Capítulo 1

 

 

 

 

—¿Ustedes han visto las imágenes de una ballena, hermoso animal, varada y muerta en la playa? Boca arriba, monstruosa por el tamaño, pero que impacta porque tiene la dignidad de un gigante. Es curioso, nos sentimos un poco culpables, como si hubiéramos contribuido a matarla por la historia del cambio climático, el planeta hecho trizas y todo lo demás. Aparece como de la nada y la gente se entera enseguida y va a contemplarla, le hacen fotos, se preguntan cómo ha llegado al lugar y por qué.

»Bueno, pues esa es exactamente la impresión que me dio cuando entré en su habitación del hotel. Estaba completamente vestida, no vayan a pensar, con su collarón de grandes perlas en el cuello, que no se lo quitaba ni para dormir. Los ojos abiertos mirando al techo. ¡Dios!, sé que no debía haberla tocado para nada, pero lo primero que hice fue cerrárselos. No lo podía soportar. Aquellos ojazos suyos, que igual se reían que se convertían en los de una fiera a punto de atacar. Y de la boca saliéndole aquella espuma rara..., esa boca que daba una orden y te entraban ganas de cuadrarte como un militar. Todos le tenían miedo, yo también, ¿para qué negarlo?, era una fuerza de la naturaleza y eso está muy bien, pero ya sabemos que un ciclón se te lleva por delante sin preguntar. Aún no puedo creérmelo, disculpen.

Al testigo le flaqueó un poco la voz. Se apretó los párpados por debajo de las gafas, que al elevarse le enmarcaron la frente dándole el aspecto de un insecto.

—Tranquilícese, por favor.

—Estoy un poco alterado.

—No es para menos. Mejor lo dejamos, ya tendrá tiempo de testificar con calma. Señor Badía, estamos ante un tema muy delicado. Usted ha sido jefe de prensa de la señora Castellá durante los últimos seis años que estuvo en activo.

—Sí. Poco antes yo había dimitido por ella, en cuanto vi que el partido la dejaba tirada como una colilla. No pertenezco al partido y además soy una persona leal.

—Está bien, está bien, de acuerdo. Pero ahora no me interrumpa, por favor. Lo que voy a decirle es muy importante. ¿Ha hablado con alguien de todo esto?

—Con nadie en absoluto. Avisé al director del hotel y él les llamó a ustedes.

—¿En algún momento entró el director del hotel en la habitación de la señora Castellá?

—No. Cuando le dije cómo la había encontrado se puso muy nervioso, cogió el teléfono para avisarles a ustedes y no quiso ver nada.

—Muy bien, muy bien, perfecto. ¿Por qué tenía usted la llave de la habitación de la señora Castellá?

—Vine a acompañarla desde Valencia para que no estuviera sola frente a su declaración ante el Supremo. Cuando trabajábamos juntos yo siempre me quedaba otra tarjeta de su puerta por si..., por si no oía el despertador.

—¿Solía pasarle eso?

Cabeceó con incomodidad, visiblemente remiso a responder.

—Bueno..., en ocasiones..., si se había celebrado alguna cena la noche anterior..., ella podía sentirse un poco mal.

—Se pasaba con el alcohol. ¿Es eso lo que quiere decir?

Asintió dolorosamente. El comisario continuó:

—No es necesario que le diga, señor Badía, que todo esto no es confidencial. Sí, ha oído bien, no es confidencial sino absolutamente secreto, una especie de secreto de Estado. No sabemos qué saldrá de todo este terrible asunto, pero, dada la personalidad pública y política de la finada, el secreto es básico, crucial hasta que no se aclaren las cosas. Me ha entendido, ¿verdad?

Badía asintió repetidamente con la cabeza. Estaba confuso, estaba asustado, pero entendía a la perfección lo que acababa de escuchar, aun cuando ni siquiera sabía con quién hablaba. Su interlocutor acabó de inquietarlo cuando añadió a sus palabras anteriores:

—No comente con nadie este tema. Con nadie, y aquí incluyo a su familia o personas allegadas. Si cometiera alguna indiscreción, podría caer sobre usted todo el peso de la ley. Espero que no le haya quedado ninguna duda.

—No, ninguna duda. ¿Puedo saber con quién estoy hablando, señor?

—Juan Quesada Montilla, director de la Policía Nacional. En días sucesivos le informaré de lo que debe hacer.

 

 

Juan Quesada Montilla no era un hombre que se amilanara con facilidad. No se llega a un cargo como el suyo sin un carácter fuerte, resolutivo, audaz. Sin embargo, soltó para sus adentros casi todos los denuestos que conocía. Luego, empezó con silenciosas imprecaciones divinas: «¡Dios eterno, me queda un año hasta la jubilación!, ¡Virgen santa!, ¿por qué ha tenido que tocarme a mí?». Aun desgranando aquellas letanías mentales, que solo buscaban una cierta relajación momentánea, fue capaz de ponerse a pensar muy en serio antes de que empezaran a lloverle las piedras. Se entrevistó con quien debía, hizo todo lo que era necesario hacer, dio todas las órdenes que se requerían, repitió unas cien veces la palabra «urgente» y, cuando todo estuvo en marcha, desconectó su teléfono móvil y se fue al parque del Retiro para pasear. Había comprobado en su larga carrera que era maravilloso ausentarse en los momentos de máxima tensión. Aplicar aquella estrategia le había funcionado siempre. Uno enciende la maquinaria, seguro de encontrar preparado lo que necesita, y se esfuma en el aire durante un tiempo prudencial. El evitar reacciones viscerales, broncas improductivas y preguntas imposibles de responder resultaba básico para su competencia profesional.

Como el mediodía era claro y de temperatura agradable, en el parque había niños jugando, jóvenes parejas que paseaban, ancianos sentados plácidamente al sol. Todas aquellas personas a las que veía dependían en cierto modo de él, o al menos eso le gustaba creer. La seguridad de la gente, su bienestar, su paz, todo eso le había sido encomendado. Siempre fue un policía vocacional. A lo largo de los años sus ascensos sucesivos lo convencieron de haberlo hecho razonablemente bien. Era cierto que, a medida que se iba incrementando su responsabilidad en los diferentes puestos, llegó a la conclusión de que para velar por el bienestar general no siempre se podía transitar por el camino de la ortodoxia. No, obviamente había que saltarse pasos de cebra, acelerar en trechos de velocidad limitada, adelantar en cambio de rasante y dejarse desabrochado el cinturón. Pero nunca antes se había encontrado en una situación como la que ahora se le presentaba. ¿Qué infracción debería cometer para salir airosamente de este trance? Los símiles que le venían a la cabeza incrementaban su inquietud: sentarse al volante con los ojos cerrados, o sin tener el carnet de conducir, o incluso atropellar a un peatón. ¡Basta!, se dijo. Estaba allí para relajarse, así que desvió la mirada desde las personas hasta los pájaros que oía trinar entre las ramas. Mucho mejor. Se sentó en un banco y, al cabo de un rato, se durmió.

Al despertar tenía frío. Miró el reloj. Demasiado pronto. Salió del parque, buscó un restaurante cercano y se fue a almorzar. Escogió una mesa desde la que no se avistara la televisión. Estaban dando las noticias, había que prevenir cualquier foco de tensión. Tras una lenta comida, postre, café y una copita de ron, volvió a consultar la hora. Ahora sí. Encendió el teléfono móvil y sonrió. Por lo menos lo de encontrarse con una llamada perdida que se repetía hasta la saciedad ya no lo cogía desprevenido.

 

 

El ministro del Interior saltó literalmente de su asiento al verlo. Él sabía que su papel era dejarlo hablar y eso fue lo que hizo.

—¡Por todos los demonios del infierno, Quesada! Me habían dicho que era cierto, pero no llegué a creérmelo. Ahora veo que es verdad. Está la situación al rojo vivo, saltan chispas por todos lados, nos caen rayos y truenos, ¿y qué haces tú? Desaparecer como si se te hubiera tragado la tierra. ¿Quién te crees que eres, el mago Merlín, el Espíritu Santo? ¿Me equivoqué dándote el cargo que ocupas? ¿Dónde coño te has metido? Tenemos delante un marrón que no se lo salta un gitano; más que eso, estamos con el agua, por no decir la mierda, hasta el cuello, y al señorito le da por ausentarse del mundo terrenal. ¿Sabes cuántas veces te he llamado personalmente?

Juan Quesada escuchó sin cambiar de expresión. Le dolía la cabeza de tanto oír lugares comunes en el discurso de su jefe. Realmente hablaba como un patán. Bajó la voz cuanto pudo para preguntar:

—¿Puedo sentarme, ministro?

—¡Adelante, siéntate, túmbate si quieres! ¿Has estado haciendo footing para mantenerte en forma? ¿Te has dado un chapuzón en la piscina?

—No. He estado haciendo muchas cosas y traigo resultados.

—¿Cosas tan secretas que no podías informar ni a tu jefe?

—Todo en esta historia tiene que ser secreto, ministro.

—Bueno, ahí te doy la razón. Desembucha de una vez.

—Tengo los primeros resultados de la autopsia que ordené hacer con urgencia, a unas horas donde casi no hay personal trabajando en el Anatómico Forense.

—¿Y...? —se anticipó el ministro con angustia.

—Malas noticias. Vita Castellá fue envenenada con cianuro.

—¡Hostia puta! ¿Y cómo pasó?

—Se lo metieron en el café que había pedido sobre la una de la madrugada al servicio de habitaciones.

—¡Joder!, entonces en la cocina del hotel sabrán algo.

—No saben nada. Eso también lo he arreglado durante mi... desaparición. La camarera que le llevó el café recibió una llamada telefónica cuando estaba en el pasillo y dejó la bandeja frente a la puerta de la víctima para ir al almacén que tienen en la planta. Se olvidó por completo de lo que estaba haciendo y, pasada media hora, fue a recoger el servicio. El café se había enfriado y fue a cambiarlo por otro en condiciones, pero no le dio tiempo, la víctima debió de oírla trajinar, abrió la puerta en ese momento y le dijo que le diera el café tal y como estaba.

—O sea que cualquiera pudo disolverle el veneno en la taza durante la media hora que estuvo allí.

—Exactamente.

—Pero la camarera sabe que...

—La camarera no sabe nada porque nada le comenté. Los restos del café obran en mi poder y, por supuesto, nadie está informado más que tú.

—Muy bien, cojonudo, pero tenemos al juez.

—El juez que levantó el cadáver es de tu cuerda, ministro. Se avendrá a muchas cosas menos a una: tiene que haber una investigación.

—¡Coño, pues...!

—También he pensado en eso, ministro; pero para dar más pasos necesitaba tu autorización.

—¿Qué pasos son esos que debo autorizar?

—Hay que enfriar el tema de cara al exterior, eso está claro. Hay que dilatarlo en el tiempo y alejarlo de Madrid. Es necesario pedirle al juez que intente derivar el sumario a Valencia, lugar donde vivía la víctima y donde pueden hallarse de facto el mayor número de pruebas incriminatorias. Lo del juez lo dejo en tus manos. Ni sabemos quién ha sido ni nos interesa saberlo. Fue un infarto y en paz.

El ministro se quedó callado. Su gesto se contrajo y llegó a ser una mueca dolorosa cuando dijo:

—Quesada, no la llames «la víctima», por tus muertos. No lo puedo soportar —hizo una pausa—. Y ahora sigue hablando, te escucho.

—Habrá secreto del sumario o, mejor dicho, el propio sumario será un secreto. Pero el juez insiste en la investigación. Lógico por otra parte, es lo mínimo que puede hacer para guardarse las espaldas. Ni que decir tiene que la investigación de la policía valenciana debe ser absolutamente secreta también. Y me aseguraré de que no lleguen a ninguna conclusión.

—¿Y eso cómo se come? Nuestras investigaciones siempre tienen más agujeros que un queso gruyer. Habrá filtraciones.

—Pedro Marzal López es el jefe superior de la Comunidad Valenciana. Hombre de mi absoluta y total confianza. Un auténtico trueno, el tipo más capaz que hoy engrosa nuestras filas. Si me das tu autorización, tomaré un AVE inmediatamente e iré a hablar con él en persona. Algo se le ocurrirá.

—Haz lo que tengas que hacer.

El ministro había empezado a masajearse la cara con ambas manos. Se las llevó luego a las sienes. Apretó.

—¡Dios mío, Quesada, no sé cómo vamos a salir de esta! Si trasciende a los medios de comunicación que Castellá ha sido asesinada, estamos jodidos, el partido entero caerá. No te digo nada de mí mismo, ni de ti.

—No tiene por qué trascender. Le diremos a la prensa que Vita Castellá ha muerto de un infarto. No es ninguna mentira, en realidad, su pobre corazón falló. Ya estaba mal últimamente. No pudo soportar la presión de ser juzgada al día siguiente. Es natural en una mujer tan emblemática, con tanto carácter y que tuvo tanto poder. Punto final.

—¡Dios santo, Quesada, ojalá no te equivoques! Esto puede convertirse en el juicio final. Márchate a Valencia en cuanto puedas. Del asunto del juez me encargo yo.

—No te quedes preocupado, ministro. Todo saldrá bien. Solo podría explotar la bomba si no hubiera una investigación, y una teórica investigación habrá. Una investigación sin presión de la prensa ni de la política. ¿Es posible algo más justo y más legal?

—¡Hombre, dicho así...!

—Hay algo que me veo obligado a preguntarte, ministro. Es mi deber. Además, necesito conocer el terreno que piso.

—Adelante, déjate de prolegómenos y mandangas.

—¿Tú sabes algo de este caso que yo no pueda saber?

El ministro lo miró a los ojos fijamente. Su boca estaba abierta por el asombro.

—No, Quesada, no. Yo no soy un asesino ni un cómplice. Te doy mi palabra de honor. No tengo ni la más mínima idea de quién ha podido matarla.

Salió del despacho con paso firme. Aquel juego resultaba peligroso para todos, pero nunca se había considerado un hombre timorato y no era momento de acobardarse. La condición básica de cualquier buen policía consistía en estar seguro de sí mismo. En el instante en que uno duda o teme, se acabó. Ni dudar ni temer. Eso no le impedía percatarse de que la situación se presentaba peliaguda. Daba igual, la fórmula que le había propuesto al ministro no iba a fallarle: alejar, delegar, enfriar.

Llamó a su esposa por teléfono para decirle que no llegaría a tiempo para cenar porque se disponía a iniciar un pequeño viaje de ida y vuelta. Su esposa, su querida esposa, lo comprendió y disculpó enseguida. Toda una vida junto a él la había predispuesto a comprender y disculpar sin hacer preguntas o exigir explicaciones. Sin embargo, no era la experiencia lo que más contaba. Ella se había mostrado así desde el principio de su relación. Era, al menos para él, la mujer ideal. Se dio cuenta al poco de conocerla y ya no la dejó escapar. Curiosamente, la máxima del buen policía era también aplicable al buen matrimonio: ni dudar, ni temer. Acto seguido, pidió a su secretaria que gestionara los billetes de AVE y suspiró profundamente. Esperaba con toda el alma que lo que parecía un principio fuera en realidad un final.

 

 

Pedro Marzal López era habitualmente calificado por sus compañeros como un auténtico fenómeno. Sin duda lo era, porque con cuarenta y siete años había llegado a ocupar el puesto de jefe superior de la Policía en una zona tan importante como la Comunitat Valenciana. Al principio de su ascensión no tuvo más remedio que ir aceptando destinos lejanos a su lugar de nacimiento, pero desde hacía un par de años había conseguido dos de sus mayores aspiraciones: ser jefe superior y, por fin, poder trabajar en su reino. Nunca se había acostumbrado al frío de Castilla, ni a las brumas gallegas, donde también estuvo destinado. El calorcillo levantino, el aire del Mediterráneo y el modo abierto de vivir que caracterizaba a su tierra le habían devuelto la alegría. Aun así, jamás se había quejado oficialmente de nada. Era consciente de que uno de sus principales cometidos consistía en no crearles problemas a sus superiores e incluso solucionarles los que pudieran tener. Como a medida que iba subiendo en el escalafón cada vez había menos superiores por encima de él, su trabajo se desarrollaba dentro de una más que envidiable placidez. Le gustaba comer, charlar, beber cerveza, disfrutar de la vida, bromear, todas ellas actividades que componen el retrato tópico del valenciano tradicional.

El jefe Quesada lo conocía muy bien. Se habían encontrado muchas veces en el ejercicio profesional y apreciaba su talante expansivo, su simpatía y su modo desprejuiciado de abordar las investigaciones. Sabía a la perfección que Marzal, aun sin ser un veterano, estaba al tanto de todos los estamentos policiales y judiciales, de todas las triquiñuelas, sabía cómo abrir todas las puertas traseras y todos los vericuetos a los que estas conducían. Aunque lo más llamativo en él era su imaginación: rápido, decidido y a veces arriesgado hasta la irresponsabilidad, Quesada lo había visto resolver situaciones difíciles utilizando resortes impensados y fuera de lo común, y justo eso es lo que le hacía confiar en él y por lo que Quesada había ideado todo aquel complejo artificio. Estaba convencido de que el sumario sería trasferido. Sabía que llevar la investigación a su origen geográfico era indispensable, porque la alejaba de Madrid pero, además, la providencia había querido que hubiera alguien como Marzal con quien contar.

La recepción que le hizo Marzal a Quesada nada tuvo que ver con la del ministro. Abrió los brazos de par en par en cuanto vio a su jefe máximo y exclamó:

—¡Paso al emperador!

Quesada, morigerado y prudente, temía un poco las efusiones del valenciano, si bien las consideraba inherentes a su modo de ser y las esquivaba como podía, incluso intentando ponerse a su mismo nivel.

—¡Pedro, sigues estando como una jodida cabra! ¿Cómo te encuentras?

—¡Como una mata de claveles!, ¿tú qué crees? Solo me fastidia que vengas a unas horas en las que no toca una paella, ni un allipebre, ni nada de nada. ¡Las cinco de la tarde! ¿Pero qué quieres, que te invite a tomar el té?

—No quiero tomar nada, Pedro.

—Voy a pedir dos whiskitos, que mi secretaria ya sabe de qué pie cojeo. Espero que no se sienta demasiado impresionada porque estés tú presente.

Mientras ordenaba la bebida por su telefonillo, Quesada dio gracias a Dios. Se tragaría el whisky, no quería afrentar tanta hospitalidad, pero una paella o una anguila picante le hubieran dado dos patadas a su estómago sensible, que su esposa solía cuidar con absoluta dedicación.

Entró la secretaria, saludó con respeto y cierta prevención antes de dejar sobre la mesa la botella y dos vasos cargados de hielo. Luego volvió a salir sin hacer ningún ruido. Marzal escanció, canturreó y propuso un brindis alzando la mano:

—¡Por nosotros y por el imperio de la ley!

Después del primer trago paladeó, como si aquel placer fuera el último que le concediera la vida, y miró a su jefe sin dejar de sonreír. Quesada pensó que no podía perder ni un minuto. Empezó a hablar.

—Te noto de ánimo festivo, Pedro, pero por desgracia no puedo compartirlo. Ya has visto la que nos ha caído encima con lo de Vita. El ministro está de los nervios.

—Pobre Vita, no se merecía semejante final, aunque su tiempo ya había pasado, por supuesto, y era como una especie de bomba ambulante que campaba por ahí. El juicio que le esperaba no se celebrará, pero asesinarla... ¿Tú crees que se la han cargado los del propio partido para que se estuviera calladita?

Quesada dio un respingo y el whisky que tenía en la boca casi salió despedido.

—Por Dios, Pedro. ¡¿Cómo se te ocurre pensar una cosa así?!

—Bueno, jefe, tú y yo somos policías, no políticos.

—Más a mi favor. Nada está probado y va a iniciarse una investigación. Además, ciertas cosas uno puede pensarlas, el pensamiento es libre, pero en ningún caso decirlas en voz alta. Y, de todas esas cosas, la que tratamos es la más silenciosa. ¿Me comprendes?

—A la perfección. No hay problema, jefe, no te me alteres, que lo tengo ya todo solucionado. En cuanto esté listo el tema del juez, me pongo en acción.

Quesada sintió como si una brisa de aire fresco le diera en la cara, pero acto seguido un pinchazo de inquietud le atravesó las meninges. Cuidado con Marzal, a veces se creía tan sobrado de recursos que podía equivocarse de pe a pa. Le pegó un buen sorbo a su whisky, que, súbitamente, había empezado a apetecerle de verdad.

—Te escucho, Pedro.

Marzal se sintió investido del protagonismo que sin duda creía merecer. Para que no existiera duda de que había cambiado su registro bromista, se puso serio como un monaguillo frente al altar.

—Juan, cuando me diste por teléfono todos los datos, fuiste muy claro sobre las tres cosas básicas a las que hay que atender: alejar el caso de Madrid, lo cual ya está en camino. Enfriarlo y dilatarlo en el tiempo hasta que llegue a esfumarse de la opinión pública. Siempre y en todo caso, teniendo abierta una investigación aparente. ¿Voy bien?

—Como una seda. Yo solo añadiría que esa investigación debe ser sumamente secreta.

—Lo sé. ¿Qué puedo hacer yo para que todas esas condiciones se cumplan? Cabe la posibilidad de poner al mando a agentes de la cuerda ideológica del partido, que los hay, y contarles la verdad. Pero eso entraña muchos riesgos: la gente siempre habla demasiado, alguien puede arrepentirse de colaborar en el momento más inoportuno, no se sabe a cuántos tíos hacerles el encargo. ¿Estás de acuerdo conmigo?

—Por completo.

—Descartada esa opción no quedan muchas, pero para eso están las ideas originales. Lo que he pensado hacer es poner al mando de la investigación a un novato, digamos dos, para que no parezca sospechoso. Un par de tíos recién salidos de la academia que no tengan ni puta idea de lo que están haciendo, que piensen de buena fe que su trabajo es básico para esclarecer quién asesinó a Vita Castellá, cosa que por supuesto no deseamos que suceda. Un comisario, el único que se entera del asunto y por lo tanto fácilmente controlable, les encarga el caso y, dadas las circunstancias especialísimas de este, les dice que, como se vayan de la lengua lo más mínimo, se puede declarar la tercera guerra mundial. Los tíos se sienten más importantes que 007 con licencia para matar. ¿Me vas siguiendo?

—Con bastante inquietud. Ya se me ocurren muchos inconvenientes. El primero: ¿y si se ponen a investigar muy en serio y llegan a alguna conclusión inconveniente?

—Son dos novatos, te recuerdo. No tienen contactos en el interior del cuerpo policial, no pueden comunicarse abiertamente con sus compañeros por el secreto impuesto y cualquier información que necesiten vendrá filtrada por el propio comisario. En una palabra, se les ponen todos los palos en las ruedas que podamos imaginar. Y adelante con los faroles, que investiguen lo que puedan o lo que sepan. De cara al interior se inventa cualquier cosa: el caso que llevan es la muerte de un mendigo, de un torero, lo que quieras... De cara a la opinión pública, tal investigación no existe. Para eso tenemos la versión del infarto. Puede pasar un año, pueden pasar dos, te apuesto el cargo y doscientas paellas a que todo quedará tal cual, en agua de borrajas.

Quesada había empezado a notar que las manos le sudaban, algo insólito en él.

—¡Joder, Pedro!, ¿y si se van de la lengua? Hasta los novatos tienen amigos, esposas, y dada la importancia del caso comentarán cosas, especularán, se querrán dar pisto para demostrar que son los mejores, ¡qué sé yo! Te estás olvidando del factor humano.

—Para nada. El factor humano estaría muy controlado en estos tíos.

—¡Cojonudo!, ¿y cómo encontrar a semejantes joyas?

Marzal se sirvió otro dedito de whisky, hizo ademán de hacer lo mismo en el vaso de su jefe pero este negó con la cabeza. Bebió despaciosamente. Habló cargando de misterio sus palabras:

—¿Y si te dijera que los he encontrado ya? Con una salvedad: no son dos tíos sino dos tías.

Quesada le alargó su vaso ya vacío, había cambiado de opinión sobre otro whisky. Marzal continuó, punteando esta vez su discurso con pausas animadas:

—Dos hermanas, Berta y Marta Miralles. De treinta y dos y treinta años. Recién licenciadas como inspectoras en la academia, con buenas notas. El mismo núcleo familiar. Viven juntas y están solteras. Aún no tienen destino. Si me das el OK, las reclamará el comisario Pepe Solsona, que es mi hombre de confianza, de la comisaría de Russafa. ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo?

—Destrozado. Hacen falta muchos huevos para ir cargando mentira sobre mentira.

—¿Y a la familia de Castellá le habéis dicho la verdad sobre su muerte?

Quesada resopló, miró al techo, se pasó las manos por la cara con la misma desesperación que había visto anteriormente en el ministro.

—No —musitó—. Solo está al tanto un cuñado, que es del partido y ha asumido la responsabilidad de cargar con la mentira. Al resto de la familia la superioridad les ha dado la versión oficial del infarto.

—¡Pues para eso sí que hacen falta huevos, y de dos yemas, además!

—Supongo que llevas razón —dijo desmayadamente Quesada.

—Si lo que he pensado no te gusta, jefe..., lo voy a sentir, porque te aseguro que mi caletre no da para más.

—Si lo que has pensado sale mal, Pedro, que Dios nos ampare.

—Bueno, mejor la Virgen de los Desamparados, que para eso está.

 

 

Quesada regresó a la capital. Pocos días después, el juez de instrucción de Madrid se inhibió de conocer el caso por falta de competencia territorial. Dictó resolución y acordó remitir las actuaciones al Juzgado Decano competente. Este, a su vez, hizo un turno de reparto en Valencia que recayó en el juez Adolfo García Barbillo. Como la casualidad siempre actúa en beneficio de quien la manipula, el tal juez era ideológicamente muy afín al partido, estaba a punto de jubilarse y su discreción se basaba en la poquísima gente que se avenía a charlar con él. Tenía un carácter infernal.