... comisaría y vemos que Wajid-Bhai y la ammi de Faiz ya están junto a la mesa del oficial jefe. Wajid-Bhai agacha la cabeza mientras pide justicia: las palabras resbalan con soltura de su boca. Seguro que lleva diez o doce días repitiendo lo mismo ante los agentes. La ammi de Faiz sostiene una carpeta que a veces alarga hacia el policía, pero éste hace como que no la ve.
Miro la bolsa de tela blanca que lleva Papa. En su interior, Ma ha metido su envase de Parachute. Ojalá hubiera trabajado más días y llenado el envase de más rupias. Ma ni siquiera lo ha abierto para comprobar cuánto dinero hay en su interior.
En la bolsa también hay una foto de Runu-Didi. No necesito decirles a Ma y Papa que sin una foto es imposible investigar el caso de un niño desaparecido. Ellos ya lo saben. En la foto, Didi recibe un diploma por haber ganado una carrera. Ella y la persona que le hace entrega del diploma están medio vueltos hacia la cámara, y Didi sonríe como si prefiriera no sonreír. De la cinta naranja que lleva al cuello cuelga una medalla.
No tenemos ninguna foto de Runu-Didi tomada en un estudio, como las de Bahadur y Chandni, ni tampoco fotos familiares en las que todos aparezcamos delante de los pliegues de una cortina pintada como si fuera el Taj.
Una mujer vestida con un sari verde se detiene frente a Ma, protegiendo con ambas manos el bebé que lleva en el vientre.
—Mis hijos también han desaparecido —dice—. Kabir y Khadifa.
—¿Has hablado con la policía? —pregunta Papa.
El hombre que acompaña a la mujer embarazada, y que debe de ser el abbu de Kabir y Khadifa, dice en un susurro:
—Tenemos que dejar de incordiarles hasta que hagan algo.
Nos piden que los acompañemos junto al subordinado, que asiente empáticamente mientras escucha a un hombre vestido como si trabajara en una oficina lujosa. El conductor de un autobús le ha abollado el coche y el desperfecto tiene un valor en rupias de treinta y dos lakhs. El policía lanza un silbido al oír el precio, como si le hubiera caído agua hirviendo en las manos.
—No es a mí a quien tiene que convencer de la inocencia de su hijo —dice el oficial jefe desde el otro lado de la sala a la ammi de Faiz y a Wajid-Bhai—. Hable con su abogado. El magistrado nos ha dado permiso para retenerlo aquí otros quince días, y nadie más que el magistrado puede exigirnos que lo pongamos en libertad.
Al menos saben dónde está Tariq-Bhai, aunque sea un lugar tan horrible como una cárcel. Preferiría que Runu-Didi estuviera en la cárcel antes que en el coche de un secuestrador, en un horno de ladrillo o en el vientre de un djinn.
El oficial jefe nos llama. Le pide a Wajid-Bhai y a la ammi de Faiz que se retiren. La ammi de Faiz le da unas palmaditas a Ma en la mano al pasar junto a nosotros.
Ma y Papa, y el abbu y la ammi de Kabir y Khadifa, se ponen a hablar al mismo tiempo.
—Despacio —dice el oficial jefe. El teléfono de Ma suena y, en los dos segundos que tarda en cortar la llamada, el oficial jefe la regaña—: ¿Se cree que llevo aquí un bazar donde pasear arriba y abajo, tomarse su tiempo y pensar qué comprar?
—Es mi señora —contesta Ma—. Debe de estar preguntándose por qué aún no he ido a trabajar.
Papa le entrega al oficial jefe la foto de Runu-Didi y le dice que es la mejor atleta de su escuela, quizá incluso de todo el estado. Le explica que cuando sea mayor va a competir en los juegos nacionales y los de la Commonwealth. Cuando le cuente a Runu-Didi que Papa la ha alabado así, se reirá y exclamará: Quién iba a decir que alguna vez hablaría bien de mí. Entonces me doy cuenta de que quizá no vuelva a hablar con ella: los que han desaparecido no han regresado. Los ojos me escuecen como si alguien los hubiera frotado con pasta de chili. Noto un dolor en el pecho.
—Yo te he visto antes —dice el oficial jefe haciendo un gesto hacia mí con una carpeta—. Un día te escapaste del colegio porque estabas aburrido.
Ma y Papa me lanzan una mirada furibunda.
No veo la cadena de oro de la ma de Bahadur en el cuello del oficial jefe. A lo mejor la vendió y se repartió el dinero con el subordinado.
—¿Va a poner la foto de Runu-Didi en internet para que llegue a las otras comisarías? —pregunto.
—¿Pero a quién tenemos aquí, al detective Byomkesh Bakshi disfrazado?
El oficial jefe ríe como si hubiera contado un chiste de lo más divertido. Me muerdo el interior de las mejillas como hace Faiz para no llorar.
Papa saca el envase de Parachute de la bolsa y lo deja sobre la mesa del oficial.
—Podemos conseguir más —afirma.
—¿Cree que necesito aceite para el pelo? —pregunta el oficial, pero coge el envase, abre la tapa y mira en su interior. El abbu y la ammi de Kabir y Khadifa parecen más tristes. Quizá no puedan darle dinero al policía.
El oficial jefe le devuelve la foto de Didi a Papa.
—¿Internet? —digo.
—Ahora no funciona —gruñe.
Ma y Papa se deshacen en ruegos. Vuelvan dentro de dos días, dice el policía por fin sacudiendo la cabeza y moviendo las piernas como si fuéramos nosotros los que no entráramos en razón.
Ya fuera de la comisaría le digo a Papa:
—No tenemos un segundo envase de Parachute con el que volver a pagarle.
—Al menos te ha escuchado —dice el abbu de Kabir y Khadifa—. A nosotros nos dijo que iba a demoler nuestro basti porque no hace más que causarle problemas.
Ma mira al cielo como si esperase que Dios llegara de lo alto y nos diera una respuesta, pero la calina mantiene su manto bien cerrado y no deja escapar ni una esquirla de luz.
Papa y Ma deciden mirar en los hospitales que anoche Papa no pudo visitar. Creo que se refieren a las unidades de heridos, pero quizá también se refieran a los depósitos de cadáveres y no quieran decir depósitos de cadáveres delante de mí.
La señora de Ma la llama otra vez al móvil. Esta vez, Ma coge la llamada. Le explica el motivo por el que no puede ir hoy a trabajar. La señora de Ma no está hablando por el manos libres, pero aun así podemos escucharla. ¿Cuándo vendrás? ¿Mañana? ¿Pasado? ¿Debo buscar una nueva criada que haga el trabajo? Seguro que tu hija se ha escapado con algún chico. He oído que esas cosas pasan mucho por tu zona.
Ma no dice nada, se limita a arrancar los hilos que cuelgan del borde de su sari. Al fin dice:
—Dos días, señora. Es todo lo que le pido. Por favor, perdóneme por darle tantos problemas.
Tras colgar, Papa dice que se va con el abbu de Kabir y Khadifa a visitar los hospitales. Ma y la ammi de Kabir y Khadifa irán conmigo a casa.
—No me dan miedo los depósitos de cadáveres —digo. He visto depósitos de cadáveres en «Police Patrol»; son congeladores metálicos fríos como témpanos que quizá huelan a desinfectante.
Los adultos parecen asustados, como si acabara de decir la palabra que no se debe pronunciar en voz alta porque atrae a la mala suerte.
—¿Por qué no ayudas a tu Ma a buscar a Runu en el bazar? —me dice Papa.
Papa y el abbu de Kabir y Khadifa alquilan un autotaxi para que los lleve de hospital en hospital. Ma, la ammi de Kabir y Khadifa y yo nos dirigimos a Bhoot Bazaar. Los vehículos pasan volando por nuestro lado, pero ya no suenan tan fuerte. Un muro de cristal se ha levantado entre el mundo y yo.
Ma y yo recorremos cada calle de Bhoot Bazaar preguntando por Runu-Didi. La describimos una y otra vez.
—Tiene doce años —dice Ma.
—Trece dentro de tres meses —digo yo. Mi cumpleaños es un mes después del de Didi.
—El pelo lo lleva recogido en una coleta con una goma blanca —dice Ma.
—Su salwar-kameez es gris y marrón —digo—. Es el uniforme del colegio público.
—Es así de alta —dice Ma señalando sus hombros.
—Llevaba unos zapatos de dos colores, blanco y negro —digo.
—Llevaba una mochila de color marrón.
No tenemos suerte, pero esto es mucho mejor que quedarse en casa. Ma telefonea insistentemente a Papa y deja escapar un enorme suspiro de alivio cada vez que él le dice nada, nada. Rezo a Dios, a Demente, a los fantasmas que flotan sobre Bhoot Bazaar y cuyos nombres no conozco. No quiero que Runu-Didi aparezca en el depósito de cadáveres. Por favor, por favor, por favor.
Entramos en la calle de la licorería. El encargado de la huevería está recogiendo una remesa de huevos que han viajado en una bandeja de plástico atada al asiento trasero de una moto de manos de un hombre que no se ha quitado el casco. Quarter y los miembros de su banda están burlándose de un borracho que yace medio dormido en el suelo. Le dan con los pies en las costillas. Quarter no hace nunca exámenes, así que para él hoy es un día como otro cualquiera.
Ma también pregunta a Quarter por Runu-Didi. No creo que Ma sepa quién es, pero Quarter sabe de quién está hablando Ma. La boca se le abre de par en par. Con un chasquido de los dedos llama a sus lacayos, saca un móvil del bolsillo trasero de sus vaqueros y pasa la pantalla hacia arriba y hacia abajo. Si es él quien ha secuestrado a Runu-Didi, lo está ocultando bien; parece extremadamente sorprendido.
—Es la que siempre está corriendo, ¿verdad? —dice con los ojos fijos en el móvil.
Ma asiente, quizá perpleja de que Runu-Didi sea famosa.
Quarter nos pide que esperemos y va de aquí para allá haciendo llamadas por su móvil. Le ordena a su banda que busque a Runu por todas partes. Se presenta a Ma como el hijo del pradhan.
—A mi padre le preocupan muchísimo las cosas que están ocurriendo en vuestro basti —comenta—. Está haciendo todo lo que puede por ayudar.
—¿Tu padre puede hablar con la policía? —pregunta Ma.
—Lo hará —dice Quarter—. Volved ahora a casa. Os mantendremos informados.
Le hablo a Ma de Samosa y su capacidad para seguir pistas. Ma apenas escucha, sólo se limita a decir: No te acerques a los perros de la calle, tienen la rabia. Pasamos junto al puesto de té de Duttaram y le explico que Runu-Didi ha desaparecido.
—¿Qué está ocurriendo en este mundo? —plantea—. ¿Quién les está haciendo esto a nuestros niños?
Sus niños están en la escuela y a salvo, y ni siquiera en nuestro basti.
Duttaram le pregunta a Ma si quiere un té, no tiene que pagarme, pero Ma le dice que no.
Samosa sale de debajo del carrito que es su casa, se sacude las briznas de ennegrecido cilantro que el vendedor de samosas le arroja a su piel manchada para divertirse y se pone a olfatear alrededor de mis piernas. Samosa puede encontrar a Runu-Didi sólo con olerme; ella y yo somos hermano y hermana.
—¿Dónde está? —le pregunto a Samosa empujándolo hacia delante.
—Jai, ven aquí —dice Ma.
Samosa corre de vuelta a su casa. No puede encontrar a Runu-Didi sólo con olerme a mí. Apesto demasiado.
Buscamos y buscamos a Runu-Didi por todo el bazar y por el vertedero, y allí preguntamos a los niños rapiñadores y al rey Botella por Didi. Intento no pensar en quién se la podría haber llevado. No es el chacha de las teles porque está en la cárcel, ni el chico de los granos, y tampoco es Quarter porque él no sabía que habían secuestrado a Didi. Eso deja como únicos sospechosos a los djinns y a algún criminal desconocido.
Las lágrimas de Ma abren surcos en sus mejillas y alrededor de sus labios, que parecen haberse vuelto azules. Se apoya en mí cuando por fin emprendemos el camino a casa y su peso hace que me incline a un lado. Nuestros vecinos nos miran fijamente.
En casa, Ma saca el diploma enmarcado de Runu-Didi del fardo de nuestros objetos más preciados que hay junto a la puerta y desenrolla los pañuelos que lo protegen.
—¿Te acuerdas del día en que Runu ganó esto? —pregunta.
No me acuerdo. Ma apenas viene a nuestra escuela, así que no creo ni que haya visto correr a Didi.
—Aquel día a una de sus compañeras se le cayó el testigo —explica Ma—, pero Runu era tan rápida que aun así su equipo ganó.
Alguien llama a la puerta. Es Fatima-ben. Obliga a Ma a aceptar una caja de tiffin llena de algo.
—Roti y subzi; no es que sea un banquete —dice. Habla de Búfalo-Baba—. El corazón no ha hecho más que quemarme desde que lo encontré... en aquel estado —cuenta—. ¿Quién querría hacerle algo tan cruel y por qué? No puedo ni imaginarlo. No es lo mismo que estáis pasando vosotros, claro...
Cuando se marcha, Ma pone la caja en el estante de la cocina.
Shanti-Chachi también nos trae comida envuelta en papel de plata.
—Puris, tus favoritos, Jai —dice.
Pongo la comida encima de la caja de latón de Fatima-ben.
Ma y Shanti-Chachi salen para hablar de cosas de adultos.
Miro los libros de Runu-Didi apilados contra la pared. Su ropa cuelga de unos clavos. Sus pantalones de deporte para la clase de yoga están sobre un taburete aguardando al viernes, que es cuando tienen lugar las clases.
Puedo oler a Runu-Didi en sus ropas y en su almohada, que tiene un hueco en el centro causado por el peso de su cabeza. Si lo miro sin apartar la vista el tiempo suficiente, el secuestrador o el djinn malvado que ha cogido a Didi la dejará libre. Miro y miro. Me duelen los ojos, pero no voy a mirar hacia otro lado.