Una copa de Soberano

Finalmente, la libertad. Pero qué libertad era aquella que lo obligaba a vivir a cientos de kilómetros de Barcelona, ¡el único destino que tenía fijado en el calendario! Después de ocho meses encerrado en los penales de Perpiñán y de Montpellier, las autoridades francesas le habían permitido salir, siempre que se confinase durante cinco años en Dijon, y aquel destierro en una ciudad que detestaba, gélida en invierno y asfixiante en verano, le parecía un castigo mayor que la cárcel. Lo habían detenido en Tolosa, un día que salía de un encuentro con unos amigos libertarios, bajo la acusación de ser el responsable del depósito de armas que había en la masía Graboudeille, que había caído a raíz de las confesiones de Àngel Marquès. Y así, cazado de nuevo, iniciaba una deprimente etapa alejado de la lucha, atormentado por los dolores de estómago y cada vez más solo. Sus hijas estaban en Tolosa, su mujer lo engañaba con un compañero de la CNT, sus amigos estaban lejos y él vivía en una pensión de mala muerte, trabajando como calderero en la empresa de un viejo amigo que ya le había dado un empleo en su anterior confinamiento en Dijon.

Cuando, después de un vómito de sangre, aceptó hacerse la operación que le habían recomendado los médicos, «son estomac est plein d’ulcères», el único anhelo que lo animaba era volver a la acción, y así lo repetía en cada visita, en cada conversación.

—¿Se prepara alguna acción en el interior? Dímelo y me levanto de esta cama de mierda.

—Quico, cálmate. Te acaban de quitar un buen puñado de úlceras. Chico, parece que tenías un pelotón entero de falangistas jodiéndote el estómago.

—Los guerrilleros comemos lo que podemos, ¡hostias! Voy a preocuparme yo por el estómago, cuando lo que quiero es derrotar al fascismo...

—Así es, amigo, tendrás que hacerlo si no quieres dejar la lucha para siempre.

—Eso nunca, compañero. Yo no moriré en una cama ni en una fonda de mierda. Yo moriré luchando, como morimos los buenos anarquistas.

—Vale, Quico, vale, pero no tengas prisa...

Los días en el hospital, el trabajo en la caldera Mauvais & Chevassu, las idas y venidas por las calles de Dijon y la soledad de la fría habitación de la rue Fontaine Sainte-Anne, a la que un día le llegó la noticia de la muerte de su madre.

Fue aquella noche. Por un instante, tumbado en la cama, con la estancia apenas iluminada por el farolillo de la calle, que dibujaba sombras sutiles en las paredes, se hizo la pregunta: «¿Ha valido la pena tanta lucha, tanta pérdida?», y su cerebro recorrió los nombres de los ausentes. Su madre, que había visto morir a todos sus hijos y a la que solo le quedaba él, sí, él, su hijo guerrillero, el enemigo número uno de España, él, el analfabeto, el malhechor, el vil asesino, él... Y con su madre, sus dos hermanos, sus amigos queridos, sus compañeros de ideales, cientos, miles de luchadores caídos en las cunetas de los caminos, en los paredones de fusilamiento, en las cárceles, devorados por las enfermedades y las plagas, en las celdas donde los torturaban... ¿Por qué estaba aún vivo si siempre jugaba con la muerte? Se aproximaba y la retaba con insolencia, indiferente a su guadaña... Pero seguía vivo, tal vez solo y cansado, pero jamás derrotado, y aquella convicción, la de que formaba parte de un contingente de luchadores valientes que no desfallecían nunca, le hacía creer que el triunfo era posible. «Soy un soldado, una pieza de la revolución libertaria, el eslabón de una cadena de lucha que derribará los cimientos de esta maldita y putrefacta sociedad.» Ese convencimiento respondía a su pregunta, silenciaba los desvelos, alimentaba el coraje: sí, había valido la pena porque todo ideal de justicia requería grandes sacrificios.

También requería compañía, estrategia, organización, y él, el maquis infatigable, ya no tenía organización, proscrito por la CNT como si fuese un apestado, ni había tenido nunca estrategia, impelido siempre por los instintos, y los compañeros iban desapareciendo muertos, detenidos, huidos, cansados, rendidos... Cuando en septiembre de 1959, equipado con su cartera de cuero —donde siempre llevaba la ametralladora— bajo el brazo, cruzó la puerta verde de la sala Collier, en la rue André Hénault de la ciudad de Vierzon, donde tenía que celebrarse el congreso de la CNT, Quico Sabaté ya sabía que no entraba en terreno amigo. Era un atracador asesino para los fascistas y un incómodo fósil guerrillero para los anarquistas, y, entre unos y otros, vivía en el inhóspito territorio de los parias.

 

 

En Barcelona, la vida de Nina transcurría suavemente: de la farmacia donde realizaba sus primeros aprendizajes a la casa de la calle Calabria, donde construía su vida de pasiones y secretos. Su madre y la de Adrià iban de un lado para otro preparando el que habría de ser el enlace más espectacular del año, según expresión de Antonieta, una prima de Adrià que alcanzaba las más altas cotas de chabacanería. Mientras se escogía el lugar del banquete y se establecían los acuerdos para poder casarse en la catedral, comenzaba el periplo de visitas a las modistas más prestigiosas para encargar un vestido de novia a la altura de las familias que se emparentaban.

—Ya no falta mucho y aún está todo por hacer.

—Madre, ¡si falta más de un año! No es necesario andar con tanta prisa.

—Alma cándida, qué poco sabes de las preocupaciones que conlleva una boda de esta categoría.

—Me parece que sois muy exageradas. No hace falta una boda digna de reyes, madre. Con la familia y los amigos es suficiente.

—¡Valiente tontería acabas de decir, Nina! Eres nuestra hija mayor, la primera que se casa. Y Adrià también es el primero, el primogénito de los Pruna. Dos grandes familias, de buena posición. Será un acontecimiento de primera, con mucha clase. Tenemos que tirar la casa por la ventana, Nina, ¡la casa por la ventana! No nos privaremos de nada.

—Haced lo que queráis, pero me parece excesivo.

—Tú déjame a mí los preparativos y ya me agradecerás cómo te has casado. No olvides que será el día más bonito de tu vida...

«El día más bonito de mi vida», se repitió con sarcasmo mientras se dirigía a su dormitorio, agotada por el trabajo en la farmacia y por el trajín enloquecido al que la sometía su madre, convertida en una especie de matrona feliz que, al casarla «adecuadamente», alcanzaba el cénit de su misión en la vida. Pero no era el enlace «espectacular» que, si nadie lo remediaba, tendría que protagonizar lo que le turbaba el ánimo, sino la falta de noticias de Xicolet, que llevaba tres meses detenido y del que aún no sabían nada. Sus padres iban una y otra vez a la Vía Layetana para recabar alguna información de su hijo, cualquier dato, un lugar, pero siempre respondían que no sabían si estaba allí o en otro sitio, convertido en un detenido sin número ni ficha, un alma enviada al limbo del sistema, a merced de la voluntad caprichosa de sus captores.

«Eso es que está muy mal, Nina», le decía Adrià angustiado, convencido de que le habían hecho tanto daño a Xicolet que no querían enviarlo a prisión hasta tenerlo un poco maquillado. «No nos lo matarán, ¿verdad?», preguntaba Nina todavía más angustiada, y cuando Adrià le respondía que no, que no llegarían a tanto, Nina se asustaba aún más, porque nada impedía que traspasasen aquel límite letal. Al fin y al cabo, el régimen acumulaba tantos miles de asesinatos en aquellos años de esplendor represivo que poco importaría un joven más, perdido en las tinieblas del sistema. La única cosa buena era que, aparte de una primera oleada de detenciones, nadie más había caído, y ellos mismos, momentáneamente desvinculados del riesgo, parecían alejados del foco policial. Aun así, hasta que no supieran algo de Xicolet, habían cortado toda actividad clandestina, las reuniones, los panfletos, la creación de células, y durante aquel otoño de 1958, Adrià Pruna i Noilat y Nina Quirch i Lucien no fueron más que una pareja encantadora de dos grandes familias que en pocos meses protagonizarían el acontecimiento social del año. «Incluso vendrá el gobernador», decía su madre, cada vez más excitada, y el abuelo Eusebio remachaba: «No faltará nadie. De eso me encargo yo».

La noticia llegó como un puñetazo directo a la boca del estómago, y aunque el cuerpo de Nina no había sufrido ningún daño real, su alma se vino abajo, herida por aquella violenta sacudida, como si fuese un ente físico, una extremidad amputada, un músculo súbitamente golpeado. Fue Adrià, llamando con urgencia a la puerta, «Nina, Nina, Xicolet...», y si bien las noticias eran confusas, «está en el hospital...», «al parecer lo han llevado dos policías», «dicen que está trastornado...», una cosa era cierta: Xicolet ya no era Xicolet.

—Pero ¿qué dices?, ¿de qué estás hablando?

—Se ve que se le ha ido la cabeza, Nina, que ya no está...

—¿Que no está... dónde? ¿Qué quieres decir?

—Eso me han dicho, que está en un estado como vegetativo. Será, no sé, por los golpes en la cabeza...

—Pero ¿él habla, escucha, reacciona? ¿Qué hace, Adrià? ¿Qué pasa con Xicolet, Dios mío, qué pasa?

—No lo sé, Nina, no lo sé. Solo puedo repetirte lo que me ha dicho Pitus: «Chico, le han dejado frito el cerebro. Ya no volverá».

—Pero, entonces... Adrià, puñeta, ¿qué quiere decir que no volverá...? ¿Quieres decir? ¿Me quieres decir...? ¿No volverá...? ¿Qué significa, Adrià? ¿Qué significa?

Una bola indeleble, acuosa, que sube por la garganta de repente y engulle las palabras que quieren salir, las preguntas que quedan en el aire, deslavazadas e inútiles, la razón que no da razones, la desesperación que acerca los cuerpos, uno abrazado al otro, ambos fusionados en un único llanto, el miedo, la rabia, una infinita tristeza...

Habían pasado tres meses y veinte días desde que Francesc Urpell i Soler, conocido por todos como Xicolet, había sido detenido por la policía y enviado a los sótanos de la Vía Layetana, y durante aquel tiempo de terror y dolor, la oscuridad lo había engullido para siempre. Traspasado el umbral de la consciencia, su mente tan solo era niebla. «No lo enviarán a la cárcel», decía alguien. «Ya no lo necesitan», respondía otro. «Ya lo han roto», remataban todos. La policía aseguraba que se había golpeado él mismo, en un intento de suicidio, y aunque aquella explicación no tenía ningún sentido ni se sostenía por ningún lado, tampoco importaba, porque, bajo aquel régimen despótico, la policía era la palabra y la verdad, aunque estuviese fabricada sobre una montaña de estiércol. En todo caso, a pesar del informe policial, nadie dudaba de que lo habían machacado a golpes. «¿Es como lo que le pasó a Tomás Centeno?», comentaba alguien, y el recuerdo del secretario general del PSOE, Tomás Centeno Sierra, salvajemente torturado durante días por el siniestro comisario Conesa y finalmente asesinado, ensombrecía aún más los ánimos. Los periódicos habían dicho que «el secretario de una peligrosa banda de forajidos» se había suicidado con los muelles metálicos de su cama en los calabozos, y así concluía el relato de la vida de un militante antifranquista. Xicolet era un calco de tantos otros que morían o que salían vivos, aunque maltrechos, de los sótanos de la tortura. En su caso quizá se les había ido la mano con los golpes en la cabeza o, tal vez, hubiese habido un impacto más brutal que los otros...

Fuera como fuese, la realidad era inapelable: Xicolet no estaba muerto, pero tampoco vivo. Lo habían matado sin matarlo, sepultado bajo las ruinas de un cerebro destruido, convertido en un cuerpo que andaba y comía y se movía con los resortes de los instintos primitivos, pero que nunca volvería a comentar el último libro que hubiese leído, ni haría ningún análisis político como aquellos que los dejaban boquiabiertos ni se limpiaría las gafas redondas insistentemente, absorto en algún pensamiento lejano. Aquel joven de veintitrés años, ojos color miel y pelo rizado, poseedor de una belleza delicada y un cerebro brillante, se había apagado para siempre. También se habían apagado las últimas chispas de ingenuidad que Nina aún retenía, seducida por el romanticismo de la lucha. Pero en lo que le había ocurrido a Xicolet no había nada romántico, ni grandioso ni épico, solo era tenebroso. Y cercenada toda ingenuidad, Nina comenzó a asumir que el camino clandestino que había emprendido la podía conducir a un fatal callejón sin salida. «Quizá, en algún momento, debería pensar en la huida», y aquella idea repentina, que llegaba como una intrusa, comenzó a anidar en su pensamiento.

Los días posteriores a la noticia de Xicolet todo era confuso. No había habido nuevas detenciones, pero la sensación de riesgo entre los compañeros de Nina aumentaba notablemente. Eran pequeños detalles: una sombra que se ocultaba tras una esquina, un hombre distraído frente a una tienda, un tipo con un cigarrillo que pedía fuego y se quedaba mirando fijamente, como retándolos... No podían asegurar nada, pero había suficientes indicios para creer que todos los compañeros de la célula estaban siendo vigilados, y aunque no habían vuelto a hacer ninguna reunión desde la detención de su amigo, era evidente que no se hallaban fuera de peligro. «Lo saben, Adrià, lo saben», insistía Nina, y él la abrazaba: «Ven, Ninona, no pasará nada». Pero ya hacía mucho tiempo que había dejado de ser la meliflua chiquilla de buena familia que se sentía protegida en brazos de su amante, y aquellos intentos de Adrià por tranquilizarla no producían ningún efecto. Ni siquiera le despertaban la ternura de antaño, aunque agradecía su calidez, pero era consciente de que ya no lo necesitaba. Y si era evidente que amaba a Adrià, también notaba un sentimiento creciente de libertad que la empujaba a liberarse de la inercia que aquel amor le imponía. «Si hubiese nacido en otro tiempo...», y pensaba en las mujeres de la República, y las imaginaba emancipadas, alzadas, felizmente solas. «Si hubiese nacido en otro lugar...», y las cartas de su abuela Merceneta le hablaban de derechos conquistados y le enviaban historias de mujeres libres. «Si hubiese nacido...», y aquella Barcelona de noviembre de 1958 se convertía en una losa que la hundía en un pozo, prisionera de un tiempo de prohibiciones y normas que convertía a las mujeres en simples cuerpos reproductores, mujeres capadas, mujeres embrutecidas, mujeres despreciadas, mujeres ignoradas. No, no era una chiquilla abrazada a un amante protector, no necesitaba protección, no quería un salvador, no le hacían falta los abrazos. Tan solo quería sentirse la escritora de su relato, la dibujante de su camino. Y cuando todos aquellos pensamientos nublaban su entendimiento, la idea de huir se volvía más tangible, como si no se tratase de un pensamiento descabellado.

Finalmente, un día aquel pensamiento se hizo palabra, y la pregunta a Adrià brotó como si fuese el caño de un manantial natural.

—¿No deberíamos plantearnos la huida?

—¿La huida? ¿Qué quieres decir?

—Sí, sí, la huida, ya me has entendido. Escapar de España, huir de Franco.

—Pero ¿a qué viene eso ahora, Nina? Aquí tenemos nuestra vida. ¿Qué me estás diciendo?

—Te estoy diciendo lo que te digo. Que quizá tendríamos que escaparnos, cruzar la frontera, pasarla, como tantos de los nuestros, sí, exiliarnos y vivir en el extranjero. No sé, en Francia mismo. Allí tengo un tío.

—No entiendo por qué planteas eso ahora. ¿Dejarlo todo, a los compañeros, a nuestra familia, la lucha, nuestro patrimonio, todo? ¿Por qué?

—¿Por qué? ¿No has visto cómo han dejado a Xicolet? Lo han matado, Adrià, ¡lo han matado! Un muerto en vida..., ¡él, que estaba lleno de fuerza! El mejor de nosotros. Y ahora, mira, ¡un muerto en vida! Y eso puede pasarnos a nosotros. ¿Es que no ves que nos están vigilando?

—¿Vigilando? Puede que nos lo parezca. Todos estamos un poco paranoicos. Pero ya lo ves: no han detenido a nadie más. No nos precipitemos, cariño. No tengas miedo.

—¡Yo no tengo miedo! ¡No te equivoques! No es miedo lo que siento, es deseo. Lo que tengo es deseo de vivir y aquí no hay vida, no, no la hay. Y quiero vivir, quiero vivir libre, una vida por mí misma, sin secretos, ni redadas policiales ni mentiras, ¿lo entiendes? ¡Una vida de verdad!

—Nina, Ninona, todavía estás impactada por lo que ha pasado con Xicolet. Deja pasar un poco el tiempo, ya verás..., todo irá bien.

—¿Qué? ¡Qué puñetas irá bien! No irá bien nada, Adrià, nada. Si no nos han detenido es porque están acumulando información, por eso nos están vigilando. Nuestras familias son poderosas, y quizá sea ese el motivo de que se lo estén pensando bien, pero no nos salvarán de nada. Va a haber redadas, estoy segura. ¿No lo ves? Estamos en la diana, y tú diciéndome que todo irá bien...

—Nina...

—Adrià, ¡basta! ¿Qué es lo que irá bien? ¿Dejarán de cazarnos como a ratas? ¿Dejarán de fusilarnos en el Campo de la Bota? ¿Dejarán de licuar el cerebro a nuestros amigos? ¿Algún maquis matará a Franco, a ese asesino? ¿Qué? ¿Qué es lo que irá bien? ¡Dímelo!

—Nina...

«Una conversación como tantas otras», pensó Adrià, si bien es cierto que había tenido más intensidad emocional de lo habitual, pero no era la primera en un tono airado, en especial durante aquellas semanas de incertidumbre. Al fin y al cabo, no era extraño pensar en la huida después de lo que había pasado con Xicolet, y con esa convicción, Adrià se olvidó de las palabras de Nina. «No pasará nada», se decía animado, y la vida transcurría entre la fábrica textil, algunos encuentros familiares y las reuniones sociales en las que acompañaba a Nina, porque «hay que dejarse ver, ahora que vais a ser la pareja del año», según rotunda voluntad de la madre de Adrià, que, en cuestiones de protocolo social, era más rígida que su consuegra, Mariona.

«No pasará nada...», pero no era Tique, la feliz diosa de la Fortuna, quien velaba por ellos, sino la implacable Ananké, todopoderosa tirana del destino, hermana y esposa de Cronos, tan temida por los mortales como respetada por los dioses. Y aunque su huella había sido casi imperceptible durante mucho tiempo, aquel día de abril de 1959 desplegó toda su furia, indiferente al sufrimiento que estaba a punto de causar.

Habían pasado meses desde la traumática aparición de Xicolet, y la rueca había vuelto a hilar el ovillo de la vida, inconsciente y desprevenida. El trabajo cotidiano era satisfactorio, la vida amorosa transcurría sin sobresaltos y la acción clandestina regresaba, persuadidos, todos los miembros de la célula, de que no había peligro inminente. Relajados, Nina y Adrià se entregaron a los preparativos de la boda, cada vez más suntuosos a medida que se acercaba el día. «¡Solo faltan tres meses!», vociferaba la madre a todo aquel que quisiera escucharla. «Serán tres meses en el infierno», replicaba el padre, divertido ante aquel delirante trasiego de vestidos, reuniones y preparativos de todo tipo inundando su hogar. En las casas de los Quirch y de los Pruna ningún presagio era oscuro, asentados como estaban en una vida de relaciones y poder que los elevaba por encima del resto de los mortales. Formaban parte de la sociedad del orden, los españoles de la victoria, catalanes de bien bendecidos por Dios y protegidos por las armas. Y en aquel Olimpo donde habitaban los privilegiados no había llamadas en mitad de la noche, ni policías de cacería ni hijos de cerebro trastornado que abrazaban las ideas del diablo. Pero Ananké no envía señales cuando deja caer el furioso martillo del destino, y así fue como, inconsciente y desprevenida, aquel primero de abril de 1959, la familia Pruna i Noilat oyó unos golpes en la puerta, de madrugada...

Un día antes, el comisario Polo también recibía visitas. Era necesario tomar decisiones. Aunque el comisario Creix se había ofrecido, fue Polo quien dispuso que la reunión se celebrase en su casa. «Aquí, Antonio, donde follaba la Montseny, ¡y ahora la jodemos nosotros!», y con aquella rotunda expresión que escenificaba su dominio, convenció a sus camaradas para que se desplazasen a la casa del Guinardó. El ambiente era pletórico. Desde hacía meses no había acciones relevantes de los opositores al régimen, las cárceles estaban a rebosar y el mazo de la justicia caía sobre los prisioneros con la fuerza de la bota militar y la furia de los dioses de la victoria.

—Las ratas están muy quietecitas últimamente...

—Debió de ser por el consejo de guerra que hicimos el pasado julio aquí, en Barcelona. Cuarenta y tres anarquistas pasados por la piedra, y todos detenidos por nuestros hombres, que ese mérito es de la Brigada y de nadie más.

—Sí, Antonio. A esos los cazamos nosotros. Bueno, vosotros, pero ya me entiendes, yo siempre seré un hombre de la Brigada.

—Por favor, Pedro, ¡qué me cuentas! Pero si tú y Quintero fuisteis los padres de la Brigada. Un gran trabajo, amigo, concienzudo, años persiguiendo a las ratas, y pronto no quedará ni una. De momento, esos cuarenta y tres cazados, pasados por la piedra y sentenciados. Y algunos de los hijoputas, derechitos al pelotón de la Bota...

—Sí, sí, los más gordos, al paredón. Les desmontamos todo el aparato. Cada vez están más asfixiados. No va a quedar ni un cabrón de esos en libertad. Solo nos falta Sabaté y nos los habremos cepillado a todos. Por cierto, ¿qué se sabe de Sabaté? Está muy callado...

—Lo enchironaron en Francia. Oye, que los de Francia cada día nos hacen más caso. Todo el puro que le metieron a Sabaté, lo de las armas en la masía francesa y el resto, todo fue con nuestra información. La caída de Marquès, ¿te acuerdas? Ese fue el que cantó como si fuera la Piquer.

—Sí, sí, La Parrala entera, debió de cantar, ¡ja, ja, ja! Así pues, ¿Sabaté está encerrado en Francia?

—No, ya no. Estos franceses son unos flojos de mierda. Lo soltaron en mayo del año pasado. Solo estuvo ocho meses, el muy cabrón. Pero al menos lo han enviado lejos: confinado en Dijon. Veremos lo que dura...

—¿Lo tienen controlado?

—Eso dicen, pero ya sabes, el tipo es un puto Houdini. Siempre se les escapa. No tardaremos en saber algo de él. Y esta vez no se nos escapará, te lo aseguro. Lo cazaremos como a una rata.

—Sí, como a una rata, que es lo que es. Joder, Antonio, lo que tendríamos que hacer es enviar a un par de patriotas y dispararle plomo a bocajarro. Ya verías como se acabaría la tontería. Lo que hemos hecho en España, que plomo hemos repartido mucho, y mira ahora, tranquilos todos.

—Ya, ya, pero Francia es Francia, Pedro. Mejor no meterse en líos. No te preocupes, que a Sabaté ya le llegará su día. Como a Facerías, que murió como un perro. Por cierto, sus amigos también pasarán pronto por el consejo de guerra, ¿te acuerdas? El Paganini italiano, Goliardo, y Vicente, los que iban con Facerías. Esos también son carne de pelotón. Aunque el Paganini, quizá por ser extranjero... Veremos... Nada, lo que te digo, Pedro, nos cepillamos a Facerías y nos vamos a cepillar a Sabaté.

—Dios te oiga, y que sea pronto. Bueno, y ¿cómo tenemos lo otro? Los pollos, ¿a punto para la olla?

—A puntito, Pedro. La olla ya está hirviendo.

La estrategia la había diseñado el antiguo comisario Quintela, que la practicaba con gran éxito en las épocas más feroces de su mandato en la Brigada Político-Social. «Eduardo Quintela Bóveda, para servirle a usted y a España», soltaba cada vez que se presentaba ante algún detenido, a pesar de que todas las personas que tenían la desgracia de visitar los sótanos de la Vía Layetana conocían perfectamente su nombre, no en vano se había forjado una fama merecida, tanto por su eficacia policial como por la suerte de haber sobrevivido a diversos atentados. Entre otros, el atentado fallido del grupo de Sabaté. Quintela era tan minucioso en la práctica de la tortura como persistente en el arte de la seducción, aunque, eso sí, se trataba de una seducción forzada por la violencia. Conocía a la perfección el momento preciso en que se quebraba la voluntad de un detenido, y cuando percibía aquel clic que hacía añicos la determinación de una persona, destruida por el miedo y el dolor, el comisario Quintela se transformaba en una opción de salida, una especie de tabla de salvación que algunos aceptaban, definitivamente engullidos por la desesperación. Era entonces cuando les ofrecía salir libres a cambio de pasar información a la Brigada, y así, con aquel método descarnado, pero también con otros, como la compra directa, o las visitas amenazadoras, «sabemos quién eres, sabemos a qué te dedicas, sabemos dónde juega tu hija», había ido tejiendo una red de delatores e infiltrados que le traería grandes éxitos policiales. «El secreto está en romperlos hasta el punto de no retorno, y entonces son tuyos», y aquel consejo, que repetía con insistencia a todos sus subordinados, «a ver si creo escuela», lo había perpetuado su sucesor, el comisario Polo, aunque con menos entusiasmo, más dotado para la táctica de golpear a los detenidos que para la estrategia de reclutarlos.

El siguiente en el cargo, el comisario Creix, tampoco valoraba excesivamente el parsimonioso método de Quintela, pero, debido a la ingente información que había acumulado desde la redada en la que había caído Xicolet, decidió que era preciso ser cauto y tejer una red tan tupida que no permitiese escapar ni al pez más pequeño. «Caerán todos, Pedro, todos», aseguraba excitado, y su amigo lo animaba a no tener prisa, «hasta que no estén a punto de caramelo, déjalos corretear como cabritos». Así había ido trabajando la Brigada aquellos últimos meses, descubriendo casas, nombres, ubicaciones y vías de huida «de todos esos cabrones». La intención era acometer una gran redada a principios de año, «para enero, que los calabozos están más fríos», pero el descubrimiento de la implicación de algunos miembros de grandes familias de Barcelona, «coño, que está metida la nieta de Eusebio Lucien, ¡joder, qué lío!», había demorado la decisión. Era necesario estar seguros de a quién podían detener y qué significaban esas detenciones. Al final, la orden llegó directamente desde Gobernación, «de momento, a la nieta de Eusebio no la toquéis. Al resto, luz verde», y por eso se habían reunido en casa de Pedro Polo, para diseñar los detalles de la redada.

—Será mañana. Es el día adecuado.

—¿Por lo de la inauguración? ¿Crees que es buena idea?

—Mejor, imposible. El Generalísimo inaugura un gran monumento a los caídos y nosotros lo honramos cazando a los enemigos de España. Además, es el día de la victoria, joder, no puede haber mejor día en el calendario.

—¡Veinte años de la victoria, Antonio! ¡Veinte años!

—Veinte años limpiando España de malnacidos. Y lo que nos queda aún, que estos hijoputas se reproducen como los virus.

—Sí, sí, como los virus. Y todo lo infectan.

 

 

«Veinte años de la derrota», pensó Maurici, y el recuerdo de su hermano Dàrius lo hundió de una manera tan súbita e intensa que Mariona se habría preocupado de no haber estado totalmente absorta delante de la pantalla. Televisión Española retransmitía en directo la inauguración del gran monumento a los caídos por España que presidía el Generalísimo, y los elogios de los presentadores eran tan encendidos que Mariona sintió una especie de epifanía.

—Se llamará el Valle de los Caídos, Maurici, ¿no te parece que es un nombre muy adecuado?

La respuesta inaudible de su marido: «¿Dónde están los caídos del otro bando?», cayó en el saco de las palabras no pronunciadas. El acto prometía grandeza y patriotismo, y Mariona no quería perderse ningún detalle, convencida de que veinte años de paz eran un hito glorioso.

En el valle de Cuelgamuros, donde se inauguraba el monumento, el calor era infernal. Pero, pese al sol abrasador que caía a plomo sobre los miles de asistentes de la gran explanada, la mayoría llegados desde primeras horas de la mañana, nadie mostraba señal alguna de fatiga. La multitud estaba exultante, pletórica de orgullo patriótico, y ni las palabras del hombre que presidía el solemne acto frenaban sus gritos de exaltación. «La anti-España fue vencida y derrotada, pero no está muerta», avisaba con una voz meliflua que, sin embargo, resonaba atronadora, y los «Arriba España» se mezclaban con los gritos inflamados de los «Viva Franco». Hacía tan solo unos minutos que había terminado el funeral que el cardenal primado y arzobispo de Toledo, Enric Pla i Deniel, había celebrado en el interior de la fastuosa basílica benedictina, y si bien mostraba un rictus de estricta seriedad, pocos, entre los miles reunidos en la gran nave, imaginaban la tormenta de emociones que se estaba fraguando en su interior.

Ya tenía ochenta y dos años, y oficiar aquel solemne funeral en honor a los caídos por Dios y por España era la culminación de toda una vida de servicio a sus ideales. «Ochenta años dedicados a la obra de Dios», pensó en una pausa de la liturgia, y el recuerdo de los años gloriosos de la sublevación le produjo una satisfacción que apenas podía contener. «El pecado de la soberbia», se reprendió, sacudiendo ligeramente la cabeza, y al momento recuperó el semblante solemne. Pero era cierto que había dedicado toda su vida a hacer resurgir la España cristiana, un soldado de Dios en lucha contra los ateos, los revolucionarios, los anarquistas, los comunistas, la mala gente. Y hoy, el día que se inauguraba aquel magno monumento a los caídos, hacía ya veinte años de la victoria. «¡Veinte años de paz y gloria!», se repetía feliz, y los recuerdos se agolpaban como fogonazos danzarines: los primeros días de la sublevación, las ceremonias de la Falange, brazo en alto y con Dios en el corazón, el día que cedió el palacio episcopal de Salamanca al general Franco para que lo convirtiese en su residencia... «Madre de Dios, ¡el palacio episcopal!»; y el recuerdo del búnker que Franco hizo construir en el jardín del recinto, diseñado por ingenieros alemanes, le divertía como si fuese una travesura. Pero, sobre todo, el de aquel 30 de septiembre de 1936 en que publicó su artículo más famoso, «Las dos ciudades», donde apelaba a santo Tomás de Aquino para defender la idea de la guerra justa. «No es una guerra civil, es una cruzada», había escrito, y aquella idea de una guerra santa contra las fuerzas del mal se convirtió en el aliento que inspiraría a los miles de buenos españoles que derramarían su sangre en combate.

El funeral había acabado y ahora el cortejo salía al trantrán del recinto, encabezado por el Caudillo y su esposa, que caminaban bajo palio, símbolo del carácter sacro de su misión. El gigantesco órgano de la abadía hacía sonar el himno nacional a través de sus diez mil tubos, y el templo entero temblaba como si estuviese vivo. El cardenal miró a su alrededor y las caras conocidas que lo rodeaban le recordaron que estaba en compañía de la mejor gente de la patria. A un lado tenía al abad del monasterio, fray Justo Pérez, y al otro, flanqueado por el delegado nacional del Frente de Juventudes, «un hombre de honor, este López-Cancio», lo acompañaba el teniente coronel Miguel Rodrigo Martínez, capitán general de la primera región y uno de los hombres más fuertes del ejército. Caminaba con paso regio, plenamente consciente del alto rango militar que ostentaba, y, al mirarlo de reojo, sin perder el paso, el cardenal recordó que había sido coronel de la División Azul, y no pudo evitar imaginarlo con el uniforme gris feldgrau de la Wehrmacht. «Sin relevo posible, hasta la extinción», repitió mentalmente, y el lema de la División Azul, encarnado en aquel hombre que había acudido hasta el frente soviético para luchar contra los comunistas, lo colmó de un orgullo tan intenso que pensó que era casi divino, porque era Dios quien lo inspiraba.

Al salir al exterior, la muchedumbre estalló en un rugido de victoria y fue entonces, al contemplar a aquellos miles de patriotas exultantes de emoción, cuando se sintió incapaz de contener una lágrima. Ante él, el espectáculo de ocho mil valientes vestidos con su viejo uniforme de alférez provisional, la guerrera amarillenta de algodón, el clásico correaje Sam Browne, el emblema de los regulares de infantería sobre el cuello, la mítica estrella de seis puntas sobre el paño negro, cubierto por un fez con borla negra y, cosido a la guerrera, el distintivo del cuerpo del ejército marroquí, con la estrella roja y la media luna blanca. «Ocho mil, han venido ocho mil. ¡Cómo no íbamos a ganar con estos valientes en nuestras filas!», y el resto de los miles de asistentes, jóvenes del Frente de Juventudes, falangistas de yugo y flechas al pecho, chicas con el azul mahón de la Sección Femenina, militares, civiles, decenas de miles unidos en homenaje a los caídos por la patria, todos ellos, españoles de honor y honra. «Creo que ya puedo morirme», pensó de repente, persuadido de haber culminado la ardua tarea que se había impuesto desde los tiempos en que era un simple seminarista de la diócesis de Barcelona, y, sereno con la idea de la muerte como un hecho sublime, la última entrega a Dios, se dispuso a escuchar la arenga del Generalísimo.

Españoles:

Cuando los actos tienen la fuerza y la emotividad de estos momentos en que nuestros preces ascienden a los cielos impetrando la protección divina para nuestros caídos, las palabras resultan siempre pobres. ¿Cómo podría expresar la honda emoción que nos embarga ante la presencia de las madres y las esposas de nuestros caídos...?

Unos minutos después, cuando Franco le hizo el honor de repetir sus históricas palabras, «nuestra guerra no fue una contienda civil más, sino una verdadera cruzada...», el viejo cardenal alcanzó un punto tan álgido de emoción que pensó en la experiencia mística de santa Teresa, porque solo la culminación de la obra de Dios podía provocar sentimientos tan intensos. Y con el redoble de los versos de santa Teresa en su interior, él, Enric Pla i Deniel, llegó al éxtasis:

Vida, ¿qué puedo yo darle

a mi Dios, que vive en mí,

si no es el perderte a ti

para mejor a Él gozarle?

 

 

Quico Sabaté, el maquis, el enemigo de España, el símbolo de la herejía contra la que el cardenal Enric Pla había iniciado la cruzada cristiana, jamás alcanzaría el éxtasis mientras evocaba a santa Teresa. Tampoco la había leído nunca, convencido de que la religión era una carcoma que secuestraba los cerebros y devoraba los ideales. Sus inclinaciones no se acercaban a la trascendencia del espíritu, sino a la fuerza de la acción, ferozmente ligada a la lucha terrenal. Hacía dos días que había salido de su confinamiento en Dijon para ir a ver a sus hijas, y en Tolosa de Languedoc no tenían el sol abrasador que sufrían los miles de asistentes al magno acto que se estaba desarrollando en el valle de Cuelgamuros. Un jirón de nubes amenazaba lluvia y Quico pensó que aquello era una buena señal, una pequeña venganza de la naturaleza contra un día que estaba marcado a fuego en el calendario. «¡Veinte años de la derrota!», dijo en voz alta. «Veinte años de la victoria fascista, veinte años y aún no los hemos destruido», se repitió como si se tratase de una letanía, y, entonces, enojado, arrojó contra la pared la carta que le estaba escribiendo a su amigo Joan Bellés, que vivía exiliado en Clermont-Ferrand. «¡Cómo pueden decirme los de la CNT que esto se ha acabado!», exclamó rabioso, pero enseguida recogió el papel y continuó escribiendo la carta.

... no he dejado ni una hora de pensar y actuar para liberar al pueblo español de la fiera feroz que lo está aniquilando física y moralmente...

Se detuvo, tomó aliento como si necesitase una sobredosis de oxígeno y, por unos instantes, se perdió en el recuerdo de una de las últimas acciones que había llevado a cabo en España. «¡El puñetero mortero!», dijo burlón mientras rememoraba el artilugio que había inventado para poder tirar octavillas, y que había situado encima de un taxi que tenía abertura en el techo el día que Franco estaba en Barcelona. «¡Y pensar que el pobre taxista pensó que eran panfletos en homenaje al Caudillo!», y la evocación de aquella pequeña gesta le hizo recobrar el buen humor. Luego, más tranquilo, retornó a la carta que le estaba escribiendo a su amigo Bellés.

... por desgracia, a mí no han podido suprimirme las balas asesinas de la policía, que tantas vidas generosas han destruido, pero mis fuerzas físicas me están abandonando... Aun así, no pasaré ni un minuto de mi vida sin aportar a la lucha mi esfuerzo, por pequeño que sea...

«Las balas asesinas...», repitió abstraído, y, como tan a menudo le ocurría, el cerebro le devolvió en procesión, una tras otra, las caras de los compañeros caídos: Parés, José López, Culebras, Senzill, Facerías, su hermano Pep, su hermano Manolet... «¡Otra vez Manolet!». ¿Por qué, si lo había ahuyentado de su memoria? No merecía el recuerdo, no, era el traidor, el culpable de decenas de caídos. «¡Cobarde, cobarde, cobarde!» Y no le servían de excusa los días de tortura que su hermano había sufrido en los bajos de Vía Layetana, ni su juventud —veinticuatro años—. Nada le valía. «Somos libertarios, somos guerrilleros, no podemos rendirnos a los fascistas, no podemos, nunca.» Y, una vez más, decidido y furioso, cerró abruptamente el recuerdo de Manolet. Ni pizca de pena. Sin piedad.

«¡Tengo que volver a España, tengo que hacerlo!», exclamó decidido, finalmente liberado de la tentación de la nostalgia. Y la idea de volver al interior a perpetrar una nueva acción contra el régimen se convirtió en una motivación imparable, en una obsesión. «Hace veinte años que los fascistas gobiernan España, veinte años de terror, veinte años de asesinatos, veinte años de vergüenza. No podemos abandonar la lucha, no. Yo no lo haré.» Y en aquel preciso instante comenzó a pensar en el regreso, y en la acción que iba a perpetrar, con quién, cuándo... definitivamente entregado a la única meta que tenía sentido en su vida: la lucha contra la opresión.

 

 

Adrià no era un libertario —estaba absolutamente convencido de que sería un régimen comunista, y no una delirante utopía anarquista, el que establecería una sociedad justa—, pero coincidía con Quico Sabaté en el orgullo de sus ideales y, al igual que el maquis, aquel primero de abril de 1959 se sentía asqueado, plenamente consciente de la brutal fortaleza del régimen. Aquella noche tenía cena en casa de sus padres porque habían venido unos primos que vivían en Londres, y su madre quería agasajarlos. «Trae a Nina, así la conocerán», y con aquella orden materna, la pareja se disponía a pasar una velada anodina rodeada de parientes que los liberaría, durante un rato, de la oscuridad de aquel día de grandeza franquista.

—De verdad que siento liarte con lo de esta cena, Nina, pero mi madre ha insistido. Quiere presumir de ti.

—No te preocupes. Puede ser una buena distracción. Además, seguro que tus parientes ingleses no deben de tenerle mucho aprecio a Franco. Se marcharon en el 39, ¿no?

—No, no, antes. Mi tío Víctor tenía negocios importantes en Inglaterra, y al final se mudó allí de manera definitiva. ¿Sabes que vivió los bombardeos de los nazis sobre Londres? La Luftwaffe casi dejó arrasado el barrio donde vivía. Fue uno de los primeros bombardeos que sufrieron los ingleses. Él y su familia se salvaron de milagro.

—Pues miel sobre hojuelas. Todavía con más motivo debe de odiar a Franco.

—No lo sé, no lo conozco bien. Pero creo que será prudente. Tiene negocios con españoles, gente del régimen, y, ya sabes, para todos estos burgueses, el dinero no tiene ideales.

—Querido, para los burgueses y para todo el mundo: el dinero es capaz de comprar el alma de cualquiera. Venga, anímate. No está mal pasar la noche del día de la victoria fascista con un superviviente de los bombardeos nazis. Es casi poético.

—Estás loca.

—Sí, seguramente...

Hacía unos minutos que la cena había terminado y los invitados se solazaban perezosamente en el gran salón de la mansión que los Pruna tenían en Sarriá. Era la hora de los licores: el vino dulce para las señoras y las copas de coñac para los señores. «¡Un Soberano, como Dios manda!», y cuando el padre de Adrià anunció el nombre del coñac, los demás hombres de la sala comenzaron a recitar, al unísono, el anuncia que salía por la televisión: «España es tierra de hombres, y sus hombres beben Soberano, porque Soberano es cosa de hombres», y la carcajada fue sonora. Por el lado de los hombres, el rey de la conversación era el tío Eugeni, emocionado por contar con un público al que podía mostrar sus amplios conocimientos de las batallas famosas de la Segunda Guerra Mundial. Y mientras, entre copa y copa de Soberano, retumbaban los cañones de la batalla de las Ardenas, al otro lado del salón, la tía Antonieta sobresalía en el arte de mezclar chupitos de malvasía con una verborrea incontenible sobre la suntuosidad del enlace próximo a celebrarse. Indolente, la noche transcurría con calma.

Fueron unos golpes secos, propinados con los puños, ruidosos y continuados.

—¿Qué pasa? ¿Quién llama?

Y cuando la cerradura hizo el clic de apertura, cinco hombres abrieron la puerta de par en par, mientras uno de ellos gritaba a los ocupantes de la casa: «¡Todos quietos, somos la autoridad!». Lo que sucedió después, las preguntas furibundas del señor Pruna, la detención de Adrià, los intentos de Nina por abrazarlo, la mirada feroz de un policía cuando esta le pidió que se identificase, el pánico de la señora Pruna, incapaz de dejar de sollozar, los hermanos de Adrià, desconcertados y asustados, la tía Antonieta, víctima de un vahído que casi la tumba, el espanto general, el turbador silencio de la estancia cuando los agentes salían con su prisionero... todo ello acelerado, enloquecido, como si la noche se hubiese quedado sin aliento.

En el exterior, junto a la furgoneta policial, se oyó un grito, «Entra, rojo de mierda, te hemos cazado», y a continuación el ruido del motor iniciando suavemente la marcha.