... desapareció. Dentro de casa, las ropas de Didi la siguen esperando sobre los taburetes. Aparto su almohada por las noches cuando duermo y nunca ocupo su lado de nuestro colchón. Pero fuera de casa el mundo está cambiando. Fatima-ben y otros musulmanes se han mudado a otro basti al otro lado del río, donde sólo viven musulmanes. Algunos hindúes llaman a ese lugar Pequeño Pakistán.
Faiz y su familia también van a mudarse allí. Hoy es su último día en nuestro basti. Ahora mismo, Pari y yo estamos ayudando a Wajid-Bhai y Faiz a empaquetar. Vinimos directamente del colegio. La ammi de Faiz y su hermana ya están en Pequeño Pakistán con la mayoría de sus cosas. Tariq-Bhai no puede ayudar con la mudanza porque sigue en la cárcel. Se supone que no tardarán en liberarlo, quizá incluso lo hagan esta semana, pero no podemos estar del todo seguros. A la policía le lleva siglos hacer cualquier cosa.
Al terminar, la casa de Faiz parece más grande cuando las personas y las cosas ya no están. Huele como a telarañas que hubieran sido abandonadas por las arañas y a polvo condenado a espesarse tras los armarios. Pari y yo llevamos las últimas de sus pertenencias afuera en bolsas de plástico. Esperamos al bicitaxi que Wajid-Bhai ha alquilado.
Algunos de los chachas, chachis y niños vecinos salen a la calle para ver marcharse a Faiz y Wajid-Bhai. Me quito el jersey y me lo ato a la cintura. Si Runu-Didi regresara hoy, se asombraría al ver que la calina casi ha desaparecido. Hace bastante más calor, además; demasiado para febrero.
A veces se me olvida que Didi no está. La policía dice que los desaparecidos seguramente están muertos, pero Ma dice que Didi vendrá mañana. Lleva días diciendo esto. No la creo.
—No te he devuelto el dinero que me prestaste —le dice Pari a Faiz. Parece como si estuviera diciéndole que nunca va a volver a verlo.
—Cuando seas médico trátame gratis —le dice Faiz. Su rostro, sus manos e incluso su pálida cicatriz se han oscurecido de vender rosas en la autopista—. Si me ves en un cruce cuando conduzcas en tu cochazo, frena y cómprame todas las flores para que pueda dedicarme a descansar el resto del día.
—No dirás en serio que vas a dedicarte a vender rosas toda la vida, ¿verdad? —responde Pari—. Tienes que matricularte en alguna escuela cerca de tu basti.
Siento como si cien mariposas aleteasen dentro de mi pecho. ¿Qué es toda la vida? Si te mueres cuando todavía eres un niño, ¿eso era toda tu vida, la mitad, o nada?
—¿Pero qué estás haciendo? —dice Pari apartando a Faiz al ver que le está echando mocos encima cuando intenta abrazarla.
Yo sí abrazo a Faiz. Luego él cruza la calle para decirles adiós a sus vecinos.
—Faiz está muy triste al tener que separarse de vosotros —comenta Wajid-Bhai—. Pero aquí no estamos seguros. Ayer alguien andaba diciendo otra vez en el complejo de baños que los musulmanes secuestraron a Kabir y Khadifa y asesinaron a Búfalo-Baba para culpar al Hindu Samaj. Es muy duro escuchar estas cosas a diario. Alá sabrá por qué nos siguen culpando a nosotros.
—Están locos —dice Pari.
—Y Tariq-Bhai... Cuando has estado en la cárcel se te queda una mancha que ya no te puedes quitar. Tendrá más posibilidades de encontrar trabajo entre nuestra gente.
Pari asiente con la cabeza.
—Tú tampoco vas a tardar mucho en irte, ¿verdad? —le pregunta Wajid-Bhai—. En tu nuevo colegio serás la estrella. He oído que allí los estudiantes utilizan ordenadores.
Pari me mira porque sabe que no me gusta escuchar eso.
—No me voy a ir a ningún sitio hasta que termine el año escolar —contesta—. A lo mejor ni me voy.
Llega el bicitaxi. Wajid-Bhai carga en él la última de las bolsas. Los pies del encargado del bicitaxi están muy agrietados y tienen el color de la ceniza allí donde sólo hay piel muerta. La nuca le brilla con destellos de plata producidos por el sudor.
Faiz corre otra vez hasta nosotros.
—Me pasaré por la escuela un día de éstos —dice—. Cuando estéis en el almuerzo. Así yo también comeré.
—Van a tacharte de la lista —dice Pari.
—Todavía no han tachado a Bahadur y lleva tres meses sin aparecer —replica Faiz—. Tardarán uno o dos años hasta que me pillen.
—Avísanos cuando suelten a Tariq-Bhai —le pide Pari a Wajid-Bhai—. Puedes llamar a mi ma. Faiz tiene el número de su móvil.
—Insalá será pronto —dice Wajid-Bhai.
—Tariq-Bhai no va ni a tocar su móvil cuando la policía lo ponga en libertad —nos dice Faiz a Pari y a mí—. Ya no querrá saber nada de móviles, así que el suyo me lo quedaré yo, y yo llamaré a tu ammi y —su mirada se mueve de mi cara a la de Pari— a tu ammi.
—Pobre Tariq-Bhai —dice Pari—. Si la policía hubiera rastreado el móvil de Aanchal, tal y como Tariq-Bhai te dijo, a ese monstruo de Varun lo hubieran cogido antes...
Pari tose, porque sabe que no debe completar la frase.
—Los djinns buenos del palacio de los djinns están protegiendo a Tariq-Bhai —dice Wajid-Bhai—. Jai, dile a tu ma que vaya allí a rezar.
—Ese lugar no da tanto miedo como parece desde fuera —dice Faiz apretando su amuleto con los dedos.
Wajid-Bhai y Faiz montan en el bicitaxi.
—¿Verdad que iréis al palacio? —me pregunta Faiz asomando por el asiento de atrás.
Le digo adiós con la mano.
El encargado del bicitaxi empuja los pedales, pero el vehículo pesa muchísimo y le cuesta lo suyo ponerse en marcha. Pari y yo y otras personas observamos desde la calle cómo el bicitaxi avanza con dificultades.
Alguien dice que una familia hindú va a comprar la casa de Faiz. Una familia con cuatro hijos y una ma y un papa y también un abuelo. No creo que me haga amigo de ellos. Probablemente ni sepan qué es el jabón Purple Lotus and Cream.
Le digo a Pari que me voy al vertedero.
—Ma no llegará a casa hasta dentro de dos horas —afirmo.
—Voy contigo —dice. Su ma tampoco está en casa.
Ya no nos quedamos fuera hasta que cae la oscuridad. No queremos que nuestros padres se preocupen. Aun así, han dejado de seguirnos a todas partes. Quizá porque ya no han secuestrado a nadie desde que Varun, su esposa y la señora rica fueron arrestados.
—¿Crees que la señora es inocente? —le pregunto a Pari, aunque ya hemos hablado de ello muchas veces—. Su abogado ha pedido una fianza.
—No se la van a dar —responde Pari—. El caso es tan grande que va a salir en «Police Patrol».
No he vuelto a ver «Police Patrol». Si alguna vez emiten historias reales sobre gente secuestrada o asesinada, será como si alguien intentara estrangularme, lo sé. Las historias sobre asesinatos han dejado de gustarme; además, tampoco son un misterio.
—Las mujeres del basti que trabajan en el Golden Gate están diciendo ahora que hay políticos y comisionados de la policía que acudían al piso de la señora por las noches —digo—. Todos esos tipos son muy importantes y harán que salga en libertad.
Hay muchas cosas en el caso que para mí no tienen sentido, por eso no puedo dejar de hacerle preguntas a Pari. Incluso los que dan las noticias en la tele que supuestamente no debo ver, pero que veo sin que nadie se entere antes de que Ma llegue a casa, se muestran confusos. Los periodistas dicen un día una cosa y otro día otra distinta, y sus teorías cambian tanto como el precio del apartamento de la señora, que un día valía cuatro crores y al siguiente doce, y hoy apenas vale algo tras los espantosos descubrimientos, que han hecho que los precios de las casas del Golden Gate hayan caído en picado.
Según esos mismos reporteros, la señora y su criado formaban parte de una red de traficantes de órganos y de pornografía infantil, que es la clase de organización que se dedica a grabar películas con niños. Dicen que el criado es un psicópata que violaba y asesinaba niños; que el criado y su mujer cambiaron de planes y mataron a los niños que supuestamente estaban destinados al tráfico de órganos; que la señora es inocente; que la señora es una mente criminal que disfrutaba de la protección de los más importantes políticos de la India.
Los titulares de las noticias de la tele son horribles. A veces los sigo viendo cuando intento dormir, encendiéndose y apagándose bajo mis párpados como luces de neón:
¡EXCLUSIVA! ¡El interior del ático de los horrores!
El asesino de parias revela truculentos detalles de los asesinatos
La propietaria del apartamento se declara no culpable
Tras la fachada del lujo, la espeluznante historia de una red de tráfico de órganos
Lo que ocurrió en realidad en el Golden Gate. ¡Véalo aquí primero!
¡Confesiones del caníbal del Golden Gate!
—Puede que nunca sepamos lo que de verdad ocurrió en ese apartamento porque nuestra policía es de lo más inútil —me dice Pari—. Sólo atraparon a Varun Kumar porque no puede ser más estúpido. Si no hubiera secuestrado a Kabir y Khadifa, la gente del basti hubiera seguido culpando a los musulmanes. Habría habido incluso peleas.
—No debió de darse cuenta de que eran musulmanes —digo—. ¿A ti Faiz no te parece hindú?
—¿Por qué ha tenido que mudarse ese idiota? —dice Pari.
Llegamos al vertedero. Hace mucho que ya no vienen las excavadoras. Una mujer vacía un cubo de peladuras de verduras y huesos de pescado en la basura. Escuchamos un grito. Es el papa de Aanchal, que no ha dejado de vigilar el vertedero desde que la policía encontró en la basura unos jirones de la bolsa de Aanchal y de las ropas que llevaba puestas el día en que desapareció —la camisa amarilla que Pari anotó en su informe.
—¿Estás echando basura en la tumba de mi hija? —le pregunta el papa de Aanchal a la mujer.
—¿Qué quieres que hagamos? —pregunta la mujer—. ¿Piensas que tendríamos que guardarnos eso —mueve el cubo vacío hacia la basura— dentro de casa?
—El CBI te arrestará cuando venga aquí —contesta el papa de Aanchal—. Estás destruyendo pruebas.
—Has perdido a tu hija y lo entiendo, pero con gritarnos no vas a conseguir que vuelva.
Pari y yo vemos al rey Botella hablando con los pequeños rapiñadores. Nos dirigimos hacia ellos y les preguntamos qué tal están. La niña del helicóptero, la que nos contó que Varun había escondido una caja azul en la basura el día en que lo atraparon, está con el rey Botella y hoy tiene una muñeca rosa delgada como un palito, con cabellos dorados y nada de ropa.
El rey Botella me estruja el hombro. La cotorra que tiene en el antebrazo me mira de reojo.
—A veces —comenta— cuando veo las noticias de la tele, es que no puedo ni mirar. Qué cosas tan horribles y repugnantes les hicieron esos monstruos a nuestros niños.
—Debemos volver a casa —le corta en seco Pari.
—Sí, claro —dice el rey Botella. La niña del helicóptero tiende hacia mí su muñeca, quizá porque me tiene lástima.
—Él no juega con muñecas —le dice Pari.
—Debe de resultarte difícil entender lo que está sucediendo —me dice el rey Botella—. Pero cada vez que pienses en tu hermana, lo que yo te deseo es que no pienses en los horrores que pudo haber sufrido en ese piso. Rezaré para que la recuerdes en sus mejores días, haciendo lo que más le gustaba hacer, aunque no fuera más que ver programas de humor en la tele.
—Runu-Didi no veía mucho la tele —digo.
—Créeme —dice el rey—, hoy, mañana, todos perdemos a alguien muy próximo a nosotros, alguien a quien amamos. Afortunados aquellos que envejecen creyendo que tienen cierto control sobre sus vidas, pero hasta ellos terminarán por darse cuenta de que todo es incierto, que todo está destinado a desaparecer para siempre. No somos más que motas de polvo en este mundo: brillamos por un momento a la luz del sol y luego desaparecemos en la nada. Debes aprender a vivir en paz con eso.
—Lo intentaré —respondo, aunque no tengo ni idea de lo que el rey me ha querido decir.
Sigo a Pari hasta su casa. Las chachis del vecindario le preguntan por su nuevo colegio. Es un colegio privado al otro lado del río que está cerca de la casa de sus abuelos y donde la han admitido con una beca completa, lo que significa que no tendrá que pagar matrícula. La gente de la escuela privada se compadeció de ella al ver su basti en las noticias. Pari les dice a las chachis que su ma y su papa tienen que encontrar trabajo cerca del colegio para poder mudarse.
Pegado al tonel de la casa de los vecinos de Pari hay un pasquín donde se lee LIBERAD YA A NUESTROS HIJOS. Es ese viejo pasquín que el Hindu Samaj distribuyó tras la desaparición de Chandni. Alguien le ha pintado un bigote a Bahadur. La policía encontró sus zapatos cuando dragaba una alcantarilla cerca de un centro comercial. A la ma de Bahadur le dijeron que también habían recuperado sus huesos, pero aún les tienen que hacer pruebas de ADN para estar seguros al ciento por ciento. La policía no ha encontrado nada que perteneciese a Runu-Didi salvo su goma del pelo.
—¿Por qué no te quedas? —me pregunta Pari cuando le digo que me voy—. Ma va a hacer Maggi esta noche para cenar.
—A mi Ma no le va a gustar que no esté en casa tan tarde.
Mantengo la cabeza gacha mientras camino deprisa hacia alguna parte, no hacia casa, porque no quiero ir allí ahora mismo. Pero da igual lo rápido que camine: chachas y chachis se abalanzan sobre mí y me hacen las preguntas que no le pueden hacer a Ma y Papa. Debería empezar a ir corriendo a todas partes como hacía Runu-Didi. Así esta gente no podría pararme.
—¿Has sabido algo de tu hermana? —me pregunta un hombre que obstaculiza mi camino.
—Tu hermana la secuestrada —explica una mujer que está junto a él, como si yo no lo supiera.
—¿Ha llamado la policía a tus padres para decirles algo de ella? —pregunta una niña con ronchones de suciedad negra en las arrugas de su cuello.
—Dicen que no saben cuántos niños han desaparecido —le explica la mujer al hombre—. Siete, veinte, treinta, quizá cien, incluso mil.
—No hay tantos niños en nuestro basti —dice el hombre.
—Estaban secuestrando niños de la calle y niños traperos también.
—La policía sigue haciendo pruebas de ADN —digo.
—¿Cuánto tiempo van a tardar esas pruebas? —pregunta la niña.
—Meses —contesto. No tengo ni idea. Quizá cuando el CBI venga trabajen más deprisa. Quizá no. Creo que Pari tiene razón y nunca averiguaremos qué le hicieron a Runu-Didi esos monstruos del Golden Gate.
De la nada siguen saliendo chachas y chachis parloteantes que tratan de retenerme a fuerza de preguntas. Me zafo de la multitud y corro en dirección a la casa de Bahadur. Me gusta observar a esas otras familias que sufren nuestra misma tristeza porque quiero averiguar si están haciendo algo diferente para impedir que los fantasmas les aprieten los huesos.
Shanti-Chachi no deja de decirme que ahora debo comportarme como un hombre y cuidar de Ma y Papa. Ma me preocupa mucho. Cuando es de noche y estamos cenando me mira fijamente a la cara, quizá esperando ver a Runu-Didi en mí, y luego aparta la mirada decepcionada y con las mejillas arrasadas de lágrimas. Además, Ma se ha quedado tan delgada y débil que me da miedo que se caiga y se muera uno de estos días. Y entonces sólo quedaremos Papa y yo, y Papa tampoco es que hable ahora mucho. Llega a casa oliendo a hooch y se mete tambaleándose en la cama. Se está convirtiendo en Laloo el Borracho 2.
La casa de Bahadur está cerrada a cal y canto, pero delante de ella están los de la tele haciéndole una entrevista a Quarter. Ha cambiado sus ropas negras por una camisa azafrán y unos pantalones caqui.
—Fuimos el único partido que dio un paso al frente cuando la policía local se negó a ayudar —dice—. Somos una parte fundamental de esta comunidad.
Me pregunto si el pradhan y Quarter sabían la verdad sobre Varun: si la señora le daba una parte al pradhan por cada niño del basti que desaparecía. Le he oído decir eso mismo al marido de Shanti-Chachi cuando hablaba con el hombre que tenía delante en la cola del baño.
Se me pasa por la cabeza la idea de lanzarle piedras a Quarter. Luego me lo pienso mejor y decido que no quiero enfadarle. ¿Y si me secuestra? ¿Qué pasará entonces con Ma y Papa? Así que me voy andando a Bhoot Bazaar. Le diré hola a Samosa y después me iré a casa.
Nuestra casa está llena de malos sueños. Ma los tiene y también los tengo yo. En mis sueños, Runu-Didi salta desde un balcón del edificio Golden Gate extendiendo sus gigantescas alas. Ella es la Jatayu de la antigüedad, pero también está herida y sangra. Ma no me dice cuáles son sus sueños. Por la forma en que se despierta, siempre entre gritos, no me cabe duda de que son horribles.
Siento una sombra fría y solitaria que pasa sobre mí. Levanto la vista por miedo a que se trate del pájaro, por miedo a que se trate de Didi. Pero el cielo está vacío. Algo me roza las piernas. Es Samosa. Me arrodillo para rascarle las orejas. Su lengua de color rosa se le sale de la boca como si sonriera.
Me busco algo de comida en los bolsillos, pero no encuentro nada. Samosa me acaricia las piernas con el hocico. No le importa que no tenga nada para darle. Es un amigo de verdad. Faiz me ha dejado y Pari me dejará, pero Samosa no me va a dejar nunca.
Voy a la tetería de Duttaram. No me dirige la palabra porque está ocupado.
Le digo a Samosa que me acompañe y caminamos hacia mi casa. Quiero preguntarles a Ma y Papa si Samosa puede vivir con nosotros porque, en primer lugar, Samosa es listo, en segundo lugar, Samosa es como un policía pero de los buenos, y en tercer lugar, Samosa no va a dejar que nadie me secuestre. Todas ellas son unas razones excelentes.
—Te echo una carrera hasta casa —le digo a Samosa.
Samosa me observa moviendo el rabo.
—Vamos a ver quién corre más rápido. ¿Preparado? —le pregunto—. A sus puestos, listos, ¡YA!
Y corro lo más rápido que puedo. Siento como si el corazón me fuera a explotar y me cuelga la lengua igual que a Samosa, pero sólo me detengo cuando llego a la entrada de casa. Entonces tomo aire y lo suelto con las manos apoyadas en las rodillas.
Me doy la vuelta para ver dónde está Samosa. Está trotando hacia mí resollando y con cara de desconcierto.
—¡Gané, gané, gané! —grito asustando a las gallinas y a las cabras de al lado.
Samosa me lame las manos. No es un mal perdedor.
—Soy el corredor más rápido del mundo —exclamo.
—Qué bobada —oigo comentar a Runu-Didi.
—Cállate —digo, y entonces recuerdo que, aunque su voz siga estando en mi cabeza, ella no está aquí.
Me siento en la entrada. Samosa apoya la cabeza en mi regazo. Su piel es suave y cálida. La tele atruena en casa de Shanti-Chachi.
—¿Deberían ser demolidas las barriadas? Cuéntenos lo que opina. Envíenos sus ideas a...
Levanto la mirada hacia el cielo. Hoy la calina es un manto tan fino que llego a ver el brillo de una estrella al otro lado. Ni siquiera puedo recordar la última vez que vi una estrella.
—Mira —le digo a Samosa.
Pero la estrella ya ha desaparecido. Quizá nunca estuvo ahí. Quizá sólo fue un satélite o un avión. Quizá era Runu-Didi diciéndome que no debo preocuparme, porque los dioses son reales y están cuidando muy bien de ella. Me protege de la manera en que Demente protege a sus chicos. Lo sé.
Entonces vuelvo a ver la estrella. Se la señalo a Samosa. Le digo que es una señal secreta que tenemos entre Runu-Didi y yo. Es tan intensa que su fuego lo ilumina todo más allá del manto de las nubes y de la calina e incluso de los muros que los dioses de Ma han levantado para separar un mundo de otro.