Subió al desván, como siempre le gustaba hacer cuando estaba en Cadaqués y llegaba la tarde. El sol desaparecía lentamente por la cresta de la montaña y el reflejo de los últimos rayos de luz sobre las aguas le provocó un pequeño estremecimiento, una especie de placer extraño que la conmocionó, herida por la belleza de un paisaje que parecía pintado por los dioses. Se tumbó bocabajo, con la cara sobre el alféizar de la ventana, que estaba situado en el suelo, y dejó pasar el tiempo, lentamente, acunada por el suave declive de la luz. El mar estaba calmado, pero en Pení había nieblas bajas y, sonriendo, repitió en voz alta el refrán que siempre le recordaba su amigo Moisès señalándole la montaña: «Mira, Nina, nieblas en Pení, ya sabes, guarda el volantín y échate a dormir». Y ella entendía que aquella noche Moisès no acudiría a Tavallera a pescar, porque las nieblas bajas eran el preludio del mal tiempo.
Se sentía feliz cuando hablaba con Moisès, «el único hombre de Cadaqués que todavía pesca con antorcha». Y entonces, mientras mascaba tabaco, le explicaba el ritual de aquel tipo de pesca que se practicaba en el pueblo desde el principio de los tiempos, «Cataluña ni existía y nosotros ya pescábamos con el laúd de fuego», y ella seguía, con la lección aprendida, «y la rejilla de hierro con el fuego y el laúd grande, con el arte de pesca», y ambos se reían de la ocurrencia. Era un hombre que llevaba siglos de mar en las venas. Pertenecía a los Kontos, una familia griega que a finales de 1800 había llegado a tierras catalanas en busca de coral y que se había instalado en Cadaqués desde principios de siglo. «Mi bisabuelo vino para extraer un submarino inglés que estaba hundido en Es Caials», y entonces contaba la fascinante historia del Llanishen, que fue torpedeado por los alemanes en la Primera Guerra Mundial y, abandonado por los marineros, se hundió en las costas de Cadaqués. «Mi familia se pasó cerca de diez años sacando metal y hierros, centenares de toneladas; que no te quepa duda de que ahora ya no hay buzos como aquellos.» Y mientras mascaba tabaco y disfrutaba del orgullo desinhibido que sentía de pertenecer a una estirpe tan valiente, le contaba historias de corales y rescates en el mar, «¡Ojo, nena!, que llegaban a bajar hasta treinta brazas», y, sin atreverse a preguntar, Nina imaginaba que treinta brazas debía de ser mucha profundidad. Aquellas conversaciones con Moisès Kontos le resultaban fascinantes porque la transportaban a aventuras de otro tiempo y de un mundo que no era el suyo ni nunca lo sería. Su amiga Carla la retaba a menudo: «No es propio de señoritas el tener tanta familiaridad con los pescadores, que son gente ruda, querida». Pero Carla era una remilgada, «La hija del doctor Perramon, para servirla», muy estirada e incapaz de entender la sabiduría de la gente de mar. Un día, Moisès le dijo: «Esa amiga tuya no sabe que mucha miel empalaga», y si bien Nina no entendió la literalidad de la expresión, pensó que sí, que Carla era una tiquismiquis.
El sol ya había desaparecido del horizonte y, antes de levantarse del suelo, Nina echó un último vistazo... Las lucecitas de las casas, el cielo oscuro, sin el firmamento de estrellas que tan a menudo lo decoraba, la mar negruzca, como boca de lobo... «¡Vaya Semana Santa revuelta tenemos!», y pensó que le gustaban los días neblinosos, porque eran más enigmáticos que los soleados, como si ocultasen secretos. Cadaqués era una tierra esquiva y salvaje y, siempre que estaba allí, se sentía más libre, quizá más rebelde, como si en aquel pedazo de tierra no rigiesen las leyes de los hombres y pudiese dejarse llevar sin control: solo ella, sus diecinueve años, su cuerpo desnudo, los pechos turgentes, la mirada altiva... Había gente así en el pueblo, extranjeros, artistas, personas que vivían más allá de los límites, dueños de su propio dominio. Su madre le decía que huyese de ellos, que era gente de mala vida. Pero cuanto menos recomendables parecían, más atraída se sentía, extrañamente atrapada entre la vida ordenada y acomodada de la que siempre había disfrutado, y que era su destino, y un instinto primario que la empujaba a romper las normas y hacer algo prohibido. «¿Seré como mamá, una mujer rica, bien casada y nada más?», y cuando estos pensamientos la rondaban, sentía una angustia tortuosa que le producía una incómoda tristeza.
Aquel día había ido con sus amigas, Rita y Carla, a espiar al pintor Dalí. Era una especie de tradición que solían repetir cada Semana Santa cuando los Dalí estaban en Portlligat. En verano era más difícil verlos, porque viajaban con frecuencia, y por eso la conjura de la visita furtiva se cumplía los días de Pascua. Ya habían podido espiarlos muchas veces, e incluso, hacía dos años, habían llegado a ver a Gala completamente desnuda, a horcajadas encima de un joven rubio y de piel muy blanca que le decía frases en un idioma extraño. «Es ruso», aseguró Rita convencida, pese a no tener certeza alguna. La pareja estaba en una calita, rodeada de roquedales, y ellas apenas podían esconderse tras unos matorrales, aunque estaban seguras de que no las podían ver. Gala gesticulaba, gemía, se movía como una posesa, y Nina no podía apartar los ojos de aquellos dos cuerpos desinhibidos, ajenos a las miradas. ¿Acaso el sexo era aquello? Cuando, al cabo de unos minutos, Gala y el joven se levantaron, completamente desnudos, y, tras darse la vuelta, las saludaron riéndose a más no poder, huyeron escopeteadas. Cerca ya del cementerio, en la ermita de Sant Baldiri, aún resoplando, Rita dijo: «¿Lo habéis visto? ¿Habéis visto cómo colgaba la cosa del hombre?», y durante días aquella visión fue objeto de muchas conversaciones y muchos aspavientos.
Aquella noche, tumbada encima de la sábana, acalorada y febril, Nina se imaginó que ella misma era Gala, pero el chico de su éxtasis no era el joven efebo que había visto en la cala de Cadaqués, sino el hermano de su amiga Martina, Adrià Pruna, cuyos ojos verdes la habían atormentado en la adolescencia. ¿A qué venía ahora el amor de sus trece años, en un momento excitante y turbador? No era su prometido, Quimet, quien la tenía tumbada en la cama y empapada en deseo, sino Adrià, y, al imaginarse encima de aquel cuerpo de hombre, deseado y prohibido, notó una quemazón tan intensa que, de no ser porque sabía que era muy peligroso, habría bajado la mano y se habría tocado la zona prohibida. Pero le habían contado que aquellas cosas de pelanduscas te hacían enfermar, y, pese a la desazón excitada que sentía, se refrenó. Al fin y al cabo, lo del sexo era cosa de hombres, «accede humildemente cuando tu marido te lo pida», decían en las reuniones del Servicio Social, y aconsejaban que, cuando el marido hubiese hecho lo que tenía que hacer, las mujeres soltasen un pequeño gemido, aunque no hubiesen sentido nada. «¿Nunca sentiremos nada?», osó preguntar ella un día, y la delegada regional del Servicio Social, doña Hermínia de los Campos y Arasola, la interrumpió con tal dureza, mientras le dirigía una mirada fulminante, «esas cosas no las preguntan las señoritas», que nunca volvió a decir nada.
Y, sin embargo, el cuerpo furtivo de Adrià, sus ojos verdes, el ardor de las noches allí, en la cueva prohibida, la mano que baja, el miedo reteniéndola... ¿Tan malo era tocarse? «Esas cosas no las preguntan las señoritas», y la palabra señorita, que tanto llenaba la boca de doña Hermínia, le producía seguridad, una especie de protección que la liberaba momentáneamente de la desazón, pero luego, por la noche, el ardor insistía. Tal vez tenía el demonio en el cuerpo, como aquellas mujeres de mala vida. O quizá, «¡Dios no lo quiera!», poseía los genes de la abuela Merceneta, que se había perdido para siempre. Prácticamente no sabía nada de la abuela, porque nadie de la familia hablaba de ella, pero el gesto de desprecio de su madre cuando alguna vez salía su nombre le hacía comprender que la abuela ya no pertenecía al círculo de honor y respeto de una buena familia, fuera del cual no había decencia. Si la abuela Merceneta había sido una señorita, ya no se la consideraba una señora, y aquella idea de una vida descarriada como la de la abuela la aterrorizaba y le sacaba de la cabeza aquellos pensamientos extraños.
Además, le gustaba ser una señorita como Dios manda, una señorita de buena casa, miembro de una familia respetada y prometida con un joven de gran fortuna. Toda su vida había sido una preparación para ser digna de aquella posición privilegiada: había ido a las Damas Negras, montaba a caballo en el Polo, jugaba al tenis, hablaba francés con fluidez, leía buena literatura e, incluso, estaba a punto de entrar en la Facultad de Farmacia. Era una señorita con clase, formada para llegar a ser, algún día, una gran señora. Como lo eran su madre y sus tías, y la bisabuela Elisenda, «¡Que en paz descanse!», que siendo muy pequeña la deslumbraba con su elegancia. Y todas ellas tenían una vida placentera, salían, viajaban, se divertían, eran felices, y ella estaba predestinada a ser el siguiente eslabón de la cadena. ¿Qué mal había en ser simplemente feliz? Lo repetían siempre en el Servicio Social, «No hay mayor gloria para una mujer que servir a su marido», y ella tenía todo lo que una mujer de su tiempo podía desear: belleza, dinero, clase y un prometido que algún día heredaría las empresas textiles de su padre y le proporcionaría una vida de lujo.
Entonces, por qué la desazón... la desazón que la corroía por las noches y crecía en su interior y la devoraba, y entonces se sentía encerrada en una cárcel de oro, como la mujer de aquel libro que había leído, Casa de muñecas, que lo tenía todo pero no tenía suficiente. Quizá era eso lo que le había pasado a la abuela Merceneta, que no tenía suficiente.
Y ella, ¿se iba a apuntar a la Facultad de Farmacia por aquel miedo, el miedo a no tener suficiente? No lo sabía con certeza. Quizá fuera un simple impulso, las ganas de ir más allá, aparte de ser la esposa del señor Pont, si bien estaba convencida de querer a Quimet, pero quería conseguir algún logro por ella misma, y la idea de ayudar en el negocio farmacéutico de su padre le parecía un aliento añadido, un sutil complemento a la vida placentera y despreocupada que le estaba predestinada. No quería escoger Filosofía y Letras, como todas sus amigas, y Farmacia le garantizaba una ocupación laboral controlada, segura, como si aquella carrera le otorgase la combinación perfecta de rebeldía y orden que necesitaba en su vida. Además, una vez casada, para poder trabajar necesitaría el permiso de Quimet, y aunque su marido era un hombre amable que no sabía negarle nada, si realmente quería conseguirlo era mejor hacerlo con la familia, y así nada lo impediría. Ella no era la abuela Merceneta ni nunca se dejaría echar a perder, pero el anhelo de dar un paso más allá que sus antecesoras la empujaba con la misma fuerza que la retenía el miedo a perder su estatus.
«Farmacia es una buena opción», se decía ufana, y, liberada de pensamientos angustiosos, el recuerdo de la tarde que había pasado con sus amigas en Portlligat le hizo recobrar el buen humor. Esta vez no habían visto desnuda a Gala, sino al propio Dalí, a él en persona, y la imagen estrambótica de un Dalí vestido únicamente con unas alpargatas catalanas y un gran collar al cuello, mientras unas piedras le tapaban sus partes íntimas y un fotógrafo extranjero le sacaba unas fotos, las había dejado atónitas, incapaces de saber si continuar mirando, esconderse o echar a correr. «¡Madre mía, Jueves Santo y he visto a Dalí desnudo!», decía Carla, aterrada, como si aquella coincidencia entre el día santo y la visión de un hombre completamente desnudo fuese el summum del pecado.
«¡Si lo supiesen las hermanas dominicas!», exclamó Rita al recordar el día en que, en el aula magna, habían reunido a todas las alumnas y les habían leído unos textos de la campaña de decencia que la comisión episcopal de la moralidad y la ortodoxia había repartido por todas las escuelas: los bikinis, prohibidos; las partes del cuerpo que se podían enseñar en las piscinas y en las playas; qué otras partes eran indecentes; cómo había que tapar los escotes...
—Nosotras no podemos enseñar ni los huesos de la clavícula, que al parecer son indecentes porque señalan hacia el escote, y ese hombre, Dalí, lo enseña todo, todo, todo, ¡y en una playa!
—Todo, Carla, todo...
Y mientras se santiguaban con frenesí, las tres amigas hablaban al mismo tiempo. «Mis monjas, las Damas Negras, ellas sí que estarían aterradas», replicaba Nina. «Dios me libre si se enterase la abuela Carmeta, que es tan beata», remachaba Carla, y las tres pasaban de la vergüenza a la diversión, escandalizadas y fascinadas a un tiempo por aquellas escenas prohibidas que las escapadas a Portlligat les regalaban.
De pronto oyó la voz de su madre llamándola para bajar a cenar, y, con la imagen todavía viva de Dalí desnudo, se dirigió al comedor. La escalera que conducía al desván era una especie de arco sin barandilla, «una escalera de bóveda catalana», la llamaba su padre, mientras le aseguraba que aquellas escaleras eran obras maestras, que se construían pocas de ese tipo porque no todo el mundo sabía hacerlas, y que las de Cadaqués eran las mejores porque no había artesanos constructores como los del pueblo. Cuando su padre hablaba de aquel modo, Nina sabía que, a pesar de haber nacido en Barcelona, pesaba en él más el orgullo de siglos de antepasados en Cadaqués, y era entonces cuando el árbol genealógico triunfaba en la conversación: el abuelo Pep, que había sido diputado por la Lliga Regionalista; el abuelo Frederic, diputado por la Lliga Catalana; el bisabuelo Manel, que era capitán de barco e hizo las Américas —¡el baúl de la entrada era suyo!—, la marina mercante del tío Tian, toda una retahíla de prohombres que recordaba a menudo, como si la gloria del pasado honrase el presente. «Baja esos humos, que yo me llamo Mariona en honor a mi bisabuela, que se enfrentó al ejército en el sitio de Gràcia, durante la rebelión de los quintos, para que no se llevasen al abuelo Albert», replicaba su madre con más socarronería que interés en establecer una competencia entre sagas familiares.
«Será una obra maestra, pero esta escalera del demonio es puñetera a más no poder», se dijo mientras trataba de aferrarse a la pared, convencida de que en cualquier momento se caería y se rompería la crisma. En la casa comenzaba a flotar el aroma del caldo que estaba preparando la sirvienta, y el olor era tan denso que le pareció que la alimentaba. En el comedor, Gori y los gemelos estaban entretenidos en una carrera de coches que se disputaba en un pequeño circuito que habían montado, ocupando buena parte de la estancia, mientras su madre le mostraba un álbum de cromitos a Tianet y su padre descansaba en la chester, «la butaca de papá», y pasaba con indolencia las páginas de La Vanguardia. Se detuvo un momento en el último peldaño de la escalera y se dejó acunar por aquella escena familiar, que le provocó una dulce sensación de felicidad. Era la mayor de cinco hermanos: Gori, que había nacido nueve años después que ella, Lina y Noni, los gemelos, que ya tenían ocho años, y el pequeño Tianet, que acababa de cumplir cinco. Su madre decía que ya había cerrado el grifo, pero su padre aseguraba que aún había tiempo para uno o dos hijos más, y la posibilidad de tener más hermanos le generaba un sentimiento de felicidad primario. Al fin y al cabo, ella siempre sería la mayor, y la condición de heredera de una familia poderosa le daba un sentido agradable de responsabilidad, como si fuese una diosa protectora, una especie de guardiana de la llama familiar.
Al entrar en el comedor se dirigió directamente a la butaca donde estaba sentado su padre. «¿Qué estás leyendo, papá?», y mientras se sentaba en el respaldo y le pasaba el brazo por el hombro, comenzó a leer en voz alta:
La nación entera se dispone a rodear de piadoso esplendor las festividades de hoy y mañana. La brillantez de las manifestaciones devotas ha atraído copiosa afluencia de visitantes. Llegada de la segunda romería catalana a Murcia.
«Mucha procesión y luego son los que cometen más pecados», musitó su madre al oírla, y con aquella frase lapidaria conminó a los niños a recoger los juguetes y a lavarse las manos. Era hora de cenar. Poco después, tumbada en la cama, las imágenes de Dalí desnudo se le mezclaban, caprichosamente, con el recuerdo de Gala gimiendo encima del cuerpo de un chico rubio y con la cara imaginada de la abuela Merceneta, una idea precaria de un rostro que nunca había visto. No había ninguna foto de la abuela, apenas ningún rastro, como si nunca hubiese existido. No hablaban de ella en las reuniones familiares, nadie la nombraba, y menos delante del abuelo Eusebio, y si alguna persona cometía la insolencia de mencionarla —una pregunta, un comentario—, cualquier insinuación era cortada de raíz por los presentes, miembros todos ellos de la conjura para hacer desaparecer el recuerdo de aquella mujer descarriada.
En alguna ocasión, cuando el abuelo Eusebio estaba más malhumorado de lo que era habitual, su madre le decía: «Tienes que perdonar a tu abuelo, que sufre mucho». Extrañamente, aquellos comentarios no le provocaban piedad alguna, porque el abuelo no le parecía un hombre triste, sino sombrío; un hombre que atemorizaba. Hablaba mucho de Franco y de las grandes cosas que hacía, y en ocasiones la miraba fijamente y le decía: «Júlia, tienes que ser una buena esposa y una buena católica», y la instaba a ser una española como es debido. A ella le molestaba que le cambiase el nombre, porque es verdad que la habían bautizado con el nombre de Júlia, pero desde muy pequeña su padre la llamaba Julina y ella lo repetía y le salía Nina, y al final Nina se convirtió en su verdadero nombre. Para todo el mundo excepto para el abuelo Eusebio, «don Eusebio Lucien, español y falangista», como le gustaba presentarse, que decía que Nina era un nombre de comunistas y se empeñaba en recuperar su nombre de bautismo. Además, desde hacía unos años, el abuelo Eusebio hablaba siempre en castellano. Ella lo recordaba de pequeña hablando en catalán, como habían hecho siempre en casa, pero luego mudó de lengua y dijo que lo hacía por España, que el castellano era noble y que él no quería hablar la lengua de los campesinos, y ya no lo había vuelto a oír hablar en su idioma. «Deberías hablar a los niños en español», pero su padre se había negado: «El catalán es la lengua de mis antepasados», y siempre que salía el tema, su padre y su abuelo se peleaban. En aquellas ocasiones, Nina percibía que había una distancia entre el abuelo Eusebio y su padre que iba más allá de la lengua, de la diferencia generacional o de sus caracteres opuestos, como si un abismo alimentado de equívocos y malentendidos los separase irremediablemente. O peor aún, como si fuesen las certezas las que los alejaban sin remedio.
Dalí, Gala, el chico rubio, el fotógrafo extranjero, la cosa de los hombres colgando y, en el escenario neblinoso de la noche, el rostro sin rostro de la abuela. ¿Qué había pasado con la abuela Merceneta?, ¿qué había hecho?, ¿por qué era una apestada en la familia? Y cuando se hacía estas preguntas, que ni siquiera podía formular en voz alta, el gusanillo de la curiosidad la reconcomía y sentía la necesidad febril de encontrar las respuestas. La abuela Merceneta era un enigma oscuro del que era preciso huir porque suscitaba los pecados prohibidos, la mala vida. Pero, al mismo tiempo, sentía una atracción tan fuerte que volvía a ella una y otra vez, definitivamente atrapada por los secretos que aquella mujer esquiva ocultaba.
Fue el mes siguiente a la estancia en Cadaqués, un sábado de mayo al caer la tarde, después de volver de un paseo con las hermanas Pruna, sus amigas del alma desde los primeros años de las Damas Negras, cuando se abrió un pequeño claro en la oscuridad impenetrable de la abuela Merceneta. Martina Pruna la había invitado a la fiesta de cumpleaños que celebraba el domingo siguiente, y Nina le pidió a su madre que le prestase algún complemento para el vestido que quería estrenar. «Uno de tus collares de porcelana o algún alfiler bonito...», y, con su aprobación, comenzó a hurgar en los cajones del canterano que había en la habitación de su madre.
De repente, allí estaba, retador, el fajo de cartas. El hallazgo fue como una punzada, un pequeño mordisco en el alma, y, al momento, la paz dócil de aquel día indolente, que había nacido para ser olvidado, quedó inesperadamente sacudida. Sin saber cómo, había activado una especie de resorte que abría un cajón secreto del canterano y, curiosa, había mirado en su interior. En un rinconcito, atado con un lazo de color azul, había un fajo de cartas dentro de unos sobres abiertos con mucho esmero. Estaban ordenadas por antigüedad, año tras año, y, al mirar la primera, leyó la fecha y el nombre.
Primero de agosto de 1948. Mercè Corner
Eran siete cartas, todas fechadas el primer día de agosto. La última, primero de agosto de 1954. «¡En tres meses llegará otra!», se dijo con una agitación frenética, y en aquel preciso momento supo que nada ni nadie le impediría saber qué decían aquellas cartas de la abuela Merceneta que su madre había escondido celosamente en el canterano. «Debe de haberlas leído a hurtadillas», pensó, y al percatarse, maravillada, de que su madre también guardaba secretos, se abstrajo completamente del lugar y la hora, atrapada en la fascinación que todos aquellos misterios le producían. Por suerte, la voz aguda de Tianet, «Nina, ven, Nina, ven, que vamos a cenar», la sacó de su ensimismamiento y, con rapidez, retornó el fajo de cartas al fondo del canterano. «Hoy hay cannecita», le dijo con cara de felicidad, y, divertida por aquella manera tan dulce de hablar de su hermano, que había hecho desaparecer todas las erres del diccionario, le cogió la manita y fueron al comedor. La mesa estaba puesta y, al verlos llegar, todos los miembros de la familia se dirigieron a la vez hacia su silla, con tal sincronización que parecían bailarines de un ballet doméstico.
En la sobremesa, mientras la señora Hermínia apremiaba a los niños para llevarlos a dormir, su madre cogió el ejemplar de la revista ¡Hola! que había salido aquella semana. «La vida social de Barcelona en el Gran Teatro del Liceo», decía en la portada, ilustrada por una fotografía de dos mujeres vestidas de manera suntuosa. «¡Anda, la mujer de Franco ha venido al Liceo!», comentó mientras leía el enunciado:
S. E. la esposa del Jefe del Estado, doña Carmen Polo de Franco, y su hijo, el marqués de Villaverde, el día del estreno de Walkyria en el Gran Teatro del Liceo...
Y se recreó viendo el reportaje completo, repleto de fotos, que había en el interior. «Unos van al Liceo y otros atracan bancos», musitó su padre, y, ante la cara de sorpresa de Mariona y de Nina, que aún estaba en el comedor y andaba remoloneando en el sofá, comenzó a leer una noticia que aparecía en la sección de sucesos de La Vanguardia:
Audaz atraco a una sucursal del Banco de Vizcaya. Tres malhechores, armados, se apoderaron de medio millón de pesetas.
—Ha sido en la oficina de aquí al lado, la de la calle Mallorca con Muntaner. Iban con ametralladoras y se ve que llegaron en un taxi. Mirad lo que dice:
Allí se reunieron con él otros tres individuos que llevaban un paquete voluminoso, indicando al taxista que diera vueltas por la ciudad hasta llegar a las proximidades del Hospital Clínico, donde le advirtieron que eran atracadores y que se disponían a desvalijar el citado banco, al que le ordenaron les condujese mediante amenazas.
—Pobre taxista, ¡qué miedo! —reaccionó Nina.
Pero la respuesta de su padre la desconcertó.
—Después del atraco le han pagado el viaje y le han dejado un fajo de billetes. ¡Dice que más de siete mil pesetas!
—Qué atracadores tan raros. ¿Quién hace algo así?
Y cuando su padre comenzó a responderle... «Seguro que ha sido Quico, ¡que ese es un valiente que no le tiene miedo a nada!», su madre reaccionó con furia, como si aquel comentario hubiese accionado algún resorte escondido.
—¡Que es un valiente! ¡Que no le tiene miedo a nada! Madre de Dios, ¡hablas como si lo admirases! Pero si es un idiota, un loco, un criminal, eso es lo que es, un criminal que atraca bancos y mata gente. ¿No le tiene miedo a nada, Maurici? Lo que no tiene es dos dedos de frente, eso es lo que no tiene, no tiene juicio, ni la cabeza en su sitio, ni buenas intenciones, ni...
—Pero reconocerás que tiene coraje. Es de los pocos que han mantenido la guerra contra Franco.
—¿Contra Franco? Esta sí que es buena. Si te oyese mi padre, ¡madre de Dios! Nadie le hace la guerra a Franco, Maurici, a ver si lo entendéis tú y toda tu familia republicana, que anda que no os gusta soñar despiertos. Que la guerra se perdió, Maurici, se perdió. Que Franco ganó, que hace veinte años, veinte años, sí, que ganó, y ese majadero de Quico todavía cree que está en guerra. ¿Con quién? ¿Dónde está su ejército? ¿Dónde están las masas acompañándolo? Nadie quiere una guerra ni una revolución, nadie. Todos esos majaderos, como el otro, Facerías, y Caracremada y todo ese hatajo de bandoleros de pacotilla, que ya me dirás tú, valiente disparate, la guerra contra Franco... ¿quiénes?, ¿ellos?, ¿quiénes son ellos para hacer ninguna guerra?, ¿quién se lo ha pedido?... ¡Pobres necios!
—Mariona, no me hables de tu padre, que ya sabes lo que pienso... Un falangista fanático, ya me dirás...
—Maurici, ándate con cuidado...
—Es que... sí, sí... Mira, yo no te digo que Quico y los demás lo hagan bien, no, porque yo tampoco quiero una guerra ni nada. Y no es una guerra, caramba, es no haberse rendido. Mariona, va bien que alguien recuerde las ideas de antes de Franco...
—¡Las ideas de antes...! Quieres decir las ideas que nos llevaron a miles de muertos, esas son las ideas que defienden, sí, las ideas de los perdedores que desangraron el país... ¡Que la gente no quiere luchas ni violencia, ni quiere volver al pasado! No, no quiere nada de todo eso, Maurici, lo sabes bien, ahora tenemos un poco de paz y de bonanza, un poco, y no hay matanzas por las calles, ¿eh?, ya no te acuerdas, ¿verdad? Y ¿qué más queremos para toda la familia?, ¿qué más? Pues que nos dejen vivir en paz los Quicos y toda la chusma que se dedica a hacer el majadero atracando bancos y matando policías, que esta gente solo nos va a traer desgracias, ¿es que no lo ves?
—Pero ¿me podéis decir quién puñetas es ese Quico?
Y al instante la pregunta de Nina detuvo la acalorada discusión que se había desatado y disparó la alarma que toda casa de bien, en aquella España de la victoria, tenía en el centro mismo del hogar familiar, la que avisaba del mal fario que traía hablar de política.
—Nadie, no es nadie. ¡Un criminal! —respondió su madre con un tono que no admitía réplica, y el nombre de Quico desapareció como si fuese humo, engullido por el miedo invisible de un tiempo de silencios.
—¡Qué mundo este donde un padre no puede decir lo que piensa ni siquiera delante de sus hijos! —iba diciendo Maurici, pero se calló, porque aquel era el mundo en el que vivía, un mundo donde pensar y hablar eran verbos peligrosos.
Resignado, volvió a abrir La Vanguardia y continuó leyendo las noticias. Quinientos excombatientes italianos habían depositado una corona en el mausoleo que tenían en Zaragoza. El titular de la noticia era escueto: «En honor de los italianos caídos en nuestra Cruzada».