A cierta distancia, el chico vio a tres hombres envueltos en mantas y acurrucados junto al fuego. Unas llamas coronadas de ceniza salían de un barril metálico que alguna vez debió de utilizarse para transportar cemento en una obra. Los hombres mantenían las manos sobre el fuego como si estuvieran participando de algún solemne ritual. Unas chispas amarillas saltaban más allá de sus rostros, pero las manos no regresaban a los pliegues de las mantas.
Había una silenciosa camaradería entre esos hombres que hizo que Bahadur deseara ser mayor, para que también él pudiera sentarse entre ellos. Pero no era más que un muchacho que se ocultaba bajo un carrito que olía a guayaba: un olorcillo débil y dulce que llegaba hasta él como a hilillos a través del caldeado aire del invierno.
El propietario del carro dormía en un camino cercano, con el cuerpo vuelto hacia la persiana metálica de una tienda cerrada a cal y canto con un candado y cubierto como un cadáver de la cabeza a los pies por una manta que no era lo bastante espesa como para silenciar sus ronquidos. Bahadur había rebuscado con sumo cuidado bajo los repliegues de la lona doblada y en las bolsas que había sobre el carro por si todavía había alguna guayaba, pero no encontró nada. El propietario debía de haber caminado mucho y muy lejos para vender la fruta.
Bahadur apenas sabía cuánto tiempo llevaba observando a los hombres. Ya era más de medianoche, y sabía que debía dormir. Pero hacía frío, y quería pasear y calentar la sangre de sus venas. Con el cuerpo pegado al suelo salió de su escondite y volvió a mirar a los hombres. Estaban bebiendo de la misma botella, un sorbo cada uno, y luego se limpiaban los labios contra la manga del jersey y le pasaban la botella al siguiente. Al cabo de una hora estarían dormitando junto al fuego, con ladrillos haciendo las veces de almohadas y las piernas despatarradas en la calle medio tapadas por unas mantas.
Las calles de Bhoot Bazaar se desplegaban en torno a Bahadur como bocas muy abiertas de demonios. No estaba asustado. Se asustó cuando empezó a dormir fuera, aquellas noches en las que su madre se quedaba en el piso en el que trabajaba para cuidar del hijo de la señora, que tenía fiebre, o para servir a los invitados de alguna fiesta que la señora había organizado. Hasta entonces Bahadur había visto el bazar sólo durante el día, cuando hervía de personas, de animales, de vehículos, de los dioses invocados en las oraciones que surgían de los altavoces de un templo, una gurudwara y una mezquita. Tantos perfumes y sonidos y tan densos que se colaban en él como si estuviera hecho de gasa.
Así que a los siete años, cuando por primera vez se internó en el bazar bien entrada la noche para huir de su padre, aquella quietud no pudo sino inquietarlo. Un cielo turbio de un negro azulado se extendía sobre una maraña de cables y polvorientas farolas. El mercado se encontraba prácticamente vacío, salvo por las arrugadas formas de los durmientes. Sus oídos entonces empezaron a hacerse al rumor distante y continuado de la autopista. Su nariz aprendió a captar hasta el olor más débil —guirnaldas de caléndulas, papayas cortadas en rodajas y servidas con unas galletas saladas, puris fritos en aceite— después de varias horas, para así guiar sus pasos a la derecha o la izquierda en las esquinas oscuras. Sus ojos podían distinguir qué clase de perros sueltos había en los callejones por las curvas de sus colas o por la forma de las manchas blancas en sus pelajes marrones o negros.
Ahora tenía casi diez años y era lo bastante mayor para estar solo, aunque nunca se lo dijo a su madre. Su ma no sabía que Bahadur estaba allí. Hacía mucho que el mundo se había retirado de los ojos manchados de hooch de su padre, hasta el punto de que ya no podía distinguir la carne de las sombras.
Las noches en que su madre estaba fuera, los hermanos de Bahadur se camelaban a las tías del vecindario para que les permitiesen quedarse con ellas. Pensaban que algún amigo de la familia hacía lo mismo por él. Pero Bahadur no quería ocupar una esquina bajo el atestado techo de nadie. En todas las casas —incluso en la de su único amigo, Omvir— había siempre una chachi que a menudo chasqueaba la lengua y pedía a los dioses que levantasen la maldición que habían hecho pesar sobre Bahadur, y niños que se burlaban de la manera en que las letras se le quedaban pegadas a la lengua por más que él intentase escupirlas. Para ellos, Bahadur no era más que Ese Idiota, o el Zoquete, o Ka-Ka-Ka-Ka, o He-He-He-Ro-Ro. Lo llamaban Comerratas y le preguntaban si su madre limpiaba la mierda que se encostraba en los baños del basti. Aquella noche no había esa clase de gente en el bazar. Bahadur no tenía que verse en la tesitura de hablar con nadie. Si así lo quería, hasta podía imaginarse que era un príncipe que disfrazado de pequeño mendigo vigilaba su reino.
Las persianas echadas de las tiendas tenían la ondulación de las olas. Bahadur no era capaz de quitarse el frío de encima por más rápido que anduviera. Se detuvo junto al conductor de un bicitaxi que dormía bajo una manta en el asiento del pasajero. Colgaba del manillar una bolsa de plástico blanco que el hombre había empleado para guardar la comida o la cena, con algo oscuro y espeso encharcando el fondo. Bahadur desató la bolsa con gran sigilo, luego salió corriendo e inspeccionó su contenido. Una cucharada de judías pintas que engulló con el cuello inclinado hacia el cielo.
Aquélla era la tercera noche que vagabundeaba por el bazar. Si quería comer de verdad, su mejor opción sería cuando su madre regresara a casa el martes, pero aún era sábado, y las horas se alargaban tan oscuras e ilimitadas como el mismo cielo. Tiró la bolsa que llevaba en la mano a una alcantarilla, luego se arrodilló y rebuscó entre un montón de basura que se amontonaba junto a los asientos donde a lo largo del día los vendedores ofrecían tortitas fritas y también pastelitos glaseados con cuajada y chutney de tamarindo. Pero los animales del bazar ya habían arramblado con la comida antes que él. Se limpió las manos frotándolas en la base de un cuenco de aluminio que alguien había tirado y volvió a incorporarse.
Bahadur sintió que un peso le apretaba el pecho. El humo hacía que el aire fuera más cortante, y el goteo que le caía de la nariz no tardaría en convertirse en una tos que le dejaría sin respiración. Era consciente de que se le pasaría quizá dentro de unos minutos. Le parecía de lo más injusto tener que luchar contra algo que para los demás resultaba del todo natural, cosas como hablar o respirar. Pero ya estaba harto de maldecir a los dioses, harto de intentar ponerlos de su lado a fuerza de oraciones.
Caminó un poco más hasta la Tienda de Reparaciones y Utensilios Electrónicos Hakim, su lugar favorito en todo el bazar. A Hakim-Chacha le daba igual que no hablase. Le enseñaba muchas cosas sobre condensadores reventados y cables sueltos y le pagaba por el trabajo que hacía en la tienda, aunque Bahadur lo hubiera hecho igualmente sin recibir nada a cambio. En una ocasión, la madre de Bahadur había pagado a dos chicos para que llevasen a casa un ruidoso frigorífico y una tele que una señora rica había tirado al basurero que había cerca de su basti. Bahadur los había reparado en un abrir y cerrar de ojos, y de hecho los dejó como nuevos. Hakim-Chacha afirmaba que Bahadur tenía un don. Creía que cuando fuera mayor sería ingeniero y viviría en una de las casas que ocupaban los ricos.
Ya habría querido Bahadur que su padre hubiera sido como Hakim-Chacha. En los dos últimos días, cada vez que visitaba la tienda de electrónica, Hakim-Chacha le compraba cucuruchos de periódico llenos de cacahuetes tostados y cubiertos de sal. Lo hacía sin saber siquiera que Bahadur pasaba hambre. Bahadur había guardado unos cuantos cacahuetes en los bolsillos de sus vaqueros para comerlos más tarde, aunque ya se los había acabado. Volvió a comprobar si efectivamente era así, aunque sin muchas esperanzas, hundiendo las manos hasta el fondo de los bolsillos. Cuando las sacó, unas cuantas pieles ligeras como el papel se le habían pegado a la punta de los dedos. Bahadur los lamió saboreando la sal y recordando demasiado tarde que eso le daría sed.
La calina comenzaba a cubrir las farolas. Bahadur tragaba el aire a bocanadas y se acurrucó sobre un paso elevado que había ante la tienda de reparaciones, colocando las rodillas contra el pecho y rodeándolas con los brazos. Seguía teniendo frío. Se levantó y encontró dos cajones rojos cubiertos de basura apilados junto a la tienda de al lado. Los puso en equilibrio sobre las dos piernas, pero aquello se le hacía muy incómodo y no le quitaba el frío. Apartó los cajones y volvió a tumbarse.
La calina parecía el mismísimo aliento del diablo. Ocultaba las farolas y hacía que la oscuridad fuera todavía más oscura. Para serenarse, Bahadur pensó en todas las cosas que le gustaba hacer: tirar de las anaranjadas orejas de una elefantita azul de juguete con un elefantito abrazado a su trompa que compró por puro capricho a un vendedor callejero de Bhoot Bazaar, mecerse en unos neumáticos que colgaban de las ramas de un árbol de arac y sostener un ladrillo caliente envuelto en trapos que su ma le daba en las noches más gélidas. Se la imaginaba dándole friegas de Vicks VapoRub en el pecho, si bien aquello sólo lo había visto en la tele y en casa ni siquiera tenían un bote con ese ungüento. Pero pensar en ello le tranquilizaba y decidió aferrarse a esa imagen hasta que se quedó dormido.
Entonces Bahadur percibió a través del suelo un movimiento en el callejón. Aguzó el oído para saber si eran pasos, pero no oyó nada más.
Un recuerdo que no se había molestado en evocar se revolvía en su cabeza. Una noche de verano dos años atrás, un hombre que olía a cigarrillos y que llevaba un bigote tan espeso como la cola de una ardilla lo había inmovilizado contra una pared con una mano mientras con la otra se aflojaba el nudo de los pantalones. Bahadur se agitó un poco, como si aún sintiera la presión de la mano de aquel hombre. Un grupo de trabajadores que regresaban a casa vieron lo que estaba sucediendo y persiguieron a aquel individuo, lo que dio a Bahadur ocasión de huir a la carrera. Después de lo ocurrido dejó de rondar por el bazar durante meses hasta que sus miedos se apaciguaron y volvió a desatarse la cólera de su padre.
Bahadur se preguntaba si no sería mejor buscar otro sitio donde dormir. Frente a la tienda de reparaciones, el callejón estaba terriblemente vacío. Cualquier otra noche no le hubiera importado quedarse allí, pero quién sabía qué clase de bestia acechaba en medio de aquella calina esperando a hundirle los dientes en las piernas. ¿De dónde venía esa calina? Bahadur nunca había visto nada igual. Por encima de él, en el tejadillo saliente las palomas gruñían e iban de un lado a otro. Entonces, como inquietas, echaron a volar.
Bahadur levantó la espalda, con las palmas pegadas al suelo y la piel llena de piedrecillas, y miró a la oscuridad. Un gato maulló y un perro ladró como para hacerle callar. Bahadur pensó en los fantasmas que habían dado nombre a Bhoot Bazaar, los espíritus amistosos de la gente que había vivido en aquellos lugares cientos de años atrás cuando los Mughal eran los soberanos. Promesa de Alá —le había dicho Hakim-Chacha en una ocasión a Bahadur—. Nunca nos harán daño.
Si de hecho era un fantasma del bazar el que se acercaba a Bahadur, quizá su intención era ayudarlo a respirar o decirle que era una necedad dormir en la calle en una noche así. Quizá si le mostraba al fantasma su rostro con la impronta de la mano de su padre sobre la piel, el fantasma lo dejaría quedarse allí. Hakim-Chacha jamás se pronunció acerca de sus heridas o de las tiritas que su madre pegaba sobre ellas. Pero justo el día anterior en la tienda de reparaciones, Bahadur había visto su propio reflejo sobre la pantalla de un antiguo televisor, el mismo tras el que escondía los objetos que más apreciaba y que no podía guardar en casa, y le pareció que el moratón que le rodeaba un ojo tenía un aspecto tan negro y reluciente como el río que dividía en dos la ciudad.
Bahadur se dijo que estaba comportándose como un idiota. Los fantasmas y los monstruos vivían solamente en los cuentos que la gente contaba. Pero en el aire latía una amenaza palpable, como si se tratase de una electricidad estática. Bahadur creyó ver unos miembros fantasmales perfilados de blanco: bocas sin labios que atraían hacia sí el clamor de su respiración.
Quizá debería levantarse y correr a casa. Quizá esa noche debería llamar a la puerta de Omvir. Pero el frío atenazaba sus huesos, y los notaba tan frágiles que hasta pensó que se le podían romper. Deseaba que la negrura desapareciese, que brillara la luna, que los hombres que había visto junto al fuego pasaran por aquella calle. La calina se tensaba alrededor de su cuello como la lazada de una áspera cuerda.
Ahora podía escucharlos: los golpecitos de los bandicuts buscando migajas en grupos, el relincho de un caballo en alguna parte, el repicar de un cubo de metal al que un gato o un perro había dado la vuelta y después las lentas pisadas de algo o alguien que —Bahadur estaba seguro de ello— se acercaba hacia él. Abrió la boca para gritar, pero no pudo hacerlo. El sonido de aquel grito se le quedó clavado en el fondo de la garganta como todas esas palabras que nunca había sido capaz de pronunciar.