Cuando sonó la campana de la escuela, todo el mundo salió disparado del aula, pero ella se quedó ante su pupitre, recogió tranquilamente los libros de texto desdoblando las esquinas y luego se colocó los pliegues del pañuelo para que formasen una apretada V sobre su pecho. Sentía la presión del almidón en su uniforme, que había empapado durante horas en agua de arroz, lo había enjuagado y lo había colgado de un tendedero donde se había secado despacio cogiendo todos los olores de la calle: especias, calina, excrementos de cabra, queroseno, el humo de los leños y los cigarrillos de liar. Así, ¿qué sentido tenía lavar la ropa?, solía decir su madre. De todos modos, cuando Runu terminaba su entrenamiento de la tarde el uniforme estaba húmedo y pegajoso de sudor.
Ma no podía entender por qué Runu se esforzaba tanto si al final iba a parecer que sus prendas habían pasado por la plancha de algún planchador sólo por unas horas. La verdad era que Ma no entendía a su hija. Nadie la comprendía.
Runu se incorporó en el aula, ahora desierta: dedos entintados y telarañas habían ennegrecido sus muros, la pizarra crujía en los bordes y estaba blanquecina tras tantos años de tiza. Unas volutas de calina entraban como rebeldes zarcillos a través de las ventanas que no habían quedado del todo cerradas. Runu veía que su vida iba a ser una serie de malentendidos y se odió a sí misma —y al mundo— por ello.
Se tocó la mejilla allí donde la noche anterior su padre la había abofeteado. Runu aún podía oír el sonido que hizo: la mano se volvió y luego cortó el aire hacia ella, que se quedó ahí plantada, incapaz de moverse. Por suerte, una humillación tan grande no había dejado señal alguna en su piel, pero una parte de Runu deseaba que su rostro hubiera quedado desfigurado para que incluso los desconocidos hubieran podido decir que un hombre no necesitaba estar borracho como Laloo el Borracho para ser un mal padre.
Su resolución se hizo más fuerte: no iba a ir a casa (ni hoy ni nunca) y ya no iba a volver a ponerse pendientes (ni hoy ni nunca).
Con los libros en la mochila se dirigió al exterior, al pasillo donde su hermano estaba relatando lleno de júbilo los sucesos de la noche anterior —y entonces abofeteó a Runu-Didi— a su amiga Pari, que era cien veces más lista que él y se encargaba de que él también lo supiera. Runu le dijo que no la esperase, y el burro de su hermano soltó un insulto más subido de tono de lo habitual.
Desde que nació, Runu había contemplado a Jai con una mezcla de aversión y admiración; le parecía que Jai, con sus ensueños y con esa autoconfianza que el mundo concedía a los chicos (algo que en el caso de las chicas era considerado un defecto de la personalidad, o la prueba de una pésima educación), había encontrado la manera de suavizar las imperfecciones de la vida. Al menos, esa noche no tendría que dormir junto a los olores que Jai traía consigo, a veces el de la carnicería de Bhoot Bazaar, a veces el del té y el cardamomo, y en invierno el de la mugre que se acumulaba en él por su rechazo a lavarse con agua fría.
Runu se apoyó en una columna del pasillo y vio alejarse a su hermano. Al otro lado de la columna se encontraba un chico de su clase. Pravin aparecía allí donde ella fuera: en la parte del patio en donde entrenaba, en la tienda de raciones donde ella adquiría azúcar y queroseno, y en el caño de agua del basti, allí donde Runu y su madre dejaban las ollas para guardar su puesto en la cola mientras hablaban con sus amigas. Al menos Pravin no intentaba hablar con ella.
Se sentía separada del mundo. No era una sensación nueva: la acompañaba desde hacía algún tiempo. Mientras que otras chicas de su edad respondían con una sonrisa a los distorsionados reflejos que les ofrecían los escaparates, su propio cuerpo se le había vuelto extraño hasta el punto de que apenas podía mirarlo cuando se echaba por encima una taza de agua fría en uno de los oscuros lavaderos que había en el complejo de baños. Sus amigas eran de la opinión de que el despuntar de los pechos y llevar sujetador era algo exótico, pero para ella la llegada de cada menstruación y los calambres que la acompañaban sólo indicaban el final de aún más libertades. Los meses en que su madre no podía comprar compresas se veía obligada a usar un trapo doblado del que era imposible arrancar el hedor de la sangre.
Esos días, a Runu le inquietaba que hubiera manchas de sangre en sus ropas, y los chicos —incluso aquellos a los que el entrenador preparaba por las mañanas— le lanzaban miradas lascivas cuando corría. El entrenador siempre los echaba de allí, pero ellos se las ingeniaban para escalar una pared o un árbol y grabarla en vídeo con sus teléfonos junto a las otras chicas, haciendo zoom en sus pechos, aunque —la verdad sea dicha— apenas se notaban. Luego compartían los vídeos con todo el colegio, y los chicos puntuaban a las chicas según sus atributos físicos y garabateaban sus puntuaciones (¡Cinco estrellas! ¡Tres estrellas! ¡Una estrella!) en las paredes de los baños a la vista de todo el mundo.
Runu levantó la cinta de la mochila porque le estaba apretando el hombro. Nunca había demostrado que le importasen las puntuaciones de los chicos, pero en ocasiones no podía quitárselas de la cabeza. ¿Por qué ella tenía tres estrellas y no cuatro, como Jhanvi, o incluso cinco como Mitali? ¿Por qué Tara tenía dos cuando por su aspecto podía ser Miss Universo? Cuando anotaron las últimas puntuaciones, los chicos se le acercaron a ella y a Tara, como si pensaran que las posibilidades de que las chicas aceptasen salir con ellos fueran más altas en aquellos días en que su confianza estaba más baja. Sin embargo, la devoción que Pravin sentía hacia ella permanecía inamovible en medio de esos grafitis.
Runu no tenía el deseo de enamorarse, ni de Pravin ni de los mayores que se vestían como los héroes de las películas; y tampoco sin duda de ese delincuente, Quarter, cuyos ojos acechaban a cualquier chica que se le pusiese a tiro. Runu no quería amoríos. Lo único en lo que pensaba era en subirse al podio y bajar la cabeza para recibir una medalla de oro. (¿Nacional? ¿Estatal? ¿De distritos? La que fuera.) Pero de momento estaba lejos de ser una buena hija y llegaría el día en que también estaría lejos de ser una buena esposa para algún desconocido. De no tener un puesto en el equipo de atletismo de su escuela, eso es lo que seguiría siendo ahora y lo que sería en el futuro, si bien el propio futuro le parecía una mera posibilidad, una rendija en la calina que permitía atisbar la luz del sol, pero tan sólo eso.
—¿No es la hora del entrenamiento de las chicas? —preguntó Pravin tras rodear la columna para dirigirse por fin a Runu.
Pravin señaló con la nariz hacia una esquina del patio donde el entrenador alisaba el suelo con la punta de sus desgastadas deportivas. Runu entrenaba en aquel patio salpicado de cubos de basura con forma de pingüino, balancines y toboganes, y aun así seguía siendo más rápida que la mayoría de los estudiantes que iban a colegios privados. Su velocidad la hacía especial. Sin ella no sería nada, no sería nadie. La mera idea le hacía sentir como si una mano le abriese de par en par las costillas. El pecho le dolía terriblemente y le latía la cabeza.
—¿No te encuentras bien? —preguntó Pravin con voz débil, como si no se pudiera creer que le estuviera hablando.
Runu apoyó la espalda contra la columna y observó a las otras chicas del equipo —Harini nunca sería tan rápida como ella—, que asentían a las órdenes del entrenador. Runu dejó escapar un audible suspiro. La imagen que tenía ante sí se curvó y derrumbó sobre sí misma. Pravin le apoyó una mano en el hombro, sobre la cinta de su mochila.
—Runu, Runu...
La voz de Pravin la arrancó de la ensoñación que deformaba su vista. Le apartó la mano de encima torciendo el labio.
—No me toques —exclamó.
—Casi te desmayas —dijo Pravin. Las pústulas de su rostro se habían vuelto más rojas.
—Déjame en paz —dijo Runu, y corrió hacia el patio.
El entrenador la saludó con la cabeza y dijo:
—Sabía que no podrías resistirte.
—No estoy aquí —señaló Runu, y el mero hecho de decirlo casi la hizo llorar.
—No me gusta que la gente ande mirando los entrenamientos de mi equipo —dijo el entrenador con la voz adusta de siempre—. Si no vas a unirte —hizo un gesto con el brazo abarcando a las otras chicas—, entonces, por favor, márchate.
Las compañeras de Runu, resollando, jadeando, la miraron consternadas al verla levantar una mano en un gesto que Runu esperaba que combinase hola y adiós. Ellas eran su tribu (incluso Harini): una tribu de chicas aplicadas que además eran sus rivales, que corrían porque aspiraban a una beca deportiva que les permitiera proseguir sus estudios, o porque esperaban obtener por medio de la cuota para deportes un trabajo en la administración tan pronto como se licenciasen en la universidad. Runu las observaba con envidia. Pensaba en todas esas veces en que había viajado con ellas a las competiciones interescolares y en los buenos secretos y los malos secretos y los secretos vergonzosos que habían compartido, y Runu no sabía qué iba a hacer sin ellas, sin esperanza, sin sueños.
El cielo había bajado hasta recortar el tejado de la escuela. Runu se alejó del patio y salió a la calle. Envoltorios vacíos y cuencos de papel de plata se arremolinaban en el suelo lanzando destellos. La calle estaba desierta. Los vendedores habían llevado sus carros a donde fuera que se encontraran sus clientes. Se sintió sola hasta el punto de estar aterrorizada, y no a causa de los djinns malvados que tanto preocupaban a su hermano, ni de los hombres que bebían demasiados sorbos de desi daru e intentaban pellizcarle el culo a cada chica que pasaba por su lado. ¿Qué era ella sino una atleta?
Se preguntaba si sus padres le permitirían continuar con los entrenamientos cuando se acabasen los secuestros. Jai necesita que alguien le enseñe matemáticas, imaginaba que diría su padre. Todas las mañanas hay que recoger agua, le diría su madre. Era como si ella solamente existiese para cuidar de su hermano y de la casa. Después cuidaría igualmente de su marido y las manos le olerían a excrementos de vaca. Los sueños que ella tuviera era lo de menos. A Runu le parecía que nadie podía ver la ambición que repiqueteaba en ella; nadie la imaginaba convirtiéndose en alguien.
Cuando llegó a Bhoot Bazaar se detuvo un momento para tirar de su coleta y tensarla. En las paredes que la rodeaban había anuncios para clases de informática, exámenes de banca y seguros, clases particulares y políticos pidiendo el voto. Runu palideció ante las miradas lascivas de los hombres que vendían zanahorias, rábanos y pimientos. Hubiera preferido ser un chico, porque los chicos podían sentarse sobre las alcantarillas y fumar sin que nadie les parase los pies.
Runu entró en una tienda de telas. La chica que atendía le dedicó una mirada suspicaz mientras examinaba los productos. Pidió a la dependienta que le sacase una blusa tan azul como el mar (había visto el mar muy a menudo por la tele) de un estante que había tras el mostrador. La chica de la tienda vaciló, con una mirada interrogativa que parecía preguntarse qué tendría intención de hacer con aquel espléndido material alguien que llevaba un uniforme de tan mala calidad. Runu se inventó una historia sobre una boda a la que tenía que ir, pensando todo el tiempo en que sus compañeras estarían corriendo, y echó de menos el sabor del polvo en su boca y la arenilla en sus ojos y los latidos de su corazón. Incluso aquella imagen de ella misma corriendo interceptó su relato de la boda inventada de tal modo que la dependienta de la tienda tuvo que preguntar:
—¿La novia salió corriendo? ¿Entonces qué hay de la boda?
Runu debió de haber dicho algo en voz alta sin darse cuenta, como quien habla en sueños. Avergonzada, pasó por entre los dedos el tejido de la blusa y dijo:
—No es muy bueno.
Se volvió en redondo y salió corriendo de la tienda. Atravesó el bazar a la carrera hasta alcanzar la autopista. Golpeaba a los desconocidos con sus hombros y su mochila. Chocó entonces con un pequeño, que se cayó de lado al suelo y se puso a llorar, aunque no parecía haberse hecho daño. La madre del niño intentó dar un golpe con su bolsa de la compra a Runu, pero falló por un milímetro. Aquel violento rebufo impulsó a Runu hacia delante. Pero ¿adónde iba? Quién sabía y a quién le importaba: a ella desde luego que no.
Caminó por la autopista, al olor de las mazorcas de maíz que los vendedores tostaban al carbón, y observó cómo los vendedores de copos de arroz equilibraban sus cestas casi vacías sobre la cabeza y plegaban sus puestos de mimbre concluyendo por fin otro duro día de trabajo. Los adoquines del pavimento oscilaban con cada paso. La gente la increpaba entre dientes por ponerse en su camino. Caminaba sin rumbo, y todo el mundo lo notaba por la forma de andar de Runu. Tenían que preparar la cena, coger los trenes de la línea morada, vigilar que sus niños hicieran los deberes. Cuando la multitud disminuyó por un momento, Runu vio a un joven plantado junto a una caja de metal sobre ruedas, al parecer de su propiedad, que decía:
AGUA FILTRADA
¡LA MÁS FRESCA! ¡LA MÁS PURA! ¡LA MÁS LIMPIA!
2 RUPIAS POR VASO SOLAMENTE
El chico la miraba con la boca abierta como si Runu estuviera loca, lo que teniendo en cuenta tantas cosas bien podía ser cierto. El tráfico se precipitaba por la autopista como rayones de luz. Su madre ya debía de estar en casa y no cabría en sí de la preocupación. Runu podía oír la voz de Jai sugiriendo ridículas ideas extraídas de «Police Patrol» para encontrarla. Probablemente hasta sus padres lo escucharían. Jai no era Runu. Jai no era una chica. Runu volvió las manos y miró los callos que rodeaban sus dedos, aquellas señales que cada cubo de agua que había transportado, cada berenjena que había cortado, cada camisa que había lavado le habían dejado con el paso del tiempo. Había franjas negras en sus manos allí donde las llamas la habían marcado al cocinar. Ésas eran las rayas de la vida que se grababan en sus palmas, las únicas que sellaban su destino.
El vendedor de agua se acercó vacilante. En la autopista, un autobús pasó de largo; el conductor tenía la mano apretando el claxon y el claxon era como un interminable grito.
—¿Te has perdido? —preguntó el vendedor—. ¿Qué haces aquí?
¿Y a ti qué te importa?, se dijo. Se volvió y se alejó de él recordando que aquél era el motivo por el que había empezado a correr, y a correr aprisa: no quería que la gente le preguntase por qué se sonaba la nariz o por qué comía frituras o miraba la lluvia caer del cielo. Nada de su vida le pertenecía, como tampoco ninguna esquina del mundo. La pista era el único lugar en el que se sentía sola, aunque hubiera cientos de ojos observándola; allí únicamente estaban ella y el ruido que hacían sus zapatillas al golpear la tierra.
—¿Runu? —dijo una voz quebrada de vacilación. Pravin dio entonces un paso adelante con las manos en los bolsillos—. He oído decir que algunos niños están desapareciendo en este mismo lugar —prosiguió—. Deberías ir a casa.
Runu miró alrededor y, al ver el transformador eléctrico protegido por una verja metálica, se dio cuenta de que estaba en el lugar del Shaitani de los relatos de Jai. Algo la había empujado hasta allí. La ira, la lástima o alguna otra emoción que no podía nombrar.
—Runu, venga —insistió Pravin.
—Prueba con Clearasil —le dijo ella con amabilidad—. Quizá eso ayude.
—Tú no eres más que un tres —repuso él, y Runu tardó un minuto en entender de qué le estaba hablando.
—Tres es mucho más que menos cien, que es lo que eres tú —contestó ella. Estaba tan sorprendida como agradecida de que su cerebro hubiera elaborado aquella réplica.
Pravin parecía que iba a echarse a llorar, pero entonces se marchó.
El lugar del Shaitani estaba ahora desierto. Los latidos que pulsaban en las sienes de Runu se aceleraron. Aun cuando los djinns no fueran reales, las desapariciones sí que habían tenido lugar. Runu no quería ser un número, un tótem para el Hindu Samaj. Tenía sueños (todavía). Dentro de uno o dos años encontraría una manera de escapar de casa, pero de momento tendría que conformarse con el aire estancado de un hogar de un solo dormitorio.
La voz de un hombre que salía de la negrura llegó hasta ella:
—¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Sabes lo que dicen de las chicas que están en la calle a estas horas? —preguntó una mujer.
En aquel basti ningún lugar permanecía en calma mucho tiempo. (Ella tendría que haberlo sabido.)