Ésta es nuestra última noche...

... en el basti, dice Ma. No hay que ponerse dramáticos, dice Papa. ¿Pero y si lo perdemos todo?, pregunta Runu-Didi.

Me siento con las piernas cruzadas sobre la cama y observo a Ma mientras despeja el suelo. Apila contra la pared nuestros libros, los taburetes de plástico y las cazuelas que ella y Didi usan para traer agua del caño. En ese nuevo espacio vacío, Ma extiende una sábana rosa con florecillas negras, aunque los colores se han transformado en gris después de tantos lavados. Luego recoge las cosas de las que no podemos desprendernos y las acumula sobre la sábana: nuestras mejores ropas, entre las que se incluye mi uniforme bien envuelto en plástico, su tabla para hacer roti y su rodillo, y una estatuilla del dios Ganesh que el abuelo le regaló a Papa hace años. La tele sigue en la repisa. No podemos llevárnosla porque pesa demasiado.

—¿En qué momento se convirtió nuestra casa en el decorado para una peli sobre la India, eh, Jai? —pregunta Papa, que está sentado a mi lado con el mando a distancia de la tele en la mano. Le pongo bien el cuello de la camisa, que lo tiene torcido. Está deshilachado en los lugares en que Runu-Didi o Ma lo han frotado con demasiada fuerza para quitarle la mugre y las manchas de pintura.

Didi intenta ayudar a Ma pero no hace más que meterse en medio. Ma no la regaña. En realidad, no deja de mascullar que la ma de Bahadur hizo muy mal al acudir a la policía.

—No le funciona bien el cerebro —dice Ma—. Eso de ir de un hospital a otro me figuro que vuelve loco a cualquiera. ¡Qué demonios! Si incluso le pidió a Baba Bengali que le dijera dónde estaba su chiquillo. Le pagó además una fortuna. Todo el mundo estaba hablando de ello cuando Runu y yo fuimos por la tarde a recoger agua al caño.

Baba Bengali tiene el aspecto de alguien que acabara de salir de una cueva en el Himalaya, con ese pelo estropajoso y los pies llenos de barro, pero él utiliza ordenadores. Una vez lo vi junto a la tienda de reprografía Dev Cyber, en Bhoot Bazaar, con un rollo de carteles que luego pegó por todo el bazar. Los carteles decían que Baba Bengali conocía las respuestas para los problemas más graves, ya estuvieran relacionados con esposas infieles, maridos infieles, suegras iracundas, fantasmas hambrientos, magia negra, deudas o mala salud.

Ma se pasea por la habitación pensando qué más debería meter en la sábana. Coge su reloj de alarma, que nunca está en hora, pero vuelve a dejarlo en la repisa.

—¿Qué dijo Baba Bengali? —pregunto.

—Dijo que Bahadur nunca regresará —dice Runu-Didi.

—Ese baba es un fraude —añade Papa—. Se gana la vida con las desgracias de la gente.

—Ji, no crees en él, pues muy bien —indica Ma—. Pero no hables mal de baba. Ya sólo nos faltaría que nos echara una maldición.

Se sube entonces a un taburete y coge un envase de plástico azul muy viejo de Parachute 100 % Aceite puro de coco de la repisa más alta. Ya no le queda nada de aceite dentro. Lo que hay, en cambio, son unos cuantos cientos de rupias en billetes que Ma guarda en caso de que algo ocurra, aunque nunca ha dicho qué es ese algo que puede ocurrir. Deja el envase sobre su lata de polvos de mango. Será más fácil cogerlo de allí si tenemos que salir pitando de casa en la oscuridad. El envase es como el bolso de Ma, salvo por el hecho de que nunca la he visto abrirlo.

—Escucha —le dice Papa a Ma—, amor mío, la policía no nos va a hacer nada. La esposa de Laloo el Borracho le regaló su cadena de oro. Nadie va a traer las excavadoras para echar abajo nuestro basti.

Miro a Papa con la boca abierta porque acaba de llegar a casa y ya se ha enterado del asunto de la cadena de oro. ¿Y si también sabe que el profesor Kirpal me ha echado de clase?

De momento nadie me ha preguntado por qué he llegado tan pronto a casa, ni Shanti-Chachi, que me dio un plato de arroz que su marido le había preparado, ni Runu-Didi, cuyo trabajo número uno según Papa es no quitarme el ojo de encima. Ma ni siquiera ha reparado en las nuevas manchas que tengo en el uniforme, probablemente porque en el basti no se hablaba de otra cosa que de Bahadur y la policía, charlas inquietas apenas susurradas que han contribuido a que la gente no se fije en mí.

—¿Qué perdemos por ser un poco cautelosos? —dice ahora Ma—. Quizá traigan las excavadoras o quizá no. ¿Quién puede saber nada a ciencia cierta?

Envuelve con dos pañuelos de algodón un diploma enmarcado que certifica que el equipo de Runu-Didi ocupó el primer puesto en la carrera estatal de relevos y lo coloca con delicadeza en la parte superior de la pila. El marco se desliza a un lado y queda inclinado sobre el rodillo. Ma vuelve a ponerlo derecho, mordiéndose la cara interna de las mejillas y respirando pesadamente.

La oscilante bombilla que cuelga sobre mi cabeza zumba a plena corriente y su sombra recorre las estanterías, las grietas de la pared y las humedades producidas por los monzones, que ahora puedo ver porque Ma ha movido las cubetas y los platos. A Ma le gusta que tengamos la casa bien limpia y me echa la bronca si no pongo los libros del colegio y la ropa donde ella me dice que lo haga; y ahora resulta que es ella la que está desordenándolo todo.

Papa me rodea los hombros con el brazo y me acerca un poco más a esa mezcla de olores, pintura y calina tan suya.

—Cómo son las mujeres —exclama—. Se preocupan por nada.

—Es más que nada —digo.

—Jai, la policía no puede ponerse ahora a demoler cosas. Antes nos tienen que avisar —afirma Papa—. Tienen que pegar carteles y hablar con nuestro pradhan. Nuestro basti lleva años aquí. Tenemos carnets de identidad, tenemos derechos. No somos de Bangladés.

—¿Qué derechos? —pregunta Ma—. Estos funcionarios sólo se acuerdan de que existimos una semana antes de las elecciones. ¿Y cómo vamos a confiar en ese canalla de pradhan? Si ya ni siquiera vive aquí.

—¿Eso es cierto? —pregunto. Cuesta imaginar a Quarter en un piso de los buenos. Por su aspecto, se diría que vive en la cárcel.

—Cariño, si la policía derriba nuestro basti, ¿de dónde van a sacar sus sobornos? —dice Papa, que es lo que Pari también ha dicho—. ¿Seguirán comiendo pollo cada día esas esposas tan gordas que tienen?

Papa gesticula como si sus dientes estuvieran desgarrando la carne de un muslo de pollo. Hace el ruido de estar sorbiendo ansiosamente y se lame los dedos.

Me río, pero Ma tiene los labios curvados hacia abajo y no deja de ir de un lado a otro. Cuando por fin termina, coloca el bulto junto a la puerta. Se ve obligada a levantarlo con las dos manos porque ha metido demasiadas cosas dentro. Sólo Papa será capaz de correr con eso colgado a la espalda.

Después cenamos.

—Si derriban nuestro basti —dice Runu-Didi—, ¿tendremos que vivir con los abuelos? Bueno, pues yo no pienso ir allí, os lo digo desde ya. No voy a hacer todas esas tonterías de separar a hombres y mujeres. Algún día ganaré una medalla para la India.

—Ese día un burro cantará como Geeta Dutt —digo.

Geeta Dutt es la cantante favorita de Papa. Canta en blanco y negro.

—Niños —dice Papa—, lo peor que va a pasarnos es que no vamos a comer rotis hasta que vuestra muy inteligente y muy hermosa madre desempaquete su rodillo. Eso es todo. ¿Entendido?

Mira a Ma y sonríe. Ella no le devuelve la sonrisa.

Papa me coloca el cabello detrás de la oreja con la mano izquierda.

—Hemos estado pagando a tiempo su hafta a la policía. Y ahora además tienen una cadena de oro. Como un segundo extra por Diwali. Durante un tiempo dejarán de molestarnos.

Cuando terminamos de cenar y los cacharros están limpios, Ma se seca las manos en su sari y me dice que esta noche puedo dormir en la cama. A Papa parece que lo pilla por sorpresa.

—¿Por qué? —pregunta—. ¿Qué es lo que he hecho?

—Me duele la espalda —dice Ma sin mirarlo—. Es más fácil dormir en el suelo.

Didi saca de debajo de la cama la esterilla que ella y yo solemos compartir. Lo hace tan rápido que las bolsas que Ma guarda allí se vuelcan.

—Cuidado —dice Papa, y el enfado hace que se le avinagre la cara.

Ayudo a Didi a poner todas las cosas otra vez en las bolsas, una pistola de plástico y un mono de madera con los que no he jugado en años, y las prendas de ropa rotas que a Didi y a mí ya no nos valen. Juntos extendemos la esterilla en el suelo. Sus bordes están siempre arrugados allí donde se chocan con las patas de la cama.

Papa enciende la tele. Las noticias no cuentan hoy nada interesante. Sólo hablan de política. Me quedo junto a la puerta escuchando a nuestros vecinos discutir sobre la policía y los sobornos y sobre si nuestro basti acabará siendo demolido.

Cuando encuentre a Bahadur, la gente no discutirá por estas cosas estúpidas. Más bien hablarán de mí: Jasoos Jai, el detective más grande de la tierra.

Mañana le pediré a Faiz que sea mi ayudante. Seremos como Byomkesh Bakshi y Ajit e investigaremos las calles oscurecidas por la calina de Bhoot Bazaar. Incluso tendremos nuestra propia señal secreta, mucho mejor que la que tenían los agentes de la policía.

Papa se cansa de las noticias y me dice que me vaya a la cama. Cierro la puerta y apago la luz. Ma se tumba en la esterilla junto a Didi. Papa empieza a roncar en cuestión de segundos, pero yo me pellizco para mantenerme despierto. ¿Y si Papa está equivocado con lo de las excavadoras? Dibujo un mapa del basti en mi cabeza y trato de pensar en el camino más rápido que podemos tomar para huir.

Me vuelvo hacia los pósteres del dios Shiva y el dios Krishna que Papa ha pegado a la pared. No puedo verlos en la oscuridad, pero sé que están allí. Les pido a ellos y a todos los demás dioses que puedo nombrar que nos ayuden. Decido orar nueve veces la misma plegaria para que los dioses sepan que lo pido con todas mis ganas. Ma dice que el nueve es el número favorito de los dioses.

Por favor, Dios, no mandes las excavadoras a nuestro basti.

Por favor, Dios, no mandes las excavadoras a nuestro basti.

Por favor, Dios, no mandes las excavadoras a nuestro basti.

Cuando encuentre a Bahadur le meteré su propia mierda en la boca.

Me doy una palmada en la frente por tener malos pensamientos mientras rezo.

—¿Mosquitos? —pregunta Ma.

—Sí.

Oigo tintinear las pulseras de cristal de Ma y el crujido de una manta que probablemente se ha subido hasta la nariz.

Querido Dios, nada de excavadoras. Por favor, por favor, por favor.

 

 

La mañana siguiente ya llegamos tarde a la escuela y tenemos que correr, por lo que no consigo hablar con Faiz acerca de mi plan para hacer de detectives. Estoy cansado y tengo sueño en el toque de reunión. También durante la clase los párpados no paran de cerrárseme, así que tengo que mantenerlos abiertos con los dedos. Es más fácil mantenerte despierto si te dedicas a hacer volar avioncitos de papel o participas en competiciones de pulso, como los demás están haciendo ahora mismo.

El profesor Kirpal no intenta interrumpirnos. Hace como si ayer no hubiera sucedido nada; como si no hubiera regañado a Pari ni me hubiera echado de clase. Yo también soy capaz de fingir. Cuando de la calle me llega ese ruidoso phad-phad de una motocicleta Bullet, dejo caer el lápiz y me agacho para recogerlo. Con la cabeza bajo la mesa imito el ruido de la moto, taka-taka-taka-taka. Es como cien fuegos artificiales estallando en mi boca y llenándola de chispas. Eso basta para espabilarme. En la clase los demás ríen. El profesor Kirpal grita: Silencio, silencio, pero la risa se hace más estridente.

Gaurav me acompaña haciendo el ruido de la Bullet. El profesor Kirpal saca la regla y le da unos golpes a la mesa. Poco a poco, la clase va guardando silencio.

El profesor nos enseña Ciencias Sociales durante una hora, luego Matemáticas durante otra hora; él nos da clase de todo porque ya no le permiten ser profesor de los mayores. Sólo deja de hablar cuando el timbre anuncia la hora del almuerzo.

Nos sentamos en el pasillo con las piernas cruzadas y la espalda contra la pared. Busco a Omvir para preguntarle por Bahadur, pero no lo veo por ninguna parte.

La gente que se encarga del almuerzo nos pone delante unos platos metálicos.

—Ese mapa de la India que ha hecho el profesor Kirpal con el sol al este... —digo—. ¡Menuda chapuza! Si el sol parecía un huevo con la cáscara rota.

—Espero que hoy nos den huevos —dice Faiz.

—¿Cuándo nos han dado huevos? —pregunto. Me molesta que no me deje terminar lo que estaba diciendo, pero a mí tampoco me importaría comer huevos.

Olfateo el aire para tratar de averiguar qué nos ha preparado hoy la gente del almuerzo, pero lo único que ahora se puede oler es la calina.

—Quiero puri-subzi —dice Pari.

Entonces se pone a canturrear: puri-subzi, puri-subzi, puri-subzi, y otros estudiantes lanzando una risita se unen a ella, hasta que la gente del almuerzo nos planta una daliya vegetal en el plato. Está tan líquida que tenemos que beberla sosteniendo los platos contra la boca, como si fueran gachas. No tardamos en vaciar los platos, pero nuestros estómagos siguen rugiendo.

—Esta gente del almuerzo deja a los que gobiernan de burros —dice Pari—. Se quedan la mejor comida para sus hijos y nos dan esto. —Pari habla así a menudo pero nunca deja ni un grano de arroz en el plato.

—Deja de quejarte, amiga —dice Faiz—. Al menos no está hecho con pesticidas, como en Bihar.

Eso es algo que Pari no puede rebatir porque fue ella la que nos contó lo de los niños de Bihar que habían muerto tras comer su almuerzo. Pari sabe mucho porque lo lee todo: periódicos grasientos que han estado envolviendo panes y tortitas crujientes, las portadas de las revistas que cuelgan en los quioscos y los libros que hay en la biblioteca próxima a la mezquita de Bhoot Bazaar adonde Faiz acude a rezar.

Una de las didis del centro le dijo en cierta ocasión a la ma de Pari que debía pedir que aceptasen a Pari en algún colegio privado dentro de la cuota de pobres, porque Pari es demasiado inteligente para ir a un colegio público. La ma de Pari dijo que ya lo habían intentado y que no había servido de nada. Pari decía que lo menos importante era dónde estudiaba. En las noticias había visto una entrevista a un chico de un basti como el nuestro que había sacado las mejores notas en las oposiciones y ahora trabajaba como jefe de distrito. Si él podía hacerlo, ella también podía, dijo Pari. Yo coincidía con mi amiga, pero no lo dije en voz alta.

Imploramos que nos den más daliya, pero la gente del almuerzo hace oídos sordos, así que nos lavamos las manos y salimos en tropel al recreo. Llega mucho ruido procedente del Bhoot Bazaar, pero nosotros somos todavía más ruidosos.

Runu-Didi está en el pasillo hablando con sus amigas. Al contrario que yo, no tiene cara de sueño. Puede dormir a pierna suelta aunque la tierra esté temblando y partiéndose en dos. Pero lo bueno de ella es que en cuanto traspasamos las puertas del colegio hace como si no me conociera. Me gusta que lo haga porque eso significa que tampoco me vigila.

Cuatro chicos están observando el grupo de Runu-Didi con miradas ladinas y sonrisas que son todo dientes. Uno de ellos es el chico con granos que ayer estaba en mi cola para entrar al colegio. Sus amigos ríen por algo que él ha dicho. Runu-Didi y las otras chicas les lanzan una mirada feroz.

Cerca de la margosa en la que Quarter reúne a su corte vespertina encuentro una ramita que puedo mascar para engañar al hambre haciéndole creer que va a recibir más comida. Hay unos cuantos chicos alrededor de Quarter calentándose las manos en los sobacos. Paresh, que está en sexto y es de nuestro basti, le está contando a Quarter lo de los agentes de policía y Bahadur. Pero Paresh ni siquiera estaba allí cuando aquello ocurrió, y yo sí.

—Los agentes pidieron a todas las mujeres del basti que les diesen lo que pudieran, oro o dinero —dice—. Además, los policías pegaron a Búfalo-Baba con las porras.

Me gustaría desmentir lo que está diciendo Paresh, pero el recreo va a terminar enseguida y tengo una tarea muy importante que hacer. Le ordeno a Pari y a Faiz que me sigan hasta un lugar donde no hay nadie, bajo una caña fístula cuyas flores pintan el suelo de amarillo en primavera. Tanvi trata de venir con nosotros, con esa mochila suya con forma de sandía que lleva a todas partes, pero le espanto chistándole.

—Toda esta historia de pobrecito Bahadur, que ha desaparecido —les digo a Pari y Faiz— es como una película india de las malas y ya ha durado demasiado tiempo.

Tengo que levantar la voz porque los niños que están jugando a kabbadi-kabbadi-kabbadi chillan a pleno pulmón. Sus pies, rápidos como guepardos, levantan el polvo del suelo en enormes remolinos marrones.

—Voy a hacerme detective y a encontrar a Bahadur —digo poniendo mi mejor voz de adulto—. Faiz, tú serás mi ayudante. Todos los detectives tienen uno. Como Byomkesh tiene a Ajit y Feluda a Topshe.

Pari y Faiz se miran entre sí.

—Feluda es un detective y Topshe es su primo —explico—. Son bengalíes. El encargado de Dulces Bengalíes de Bhoot Bazaar, que hay al lado de la tienda de Afsal-Chacha..., ya sabéis de quién hablo. Me refiero a ese viejo que agita el palo de la escoba hacia nosotros si nos acercamos demasiado a sus dulces... Bueno, pues ese tipo. Su hijo lee los cómics de Feluda. Una vez me contó una de esas historias.

—¿Qué clase de nombre es Feluda? —pregunta Faiz.

—¿Y por qué vas a ser tú el detective? —rechista Pari.

—Eso es verdad —dice Faiz—. ¿Por qué no eres tú mi ayudante?

—Qué sabrás tú de la labor de un detective. Tú no ves «Police Patrol».

—Pero yo sí conozco a Sherlock y Watson —dice Pari—. Vosotros ni siquiera habéis oído hablar de ellos.

—¿Guasón? —pregunta Faiz—. ¿Eso también es un nombre bengalí?

—Déjalo —dice Pari.

—Sólo porque leas libros no quiere decir que lo sepas todo —le suelta Faiz—. Yo trabajo. La vida es la mejor escuela. Todo el mundo lo dice.

—La gente que no sabe leer es la que dice esas cosas —responde Pari.

Estos dos discuten siempre como un marido y una mujer que llevaran demasiado tiempo casados. Pero ni siquiera de mayores podrían casarse, porque Faiz es musulmán. Resulta demasiado peligroso casarse con un musulmán si eres hindú. En las noticias de la tele he visto imágenes sanguinolentas de gente que fue asesinada por haberse casado con alguien de una casta o una religión distintas. Además, Faiz es más bajo que Pari, así que tampoco pegarían demasiado de todos modos.

—¿Cuánto pagan por hacer de ayudante? —dice Pari.

—Nadie nos paga —responde—. La ma de Bahadur es pobre. Tenía una cadena de oro pero ahora también se ha quedado sin ella.

—Entonces, ¿qué sentido tiene ser tu ayudante? —pregunta Faiz.

—La ma de Bahadur va a seguir acudiendo a la policía, y la policía se va a cabrear y va a demoler nuestro basti. —Pari le explica mi idea a Faiz—. Pero podemos impedir que lo haga si lo encontramos.

—No tengo tiempo —dice Faiz—. He de trabajar.

—¿Para que tu pelo quede suave y sedoso? —pregunta Pari—. ¿O negro y reluciente?

—Para oler a Purple Lotus and Cream —contesta Faiz.

—Eso ni existe. Es una invención. ¿Tu escuela de la vida olvidó decírtelo o qué? —se mofa Pari.

—Escucha —digo para que dejen de pelearse—. Os haré unas cuantas preguntas. El que acierte más respuestas podrá ser mi ayudante.

Ambos gruñen con ganas, como si se hubieran dado un golpe en el dedo gordo del pie con un pedrusco.

—Venga ya, Jai —dice Pari.

—Está loco —asegura Faiz.

—Vale, primera pregunta. ¿La mayoría de los niños de la India son secuestrados por: a) gente que conocen, o b) gente que no conocen?

Pari no responde. Faiz no responde.

Suena el timbre.

—Podemos buscar a Bahadur juntos —me dice Pari—, pero yo no seré ni tu ayudante ni nada. Ni lo sueñes.

Me apena que Faiz no sea mi ayudante, pero una chica puede ser una buena ayudante también. Tal vez. Papa me habló de un programa de detectives titulado «Karamchand» que hace mucho emitían por televisión. Karamchand tenía una ayudante llamada Kitty, pero lamentablemente Kitty no era lo que se dice muy lista y Karamchand tenía que pasarse todo el programa diciéndole que se callase. Es la clase de historia que enfurecería a Pari. Si le dijera a Pari que se callase, me pegaría un puntapié en la espinilla.

—¿Cuál podría ser nuestra seña secreta? —le pregunto a Pari—. Los detectives deben tener señas secretas.

—¿Ésa es la primera regla del negocio? ¿Una seña secreta? —pregunta Pari—. Seamos serios.

—Esto es serio.

Pari pone los ojos en blanco. Regresamos a la clase.

—Si un niño lleva más de veinticuatro horas desaparecido, la policía debe escribir un informe por secuestro —digo.

—¿Y eso cómo lo sabes? —pregunta Pari.

—Lo han dicho en la tele —respondo—. La policía no lo ha hecho por Bahadur.

—¿No has leído acerca de esa norma de la policía en tus libros? —le pregunta Faiz a Pari.

—La mayoría de los niños de la India son secuestrados por extranjeros —les digo. No es que lo sepa con seguridad, pero me suena que es así.