... como delincuente. No será fácil. Tendré que ser más alto y ganar peso porque sólo entonces la gente me tomará en serio. Ahora mismo hasta los tenderos me tratan como a un perro sarnoso. Cuando aplasto la nariz contra los escaparates en los que exponen sus mercancías —hileras naranjas de halwa de Karachi y medias lunas de empanadillas decoradas con cardamomo verde en polvo— me atizan en la cabeza con el palo de la escoba y me amenazan con echarme encima un tazón de agua fría.
Mis pies resbalan en los agujeros de la calzada.
—Hijo, vigila dónde pones los pies —dice un chacha que tiene el rostro tan arrugado como mi camisa. Está bebiendo un chai en una tetería que sobresale en la calle. En la tienda hay una radio donde suena la canción de una vieja película india, la favorita de Papa. Este viaje tan bello, canta el protagonista.
Los hombres que se sientan junto a este servicial chacha sobre unos barriles de medio metro y unos cajones de plástico vueltos del revés no me ven. Tienen los ojos tristes porque hoy no los han escogido para trabajar. Han debido de estar toda la mañana en el cruce que hay cerca de la carretera esperando a los contratistas, que llegan en sus camiones y todoterrenos y contratan a gente para poner ladrillos o pintar paredes. Hay demasiados hombres y muy pocos contratistas, así que no todo el mundo consigue trabajo.
Papa también era de los que esperaban en la carretera hasta que consiguió un buen puesto en la estación de metro de la línea morada y luego en la zona de construcción. Me ha hablado de esos crueles contratistas que les roban dinero a los trabajadores y les hacen colgar de unos arneses deshilachados para limpiar las ventanas de las casas de los poderosos. Papa dice que no quiere verme llevar una vida tan arriesgada, así que debería estudiar mucho y conseguir un trabajo en una oficina y ser yo mismo un poderoso.
Los ojos me arden cuando pienso en lo avergonzado que se sentirá si me convierto en delincuente. En realidad, no quiero ser Quarter 2.
Me interno en el callejón que lleva a nuestro basti y toso cubriéndome la boca con la mano. De este modo, si una señora del mismo grupo de mujeres trabajadoras del basti en el que está Ma me ve y le chiva a Ma que estoy saltándome las clases, también tendrá que decir que parecía bastante enfermo.
Me doy cuenta de que mi tos es tan ruidosa como un avión. Algo no va bien pero no sé exactamente qué es. Me paro y miro alrededor. Contengo la respiración y escucho. El corazón me golpea con fuerza las costillas. Abro la boca y echo el aliento y lo vuelvo a absorber como hace Baba Devanand en la tele. Lentamente, siento que se deshacen los nudos de mi estómago. Entonces me doy cuenta de qué es lo que va mal.
El callejón está vacío y en silencio. Todo el mundo ha desaparecido: los abuelos que leen el periódico, los hombres sin trabajo que juegan a las cartas, las mujeres que empapan las eternas prendas de vestir en viejas tinas de pintura y los niñitos que van por ahí andando como patos con las rodillas llenas de barro. Recipientes sucios, algunos de ellos a medio lavar, flotan en las cubetas de agua que custodian cada puerta del basti. Algo emite un ruido sordo tras la calina. Quizá sea un djinn. Un mal presentimiento me recorre el cuerpo. Quiero hacer pis.
Una puerta se entreabre emitiendo un chirrido a mi izquierda. Me van a secuestrar. Pero no es más que una mujer vestida con un sari. Tiene pasta de bermellón en la raya del pelo y toda la cara llena de manchurrones.
—Niño, ¿no tienes cerebro o qué? —brama—. Hay policías por todo nuestro basti. ¿Quieres que te cojan?
Niego con la cabeza. Se me pasan las ganas de ir al baño. Los policías dan miedo, pero no tanto como los djinns. Quiero preguntarle a la mujer a qué han venido los policías, si han traído excavadoras para asustarnos, si no deberíamos empezar una colecta para sobornarlos, pero en vez de eso digo:
—Tienes sindoor en las mejillas.
—¿Qué va a pensar tu madre? —pregunta la mujer—. Trabaja tan duro que no tiene tiempo ni de rezar en el templo. Y mírate. Haciendo novillos y pasándotelo en grande, ¿eh? No hagas eso, muchacho. No decepciones a tu madre. Venga, vuelve al colegio. Si no, algún día te arrepentirás. ¿Entiendes lo que te digo?
—Entiendo —respondo. No creo que ella y Ma sean amigas.
—Pues que no te vuelva a pillar —dice, y me cierra la puerta en la cara.
No me puedo creer que la ma de Bahadur haya hecho venir a la policía a nuestro basti. Por eso todo el mundo se ha escondido. Yo también debería esconderme pero, por otra parte, quiero averiguar qué es lo que está haciendo la policía. Se supone que deben servir y proteger, pero los polis con los que me cruzo por Bhoot Bazaar hacen justamente lo contrario. Molestan a los tenderos, se llenan la barriga de comida gratis que cogen de los carritos de los vendedores, y a los que se retrasan en el pago de su hafta les hacen elegir entre ser apaleados en el lomo o que los visite una excavadora.
Por una vez la calina sirve de algo porque me proporciona una buena cobertura. Me pego a los lados de la calle, cerca de los barriles de agua, por más que el suelo esté un poco fangoso debido a que es ahí donde lavan los platos. Dejo atrás a un par de vendedores ambulantes que cubren los vegetales y las frutas con lonas impermeables. Tres zapateros se acuclillan muy cerca, con las negras cerdas de sus cepillos abrillantadores asomando de los sacos que llevan al hombro. Han ocupado sus posiciones para recoger y salir disparados en cuanto se huelan problemas.
Al contrario que esos hombres, yo no tengo miedo. Y a diferencia del segundo marido de Shanti-Chachi, no me falta carácter. Todo el mundo sabe que el marido hace lo que la chachi le dice que haga: cocina para ella, le lava las enaguas y las tiende a secar aunque toda la calle lo esté observando. Además, como partera, la chachi gana mucho más dinero que su marido, y eso que él tiene dos trabajos.
Veo a Búfalo-Baba en su lugar habitual en mitad de una calle y a un policía con su uniforme caqui. Entre los que miran al policía están Fatima-ben, preocupada quizá de que el poli le haga algo malo a su búfalo, algunos abuelos con las manos cruzadas contra el pecho, madres con bebés apoyados en la cadera, niños que no van a la escuela para poder dedicarse a los bordados y a preparar almuerzos en casa, e incluso la ma de Bahadur y Laloo el Borracho, pese a que no viven en esta calle.
Me acerco un poco más, pasando agachado por debajo de varias cuerdas de ropa tendida, combadas por el peso de los saris y las camisas húmedas, cuyos bordes me rozan el pelo. A dos casas de donde todo el mundo se encuentra hay un tonel de agua de color negro junto a una puerta cerrada. Es el escondite perfecto. Dejo mi mochila, me agacho tras el tonel y apenas respiro para que nadie pueda oírme. Me asomo entonces con un solo ojo.
El policía le da un golpecito a Búfalo-Baba con el zapato y le pregunta a Laloo el Borracho:
—Entonces, ¿es cierto? ¿El animal este nunca se levanta? ¿Y cómo hace para comer?
Quizá el policía cree que Búfalo-Baba está ocultando a Bahadur debajo de su trasero lleno de excrementos.
Un segundo policía sale de una de las casas. Lleva una camisa caqui con insignias en los brazos cuya forma es la de unas puntas de flecha apuntando hacia abajo.
Sólo los policías de rango superior llevan esa clase de insignias. Lo sé porque el mes pasado vi un episodio de «Live Crime» que trataba sobre un estafador que engañaba a la gente vestido de policía de rango superior. Aquel falso poli llegó incluso a visitar los barracones de la policía en Jaipur, bebió té con los polis de verdad que había allí y se largó con sus carteras.
—¿Entablando amistad con un búfalo? Bien, bien —dice el agente de mayor rango al policía cuyo uniforme caqui no tiene insignias cosidas a las mangas, lo que significa que es un subordinado. Entonces, el de mayor rango pisa la cola de Búfalo-Baba para ponerse delante de la ma de Bahadur.
—Por lo que he llegado a entender, tu hijo tiene un problema —dice el policía—. Es un poco lento de entendimiento, ¿verdad?
—Mi hijo es un buen estudiante —responde la ma de Bahadur. Tiene la voz tomada de tanto llorar y gritar, pero hay como una tonalidad candente debido a que está ardiendo de rabia—. Pregunte en su colegio, ellos se lo dirán. Tiene un pequeño problema de habla, pero los profesores dicen que está mejorando.
El oficial jefe frunce los labios y le echa el aliento a la ma de Bahadur en pleno rostro. Ella ni siquiera pestañea.
—En mi opinión —dice el subordinado—, lo mejor que podemos hacer es esperar unos cuantos días. He visto muchos casos así. Estos chicos huyen porque quieren ser libres y luego vuelven corriendo a casa cuando se dan cuenta de que la libertad no les llena el estómago.
—Aunque parece ser que su marido... —continúa el otro policía—, a ver cómo lo digo... —Echa una mirada a Laloo el Borracho, que baja la cabeza—. ¿Se mostraba violento con su hijo?
Un silencio áspero llena la calle, roto únicamente por el cloqueo de las gallinas que han escapado de sus jaulas torpemente electrificadas y los balidos de una cabra que se pasea por el interior de la casa.
No hay nadie en nuestro basti que quiera ver a Laloo el Borracho en prisión. Pero no debemos mentir, pues el oficial jefe es muy listo. Lo sé porque es tan joven como un universitario y ya tiene ese rango y porque pregunta exactamente igual a como lo hacen los buenos policías que salen en la tele. No quiere nuestro dinero. Su única misión es poner a los malos entre rejas.
—A ver, ¿quién no pega una o dos veces a sus hijos, eh, jefe? —responde por Laloo el Borracho un hombre que está cerca de él—. Eso no significa que tengan que salir huyendo. Nuestros hijos son mucho más inteligentes que nosotros. Saben que queremos lo mejor para ellos.
El oficial jefe estudia el semblante del hombre y éste ríe nerviosamente y aparta la mirada, para perderla en el plateado interior de los envoltorios vacíos de los aperitivos salados que hay por el suelo y en los pequeños que tratan de zafarse de las manos de sus madres cuando tiran de ellos.
Laloo el Borracho abre la boca. Ninguna palabra sale de ella. Luego tiembla como si una corriente de aire procedente de la tierra se alzara entre sus piernas y sus manos.
Pari y Faiz no me van a creer cuando les cuente lo que estoy viendo ahora mismo. Lo mejor es que mi uniforme gris es un buen camuflaje en la calina.
—¡Tú! —grita el oficial jefe señalándome con un dedo—. Ven aquí ahora mismo.
Me golpeo la cabeza contra el barril al agacharme a toda prisa, pero sé que no he sido lo bastante rápido. Te va a meter tu propia mierda por la boca, pienso. Es algo que en cierta ocasión escuché decir a mi compañero Gauver, que odia a los musulmanes; hablaba de lo que Quarter le haría a cualquiera que se atreviese a ofenderlo.
—¿Adónde se ha ido? ¿Dónde está el chico ese?
Mis ojos se fijan en el óvalo blanco de una antena con forma de plato dirigida hacia el cielo, unida al borde de un techo de aluminio que hay al otro lado de la calle. Si la miro con ambos ojos, si la miro con intensidad, llegará un momento en que no veré nada más. Todo el mundo desaparecerá, incluido el policía.
Pero está junto a mí golpeteando con los dedos la punta del tonel de agua. Se quita su gorra caqui. De tan tensa como está, la goma elástica le ha dejado una raya roja en mitad de la frente.
—A ver si te está mejor a ti —dice sonriendo y agitando la gorra en mi cara.
Me encojo ante esa gorra que huele a sobacos y quizá a celdas.
—¿No quieres? —me pregunta.
—No —contesto, y mi voz es tan débil que ni siquiera alcanzo a oírla.
El policía vuelve a ponerse la gorra en la cabeza pero no se la ciñe. Entonces se quita el barro que mancha sus zapatos de cuero negro frotándolos contra un ladrillo. La suela de su zapato izquierdo se le descuelga y unas cuantas grapas sueltas tiemblan como hilos de baba. Están tan desgastados como mis zapatos viejos.
—¿No vas hoy al colegio? —pregunta.
No me he puesto a toser, así que digo:
—Disentería. El profesor me mandó a casa.
—Oh-oh —dice el policía—. Has comido algo que no debías, ¿verdad? ¿No te gusta lo que te cocina tu mami?
—No, está bueno, muy bueno.
Hoy todo me está saliendo de pena, y es por culpa de Bahadur.
—El chico al que buscamos... —dice—, ¿lo conoces? ¿Va a tu colegio?
—Vamos a la misma clase, nada más.
—¿Dijo algo de que quisiera escapar?
—Bahadur no puede hablar. Es tartamudo, ¿sabe? No logra formar palabras como los demás niños.
—¿Y qué hay de su padre? —El oficial jefe baja la voz—. ¿Contó alguna vez que su padre le pegaba?
—Puede ser, por eso Bahadur escapó. Pero Faiz piensa que los djinns se lo llevaron.
—¿Los djinns?
—Faiz dice que Alá creó a los djinns. Hay djinns buenos y malos igual que hay gente buena y mala. Un djinn malo podría haber secuestrado a Bahadur.
—¿Faiz es amigo tuyo?
—Sí.
Me siento un poco culpable por estar chivándome al policía, pero lo que hago es ayudarlo en su investigación. Seguro que algo de lo que digo se convierte en una pista importantísima y le sirve para resolver el caso. Luego, un niño actor me interpretará en el programa de «Police Patrol». Lo llamarán La misteriosa desaparición de un inocente muchacho de la calle. Primera parte o En busca del tartamudo desaparecido: la trágica historia de la vida en las calles. Los capítulos de «Police Patrol» siempre tienen títulos geniales.
—No tenemos espacio suficiente en nuestras cárceles para tanta gente. Si ahora también nos ponemos a arrestar djinns, ¿dónde los vamos a meter? —pregunta el policía.
Se está burlando de mí, pero no me importa. Lo único que quiero es saber qué espera que diga para poder decirlo y que así él pueda encontrar a Bahadur. Además, me duele el cuello de tanto mirar hacia arriba.
El policía se rasca las mejillas. El estómago me ruge. Por lo general, Faiz me ayuda a acallarlo dándome algunos anisitos cubiertos de azúcar que guarda en los bolsillos y que roba de la cafetería en la que algunos domingos trabaja de camarero.
—Quizá Bahadur se aburría aquí, ¿no crees? —pregunta el policía.
El estómago me vuelve a rugir y lo aprieto con ambas manos para que se esté callado.
—¿Eso es lo que ha dicho su ma? —pregunto—. Le ha llamado ella, ¿verdad? Nosotros nunca avisamos a la policía.
He hablado demasiado, pero el rostro del policía sigue mostrándose inexpresivo. Se levanta un poco los pantalones caqui, se recoloca la gorra y se da la vuelta dispuesto a marcharse.
—Hay un zapatero a dos calles de aquí —le indico mientras se aleja.
El policía se detiene y me mira como si fuera la primera vez que me ve.
—Por lo de sus zapatos —le digo—. Es muy bueno. Se llama Sulaiman y cuando les pone las grapas a los zapatos parece que ni siquiera están grapados y él...
—¿También a él le ha otorgado el presidente un Padma Shri por sus servicios? —pregunta el policía. No le respondo porque es una broma, pero no tiene gracia.
Se acerca de manera arrogante a donde se congrega toda la gente. Hace un gesto con la cabeza en dirección al subordinado, tres secos movimientos que forman parte de una señal secreta como las que se cruzan los lanzadores y los jugadores de campo en el críquet. Pari, Faiz y yo deberíamos inventarnos también alguna señal secreta.
—¡No hay nada que ver aquí! —grita el subordinado—. Váyanse todos a sus casas. Y cuando digo todos quiero decir todos.
Los padres, las madres y los niños corren al interior de sus casas, pero una cabra de color pardo vestida con un jersey agujereado que la hace parecer mitad leopardo sale de una casa y golpea con la cabeza las piernas del agente.
—Serás cabrona —exclama, y le suelta una patada a la cabra.
Me río. La risa suena más fuerte de lo que pretendía.
—¿Qué miras tú? —pregunta el subordinado—. ¿Me estás grabando con tu móvil?
—No tengo móvil —le suelto antes de que pueda arrestarme.
Me alejo lentamente de la protección de mi tonel, como el protagonista de una película al que le están apuntando con una pistola, y me saco los bolsillos de los pantalones para que vea que lo único que tengo es una pieza del tablero de un juego de mesa que olvidé devolver.
—El chico tiene que hacer de vientre —le dice el oficial jefe al subordinado—. Deja que se vaya.
Agarro mi mochila y a toda velocidad doblo la esquina de la casa en la que me he refugiado. Entro en un callejón tan estrecho que sólo niños, cabras y perros pueden pasar por él. Aquí estoy a salvo, por más que el suelo esté cubierto de excrementos de cabra.
Me rozo los hombros contra las paredes. La mugre se me pega al uniforme. Hoy Ma se va a enfadar pero mucho.
Avanzo hasta acercarme un poco más a la salida, con los oídos bien atentos para captar cualquier posible susurro, y miro afuera. El subordinado da vueltas a un palo que debe de haber recogido del suelo.
—¡Todos adentro! —grita a la gente que todavía permanece en el callejón—. Vosotros dos quedaos —le ordena a la ma de Bahadur y a Laloo el Borracho.
El oficial jefe se aproxima un poco más a ellos y dice algo que no puedo oír. La ma de Bahadur le da la vuelta a la cadena de oro que lleva al cuello y trata de desabrochar su cierre. Laloo el Borracho alarga un brazo para ayudarla, pero la ma de Bahadur lo aparta de un empujón. Ella adora su cadena de oro.
Cuando hace unos meses se corrió la voz por el basti de que la ma de Bahadur tenía una cadena de oro de veinticuatro quilates —y que no era falsa como los centelleantes collares que se venden en Bhoot Bazaar—, Papa dijo que la ma de Bahadur debía de habérsela robado a su señora. Pero la ma de Bahadur le dijo a todo el mundo que era su señora la que se la había regalado.
Ma dijo que la ma de Bahadur no había tenido suerte en su matrimonio, pero sí había tenido suerte en su trabajo y que a todo el mundo las cosas le iban bien y mal en la vida —unos hijos buenos o malos, unos vecinos crueles o amables, un dolor en los huesos que un médico podía curar fácilmente o no curar del todo—, y era así como sabías que los dioses al menos intentaban ser justos. Ma le dijo a Papa que prefería tener un marido que no la pegaba que una cadena de oro auténtico. Papa parecía un poco más alto después de aquello.
Por fin la ma de Bahadur se desabrocha la cadena, la deposita en la palma de su mano y la tiende hacia el oficial jefe. Éste pega un respingo, como si la mujer le hubiera pedido que sujetase un fuego. La ma de Bahadur se vuelve hacia Laloo el Borracho, que una vez más se echa a temblar. El tipo no vale para nada. Apuesto a que la ma de Bahadur preferiría que su jefa estuviera allí con ella en lugar de su marido.
—¿Cómo voy a aceptar el regalo de una mujer? —dice el oficial jefe—. No, imposible, no puedo.
Su voz resplandece como las manzanas que los vendedores pulen con cera por las mañanas.
La ma de Bahadur toma aire a través de los dientes apretados, le propina una palmada en la muñeca a Laloo el Borracho y le entrega a él la cadena de oro. El oficial jefe mira alrededor, quizá para asegurarse de que nadie está mirando. Allí sólo está el otro policía, que traza líneas en el suelo con ayuda de su palo, y Búfalo-Baba. Y también yo, pero no me ve.
—Ma de Bahadur, ¿estás segura? —dice finalmente Laloo el Borracho sacudiendo el puño con el que sujeta la cadena sobre la cabeza de la mujer.
—Que sí —responde ella—. No es nada.
—Si queréis discutir, hacedlo dentro de vuestra casa —les pide el oficial jefe—. No estoy aquí para resolver vuestros problemas matrimoniales. Lo que en cambio sí puedo hacer, lo que tendré que hacer, es arrestaros por alteración del orden público.
—Perdónenos, jefe —dice Laloo el Borracho, y le entrega la cadena de oro al policía, que se apresura a introducirla en un bolsillo.
Los policías de «Live Crime» nunca aceptan sobornos, ni siquiera de hombres. Me siento como el peor de los detectives por no haber sido capaz de ver la maldad que se esconde en el interior del oficial jefe.
—En cuanto a vuestro hijo —dice ahora—, dadle un par de semanas. Si para entonces no ha vuelto, hacédmelo saber.
—Jefe —dice la ma de Bahadur—, pero si ha dicho que se encargará enseguida de ello.
—Cada cosa a su tiempo —responde el policía. Luego se dirige a su compañero—: Tenemos que rellenar el informe sobre que no tenemos competencia aquí, porque esos informes no se van a escribir solos. Vamos, bhai, date prisa.
—No sois más que unos liantes. Y os lo digo a todos —le suelta el subordinado a Laloo el Borracho—: Robáis la corriente eléctrica de los postes de la luz, preparáis hooch en casa, os jugáis todo lo que tenéis... Si seguís comportándoos así, el municipio os enviará las excavadoras para que derriben vuestras casas.
Fatima sale de su casa cuando los policías por fin se van. Rasca a Búfalo-Baba entre los cuernos y le da de comer un puñado de espinacas.
No quiero que derriben nuestro basti. Cuando encuentre a Bahadur, le voy a dar un buen sopapo por meternos en líos. Él ni siquiera me lo impedirá porque sabrá que en el fondo eso es justamente lo que se merece.