ESTA HISTORIA TE SALVARÁ LA VIDA

Creemos que los djinns llegaron a este lugar hacia la época en que murieron nuestros últimos reyes, con el corazón roto por la sucia victoria de los hombres blancos que afirmaban ser nuestros soberanos. Nadie sabe de dónde vienen los djinns, si Alá Todopoderoso los envió o si fueron invocados aquí por las febriles palabras de los devotos. Llevan tanto tiempo entre nosotros que habrán tenido que ver cómo se venían abajo los muros de este palacio, cómo las columnas se ablandaban de musgo y plantas trepadoras, y cómo las pitones reptaban sobre las agrietadas piedras a la manera en que los sueños se disuelven a la luz del alba. Cada año deben de sentir el viento que agita las plumerias del jardín y siega unas flores tan fragantes como frascos de aceite de attar.

Es imposible ver a los djinns a menos que adopten la forma de un perro negro, un gato o una serpiente. Pero percibimos su presencia tan pronto como penetramos en las dependencias de este palacio, en el susurro que cosquillea nuestras nucas como la ramita de un matojo, en la brisa que abre nuestras camisas y en la falta de peso que sentimos en el corazón cuando rezamos. Ya vemos que tienes miedo, pero escucha, escucha, hemos cuidado del palacio de los djinns durante años y podemos asegurarte que nunca han hecho daño a nadie. Sí, existen djinns malvados, djinns embaucadores y djinns infieles que quieren apropiarse de tu alma, pero los que viven aquí —los djinns que leen las cartas que los creyentes les escriben— son djinns buenos que Alá el poderoso creó por medio de un fuego sin humo para que estuvieran a nuestro servicio. Son santos.

Mira ahora las multitudes que atestan estos lugares, que lanzan cubos de carne a los cielos para que los milanos los atrapen y dejan cuencos de latón llenos de leche para los perros por si da la casualidad de que alguno de los milanos o los perros sea un djinn con otra apariencia. Estos creyentes practican todo tipo de fe. No sólo son musulmanes como nosotros, Faiz —has dicho que te llamas así, ¿verdad?, Faiz—, mira, aquí verás hindúes, y sijes y cristianos, quizá incluso budistas. Aquí llegan apretando con fuerza las cartas que han escrito a los djinns y sobre estos muros que son casi polvo pegan sus peticiones. Por la noche, cuando las puertas se cierran y las puntas de las barritas de incienso caen al suelo ya convertidas en ceniza, los djinns leen las cartas perfumadas de flores y de incienso. Al contrario que nosotros, ellos leen muy rápido. Si sienten que tu deseo es auténtico, te conceden lo que les pidas.

Como cuidadores de la casa de los djinns, muchas veces hemos sido testigos de ello. Pero no queremos que aceptes sin más nuestra palabra. Allí junto a la plumeria verás a un hombre de cabellos grises que ladra sus órdenes a cuatro muchachos que acarrean calderos de arroz con azafrán. Durante años, su hija sufrió una tos incesante que ninguna medicina podía curar. La llevó a hospitales públicos, a hospitales privados que parecían hoteles de cinco estrellas, a una curandera que vivía en una cabaña junto al mar Arábigo y al ashram de un baba que vivía en lo alto del Himalaya. Le hicieron radiografías y tomografías y pruebas de resonancia magnética. Llevó anillos con gemas azules, verdes y púrpuras para recuperar la salud. Nada de eso sirvió. Alguien entonces les habló de este lugar y el padre vino aquí con una carta para los santos djinns. En aquel momento hubiera hecho cualquier cosa por su hija, se hubiera arrancado los dientes y como si de perlas se trataran los habría embutido en una tira de satén si los djinns lo hubieran querido así.

Su carta a los djinns era breve. Hay quienes escriben páginas y páginas relatando sus pesares y aportan copias de su certificado de nacimiento, de su certificado matrimonial, escrituras de casas que están siendo repartidas de forma desagradable e injusta entre hermanos y hermanas, tíos y tías. Al padre, sin embargo, le bastó escribir: Por favor, apiadaos de nosotros y curad a mi hija de su tos. Nos enseñó la carta, por eso lo sabemos. Prendió con un alfiler una foto de su hija tal y como era antes de aquella carta, antes de aquella tos que la había convertido en un traqueteante esqueleto.

Y ahí la tienes ahora. La hija es la chica vestida con un salwar-kameez que está junto a la plumeria. Lleva el cabello cubierto con un pañuelo para no tentar a los djinns —te seremos sinceros: incluso los djinns buenos sienten debilidad por las chicas guapas—, pero ¿acaso no tiene buen aspecto? Sus mejillas tienen color, sus huesos están fuertes, no hay ni una curva en su espalda y la tos ha desaparecido. Se va a casar el mes que viene. El padre le da las gracias a los djinns sirviendo arroz con azafrán a los visitantes.

Has hecho bien en venir aquí. Ahora tienes que entrar, unirte a tu ammi y tu hermano. Por supuesto, ahí está todo más oscuro. Las volutas de humo que surgen de las varitas de incienso y de las velas han teñido las paredes de negro. No vamos a mentirte, vas a ver cosas que te asustarán: una mujer tiritando y soltando su demencia por la boca, a la que su marido trajo aquí con la esperanza de que nuestros djinns buenos expulsasen al djinn malvado que habita en ella; un joven que golpea su frente contra el muro hasta que la sangre le corre por la piel, y murciélagos que cuelgan boca abajo de derruidos techos: sus chillidos son el coro que arropa las frenéticas oraciones de estos desgraciados.

Pero escucha, escucha, nuestros santos djinns son poderosos. La carta de tu ammi le revelará a los djinns los deseos de tu familia: en tu caso, que saques buenas notas en tu próximo examen, que tu hermano encuentre una novia adecuada, que un primo o un amigo tuyo que ha desaparecido regrese sano y salvo. Quizá —y no queremos decir que éste sea tu caso— esperas que tu padre o alguien de tu familia que ha recibido un trato injusto por parte de la policía o los tribunales obtenga justicia. No pongas esa cara de sorpresa. A los musulmanes nos suele pasar más a menudo de lo que imaginas. Pero sea cual sea el mal aire que flota a tu alrededor confía en nosotros: los djinns harán que se desvanezca.

Te vamos a contar un secreto: junto a los senderos más llanos de este país, flanqueados de casias y jambules, vive esa clase de políticos que se han convertido en ministros de la Unión sólo por habernos llamado musulmanes extranjeros. Durante sus mítines gritan a los cuatro vientos que el Indostán es sólo para los hindúes y que la gente como tú y como yo deberíamos ir a Pakistán. Pero incluso ellos vienen aquí a rezar. Envían a sus subalternos al alba cuando estas ruinas están casi vacías para limpiar las tierras de gente y que así nadie pueda sacarles una foto inclinándose ante nuestros djinns. También impiden que los inspectores de los restos arqueológicos nos cierren porque confían en nuestros djinns tanto como lo hacemos nosotros. Estos políticos tienen la lengua podrida y un corazón perverso, pero los djinns no los rechazan. Aquí todo el mundo es igual.

Habla con cualquier visitante. Sabrás entonces que si están aquí es porque han perdido algo. A veces han perdido hasta la propia esperanza, y es aquí entre estas ruinas que tanto miedo te dan donde encontrarán una razón para vivir.

Querido muchacho, escúchanos, es por tu propio bien. Quítate las sandalias, lávate los pies y pasa adentro. Los djinns están aguardando.