¡Viva el Somatén!

Eran las dos de la madrugada. Aquella noche había decidido no dormir para poder ver toda la maniobra de la entrada en el puerto. De repente vislumbró unos puntitos claros tintineando en la oscuridad, y aquella especie de neblina luminosa en la lejanía le provocó una excitación frenética. Eran las primeras motas de luz de Long Island, la costa al alcance de la mano, la tierra aproximándose... El barco avanzaba tan suavemente que apenas hacía ruido, como si se tratase de un visitante furtivo, y solo el latido de su corazón perturbaba la noche. Decidida a fijar cada detalle en la memoria, dejó que las horas fueran pasando mientras el amanecer alzaba los primeros rayos de sol.

«¡Qué viaje tan fascinante!», pensó, y las emociones de aquellos ocho días de travesía la enternecieron. Había salido del puerto de Le Havre en un buque llamado Nieuw Amsterdam, de la Holland America Line, y desde el primer momento todo le pareció maravilloso. Era un paquebote enorme, decorado con un estilo art decó luminoso que resultaba muy acogedor. Nina viajaba en una de las cuatrocientas cincuenta y cinco cabin class que había en el barco, aparte de las quinientas cincuenta y seis de la first class y las doscientas nueve de la tourist, que daban alojamiento a mil doscientos veinte pasajeros, según les había informado el capitán. También viajaban setecientos tripulantes que trabajaban en toda clase de tareas, desde las propias de la navegación hasta el contingente enorme que se dedicaba a atender a los viajeros. En total, el Nieuw Amsterdam daba cabida a casi dos mil personas, y cuando Nina pensaba en aquella cantidad de gente atravesando junta el Atlántico se sentía protagonista de una aventura única. No solo era la primera vez que viajaba, sino que lo hacía sola y camino de América, y aquellas tres condiciones, insólitas cada una de ellas, le parecían una posibilidad inabarcable, un sueño. Pero allí estaba, acompañada por dos mil personas mientras cruzaba el océano con rumbo a Nueva York. Y cuando entraba en el fastuoso comedor lleno de espejos, totalmente inundado de ramos de flores, donde decenas de camareros elegantemente vestidos con librea servían cada mesa con refinamiento, definitivamente le parecía que estaba viviendo en un cuento de hadas.

Los ocho días se le habían pasado volando, impulsados por las numerosas vivencias que estaba experimentando: los largos ratos observando la inmensa mancha azul sin horizonte; la agitación cuando las aguas se embravecían y sacudían la nave; el mar ardiente de los atardeceres marítimos; los claros de luna, sugerentes, casi mágicos; las largas conversaciones con personas desconocidas, llegadas de todas partes, cada una con su historia en la maleta. Y también estaban los bailes en el gran salón, la lectura de libros en la cubierta, las múltiples actividades de ocio que proponía la tripulación, la paz de las noches, resguardada de las preocupaciones... Incluso le habían permitido visitar la sala de máquinas, a más de siete metros bajo el mar, y la imagen de aquellas calderas enormes y de los grandes cilindros girando a una velocidad inimaginable la maravillaban tanto como la belleza de los paisajes, impresionada por la precisión de la tecnología.

«¡Quién me lo iba a decir!», exclamó, dirigiendo la mirada a las profundidades de las aguas, como si le hablase al mar, testigo silencioso de aquellas horas de espera. Y al pensar en ello regresó la angustia de los últimos meses, en que las dificultades se habían multiplicado al tiempo que se precipitaba el escándalo. Conseguir el pasaporte había resultado más complicado de lo que había prometido el tío Dàrius, en especial porque el destino del viaje era Estados Unidos y no se podían arriesgar con malas falsificaciones. Al final fue su padre quien lo obtuvo oficialmente, al viejo estilo con el que siempre se conseguían las cosas en la España del estraperlo. Dado que el abuelo Eusebio había usado sus influencias para sacar a Nina del foco policial y había desaparecido el obstáculo más peligroso, Maurici solo necesitó comprar generosamente las voluntades de los funcionarios. Y, con el pasaporte en la mano y la carta de invitación de la abuela Merceneta, los trámites para el permiso de entrada en Estados Unidos se demoraron pocas semanas.

Pero lo más difícil de aquellos últimos meses previos al viaje no fueron los documentos, ni la incertidumbre, ni siquiera la espera de las cartas de la abuela, sobre todo su invitación formal para ir a visitarla, necesaria para el visado, sino la melodramática reacción de Mariona, tan horrorizada por lo que había hecho su hija que no solo gritó y lloró desconsoladamente, sino que sufrió taquicardias, desmayos y un ataque de nervios tan exagerado que tuvieron que llevarla al hospital. Ella, su hija, una chica joven y soltera que ahora estaría marcada para siempre con el estigma del deshonor, se había ido de casa. «¡Huyendo como mamá, igual que ella, Dios mío!», gritaba por la casa mientras sollozaba desesperadamente, «una perdida, una viciosa», y volvía a sollozar. Además, con su huida, Nina había roto la palabra de matrimonio que se habían dado entre familias, y ahora ella, su madre, una gran señora de Barcelona, quedaba marcada socialmente, proscrita. Maurici intentaba tranquilizarla, le hablaba, le aseguraba que todo estaba bajo control, intentaba explicarle los motivos de Nina, pero la complicidad con su hija lo convertía en traidor a ojos de su esposa. «Tú, tú, tú tienes la culpa, tú, ¡por haberla ayudado!», y de nuevo volvían los sollozos y las taquicardias. «Ay, ay, que me ahogo», y las sirvientas acudían a abanicarla.

Desbordado por la situación familiar, pero decidido a no abandonar a Nina, Maurici se aisló como pudo del revuelo y se dedicó a resolver las dificultades del viaje para que todo saliera bien. La decisión que había tomado su hija lo dejó completamente conmocionado, como si lo despertase de un largo letargo. Hasta aquel momento vivía resignado, felizmente instalado bajo la protección de un orden establecido que era despótico y cruel con los vencidos, pero generoso y seguro para los vencedores. Y él formaba parte de la victoria, tanto por su estatus social privilegiado como por su matrimonio con Mariona Lucien, hija de un gran afecto al régimen. Era cierto que a veces lo atormentaba la conciencia, sobre todo cuando pensaba en su hermano y en sus amigos, muchos de ellos exiliados o muertos, pero siempre había sido una persona pragmática, dedicada al estudio y a los negocios, alejado de las veleidades políticas que tantos quebraderos de cabeza provocaban en la gente. Quizá no fuera más que un simple muchacho de buena familia que había asumido la gran lección de la vida: no pensar en nada más que en sobrevivir. Pero Nina acababa de pinchar la burbuja de confort en la que vivía, y ahora se sentía a la intemperie, desnudo y vulnerable, y, al mismo tiempo, extrañamente motivado. Su hija se había mostrado ante él como una amazona que no dudaba en cabalgar hacia el horizonte, dueña de su destino, y aquella imagen de una chica joven demostrándole el coraje que él nunca había tenido lo había roto en mil pedazos. En ella veía el espíritu de su hermano Dàrius, el de su suegra Merceneta, el de tantos y tantos que no se habían sometido. Puede que nunca fuese valiente, y, con toda probabilidad, en un momento u otro volvería a su burbuja de seguridad y se sentaría a leer las noticias de La Vanguardia al lado de su mujer, murmurando entre dientes, disciplinado, mientras ella alababa las fotos de doña Carmen Polo que salían en la portada. Sí, todo volvería a ser igual porque no tenía alma de guerrero ni la tendría nunca, pero durante un breve periodo de tiempo estaría a la altura de lo que había que hacer más allá de la prudencia y de los intereses. Y aquel paréntesis de coraje lo resarciría de toda una vida de cobardía.

Nina jamás habría imaginado que Maurici se enfrentaría a toda la familia para ayudarla, pero al pensarlo en ese momento, mientras el vaivén del barco la acunaba, sintió un amor completo por su padre, y aquel sentimiento agudo le provocó una sensación de euforia, como si nada pudiese volver a detenerla nunca. Estaba a punto de encontrarse con la abuela Merceneta. Las tres cartas que se habían cruzado en aquellos meses eran tan intensas, y al mismo tiempo tan delicadas, que habían desvanecido cualquier incertidumbre, y estaba convencida de que se entenderían a la perfección. Al fin y al cabo, eran dos almas gemelas, ambas fugitivas de las tinieblas de sus vidas, mujeres heridas y rotas, pero también mujeres rebeladas y decididas, y, cuando se encontrasen cara a cara, Nina sabía que se reconocerían una a la otra. «¡Vidas tan distintas y al mismo tiempo tan paralelas!», pensó, y un arrebato de orgullo la atravesó.

Feliz, miró el horizonte, aún oscuro, y, como si fuese una letanía, se repitió la frase que había dicho un momento antes: «¡Quién me lo iba a decir!». Sí, quién le iba a decir que sería capaz de dejar atrás su mundo, a su gente, a Adrià, todo aquello que le importaba, que lo abandonaría guardado en un rincón de la vida, convertido en un puñado de recuerdos: el dibujo etéreo del pasado. Solo importaba el presente que era capaz de construir, finalmente convertida en autora y protagonista de su novela. Se sentía tan impelida por el ideal de la libertad que todos los sacrificios le parecían menores, incluso la separación de Adrià, la única pérdida que le provocaba un malestar persistente, una especie de runrún del subconsciente que no dejaba de hostigarla. Pero ni aquella herida la había frenado y ahora, a punto de empezar una nueva vida, nada de lo que había dejado le parecía importante.

De pronto, casi a las cinco de la madrugada, una sombra gigantesca, procedente de la oscuridad, le heló el corazón y, por un momento, se sintió amenazada, como si allí, perdida en el otro extremo del océano, la pudiesen perseguir los fantasmas. Fue un instante fugaz, un resorte que se había disparado desde los viejos miedos que la habían acompañado durante los últimos años, y la punzada en el estómago le produjo un gusto ácido en la boca. Entonces se percató. Aquella forma extraña que la observaba fijamente, como un monstruo en mitad del mar, era la gran dama, la señora que abría la puerta al nuevo mundo, la heroína de su historia. Poco a poco, la Estatua de la Libertad fue tomando forma y, ante aquella giganta de hierro que simbolizaba todo lo que ella anhelaba, Nina se sintió pletórica, con las emociones tan a flor de piel que la hacían estremecerse y reír y llorar al mismo tiempo, feliz como nunca antes lo había sido.

Lo había conseguido, había superado todos los obstáculos y estaba preparada para reconstruirse plenamente. Ya no existía el pasado. Todo era futuro.

 

 

En la Baga del Ginebret, en cambio, solo existía el presente. El comando de Quico Sabaté llevaba un rato bordeando el Bassegoda y, después de Sant Julià de Ribelles y de Sant Bernabeu, ya había pasado por Lliurona y por el collado de la Creu, pero la lluvia era tan intensa que ralentizaba la marcha. Quico conocía a la perfección aquella ruta que partía desde Costoja, por el paso del Hostal de la Muga, y que era la única posible en pleno invierno. La otra ruta, la que pasaba por Setcases, era más corta y durante años había sido la travesía más adecuada, pero las cumbres se hacían imposibles en pleno diciembre, y, además, desde la detención de Àngel Marquès estaba muy vigilada, y las casas seguras donde se escondía, Ca la Badia en Llanars, o Can Barranquet en Surroca, y, sobre todo, Can Miserias en Sant Martí de Sobremunt, habían caído. Tampoco podía contar con el escondite de la Graboudeille, donde solía guardar armas de refuerzo, de modo que el paso por Setcases había quedado descartado.

«Está decidido, ¡pasaremos por Costoja!», y, dicho y hecho, el 29 de diciembre de 1959, con la mochila llena de armas y la moral alta, los cinco maquis comandados por Sabaté salían de Costoja hacia el Hostal de la Muga. Nada más comenzar la marcha, Quico miró atrás. Siempre que pasaba por aquel camino le venían los recuerdos de los primeros años del exilio, cuando se instaló en la masía Caseneuve Loubette con su mujer y sus hijas. Aquella finca aislada resultaba muy útil para buscar las mejores rutas por las que penetrar en el país y, sobre todo, era un lugar idóneo para acoger a compañeros anarquistas con los que debatir, conspirar, preparar atentados, planificar todo tipo de acciones y, además, soñar juntos con un futuro de éxito libertario. Es verdad que Leonor no dejaba de quejarse, porque la masía se encontraba en malas condiciones y las niñas tenían mucho frío, y, por otro lado, siempre tenía que cocinar y lavar para todos los que se alojaban allí, pero Quico no la escuchaba: la mujer de un guerrillero debía entender el sacrificio que exigía la lucha por el ideal libertario, y los lamentos de su mujer rebotaban inútiles en las viejas paredes de la casa.

Pensó en los paseos con Alba y con Paquita por las calles de Costoja. Le gustaba mucho aquel pueblecito tranquilo, situado en la ribera del Costoja, justo donde comienza la cordillera principal de los Pirineos, y cuando caminaba con las niñas sentía cierta paz. A menudo se detenía frente a Santa Maria de Costoja, y si bien odiaba profundamente a los curas y obispos y toda esa gente de iglesia, no podía evitar sentir admiración ante la espléndida portada románica de mediados del siglo XII. También le gustaba perderse por la antigua sagrera, especialmente por el barrio del mediodía, donde se encontraban los caminos reales que unían el Vallespir con el Ampurdán, y que podían ser rutas que estudiar. A pesar de las quejas de su mujer y el frío de las niñas y de todas las dificultades, tenía un recuerdo dulce de aquella etapa familiar fugaz, y, cuando pensaba en ello, sentía cierto pesar, que, no obstante, ahuyentaba de inmediato. No era un padre de familia, ni un marido ni anhelaba aquella normalidad, porque todas las fibras de su cuerpo vivían y se alimentaban de la vida de guerrillero que había escogido. No habría elegido ninguna otra vida en sus cuarenta y cuatro años, ni podía ser nada más, así que, sacudiendo la cabeza, como espantando la tentación de la nostalgia, gritó: «¡Buena marcha, compañeros! ¡Franco nos espera!», y el grupo continuó la ruta. «¿Dónde pararemos, Quico?», preguntó el más joven, visiblemente agotado, y él respondió: «En Falgars. En Falgars, parada y fonda».

Ni el general jefe de la segunda zona de la Guardia Civil, Marceliano Crespo y Crespo, ni el teniente coronel Rodrigo Gayet Girbal, ni tampoco el jefe de la 131 comandancia, el capitán José Blázquez Pedraza, ni el teniente general del cuerpo, Antonio Alcubilla, ni tampoco el propio Eduardo Quintela, finalmente llegado desde Galicia; ninguno de los mandos que dirigían el operativo de captura sabía con precisión por dónde pasaría el comando de los maquis. Pero la información de la policía francesa permitía acotar la ruta en los alrededores de la montaña del Mont, entre Besalú, Beuda y Albanyà. Y antes de que Quico y sus compañeros salieran de Costoja ya se habían desplegado en la zona más de trescientos efectivos, entre guardias civiles, policías y militares. Todas las carreteras, las entradas y salidas de los pueblos y los cruces de caminos estaban vigilados, las masías más aisladas se registraban, y a todos los payeses, leñadores y masoveros del territorio se los había presionado, bajo amenaza de cárcel, para que delatasen a cualquier desconocido. La trampa mortal estaba preparada, y solo era necesario aguardar un hecho inusual, algo anómalo que fuese el indicio de una presencia extraña, para caer sobre la presa.

A orillas del río Manol, el día 30, se tuvo la primera confirmación: un grupo de forasteros se movía por la zona. Y la segunda, el 31 de diciembre, el último día del año triunfal en que Franco había celebrado los veinte años de la victoria con la inauguración de un gran mausoleo y el presidente Eisenhower había ido a visitarlo, consagrando definitivamente al régimen; aquel último día de 1959 se iniciaba la cacería final de Quico Sabaté. Todo había empezado, como era previsible, con indicios y casualidades: humo saliendo de una masía deshabitada, el Casot de Falgars, al pie del Mont...; un hombre, el cartero de Lladó, que había salido a cazar...; la pareja de la Guardia Civil del pueblo, a caballo, acercándose...; los primeros disparos...; la pareja abatida... Y luego la huida desesperada para intentar escabullirse de la telaraña que los iba envolviendo. «Los han visto por Esponellà, y parece que han atravesado el Fluvià. Están por los bosques de Bañolas», y la alegría expectante de los mandos sobre el terreno se sumaba a la excitación eufórica de los despachos oficiales. El despliegue policial lo tenía todo controlado —las masías, las rutas, los puntos de apoyo—, y los maquis no podían moverse de ese círculo cerrado que imposibilitaba el retorno a la frontera y controlaba las rutas alternativas. «Por Anglés tampoco podrán huir», y, descartadas todas las opciones, el único aliado que les quedaba a los perseguidos era el instinto de supervivencia. «Pero caerán», y aquella certeza se repetía como una letanía, de guardia civil a policía, de policía a soldado.

«¿Caeremos?», preguntó Antoni Miracle mientras caminaban emboscados por los alrededores de la Mota. «No, no nos cogerán», respondió Sabaté, y de pronto señaló una masía que había unos metros más allá. «Mirad aquella casa, ahí podremos escondernos.» Con ánimos renovados, los cinco combatientes se encaminaron rápidamente hacia allí, convencidos de haber encontrado un momento de respiro. Eran las once de la mañana del día 4 y llegaban exhaustos. Llevaban tres días sin comer nada, pero la miseria en que vivían los masoveros los obligó a darle dinero a la mujer y enviarla a comprar comida al pueblo. Había que reponer fuerzas y ganar un poco de tiempo para preparar un plan de huida viable. Pero los detalles... La mujer nerviosa en la tienda...; una compra exagerada de comida para ella, que no tenía dinero...; el rumor extendiéndose por la Mota, «hay forasteros en la masía Clarà...»; el alcalde avisando a la Guardia Civil...; el teniente coronel Rodrigo Gayet Girbal y el capitán José Blázquez preparando el operativo y, en dos horas, la masía rodeada por tres cordones de uniformados fuertemente armados.

Entretanto, dentro de la casa, la conversación con los masoveros, los platos calientes que les habían preparado, la calidez de la chimenea, el tiempo deslizándose suavemente, como si fuese una pausa conquistada, un instante de vida robado al deseo de muerte de sus depredadores... Durante aquellas breves horas en la masía Clarà todo se renovaba: la fortaleza física, el compañerismo, los ideales, la moral de victoria, pero de puertas afuera, las hermanas de las moiras, las keres, se preparaban para gozar de su botín, ávidas de la muerte violenta que las alimentaba. Hijas de Nix, la diosa de la noche, y hermanas de Ezis, la diosa de la tristeza, sus espíritus coléricos rondaban la masía, afilaban los colmillos, suspiraban por el destino de sangre que estaban a punto de disfrutar.

Sucedió a las cuatro de la tarde. Quico y sus compañeros había quedado saciados con la comida y la idea de salir al exterior y echar un vistazo a los alrededores se consideró, en aquel momento de calma, un riesgo asumible. A simple vista, todo parecía normal: el bosquecillo que rodeaba la masía, los matorrales, ligeramente mecidos por una brisa suave, el rumor del aire, el gorjeo de algún pájaro cercano, nada que no fuese el paisaje previsible. Pero los fusiles aguardaban el momento preciso, y cuando las primeras ráfagas reventaron la quietud, el cuerpo de Francisco Conesa de desplomó, herido de muerte. Entonces, la entrada precipitada en la masía, el teniente coronel Gayet conminándolos: «¡Sabaté, ríndete! ¡Estáis rodeados!», la ráfaga de la Thompson de Quico como respuesta, un segundo intento de salida, diversas heridas y la decisión final de resistir hasta la noche para volver a intentarlo. Pero a las once de la noche habían llegado cincuenta guardias civiles más para bloquear completamente cualquier intento de fuga, y la salida fue un caos: una vaca como escudo, dos de los maquis abatidos por el primer cordón de fusiles, y Quico escondiéndose tras otra vaca, el animal cayendo, él reptando por el suelo con tres heridas en el cuerpo: una ligera en el cuello, una bala en la nalga y una herida grave en la pierna, que intentaba calmar con una dosis de morfina. Era todo o nada, y, decidido a no dejarse atrapar, se arrastró hasta el primer cordón policial, donde oyó la consigna, «¡no disparéis, soy el teniente!», proferida por el teniente Francisco Fuentes, pero fue Quico quien disparó y lo fulminó. Luego siguió arrastrándose mientras repetía, una y otra vez, la consigna «¡no disparéis, soy el teniente!» mientras los policías disparaban en todas las direcciones, desconcertados por las detonaciones y por las dos bombas de mano que Quico había arrojado. Superados los tres cordones policiales y vestido con la ropa del teniente abatido, inició una huida enloquecida, la última de su vida. Al entrar en la masía, los guardias civiles encontraron a los masoveros, recluidos en una pequeña despensa, y al joven maquis Martín Ruiz Montoya, que se había escondido dentro del horno de piedra de la masía. Cosido a balazos, cayó abatido.

 

 

A pesar de que el frío es muy vívido, casi no lo nota. «Debe de ser la fiebre», piensa, y se moja la cara con el agua del río. Quiere cruzar el Ter, aguas arriba del Pont de la Devesa, y llegar hasta Fornells. Necesita un tren que lo lleve a Barcelona, donde aún quedan casas seguras. No hay otra escapatoria que ir por el interior de Cataluña hasta llegar a la gran ciudad, y allí sabrá perderse. Por suerte hay luna llena y aquel foco natural que ilumina vagamente la noche le permite saber por dónde ir. Finalizado el efecto de la morfina, la herida de la pierna ha vuelto a despertarse, pero no le puede prestar atención. No hay heridas, no hay fiebre, no hay desfallecimiento, nada puede detenerlo porque solo existe un propósito, escapar, y es ese propósito el que lo mantiene en pie durante los veinte kilómetros que tiene que recorrer para llegar a la estación de Fornells. Está clareando y ve, detenido, un tren correo. Es el 1104, que está a punto de salir. De un brinco se sube a la cabina y, antes de que se den cuenta de lo que está pasando, apunta con la Colt a los maquinistas: «Soy Quico y tengo que llegar a Barcelona». Pero es imposible, porque es un tren de vapor y en Maçanet tienen que cambiar la locomotora por una eléctrica. Tiene hambre y los operarios le dan sus bocadillos. La fiebre continúa subiendo, parece que le hierve la cabeza, pero no delira. Al llegar a Maçanet, salta a la otra locomotora. Nuevamente: «Soy Quico», pero ya no se ve capaz de llegar a Barcelona. Necesita descansar. La herida de la pierna se está poniendo negra y, si no encuentra un médico, se gangrenará. «En Sant Celoni, aflojad la marcha», ordena, y cuando se acerca a la villa, se lanza al vacío. Casi no se tiene en pie, la fiebre, la pierna, el cuello que le arde. Son las ocho de la mañana, no puede más, tiene que pararse, llama a una puerta, pero la mujer no lo deja entrar: «Estoy sola, váyase». De repente, un payés que pasa con su carro, «por favor, un médico», al doctor Barrios, en la calle Santa Tecla, llama con insistencia, pero no es la casa del doctor, el payés se ha equivocado. Un chico joven pregunta: «¿Quién es ese forastero que llama? Lleva una ametralladora»; se abalanza sobre él: «¡Que alguien venga a ayudarme!», grita despavorido; su vecino, Abel Rocha, que es del somatén, soriano, falangista y vive a treinta metros ve a los dos hombres pelearse, Quico, que consigue coger la Colt, de pronto oye el ruido que hace el somatén, se da la vuelta y le descerraja dos tiros, pero Rocha se mantiene en pie y, con rapidez, dispara todo el cargador de su naranjero. El cuerpo del guerrillero se tambalea cuatro, cinco segundos, sacudido por los disparos que lo atraviesan, y al terminar la descarga cae al suelo como un saco de piedras. Son las ocho y veintisiete minutos de la mañana. Momentos después llegan, resoplando, el exlegionario Pepito Sibina y el sargento de la Guardia Civil Antonio Martínez Collado. Quico Sabaté yace en el suelo, inerte, pero sus perseguidores no tienen bastante y, con la rabia acumulada por todos aquellos años de persecución, le disparan diversos cargadores en la cabeza. La cara reventada, sin rostro, ni ojos ni boca, solo un pingajo de carne despedazada. Un charco de sangre crea un riachuelo que mancha los zapatos nuevos del somatén.

 

 

Al día siguiente, sentado en el sofá de casa, Maurici lee la noticia. La Vanguardia dedica un generoso espacio a contar la persecución y muerte del «peligroso bandolero», y su mujer, con la acritud con que habla desde que se marchó Nina, le espeta: «Mira, uno de los tuyos, un cerdo menos». Resignado, pasa las hojas del periódico sin decir nada. Hace mucho tiempo que ha aprendido a hacer del silencio un arma defensiva, un escudo. Al pasar la página, ve una carta en un recuadro: «HOMENAJE A LA INSTITUCIÓN CATALANA DEL SOMATÉN». La firman «tres madrileños» que se deshacen en elogios «hacia esa magnífica institución catalana del Somatén, que tan eficazmente ha cooperado con la Guardia Civil en la aniquilación del citado malhechor». Al final de la carta, en negrita, una nota de la dirección del periódico:

He aquí un merecido homenaje que nos complace subrayar por su carácter especialmente significativo, toda vez que los firmantes, que no son catalanes, expresan su admirativa gratitud a una institución tan noble, generosa y genuinamente catalana como es el Somatén. El heroísmo de los hombres del Somatén es un heroísmo de españoles patriotas y es toda España la que, con los tres madrileños que signan la carta de referencia, se siente, en una auténtica unidad patria, orgullosa y emocionada. Reciban, pues, las fuerzas de la Guardia Civil y del Somatén de San Celoni, el mensaje que, a través de LA VANGUARDIA, les envían esos tres dignísimos españoles justamente ufanos de la institución catalana por excelencia.

Resignado y al mismo tiempo triste, tiró el periódico sobre el sofá. Pensó en Nina, «ella se ha librado de esta oscuridad», y ese pensamiento lo animó. De lejos, oyó la voz de Hermínia, llamándolos: la mesa ya estaba puesta.