por cantantes y bailarines y luego por cocineros de otros canales.
Aunque nuestro basti arda de parte a parte nunca saldremos por televisión. Es lo que Papa dice todo el tiempo y es algo que continúa irritándolo sobremanera.
Le pregunto si puedo ver «Police Patrol». Me deja verlo, y eso que se trata de un episodio sólo para adultos donde se habla de cinco niños asesinados por su malvado tío, que se hacía pasar por su mejor amigo.
Una mañana, no mucho después de aquella noche, cuando noviembre ya se ha convertido en diciembre e incluso el agua huele a calina y humo, Pari, Faiz y yo vemos al papa de Aanchal de camino a nuestra escuela. Está comprando cartones de leche y diciéndole a quien quiera escucharlo que hay adinerados secuestradores y asesinos que tienen a la policía comiendo de su mano.
—Ahora os reiréis de mí —dice—, pero recordaréis mis palabras cuando desaparezcan otros niños. Y creedme, desaparecerán.
Un hombre aúlla como si le sorprendiera oír esas palabras, pero lo que pasa es que un individuo le está limpiando y aceitando las orejas con un palillo metálico y muchas bolitas de esponjoso algodón. Dejamos atrás a un Santa Claus con muy mal humor y manchurrones en su barba blanca que va ceñido en un traje rojo lleno de agujeros y que imparte órdenes a un grupo de trabajadores, los cuales están haciendo un muñeco de nieve con algodón y espuma de poliestireno. La gente saca fotos con sus móviles al muñeco de nieve todavía a medio hacer.
En la reunión, el director del colegio reprende a unos chicos a los que han sorprendido dibujando obscenidades en los cuartos de baño. Luego habla de Bahadur y Omvir. Han pasado seis semanas desde la última vez que los vieron. Nos dice que no debemos escaparnos y también nos habla de los secuestradores de niños que llevan inyecciones adormecedoras y caramelos rociados de drogas.
—No vayáis solos a ningún sitio —advierte.
Miro a Faiz. Por las noches está solo en el bazar. Debería haberme preocupado por él.
En clase, mientras el profesor Kirpal nos pregunta los nombres de las capitales de cada estado, le digo a Faiz que no se quede hasta tarde.
—¿Desde cuándo eres mi abbu? —pregunta.
—Vale, pues que te secuestren entonces —contesto apartando bruscamente su mano de mi lado del pupitre.
El chico con granos que se ha convertido en el seguidor número uno de Runu-Didi me sale al paso durante la hora del almuerzo.
—Tienes que esperar a que tu hermana termine su entrenamiento y acompañarla a casa —dice lanzando miradas sombrías al patio donde Quarter se hace rodear de su corte diaria bajo la margosa—. No debería andar por ahí sola. Corren malos tiempos.
Todo el mundo piensa que Quarter es un mal bicho, pero aun así no somos capaces de achacarle ningún secuestro. O como delincuente es muy listo o nosotros somos muy estúpidos. Con todo, no acepto consejos de un fracasado.
—La única persona a la que Didi debe temer eres tú —le digo al granujiento, y salgo pitando.
Cuando repica la última campana, el profesor Kirpal grita por encima del jaleo que montamos que debemos terminar nuestros trabajos y traerlos el lunes a clase. El trabajo consiste en hacer tarjetas de felicitación para Año Nuevo. Es la peor tarea que he escuchado jamás.
Salimos pitando del aula y atravesamos corriendo la puerta del colegio. Es viernes y Faiz nos está metiendo prisa. Por el camino hay una oleada de carretillas, de bicitaxis y de padres que esperan para llevarse a sus hijos pequeños a casa. Puedo oler los cacahuetes tostados y los cubitos de batata aún humeantes cubiertos de masala y jugo de lima que los vendedores callejeros llevan en sus carros y cestas.
Una mano cuya muñeca está cubierta por un racimo de tintineantes pulseras aparta hacia un lado a una mujer vestida con un burka. La dueña de esa mano grita:
—¡Pari, ahí estás!
Es la ma de Pari. No tengo ni idea de qué puede estar haciendo aquí; su trabajo termina mucho más tarde.
—Ma, ¿qué pasa? —pregunta Pari—. ¿Papa está bien?
La ma de Pari solloza:
—Otro pequeño —dice, y se agarra con fuerza a la muñeca de Pari.
—Ma, me haces daño —exclama Pari.
—Anoche desapareció otro pequeño —cuenta la ma de Pari—. Una niñita. Tu vecina me llamó por teléfono en cuanto se enteró. La gente la está buscando por todas partes. Es peligroso que andes por ahí sola.
—No está sola —dice Faiz—. Nosotros estamos con ella.
Un bicitaxi atestado de escolares pasa por nuestro lado entre resoplidos. Va dejando un rastro de arroz con azafrán y pollo tandoori. No da la impresión de que haya ocurrido algo horrible. Todo alrededor es ruidoso y normal.
—Jai, ¿dónde está tu hermana? —pregunta la ma de Pari.
—Le toca entrenamiento.
—Tu ma dijo que la buscase también a ella. Hemos hablado por teléfono.
La red de mujeres de nuestro basti es muy sólida. Voy corriendo de vuelta al patio. Runu-Didi ríe con sus compañeros de equipo.
—Didi —digo—, alguien más ha desaparecido en nuestro basti y Ma ha llamado a la ma de Pari y ha dicho que tenemos que volver juntos a casa. La ma de Pari nos está esperando en la puerta.
—Yo no voy contigo a casa —dice Didi.
—¿Ha desaparecido otro niño? —pregunta Tara, su compañera de equipo.
—La ma de Tara me va a llevar a casa —añade Didi.
—Pero si ni siquiera... —dice Tara, pero Didi la hace callar.
—Hasta luego —me despide Didi.
Si la secuestran, será culpa suya. He hecho lo que he podido. En la puerta cuento la misma mentira que Didi me ha contado a mí. La ma de Pari dice que de acuerdo sorbiendo por la nariz.
Vamos a casa caminando en fila india e ignorando las maldiciones de los conductores de autotaxis, a quienes irrita que obstaculicemos su paso. Faiz se marcha a la tienda del mercado sin dejar que la ma de Pari lo detenga. Le dice que si no trabaja, su familia no tendrá para comer, cosa que es una verdad a medias. La ma de Pari se lo cree.
Las calles están llenas de hombres y mujeres que señalan el cielo con los dedos (¿acaso los dioses duermen?) o en dirección a la autopista donde se encuentra la comisaría (¿cuándo van a espabilar esos hijos de una burra?).
—Hagamos una protesta ante el superintendente de la policía, para que aprenda —propone alguien.
—Tengo entendido que está en Singapur —explica otro.
La ma de Pari nos dice que sigamos y no nos detengamos a parlotear ni permitamos que nos hagan preguntas. Cuando llegamos a su casa dice:
—Tengo que dejar a Pari con la vecina e ir a trabajar.
Supongo que le da igual si me secuestran. Pero entonces veo que Shanti-Chachi está allí hablando con la vecina de Pari. Ma ha debido de pedirle que me lleve a casa desde la de Pari. Nuestro basti se ha convertido en una cárcel. Hay vigilantes observándonos por todas partes.
Shanti-Chachi me pregunta dónde está Runu-Didi. Repito la mentira de Didi.
Después de que la chachi me deje en casa cojo mi libro de Ciencias Naturales de la mochila y me quedo en la puerta sin quitarme el uniforme. Escucho lo que Shanti-Chachi comenta con otras chachis. Y me entero de esto:
Pari hubiera escrito todo esto en su cuaderno.
No sé ni cuánto tiempo paso escuchándolas. Runu-Didi llega a casa, deja su mochila y se acuclilla delante del barril para lavarse la cara. Cuando termina me hago a un lado para que pueda pasar.
—¿Por qué ese secuestrador está raptando tantos niños? —pregunto.
—Quizá le guste comérselos —contesta Runu-Didi. Deja la puerta entornada para poder cambiarse detrás. No puedo verla, pero sigue hablando—. Hay gente a la que le gusta comer carne humana. Igual que a ti te gusta comer dulces bengalíes y carne de cordero.
—Mentirosa.
—¿Dónde te crees que estarán ahora los niños desaparecidos? —pregunta Didi—. En la tripa de alguien.
—Un niño no cabe en la tripa de un hombre. ¿Y Aanchal? Imposible. Un secuestrador vendería a los niños que ha raptado a cambio de dinero, no se los comería.
Si los djinns no los han cogido y encerrado en mazmorras, Omvir y Bahadur estarán ahora mismo limpiando los baños de los ricos. O cargando con pesados ladrillos echados a la espalda. Y sus ojos y caras estarán rojos por el polvo de ladrillo y las lágrimas.
Runu-Didi termina de cambiarse, abre la puerta del todo y sale a hablar con sus amigas del basti. Yo me meto dentro y me tumbo en la cama con el libro en el pecho. Miro nuestro techo, el pequeño ventilador de pared que no hemos usado desde la celebración de Diwali y al lagarto que hay justo al lado, inmóvil y haciéndose pasar por una parte más de la pared. Rezo: Por favor, Dios, que no me secuestren ni me asesinen ni me cojan los djinns.
Recuerdo a los chicos de la estación y a Guru diciendo que los dioses están demasiado ocupados como para escuchar a todo el mundo. Si no es a ellos, al menos sí me gustaría poder rezarle a Demente.
Pienso en todos los nombres que conozco por si alguno es el nombre de Demente. Abilash y Ahmed y Ankit, y Badal y Badri y Bhairav, Chand y Changez y Chetan... Me cuesta un montón pensar esos nombres en orden alfabético, así que los dejo venir a mi cabeza en el orden que ellos quieran. Sachin Tendulkar, Dilip Kumar, Mohammed Rafi, Mahatma Gandhi, Jawaharlar Nehru...
El ruido de las semillas de mostaza al arder en aceite hirviendo me despierta. Debo de haberme quedado dormido entonando nombres. Oigo a Ma y a Runu-Didi hablando en susurros de la niña desaparecida.
—Runu, tú también tienes que andarte con cuidado —comenta Ma—. Sea quien sea, no sólo están secuestrando a niños. Aanchal tiene diecinueve o veinte años, no lo olvides.
—Tiene dieciséis —digo sentándome.
—¿Cuánto rato llevas despierto? —pregunta Ma. Está echando cebolla a la olla y removiendo; el cucharón araña los laterales del cazo.
—Ma, ¿es verdad que alguien está secuestrando a niños para comérselos?
—¿Qué?
—Porque nuestra carne es dulce.
—¿Le has dicho tú esa estupidez? —pregunta Ma a Runu-Didi. Le intenta dar un manotazo con la mano izquierda, pero no la alcanza.
—No he sido yo —chilla Didi.
—Lo único cierto —me dice Ma— es que Chandni estaba fuera por la noche y sola. Quería comer dulces fritos y su madre le dio dinero para que los comprase. ¿A quién se le ocurre con las cosas que están pasando? ¿No hubiera sido mejor que esa mujer saliera a comprarlos?
Ma junta las rodajas de ajo y jengibre y las echa a la olla junto con una pizca de cúrcuma y cilantro y comino en polvo.
—La casa de Chandni está al lado del bazar, o eso cuenta la gente —dice Didi secándose las manos en su túnica—. Es lo mismo que cuando yo voy a casa de Shanti-Chachi.
—No puede estar tan cerca —dice Ma.
—Quizá su ma estaba ocupada cocinando, como tú ahora.
—Si me pidiera el mismísimo Visnú Bhagwan que os ordenase salir a la calle, me negaría.
Papa entra y me mira con gesto serio.
—¿Qué es lo que escucho por ahí? —pregunta—. Nosotros pensando que estás estudiando y resulta que andas por Bhoot Bazaar, ¿es eso cierto?
Ma deja de remover de repente el cazo.
—Pero si estoy aquí todo el tiempo —digo—. Estoy aquí ahora mismo. ¿No me ves?
—¡Ya basta! —grita Papa con todas sus fuerzas—. ¿Te crees que esto es gracioso? Nunca te hemos prohibido hacer nada que quisieras hacer. A ninguno de los dos. —Mira a Runu-Didi—. Pero todo tiene un límite.
—Papa...
—Runu, escucha con atención. Porque esto también te concierne a ti. De ahora en adelante no vas a correr ni saltar más después de las clases, ¿entendido?
—Pero... mi... entre distritos... yo...
—Traerás a Jai después del colegio y te quedarás con él en casa. Ponle una correa si tienes que hacerlo.
—El entrenador me va a matar —dice Didi.
—¿Está entrenando acaso al equipo de críquet de la India? —pregunta Papa—. No es más que un inútil que da Educación Física.
—La competición entre distritos es lo más, Papa. El entrenador quiere que entrenemos todos los días, incluso los domingos.
Las cebollas huelen a quemado porque Ma no está prestando atención al cazo. Me pregunto cómo haré para ir pasado mañana al puesto de Duttaram.
—A los niños los han secuestrado por la noche, Papa —digo—. Didi y yo siempre estamos de vuelta antes de que oscurezca.
—Sí, eso es verdad —añade Didi, que tiene los ojos húmedos de rabiosas lágrimas—. Papa...
—No quiero oír ni una palabra más, Runu. Y Jai, te vas a enterar si vuelvo a oír que andas rondando a solas por el bazar. No creas que no lo voy a descubrir.