La manifestación de
Hindu Samaj ya...

... ha acabado, pero por todas partes hay rastros suyos. Mientras caminamos del colegio a casa, nuestros zapatos pisan unos panfletos en los que aparecen las caras de los desaparecidos. Cojo uno de ellos. La fotografía de Bahadur que sale en el panfleto es la misma que su ma nos dio a nosotros, pero el póster es en blanco y negro, así que no hay manera de saber que la camisa es roja. El pelo de Omvir está pulcramente peinado despejándole la frente y el chico sonríe a la cámara. Aanchal lleva un salwar-kameez con un pañuelo sobre la cabeza; no se parece en nada a una chica de burdel. La cara de Chandni es pequeña y granulosa. Bajo las fotos se leen estas palabras: LIBERAD YA A NUESTROS HIJOS.

—¿Pero es que vieron acaso a algún musulmán secuestrar a un niño?, ¿cómo van por ahí haciendo estas bobadas? —Los dedos de Pari señalan el panfleto que sostiene.

—El detective Byomkesh Bakshi se hubiera reído de ellos —digo.

—Deberíamos ir a la casa de Chandni —sugiere Pari—. Quizá veamos algo o a alguien sospechoso. No podemos permitir que el partido Hindu Samaj siga culpando de estas desapariciones a unas buenas personas.

Pari está intentando que Faiz se sienta mejor, porque está hundido.

Se dirige a una mujer sentada en el arcén que está rodeada de sacos llenos de especias y le pregunta si sabe dónde está la casa de Chandni. La vendedora de especias nos indica hacia la izquierda o la derecha, no estoy muy seguro de dónde, pero creo que Pari la ha entendido.

Pasamos por delante de la tienda de reparaciones del chacha de las teles y vemos que está cerrada, como todas las tiendas de musulmanes que hay en Bhoot Bazaar. Si yo fuera musulmán, tampoco tendría la tienda abierta mientras Quarter y su banda siguieran gritando amenazas.

—Faiz, ¿por qué no te vas a casa? —dice Pari mirando las persianas cerradas con candados—. Estarías más seguro.

—¿Por qué no cierras la boca? —gruñe Faiz.

La calle termina en un claro del tamaño de tres casas de las nuestras cortado en un lado por montones de escombros que de tanto tiempo como llevan allí se han endurecido como piedras. Las cabras intentan encontrar algo que comer en el interior de plásticos viejos y rotos. Al otro lado del claro hay un transformador eléctrico: una caja de metal enorme y abollada que pertenece a la compañía eléctrica y se encuentra rodeada por una enorme verja de metal. Una cabeza cortada de la diosa Saraswati con una grieta dentada que recorre su perplejo rostro yace entre los rastrojos que crecen alrededor del transformador. Es muy mal presagio.

En un cartel blanco colgado de la verja hay unas letras rojas que dicen PELIGRO: ELECTRICIDAD con una calavera debajo. La calavera tiene una boca enorme y los dientes torcidos. Está sonriendo, pero es una sonrisa diabólica.

En los barrotes de la verja han atado guirnaldas de jazmines y caléndulas. Quizá este lugar sea un templo para la diosa rota. Ma me arrastra a los templos que hay en Bhoot Bazaar cuando se celebra Diwali o Janmashtami, pero nunca me ha traído aquí. Nuestro basti es bastante grande y la gente dice que hay más de doscientas casas, así que ni siquiera Ma con la todopoderosa red de su teléfono móvil lo sabe todo o conoce a todo el mundo.

Dos chicos entran en el claro a la carrera gritándose entre sí. Uno le pega al otro con un palo y los verdugones que tiene en la piel cambian de color, de blanco a rojo, en cuestión de segundos.

—¿Sabéis dónde está la casa de Chandni? —les pregunta Pari—. Chandni, la niña desaparecida.

El niño que tiene el palo apunta en dirección a las casas que hay más allá del claro.

—Seguid recto —dice. Después sigue pegando a su amigo.

Caminamos hasta el borde del claro donde la avenida se corta en dos callejones: uno que sigue hacia donde el chico ha dicho que está la casa de Chandni y otro que gira a la derecha en dirección a la autopista.

—Parece que todo está ocurriendo en torno a este templo-transformador —dice Pari.

—¿Qué es todo? —pregunto.

—Bahadur trabajaba en la tienda de reparaciones, que está cerca de este lugar. Y las casas de Aanchal y de Chandni también están cerca de aquí.

—La casa de Omvir no —le recuerdo.

—Quizá vino por aquí para hablar con el chacha de las teles, igual que nosotros. Este lugar es perfecto para un secuestrador. Por la noche tiene que estar desierto. Ahora mismo casi lo está.

—Quizá —digo con tristeza. Yo tenía todas esas pistas y no se me ocurrió establecer la relación. A Pari sí: su cerebro une cosas a la velocidad de la luz. Pari es Feluda, Byomkesh y Sherlock. Yo no soy más que un ayudante, del tipo de Ajit, Topshe o Watson.

—¿Otra vez estás culpando al chacha de las teles? —pregunta Faiz—. ¿Cómo sabemos que buscamos a un secuestrador humano y no a un djinn malvado?

—Quizá los djinns se pasean por aquí igual que los delincuentes como Quarter se pasean por la licorería —comento—. Éste será su lugar de encuentro.

—Sí, el lugar del Shaitani —dice Faiz.

—¿Shaitan no significa «diablo»? —pregunto.

—Los djinns malvados también son llamados shaitan —aclara Faiz.

—¿Por qué no hacéis entre los dos vuestro propio programa llamado «Patrulla Djinn» y reserváis todas estas tonterías para él? —pregunta Pari.

—Ese programa lo vería un montón de gente —digo.

Pari no puede seguir regañándonos porque hemos llegado a la casa de Chandni. Sabemos que es su casa porque hay mucha gente fuera. Reconozco algunas caras: Quarter, el planchador, el papa de Aanchal y Laloo el Borracho. Encorvada en la entrada de la casa hay una chica con un bebé en brazos. Una mujer se deja ver detrás de ella en las sombras con el rostro medio cubierto por el extremo de su sari. Supongo que se trata de la ma de Chandni. La casa no tiene puerta; en su lugar cuelga una sábana rasgada.

La mayor parte de los hombres viste ropas de color azafrán. Deben de ser parte de la manifestación del Samaj. Sólo Quarter viste de negro, como siempre.

—Te digo que este lugar no es nada seguro —le dice Pari a Faiz.

—Quarter no sabe que Faiz es musulmán. Nadie nos conoce —digo, pero el estómago me da un vuelco y no es por el arroz pasado que hemos comido en el almuerzo.

Faiz parece tan asustado como un perro atrapado en la red de un cazador de perros, pero dice:

—No me voy a ir a ninguna parte.

Está queriendo demostrarle algo a alguien, quizá incluso a nosotros.

Un hombre con un manto azafrán y un collar de cuentas que se entrechocan en su cuello sale de la casa de Chandni. Es un baba, no sé cuál. Hay muchos babas en Bhoot Bazaar.

Alargo el cuello para poder ver algo. El pradhan está aquí, justo detrás del baba. No lo había visto en meses. Los cabellos negros le brillan como si tuviera el sol encima y eso que hoy el aire está demasiado espeso por culpa de la calina. Es un hombre delgado, de corta estatura, vestido con un pijama blanco y un chaleco dorado muy caro abotonado hasta el cuello. Le cuelga suelto de los hombros un pañuelo de color azafrán. Habla con Quarter, que se reclina para que su papa le pueda susurrar algo al oído. Alguien intenta interrumpirlos y el pradhan lo despacha con un gesto de la mano.

El baba se sienta sobre un charpai. La gente le agarra los pies, le toca el vuelo de su manto.

—Tenías tanta razón, baba... —dice un hombre. Está de rodillas con la cabeza inclinada, pero lo reconozco. Le digo a Pari que éste es el tipo con pinta de boxeador que le dijo a Duttaram que los niños no debían trabajar.

—Chist, calla —me chista un chacha.

—Tanta razón... —repite el boxeador a baba—. Hasta que tu radiante presencia arrojó luz sobre la desagradable verdad de este basti no nos dimos cuenta de que los musulmanes nos estaban causando semejante dolor.

Se deja caer a los pies del baba. Él lo levanta por los hombros y le da unas palmadas en la espalda. Tres golpes sordos con la mano cerrada en un puño directos a las piedras de la espina dorsal del boxeador.

El boxeador se incorpora para hablar con el pradhan, ya que permanece detrás del baba con las manos apoyadas en el regazo. El pradhan no suele hacer caso a personas como nosotros, pero ahora escucha atentamente con una expresión seria pintada en el rostro. El boxeador debe de ser uno de los muchos informadores que el pradhan tiene en nuestro basti. Ma dice que el pradhan paga bien a sus informadores; quizá fue así como el boxeador obtuvo el dinero necesario para comprarse un reloj de oro.

Ahora es el turno del papa de Aanchal:

—Baba —dice—. Es un gran alivio tenerte aquí entre nosotros. En cuanto te vi dejó de pesarme el corazón. Sé que me devolverás a mi hija.

El baba se peina la barba con la mano derecha. En la punta de los dedos se le acumula ceniza como por arte de magia. La deja sobre las palmas extendidas del papa de Aanchal, después lo abraza y le da tres palmadas en la espalda. Al papa de Aanchal le da un ataque de tos. Es un hombre tan débil que no creo que haya podido hacerle algo a su hija. No tiene fuerzas ni para levantar del suelo a una pequeña como Chandni. Creo que tendremos que descartarlo de nuestra lista de sospechosos.

Laloo el Borracho se incorpora y sus brazos flácidos le cuelgan como ramas muertas a punto de caer contra el suelo.

—Baba dice la verdad. Ningún niño musulmán ha desaparecido —farfulla arrastrando las palabras bien lubricadas de hooch—. Detén a los malvados musulmanes, baba, detenlos.

Miro a Faiz. Actúa como si nada de esto le importase, pero le late la cicatriz que tiene junto al ojo izquierdo.

—Es sólo una niña —indica un hombre que se encuentra junto a la ma de Chandni y por detrás del baba. Puede que se trate de su papa. Su cabello despeinado se levanta como una llama por encima de su frente—. Hindú, musulmán, ¿qué sabe ella?

—Hijo, eso nosotros lo comprendemos —dice el pradhan volviéndose para mirarlo—. Pero ¿y ellos, los malvados?

Un hombre entrega al baba un vaso de suero de mantequilla y éste se lo termina en dos tragos. Otro hombre le entrega un cuenco de copos de arroz, que se come ayudándose del palito de madera de un helado. Me pregunto si el baba no será como Demente; quizá pueda arreglar cosas, hacer magia y sacar dinero del aire y mantas de la calina.

—Como ya he informado a la madre y el padre de Chandni —anuncia el baba mascando los copos y moviéndolos del interior de una mejilla al otro—, ambos han de llevar a cabo una ceremonia especial para lograr la bendición de Dios. Vosotros —señala al papa de Aanchal, a Laloo el Borracho y al planchador— también podéis ayudar.

La gente que se sienta en el suelo canta Ram-Ram-Ram-Ram. El baba no se separa de su cuenco y recompensa a cada discípulo con una palmada en la espalda.

—Así es como el baba bendice a la gente —me susurra Pari—. He oído hablar de este baba de las palmadas.

—Pero ¿los bendice o los manda al hospital? —le susurro yo. Pari suelta una risita.

—¡Niños, venid aquí!

Es el baba. No sé cómo ha reparado en nosotros ni por qué. Todos los demás se nos quedan mirando. Lo que yo quisiera es que dejaran de hacerlo y siguieran con lo que estuvieran haciendo antes.

—Son amigos de Bahadur —dice Laloo el Borracho.

El papa de Aanchal me observa con los párpados entrecerrados, pero no intenta pegarme.

Unas manos muy fuertes nos empujan en dirección al baba, que nos besa la frente con una boca punzante a causa de la barba y el bigote y nos da una palmada en la espalda. El dolor me sube hasta la cabeza, pero también me baja por las piernas. Igualmente le da la palmada a Faiz, lo cual es muy bueno, porque eso significa que no sabe que Faiz es musulmán.

Echo una mirada a Quarter y al boxeador, que están detrás del baba de las palmadas. Quarter me lanza una sonrisita al ver que me froto mi dolorida espalda. El boxeador sigue susurrando los secretos del basti al pradhan. Nos mira, pero su rostro no deja ver si ha reconocido en mí al chico de la tetería.

Las palabras del baba de las palmadas nos acompañan mientras Pari nos arrastra a Faiz y a mí lejos de allí:

—En este basti reside un terrible mal que no responde a nuestros dioses. Nos toca a nosotros detenerlo antes de que haga más daño...

 

 

Son las vacaciones de Navidad. Tenemos más tiempo de vigilar a nuestros sospechosos, los que no son djinns. Pari había tachado al chacha de las teles de su lista, pero lo ha vuelto a poner en ella porque su tienda está cerca del lugar del Shaitani. Faiz dice que Pari y yo deberíamos empezar a vestir de azafrán ya que estamos actuando como miembros del Hindu Samaj. Pari explica que si cogemos al secuestrador, estaremos ayudando a todo el mundo, hindúes y musulmanes por igual.

Nadie mejor para hacer operaciones de vigilancia que los niños detectives, como nosotros. Puedo llevarme a Samosa conmigo si no está ocupado intentando dar caza a su propia cola o lamiendo el agua sucia de los charcos.

Hoy rondamos por la tienda del chacha de las teles. Faiz no ha ido a trabajar y nos ha acompañado porque le preocupa que Pari y yo acusemos al chacha sin más de secuestrar a niños, y entonces Quarter y el Hindu Samaj le quemarían la barba al chacha o le cortarían la cabeza con una espada. Hemos visto en las noticias de la tele que esa clase de cosas ya se las han hecho a los musulmanes. Es extraño que Quarter, nuestro principal sospechoso, esté actuando como si quisiera atrapar al secuestrador.

Ahora mismo ocultamos que nos encontramos en medio de una operación de vigilancia fingiendo jugar con las canicas de uno de los hermanos de Faiz. Samosa se entusiasma cada vez que hacemos chocar las canicas y ladra muy alto.

—¿Por qué te has traído a este perro idiota? —pregunta Pari.

—Porque puede seguir pistas.

—Todo el mundo nos está mirando por culpa de Pakoda —dice Pari.

—Sabes bien que ése no es su nombre.

—¿Puedes hacer que Fideos Chinos se calle, por favor? —insiste.

Faiz recoge las canicas y se las guarda en los bolsillos; quizá teme que Samosa se coma alguna.

Le tiro a Samosa parte de las galletas que Ma me ha dado para desayunar. Es genial que a él le encanten las galletas y yo las odie. Ma cree que Runu-Didi y yo nos pasamos todo el día en casa estudiando para nuestros exámenes, que empezarán en cuanto la escuela vuelva a abrir. Pero Didi sale a entrenarse cuando termina sus tareas. No nos hacemos preguntas. Se nos da bien guardar nuestros respectivos secretos.

El chacha de las teles sale de su tienda con dos de sus clientes y nos ve.

—Andáis jugando por aquí porque creéis que Bahadur regresará primero a mi tienda —dice—. Qué buenos sois.

Nos pregunta si queremos té y decimos que no, pero sus palabras nos hacen sentir mal, así que cancelamos nuestra misión y vamos al lugar del Shaitani. Comprobamos si el secuestrador o un djinn ha dejado alguna pista, pero sólo hay la clásica basura que vemos en cada callejón de nuestro basti: envoltorios de toffee, bolsitas de patatas fritas, periódicos destrozados contra el suelo por unos pies enfundados en sandalias, excrementos de cabra, estiércol de vaca, la cola de una rata que algún pájaro dejó sin comer. La diosa Saraswati rota en pedazos sigue mirando perpleja desde los rastrojos.

—Tendríamos que hablar a los adultos acerca de este lugar —opino—. Quizá puedan poner vigilancia las veinticuatro horas del día.

—¡¿Desde cuándo eres tan idiota?! —grita Faiz. El amuleto que lo mantiene a salvo de los djinns malvados salta sobre su garganta. Samosa lanza un gañido—. Si le cuentas a alguien algo sobre este lugar, la gente no dudará en culpar al chacha de las teles. Creerán que es el secuestrador, igual que tú.

Se marcha pisando el suelo con fuerza. Las canicas hacen un ruido de sonajero en sus bolsillos.

—No deberías hacerle enfadar —dice Pari.

—¿Yo? Pero si eres tú la que está poniendo en la lista de sospechosos al chacha de las teles.

Samosa ladra.

No tengo la menor duda de que el lugar del Shaitani es un lugar lóbrego y lleno de malos sentimientos, porque hace que incluso los buenos amigos se peleen.