Un plato de arroz con leche

Salió a dar una vuelta a pesar de que la temperatura era muy baja. Los periódicos avisaban de una ola de frío procedente de Siberia, y alertaban de que sería el invierno más gélido que se recordase. Al salir de la masía, Quico notó un latigazo helado en la cara y se frotó las manos. Hubiera podido quedarse junto a la chimenea, al lado del fuego generoso que había preparado la casera, pero tenía ganas de salir y el frío le gustaba porque le activaba las ideas. Caminó durante un rato por el bosque cercano, pero, lejos de pensar en las nuevas acciones, su mente vagó por la memoria, la vieja intrusa. Y, como sucedía siempre que se refugiaba en los recuerdos, venían a él los rostros de los caídos. Cada vez se sentía más solo entre los vivos porque los percibía débiles, incapaces de realizar grandes gestas, la mayoría capados por los pusilánimes que comandaban la CNT en el exilio. «Un hatajo de cobardes acomodados», se dijo, y cuando pensó en los grandes héroes de las épocas doradas del anarquismo, «casi han muerto todos los Durrutis», ese pensamiento le provocó una tristeza rabiosa, incapaz de desatar el llanto, pero muy eficaz como munición de lucha. Él, Quico Sabaté, el hombre que hacía que la gente se estremeciera de miedo al pronunciar su nombre, el «pum, pum, soy Quico» del griterío de los chiquillos de su barrio, ese hombre no lloraba, actuaba. Pero cada vez era más difícil encontrar compañeros que estuviesen a su altura, gente capaz de matar y morir sin titubear, gente que nunca delataría a los suyos. Gente que no fuese como su hermano Manolet, «maldito Manolet, tantos caídos por tu culpa», y escupió en el suelo, no como si arrojase saliva, sino el recuerdo de su hermano fusilado.

Por eso había escrito a su amigo Facerías, porque era un incorruptible como él, un anarquista de corazón y dinamita. Quería volver a Barcelona y necesitaba un guerrillero, y no un niño de pecho que se echase a temblar a la primera ráfaga de la guardia civil. «Face, tienes que venir, te necesito», escribió en la carta enviada a Italia, y cuando Facerías le respondió: «Instálate en la masía. Llego en tres días», la espera en la masía Graboudeille del amigo Michel Guisset, al borde mismo de la frontera, se le hizo eterna.

Y con la espera, el eco del recuerdo de los caídos. Cada vez le venían más a la memoria, testigos insolentes de una verdad inapelable: había más anarquistas muertos que vivos. Habían caído decenas de comités operativos, la FAI estaba desmantelada y de la CNT solo quedaban los restos, mientras que crecía sin parar el número de fusilados y se reforzaba el poder represivo del régimen. Franco los cazaba de manera implacable, de uno en uno, y aparte de Facerías o Massana y Caracremada, o de él mismo, ya no quedaba ninguno de los maquis más temidos. «La CNT nos niega y Franco nos mata», y esa evidencia le agudizaba el dolor de estómago que hacía tiempo que lo torturaba. «¿Tendré cáncer?», pero cada vez que se lo preguntaba se reponía con convicción: «No moriré por un cáncer cualquiera, sino matando fascistas, como dice Caracremada», y la idea lo reconfortaba.

«Caracremada...», repitió en voz alta, despacio, como si fuese un rosario, y la repetición de aquel nombre le evocó sentimientos enfrentados. Ciertamente, quería y admiraba a Ramon Vila, un luchador de hierro, curtido desde la infancia en las fábricas textiles de la cuenca del Llobregat, anarquista desde la adolescencia, protagonista de sabotajes, encarcelamientos y fugas, detenido por los nazis en Perpiñán y miembro de la Resistencia francesa después de una huida espectacular. «El capitán Raymond —recordó que lo llamaban los maquis franceses—. Y tuvo los cojones de rechazar la Legión de Honor, eso sí que es un guerrillero y no los cuatro mindundis de ahora», y, orgulloso, remachó el elogio: «¡Qué gran anarquista! Hábil como nadie, no hay ninguno más escurridizo. ¡Será el último de todos nosotros en caer!», y se dejó confortar por la admiración que sentía por su amigo. Pero el recuerdo de Caracremada también era doloroso, porque estaba por siempre ligado a la caída de decenas de militantes y a la muerte de sus hermanos.

¡Cuántas veces había pensado en ello, en aquella operación que resultó tan trágica! Todo salió mal desde el principio, «demasiados errores, demasiada precipitación», y rezongaba, molesto, que Caracremada no debería haberse llevado a Manolet, que estaba muy tierno y no iba a aguantar la acción. Y luego todo fue cuesta abajo, como una piedra lanzada sin dirección: la improvisación, sin material apenas; el intento de requisar un coche para cometer un atraco en el Pont de Vilomara; el coche que no se paraba, las ametralladoras disparando, una chica herida, la Guardia Civil sobre aviso, el grupo separándose, la huida por los bosques, días de escondrijos, las llagas en los pies, el hambre y, al final, la Guardia Civil alcanzándolos.

«¡Aquel día mataron a Elio!», y al nombrar a su compañero italiano sintió una punzada dolorosa en el estómago, como si los dolores físicos estuviesen vinculados al alma. Después, como si se tratase de un ritual de la memoria, pronunció una especie de réquiem: «Elio Ziglioli, asesinado por la Guardia Civil en Castellar del Vallès el 29 de septiembre de 1949», y durante un momento pensó en el joven italiano, forjado en la Brigata Garibaldi del movimiento partisano contra los nazis, libertario inquieto que había aprendido el esperanto y dominaba el francés y el castellano, y comprometido con sus ideales hasta el punto de unirse a sus hermanos libertarios en la lucha contra Franco. Quico no conocía los detalles concretos de su muerte, pero los pocos que sabía le permitían hacerse el cuadro macabro de lo que debió de pasar: detenido, torturado y, allí mismo, un tiro en la nuca. Pum, un sonido seco, la sangre manando, el cuerpo cayendo y la vida de aquel joven nacido en Lombardía segada para siempre. «Así es como acabamos todos los buenos, dejándonos la vida en la lucha», y el recuerdo de todos los que habían caído a causa de aquella misma operación cutre acentuó su malhumor. Unos, muertos en las montañas; otros, días después, cuando su hermano Pep, furioso por la detención de Manolet y convencido de que podía liberarlo, se entregó a una orgía de acciones improvisadas y suicidas. «Seis expropiaciones en una semana, el loco de Pep... Seis... ¡Y dos el mismo día! ¡Cómo pretendía acabar, sino cosido a tiros!», y la memoria del dolor le devolvió los nombres de los caídos: Elio, el maño Luciano Alpuente, el valenciano Oltra, Cecilio Galdós y su enlace, Carlos Cuevas, acribillados casi a punto de pasar la frontera; Saturnino Culebras, fusilado en la Bota, su hermano Pep, muerto después de matar a un policía, «un camisa vieja de la Falange, decían los periódicos, ¡que reviente!». Y, dándole un puntapié a una piedra, como si aquello lo reconfortase, replicó: «¡Un guerrillero hasta el final!», y el orgullo fraternal le apaciguó el malhumor. No mencionó a su hermano pequeño: no quería hacerlo. No lo consideraba uno de los suyos. Los libertarios tenían que aguantar la tortura y jamás delataban a sus compañeros, y, sin embargo, decían que su hermano había delatado a todo el mundo. «Y ¡cuánto hizo sufrir a mamá, tan mayor, pobrecita!», y al recordar que sus padres iban andando desde Hospitalet hasta la prisión porque así el dinero que se ahorraban en el tranvía les permitía comprar algo de comida, el dolor agudo del estómago le dio tal aguijonazo que lo dobló, y con rabia soltó un reniego: «¡Maldito sea!».

No, no quería nombrarlo, ni pensar en él ni incluirlo entre los caídos, porque le habían dicho que había sido un cobarde y que por su cobardía habían caído decenas de anarquistas. «No, ni perdón ni piedad», y el nombre de su hermano pequeño, torturado en Vía Layetana y fusilado en el Campo de la Bota, se desvaneció como el hielo.

Luego, disipadas las nieblas de la memoria, mató el tiempo imaginando las acciones que cometería con Facerías cuando entrasen. «Tenemos que hacer algo muy gordo», se dijo, animado, y entonces se percató de que todo su cuerpo estaba temblando de frío. Regresó apresuradamente a la masía para charlar un rato con la casera. Si nada se torcía, Facerías llegaría al día siguiente.

 

 

En la sede de la Brigada Político-Social la calefacción estaba puesta al máximo. Sobre la mesa del comisario Creix descansaba un ejemplar antiguo de La Vanguardia con un único titular: «Frío glacial en Barcelona», y la noticia abundaba en informaciones de toda Europa: nieve intensa en Roma, récord de cuarenta y cinco grados bajo cero en Suecia, el lago Gento a más de treinta bajo cero y, en Barcelona, siete bajo cero en el observatorio Fabra del Tibidabo. Aunque los datos eran del 4 de febrero, durante toda la semana siguiente el frío había continuado siendo tan intenso como el caos que provocaba.

El flamante «jefe del Gabinete de Información del Gobernador Civil», el comisario Pedro Polo, estaba sentado en un sofá del despacho aguardando la llegada de su amigo. A pesar de que la caza de Sabaté era su prioridad en todo momento, ese día no habían quedado para hablar del maquis, sino de la revuelta en la Universidad de Madrid, en especial después de los recientes acontecimientos: la manifestación de los estudiantes, el enfrentamiento con los falangistas, el guardia de Franco herido de bala, la Falange jurando venganza...

—¡Es un desastre, Antonio, un desastre! ¡Una manifestación de estudiantes, por Dios, si ya habíamos acabado con las manifestaciones, joder! Y ahora, el cierre de la universidad y la detención de todos esos rojos, que todos son hijos de la Institución Libre de Enseñanza, ya sabes, esa escuela de rojerío.

—Puedes imaginarte... La cosa se va a caldear. Debemos estudiar qué vamos a hacer, querido amigo, porque esto estallará en Barcelona.

—Totalmente de acuerdo, y encima acaba de dimitir el rector, el Laín Entralgo ese, que ni uno de esos es de fiar, todos con el coco carcomido por la basura intelectual.

—Mucho libro y ninguna hombría. Medio maricones todos.

—Tienes razón, ja, ja, ja, leer demasiado te amaricona. Bueno, Antonio, lo que decíamos, hay que actuar. Lo he hablado con el gobernador y piensa lo mismo que nosotros: debemos cortar la cabeza de la serpiente antes de que crezca. Recuerda los intentos del 42 en la Universidad de Barcelona, cuando aquellos tipejos montaron un frente universitario, el Front, ¿te acuerdas? Siempre tan pomposos con su idioma de mierda. Suerte que los capamos pronto. Pero lo de ahora... Este lío universitario de Madrid es gordo. Hay que prepararse. Dame un momento y voy a tu despacho.

Hacía poco que había llegado a Vía Layetana, pero le habían dicho que el comisario tardaría diez minutos —«Está con un asunto»—, y aquel eufemismo del secretario lo había hecho sonreír. Era evidente que «el asunto» era el interrogatorio de algún detenido. «¡Cómo le gusta a Antonio afinarlos personalmente!», y, risueño, se acomodó en el sofá y se puso a leer La Vanguardia...

El que el lago de Estangento se mantenga a treinta y dos grados bajo el punto de congelación ya no sirve de alivio a una urbe aterida que está metida por los portales y en los quicios de las puertas, con cara de frío, esperando el autobús. Bajo este azul clarísimo que nos cobija, la fantasía de las fuentes heladas, de los ríos con hielo en las márgenes, de los árboles ateridos y de los ojos de susto, llorosos, ya no nos llama con la misma atención de las primeras horas. Incluso el amanecer nórdico de que ayer disfrutamos, con un sol rojizo y bajo, jugando su luz fría entre el plomo de las nubes con nieve, no constituyó ya un espectáculo para la sorprendida actualidad ciudadana, a la que empieza a helársele hasta el aliento. Detrás de los cristales con el aire condensado en hielo, el buen barcelonés sólo pensó ayer en la forma de comenzar su jornada con el menor daño posible.

Soltó el periódico e, instintivamente, se frotó las manos como si tuviese frío, aunque la temperatura del despacho del comisario era muy cálida. «Calefacción Roca, la mejor», profirió Creix nada más entrar por la puerta, y los dos amigos rieron al unísono. Pero la gravedad de los hechos no permitía demasiadas distracciones y muy pronto abandonaron las bromas y se pusieron a trabajar. Sabían que la destitución del ministro de Educación, Joaquín Ruiz-Giménez, estaba al caer, «Franco no perdona las debilidades, y ese tipo... un flojo...», y pese a que la posibilidad de nuevas manifestaciones no parecía inmediata, el instinto de viejos represores contra la insurgencia los había puesto en guardia.

—Esto va a ser el principio de los líos en las universidades, ya verás... Los comunistas están moviendo hilos, Pedro, joder, que se están infiltrando en la universidad y los nuestros ni se enteran. Joder, ¡a quién se le ocurre permitir un homenaje a Ortega y Gasset! ¡Un liberal, joder, un puto liberal! Y van los nuestros y lo permiten.

—Y después lo de Ridruejo, Antonio, que tiene tela...

—Sí, sí, vaya pájaro, mucha Falange y mucha División Azul, pero venga a darle al cuento de la apertura y no sé qué. Buena apertura le daría yo a esos juntaletras de tres al cuarto.

—Bueno, ese ya está lamiendo el suelo de la cárcel, que cuando a Franco se le hinchan las pelotas, ni la Falange ni la División Azul te libran, y ya ves, detenido, el muy imbécil.

—Así es, camarada, pero olvídate de Ridruejo, que todo esto lo mueven los comunistas por debajo. ¿Leíste lo que te pasé, el manifiesto que publicaron con sus quejas?

—Sí, sí. Guardé la frase, esa tan pomposa... «¡Cuántos catedráticos y maestros eminentes apartados por motivos ideológicos y personalistas!». ¡Serán hijoputas! Que no los apartamos, los depuramos, leche, depurados, que eso es lo que había que hacer para salvar a España.

—Pues ahí están, haciendo homenajes a Ortega y lamiéndole las botas a Ridruejo y a los liberales. Y luego pasa lo que pasa, van los cabrones y se manifiestan. Y espera, porque, lo que te decía, esto estallará en Barcelona, que aquí estamos infectados.

—Eso me temo, Antonio, por eso debíamos reunirnos, para prepararnos.

Luego se pusieron a repasar los hechos, para buscar el origen de la protesta y con la esperanza de detectar síntomas similares en Barcelona y detenerlos antes de que se desencadenasen.

—Todo empezó con ese manifiesto de los cabecillas universitarios que querían hacer un Congreso Nacional de Estudiantes.

—¡Un congreso, los hijoputas! Lo que quieren es liquidar el SEU. Y todos hijos de ricos, ya me dirás, como si Franco no fuera de los suyos. ¿Te han pasado de Madrid la lista completa de los detenidos?

—Sí, sí, como dices, todos niños bien, que ahora les da por hacerse rojos. Aquí tengo la lista: Ramón Tamames, Enrique Múgica, Javier Pradera, Gabriel Elorriaga, Miguel Sánchez-Mazas, el que comentábamos, Dionisio Ridruejo, y José María Ruiz Gallardón. Estos el día 8, y ayer cinco más: Julián Marcos, un tal Sánchez Dragó, una tipeja llamada María del Carmen Diago...

—Mujeres y todo, ¡hay que tener cojones!

—Sí, espera... No, no hay más mujeres. Solo esa. Y también un tal Jaime Maestro, y José Luis Abellán. No tengo más nombres. Imagino que estos son los primeros que se han cepillado, pero habrá más.

—A ver si se atreven a peinarlos, que como son niños bien, igual los tratan como a marqueses.

—Algún bofetón se llevarán, pero vaya, no será el repaso que hacemos nosotros, que estos son rojillos con abolengo...

—Bueno, pues ahí está. El primer error, permitir homenajes a antiespañoles como Ortega, que ese era el campeón de los antiespañoles, hostia puta, mira que no verlo... Y después van y permiten que se publique el manifiesto de los cojones. Que luego pasó todo: los del SEU cepillados en las elecciones, el tonto del presidente del SEU, Jesús Gay, anulándolas, que más tonto imposible, que hasta lo han echado a patadas de la sala, y luego, la manifestación...

—La primera, querido amigo, la primera desde la victoria. Cuidado porque nos estamos apalancando y estos vuelven a crecer.

—Ahí está, eso digo yo. Y luego solo faltaron los nuestros. Van los zopencos de la Falange y asaltan la facultad y se cargan el mobiliario, y otra vez, manifestación por San Bernardo, y luego pasó lo que pasó...

—Sí, el encontronazo con los de la guardia de Franco.

—Eran los de la Centuria 20, ¿verdad?

—Sí, sí, los de la Centuria, tipos duros. Por cierto, eso del camarada herido de bala, raro, ¿verdad? ¿Quién lo hirió? ¿Se sabe?

—No se aclaran. Me da a mí que fue un disparo de ellos mismos, de los de la guardia, porque todos llevan pistolas. O quizá de algún policía que se despistó, no sé. Pero están los de la Falange con unas ganas de venganza que ni te cuento, que si Franco no los para, estos ya tendrían la lista de los que pasarían a cuchillo.

—Cualquiera les sopla, y encima un herido... Pero bueno, ya viste los periódicos, ¿leíste el Madrid? Joder, cómo me gusta ese periódico, te hincha de bravura. Mira qué frase: «La sangre de un muchacho español enrojeció ayer una calle madrileña». ¡Sí, señor, qué coño! ¡Un muchacho español, que los otros, ni españoles ni nada! Simples zoquetes hinchados de odio, eso son...

—Cálmate, amigo, que te van a dar otra medalla, ¡ja, ja, ja!

—Sí, bueno, es que...

—Continuemos: el manifiesto, la manifestación, el centurión herido, y luego ya sabes, Laín dimitiendo como rector; y el ministro, que Franco ya debe de tener su cabeza en la guillotina...

—Sí, sí, ya tiene media cabeza cortada, ¡ja, ja, ja! De todas formas, amigo, ahora estaremos tranquilos un tiempo, pero esto solo acaba de empezar. Me temo que la universidad se convertirá en un polvorín permanente, ya verás. Por ahí empezarán los líos...

—Por eso, por eso, repasemos los errores, a ver si podemos actuar en Barcelona antes de que perdamos el control. Es lo que estábamos diciendo, el primer error, permitir manifiestos...

El tiempo, ni corto ni largo, tan solo la tarde, que lentamente se agotaba. Preocupados por el problema que había estallado y concentrados en la búsqueda de soluciones terapéuticas que cerrasen la herida antes de que sangrara, ambos comisarios se dedicaron a imaginar toda clase de métodos represivos que permitieran controlar a los estudiantes. Polo dijo que hablaría con el gobernador y organizaría una cumbre con los rectores de las universidades catalanas, y Creix añadió que reuniría a todos los comisarios con objeto de prepararlos para las protestas. En caso de producirse manifestaciones, sería preciso actuar con dureza, y la dureza requería planificación.

Antes de marcharse, Polo no pudo evitar hacerle la pregunta: «¿Sabes algo de Sabaté?», y la respuesta negativa lo puso de mal humor.

—Esta rata, ¡joder!, ¿cuándo la cogeremos?

—Paciencia, Pedro, paciencia. Ahora se cree un gran león, y cuando lo tengamos nosotros se convertirá en un pobre ratón. ¿Te acuerdas del desgraciado de su hermano Manuel?

—¡Cómo no lo voy a recordar, si pasó por nuestras manos, las mías y las de Quintela! El pobre diablo, cómo cantaba, no paraba de darnos datos: dónde habían escondido las armas, por dónde habían entrado, con quién... Era una máquina de hablar andante, ¡ja, ja, ja!, tanto que había que pararlo. Temblaba como un niño de teta. No hacía más que llorar y llamar a su madre. Hostia puta, estos tipos, tan anarquistas y luego, ya ves, al primer golpe, a llamar a mamá.

—Hombre, Pedro, golpes le disteis muchos, que ese desgraciado se llevó todas las hostias que se merece su hermano. Recuerda que Quico intentó asesinar a Quintela, y se libró de la muerte por los pelos. Le tiene tantas ganas a los Sabaté que con ese desgraciado se cebó.

—Sí, el pobre no era gran cosa. Tenía veintipocos, no sé, veintiuno o veintidós, y era un cagao. No parecía un Sabaté. Nos decía que no había hecho nada. ¡Coño! ¿Nada? ¡Pero si era un Sabaté, coño, aunque fuera un cagao! El desgraciado lo cantó todo antes de pegarle, ¿te imaginas?, del miedo que tenía... Pero eso no le libró de tres magníficos días en los sótanos, a nuestro cuidado...

—Anda que no disfrutaste, cabrón.

—Mucho. ¡Qué carajo, era un Sabaté! Y luego, ¿sabes qué me contaron?

—No, ¿qué?

—Antes de llevárselo para la saca, caminito del Campo de la Bota, el muy imbécil, en la cárcel pidió un plato de arroz con leche. Dijo que era el plato que le hacía su madre. ¡Un puto plato de arroz con leche! Joder con el revolucionario. Yo pensaba que estos comían piedras. Y luego ni te cuento la madre, cuando le entregaron el cadáver, ¡qué lloros! Gritaba: «¡Manolet! ¡Mi Manolet!», como una posesa. Tuvieron que amenazarla con detenerla si no se calmaba. Un cuadro.

—No sé yo si Quico será tan blando... Me parece que a ese tendremos que cargárnoslo nada más verlo.

—Sí, seguramente no tendré el placer. Al diablo no se le puede dar tiempo...