KABIR Y KHADIFA

Era como si hubiera estado aguardando en el callejón durante horas. A su espalda se estremecían las cortinas que daban paso al salón de videojuegos, de donde la luz escapaba en guirnaldas que se desplegaban hacia sus pies. La noche había caído de golpe sin que Khadifa se hubiera dado cuenta, borrando los tejados de Bhoot Bazaar.

Khadifa se imaginaba a sí misma entrando en tromba en el salón y sacando a su hermano a rastras, pero su sentido de lo que era apropiado la detuvo. Las chicas de los bastis no entraban en lugares semejantes, ni siquiera las valientes que se atrevían a llevar faldas cortas y contestaban mal a sus padres. Khadifa estaba comportándose como una chica responsable al intentar detener a los chicos que entraban en el salón, pero todos ellos se hallaban demasiado distraídos para escucharla.

—Por favor, mi hermano está ahí dentro —le dijo a otro chico; alarmada había reparado demasiado tarde en su hirsuto bigote y en su olor adulto a humo de cigarrillos—. Su nombre es Kabir, es pequeño, sólo tiene nueve años. Pídale que salga, por favor. Dígale que su hermana lo está esperando.

La expresión del chico no cambió. Khadifa se hizo a un lado para dejarle pasar y cohibida tocó su hiyab. La vergüenza hacía que le ardieran las mejillas incluso con aquel frío.

Embutió los nudillos en la cara interna de sus codos mientras la invadía una cólera que conocía muy bien. Por la tarde, Ammi había mandado a Kabir a que comprase un cartón de leche y después mandó a Khadifa a que fuese a buscarlo al ver que ya habían pasado dos horas y no había regresado. Qué más daba que Khadifa tuviera amigos con los que hablar y una costura que terminar. Cada vez que Kabir se portaba mal recaía sobre Khadifa la tarea de enderezar las cosas. ¿Eso era justo?

A Ammi le importaba muy poco la justicia. Lo único en lo que por entonces parecía pensar era en el nuevo bebé que crecía en su vientre. La dulzura con la que Ammi le hablaba bien entrada la noche y a primeras horas de la mañana, diciéndole entre arrullos con una voz pesada de sueño que no podía esperar a conocerlo —¿y por qué aquel bebé tenía que ser también un niño, como sus padres querían?—, sacaba a Khadifa de quicio. Seguro que su nuevo hermanito iba a ser también un trasto, como Kabir. La vida de Khadifa ya sólo iba a consistir en perseguir a esos mocosos; no iba a tener ni un minuto para probarse un nuevo pintaúñas o una diadema en casa de una amiga.

Ammi y Abbu aún no lo sabían, pero Kabir había faltado a sus clases en el colegio. No era en realidad un colegio, sino un centro dirigido por una ONG en el que los estudiantes de dos a dieciséis años se apelmazaban en una misma aula. También se saltaba los sermones y las oraciones de la tarde de los viernes que se celebraban en su mezquita y afanaba rupias de la cartera de Abbu con cuidado de robar solamente un billete o dos cada vez para no atraer su atención. El dinero que Kabir reunía haciendo encargos para los tenderos de Bhoot Bazaar no era suficiente para cubrir el número de horas que pasaba en el salón de juegos. También a Khadifa le habría birlado algunas monedas —ahorraba más de la mitad del dinero que ganaba como costurera— de no ser porque ella, que lo conocía muy bien, no le quitaba ojo. Le saltaba encima antes de que pudiera acercarse a sus ahorros.

Sus padres trataban a Kabir con indulgencia quizá porque era chico, pero en cuanto se enteraron de sus robos y de que no asistía ni a la mezquita ni a la escuela lo despacharon al pueblo en el que vivían sus abuelos y, cómo no, le asignaron a Khadifa el cargo de vigía. Tenían suficiente confianza en ella y pensaban que podía cuidarlo sola. Khadifa por lo visto tenía que considerar aquello un halago, pero, Ya Alá, ésa no era la clase de alabanza que necesitaba escuchar.

Ammi echaba de menos el hogar de su infancia, situado a tres horas del basti en autobús. A menudo hablaba de lo dulce que era la fruta y de la frescura del aire, a los que había tenido que renunciar a cambio de una ciudad en la que ni siquiera podía respirar. Pero para Khadifa el pueblo era otro mundo, incluso otro país. Allí, las tardes las pasaba en la pura quietud sólo interrumpida por el ruido que hacían los búfalos al sacudir sus colas y el murmullo de los mosquitos, porque el ulema había prohibido la televisión y la radio y quizá hasta las conversaciones. Sus abuelos asentían con la cabeza cuando el ulema afirmaba que las chicas debían casarse antes de que se hicieran demasiado mayores, y demasiado mayores significaba trece o catorce años.

Kabir no iba a perder nada si se iban a vivir al pueblo, mientras que Khadifa lo perdería todo.

La enfadaba sobremanera que Kabir diera todo por sentado. Khadifa tenía amigos cuyos hermanos mayores jugaban en aquellos salones y a través de los cuales había podido enterarse de las andanzas secretas de Kabir. Podía suplicarles a esos chicos, por medio de los amigos que tenía, que le dieran a Kabir un buen susto. Una paliza incluso. Kabir se lo merecía, Alá era testigo de ello.

Levantó algo de polvo, atrayendo las miradas iracundas de los viandantes, luego se apoyó contra la pared del salón confiando en que la calina que se arremolinaba a su alrededor sirviera para ocultarla. La cortina que cubría la entrada al salón se levantó. Kabir salió a trompicones y parpadeando; sus ojos se adaptaban lentamente a la empalagosa luz del callejón. Entonces la vio y esbozó una sonrisa bovina:

—¿Dónde está la leche? —le espetó Khadifa—. ¿Dónde está el dinero?

Kabir tanteó sus bolsillos, como si aún hubiera una posibilidad de que su aturullado cerebro no se lo hubiera gastado en los juegos. Khadifa se dirigió con él hasta un puesto donde se vendía leche y requesón. Durante todo el camino lo reprendió por su egoísmo.

—Los hindúes quieren acabar con nosotros. Nos llaman cerdos terroristas y secuestradores de niños y asesinos de niños —dijo Khadifa—, pero tú, tú no puedes pensar en otra cosa que no sean esos estúpidos juegos, ¿verdad?

A Kabir le dolía en el alma que su hermana le dijera esas cosas, sobre todo porque era verdad. Al principio, jugar había sido para él un pasatiempo, pero ahora anhelaba los subidones de un tiroteo tanto como los adictos al pegamento que veía en callejones atestados parecían jadear por su típex. Aquel día había olvidado ofrecer su oración, y muchos otros días, pues la llamada del almuecín no había conseguido sacudir su conciencia en el interior de la sala, donde la única cosa que sonaba más fuerte que los disparos era el intercambio de ridículos insultos que manaban de las bocas de los jugadores. Y mil pollas en tu culo, hermano, o si estás en este mundo es por culpa de un condón roto.

Kabir sabía que era demasiado joven para estar en aquella sala de pantallas arañadas y mandos inmanejables sólo iluminada por un fluorescente y refrescada por un ventilador cuyas aspas se hallaban encostradas de un polvo negruzco. Pero fuera del salón de juegos era un don nadie; dentro era bueno en las peleas y formaba parte de algo más grande que el basti y el bazar.

—No lo volveré a hacer —respondió sin saber muy bien si era cierto.

—Claro que no —dijo Khadifa—. Ya me encargaré yo de ello, te lo prometo.

Kabir se preparó para seguir recibiendo sus reproches, pero Khadifa guardó silencio. Parecía cansada. La vio comprar un cartón de leche con un dinero que ella misma se había ganado y sintió vergüenza. No sabía cómo decirle que lo lamentaba.

Afuera en la calle se congregaba una multitud. En medio había dos mendigos: uno estaba sentado en una silla de ruedas en la que tenía enganchado un altavoz; el otro era una mujer amiga suya, que lo llevaba de aquí para allá. Les estaban contando una historia a unos niños que regresaban de un partido de fútbol o de críquet y pugnaban entre sí por ver quién era el que la contaba. Extasiada, Khadifa se detuvo a observarlos y apartó al pequeño que tenía al lado para poder ver mejor.

Ya había oscurecido y ambos se habían retrasado mucho, pero Kabir no le dijo nada a su hermana. Los mendigos hablaban de la Reina de los Cruces, una mujer fantasmal que salvaba a las chicas que se encontraban en apuros.

Hasta cuando veía la tele a Kabir los pensamientos se le iban al Call of Duty 2, pero la de la Reina de los Cruces era una historia tan brutal que le hizo olvidar por unos minutos los culatazos de la MP40 con que abatía a sus atacantes y los manchurrones de color sangre que de inmediato empañaban su visión.

Esta historia es un talismán —dijo el mendigo de la silla de ruedas—. Llevadla cerca del corazón.

Su hermana le propinó un codazo y le dijo que era hora de marcharse. Las calles empezaban a vaciarse.

Corrieron hacia su casa. Los pensamientos de Kabir enseguida volvieron a perderse en el salón de juegos donde aquel día había combatido a los nazis en Rusia. Ante él centelleaban imágenes del juego: un largo y frío invierno, una nieve que se allanaba convirtiéndose en hielo, él escondido tras una columna, arrojando una granada y la calina como una cortina de humo que lo protegía de las balas enemigas. Tropezó con algo y acabó en un montón que había en el suelo: aquellos dos mundos se mezclaron en el dolor que le recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza.

Sus gafas de sol con montura negra y patillas amarillas de plástico, y que llevaba cuidadosamente colgadas del cuello del jersey, se aplastaron bajo su peso. Aún tendido, levantó el pecho lo suficiente para ver si estaban rotas. Sólo tenían algunos arañazos. Mañana volvería a llevarlas, hiciera sol o no, pues le hacían sentir que iba a la moda cuando paseaba por el salón. Pero no iba a regresar al salón, ¿verdad?

Khadifa esperó a que se levantase mientras observaba cómo la calina engullía lámparas y casas y sintió un inesperado estallido de ternura. Kabir no era más que un niño que vivía en un mundo adulto. Aquello era algo extenuante incluso para ella.

—¿Estás bien? —preguntó.

Él levantó un pulgar.

—¿Crees que Ammi nos dirá que nos mudemos? —preguntó Kabir cuando se puso en pie—. ¿A otro basti? Porque aquí los hindúes —hizo una pausa— quieren acabar con nosotros.

—La policía ha cogido a los musulmanes que han querido —dijo Khadifa—. Los hindúes estarán contentos. Nos dejarán en paz.

Esperaba que fuera verdad. No conocía a los musulmanes que había arrestado la policía, y eso era un alivio.

No quería tener que marcharse del basti. Todas sus amigas vivían allí, chicas que la llamaban cuando sus padres estaban trabajando fuera para celebrar fiestas que imitaban a las de los ricos, que le prestaban sus ropas y sus joyas, y con las que podía intercambiar cotilleos acerca de los escandalosos romances que los adultos creían llevar en secreto. Aquellas chicas eran las que le habían enseñado a coser lentejuelas en las blusas que las fábricas les enviaban en fardos y a guardarse algunas lentejuelas para ella, que servían para hacer brillar sus pañuelos.

La idea de dejar atrás todo aquello, de verse obligada a casarse... Esos pensamientos la llevaron otra vez al borde de un ataque de furia; quería gritar, romper los cristalitos rojos de sus pulseras golpeando las paredes con las manos. Pero algo en su interior le impidió hacerlo. Quizá Ammi y Abbu estaban en lo cierto: era una chica responsable.

Kabir esperaba que su hermana dijera algo, pero no lo hizo. Hubiera querido no ser una decepción para ella. Decidió que a partir de ese instante pasaría el tiempo únicamente en algún lugar respetable y formal como el gimnasio de Bhoot Bazaar, cuyos carteles prometían transformar corderos en leones. Kabir vio que su pecho se ensanchaba y musculaba como el de un héroe de una película hindú. Imaginaba sus fuertes pisadas atravesando aquellos callejones, a los tenderos para los que trabajaba temblando al verlo pasar. Aquellas pisadas tan sólidas parecían reales, y Kabir se dio la vuelta y vio lo que parecía una abultada forma envuelta en una manta negra; ¿pero cómo podía estar seguro de que aquella forma era real? La mitad de su mente seguía en 1942.

Khadifa miró a su hermano y por la gélida expresión de su rostro entendió que estaba soñando otra vez.

—No hay secretos en este basti —dijo Khadifa—. Abbu no tardará en enterarse de que le robas dinero para gastártelo en jueguecitos. Te va a echar de una patada. Tendrás que vivir en las calles y esnifar pegamento para poder quedarte dormido en noches tan frías como ésta.

Entonces Khadifa vio que algo se movía. El brillo de una moneda de oro en la oscuridad. Miró a Kabir y supo que él también lo había visto. Ya tendrían que estar en casa. Sabían que habían secuestrado a unos niños.

Con el rabillo del ojo vio el destello de una aguja de plata, el ondular de un cuadrado de tela del que emanaba un olor dulzón: el olor era tan fuerte que cortaba aquel aire lleno de humo y llegaba hasta su nariz. Khadifa escuchó el tintineo de unas pulseras que no eran las de sus muñecas. Sentía el cartón de leche que tenía en la mano húmedo y como fangoso.

—Si tienes miedo, puedes llamar a la Reina de los Cruces —dijo Kabir al ver temblar a su hermana—. Protege a las chicas.

—Los fantasmas hindúes no quieren saber nada de nosotros —respondió Khadifa agarrando la mano de su hermano y saliendo a la carrera—. ¿Y a ti? ¿Quién te protegerá a ti?