Capítulo 2

 

 

 

 

Se habían sentado en la terraza de un bar en la plaza de la Reina. Llegaron hasta allí caminando desde la comisaría de Russafa. La una junto a la otra, despacio, hicieron el trayecto sin intercambiar ni una sola palabra. Se encontraban conmocionadas. El encargo que acababan de recibir, el primero que debían desempeñar en su nuevo puesto de inspectoras, las había dejado en un estado de confusión del que no les resultaba fácil salir. Pidieron dos cervezas y, aún sin hablar, empezaron a beber, a observar a los numerosos turistas que se movían por el lugar. La luz solar era tan potente que Berta, la mayor de las hermanas Miralles, buscó sus gafas de sol en el bolso con ademanes de urgencia. Se las puso.

—A partir de ahora siempre tendremos que ir así —dijo Marta.

Berta la miró sin comprender. Marta aclaró:

—Con gafas de sol, para que nadie nos reconozca. Como todo va a ser tan secreto...

No hubo respuesta, así que la benjamina continuó:

—De verdad te digo que todo esto me recuerda a una película de espías. ¿No estás emocionada?

Berta le pegó un largo trago a su cerveza y por fin dejó oír su voz, que sonó malhumorada y grave.

—No estoy emocionada en absoluto. Te recuerdo que en ese tipo de películas lo primero que le dicen al protagonista es que, si el enemigo lo descubre en acto de servicio, allá se las apañe él solito, porque nadie va a salir en su defensa.

Marta cogió un cacahuete de un platito que les había servido el camarero. Lo masticó como si hiciera falta una gran concentración para ello. Su hermana siguió hablando:

—¿Tú tienes idea de toda la mierda que hay acumulada en la Generalitat, en la alcaldía, en la Diputación, en todos lados? ¡Corrupción a paladas! Todo el mundo lo sabe pero nadie lo dice. Ahora se cargan a Castellá y ni siquiera se hace público, pero, eso sí, se abre una investigación secreta y nos la encargan a nosotras dos.

—¿Y qué tiene eso de malo? ¡Somos inspectoras!

—¡Pero no tenemos ni puta idea, Marta! ¡Acabamos de licenciarnos!

—¡Hemos sacado muy buenas notas! Además, necesitan a alguien que no esté metido en la corrupción y, para eso, ¿qué mejor que dos personas que no hayan estado nunca involucradas en nada, que ni siquiera estén maleadas por esa manera de hacer las cosas?

—Cabe esa posibilidad, no te lo niego, pero ¿para qué tanto secreto?

—Por la misma razón. Nadie tiene que sospechar y nosotras no levantamos sospechas.

—Todo eso suponiendo que de verdad haya interés oficial en saber quién mató a Vita Castellá.

Bebieron ambas en un gesto coordinado. Marta preguntó con aire compungido:

—¿Tienes miedo?

—Miedo, no. Pero habrá que mantener los ojos bien abiertos.

—Berta, todavía estamos a tiempo de renunciar. Le decimos al comisario que no nos sentimos preparadas para esa investigación y ¡a otra cosa!

—¿Y empezar así nuestra carrera profesional? ¡Ni hablar!

—¿Entonces qué hacemos?

—¡Pues investigar, tía, investigar! ¿No es eso lo que nos mandan los superiores? Cumplir órdenes es lo más importante que nos han enseñado en la academia, y eso es justo lo que vamos a hacer: descubrir quién y por qué asesinó a la presidenta. ¿Tienes miedo tú?

—¿Yo, miedo yo? ¡Debes de estar alucinando! ¿Quién se subía a los columpios y les arreaba con tanta fuerza que casi se daba la vuelta? ¿Quién se embalaba en la bicicleta? ¿Quién soltaba a los perros que veíamos atados cuando paseábamos por el campo?

—Tú, querida Marta, tú. Solo espero que este perro no sea tan fiero que no podamos ni siquiera acercarnos.

En comisaría les habían habilitado un pequeño despacho donde apenas cabían dos mesas. Al principio, los compañeros las miraron con curiosidad, pero advertidos por el comisario de que nadie debía hacerles preguntas porque estaban en «prácticas secretas», algo que no sabían en qué podía consistir, pronto dejaron de interesarse por su presencia.

Ellas no reclamaron más material extra que una pizarra de las que funcionan con rotulador. Pensaban que era un sistema más eficaz que el ordenador para aclarar ideas y dibujar esquemas. También pidieron que todo el dosier de las primeras investigaciones realizadas en Madrid les fuera entregado por partida doble, ya que no estaban autorizadas a fotocopiarlo o enviarlo por correo electrónico. Así podrían estudiarlo a la vez y ganar tiempo. Ganar tiempo en el esclarecimiento de un asesinato estaba considerado en sus estudios como una baza importantísima para llegar a una solución. Sin embargo, cuando habló con ellas el comisario, no recalcó la urgencia en ningún momento. Por el contrario, sus palabras fueron: «Dada la importancia del asunto, procuren no equivocarse, no dar pasos en falso. Tienen todo el tiempo del mundo. Mejor andar seguros». Todo el tiempo del mundo es mucho tiempo, pensaron. Sin embargo, eran conscientes de que una investigación secreta que implicaba a las altas esferas no admitía errores que pudieran levantar la liebre sin poder cazarla. Tiro disparado, presa abatida, esa era la única alternativa a la que debían aspirar.

Una vez en el minúsculo despacho, Berta se dedicó a poner en marcha su ordenador, dotándolo de una clave privada que solo podía conocer el comisario. Marta había traído varios objetos que personalizaran su rincón: una foto de Adam Driver, un perrito de papel maché que puso sobre la mesa y la reproducción de una naranja de metal que le había regalado su padre. Los padres de ambas vivían en Càlig, un pueblecito pequeño de la provincia de Castellón, y siempre se habían dedicado al cultivo del campo. Solo su hermano mayor, Sebastiá, había continuado con la ocupación familiar. Las dos chicas, por designios quizá del más allá, pues su bisabuelo había sido guardia municipal, se inclinaron desde muy jovencitas por el oficio. Querían ser policías de carrera, policías de verdad. Semejante decisión había causado no pocos disgustos entre los suyos. La vida de un policía no es cómoda, no es fácil, se tiene una perspectiva del mundo desde lo más bajo de la sociedad, desde el delito, desde la maldad. Nada más ajeno a la vida rural, que, si bien comporta muchas dificultades y durezas, viene siempre acompañada de una cierta paz, del contacto con la naturaleza, de la compañía de personas de bien.

Berta fue la primera en dar la voz de alarma sobre su vocación. Siempre tuvo un carácter disciplinado, un gran aprecio por la justicia, una considerable capacidad de adaptación y, sobre todo, detestaba profundamente el campo. Formar parte de la Policía Nacional la liberaba de acabar trabajando en un pueblo pequeño. Pero, incluso estando segura desde siempre de lo que quería hacer, perdió dos años en el camino. Cuando apenas había acabado el bachillerato, se enamoró locamente de un tipo mayor que ella y acabaron conviviendo en la capital. Dos años después, se produjo una traumática ruptura de la que Berta nunca quería hablar, y empezó sus estudios de policía. Justo esos dos años propiciaron que coincidiera en la academia con su hermana menor.

Marta era otro cantar. Alegre, inconsciente, apasionada, lista como una ardilla, no cargaba como su hermana con el fardo de la decepción amorosa. Le gustaba bailar, le gustaban los hombres, la vida, la diversión, y cada vez que podía volvía a su pueblo, donde pasear entre naranjos y comer los arroces de su madre eran sus más apreciadas actividades. Cuando hubo acabado de fijar la foto del actor en la pared, se volvió hacia su hermana.

—¿Y tú no piensas poner nada en tu escritorio? ¡Eres de una sosería! Por lo menos una maceta con un cactus pequeño, dicen que absorbe las radiaciones del ordenador.

—Eso es una gilipollez. No quiero que me tomen por tonta.

—Teóricamente en este despacho no puede entrar ni dios. ¡Anda, no seas boba y dale un toque personal a tu mesa!

—Ya me traeré unas bragas de casa.

—¡Eres una burra de cuatro patas!

—¿Por qué no empiezas a leer el expediente de Madrid y te dejas de colgar momios por todas partes?

—Porque sabes perfectamente que leo más rápido que tú.

—Perfecto. Pues ve anotando cosas que te llamen la atención o que creas que debamos hacer y dentro de mil horas lo contrastamos con lo mío. ¿De acuerdo?

Marta hizo el gesto de desestimar las provocaciones de su hermana, conocía demasiado bien la aridez de su carácter. «Ni caso», solía pensar.

Pasaron muchas horas absortas en la lectura de los dosieres. Contaban con los resultados de la autopsia, con la transcripción de los interrogatorios, con fotografías de la habitación de Castellá y de cómo su cuerpo fue hallado. Aparentemente toda la información obraba en su poder. Sin embargo, cuando hubieron acabado, ambas llegaron a la misma conclusión: se imponía un nuevo interrogatorio de la camarera que dejó frente a la puerta la bandeja con el café. Finalmente, era la última persona que había visto con vida a la víctima. Además, toda aquella historia de que alguien había echado el veneno en la taza justo en el tiempo que la chica se largó no dejaba de ser extraña, poco convincente. Pidieron audiencia con el comisario, que enseguida las recibió en su despacho.

—¡Vaya, las hermanas Sisters! ¿Siempre van de dos en dos?

Se quedaron en el quicio de la entrada, sin atreverse a dar un paso más. Berta pensó que el comisario Solsona llevaba razón. ¿Adónde iban juntitas y cogidas de la mano para hablar con él? Aunque nadie les había indicado cuál de las dos estaba al mando de la investigación.

—¿Podemos pasar?

—¡Adelante! No se queden ahí, hay corriente y estoy resfriado. ¿Qué puedo hacer por ustedes?

Tomó la palabra Berta:

—Verá, señor, el caso es que hemos estado poniéndonos al día con los informes y nos ha llamado la atención el interrogatorio de la camarera del hotel.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué?

—Porque es incompleto y no se ha repetido. Nos da la impresión de que esa persona debería haber sido sometida a un poco más de presión. Su testimonio presenta lagunas, y ella fue la última persona que vio con vida a la víctima.

—Comprendo, pero se da el caso de que esa chica lleva muchos años trabajando en el hotel y, habiendo investigado su entorno, no presenta ningún perfil que la haga sospechosa. Es una trabajadora normal, casada y con hijos. De hecho, continúa en su puesto, no ha pedido el traslado ni abandonado la empresa. De cualquier modo, si creen que debemos interrogarla de nuevo, pediré a Madrid que lo hagan y nos envíen con urgencia la transcripción de su testimonio.

—¿Y no cabría la posibilidad de trasladarnos nosotras a Madrid para interrogarla personalmente? —apuntó Marta en tono sumiso.

—¿Es que no confían en sus compañeros madrileños?

—¡Por supuesto que sí!

—Entonces no veo la razón por la que hayan de viajar. Somos una comisaría pobre, toda la policía, en realidad, estamos obligados a apretarnos el cinturón y evitar gastos innecesarios. Además, la cooperación entre colegas es la base de nuestra filosofía.

—Como todo ha de ser tan secreto, señor... —se descaró Marta levemente.

—Descuiden, ya me encargo yo. Tomo nota. En otro orden de cosas: ¿han ido ya a entrevistarse con el juez?

—Todavía no.

—Pues no sé a qué están esperando. Tienen que estar en contacto permanente con él, pasarle un informe diario, consultarle, pedirle permisos. El juez instructor es crucial en cualquier investigación. No necesito recordarles que estamos en un Estado de derecho.

Salieron a toda castaña, atropelladas, impelidas por una prisa que no se justificaba en realidad. Volvieron a su despacho, aunque lo que de verdad les apetecía era tomar aire fresco. Mientras tanto, el comisario se puso a pensar, incómodo: «¡Joder, la primera en la frente! ¡Quieren viajar a Madrid, sacar datos por ellas mismas! ¿No iba a ser todo tan simple y superficial? Dos novatas, sin ni puta idea de nada... Pedro lo ve todo muy sencillo, pero de momento soy yo el que se come el marrón».

 

 

No estaban seguras de si el juez García Barbillo estaba aquel día de mal humor, o estaba malhumorado porque le habían caído mal, o de si había sido así desde que su madre lo trajo al mundo, hacía mucho tiempo ya. Era viejo, malcarado, gruñón. Llevaba lamparones en la ropa, el pelo enmarañado y olía fuertemente a alcohol si cometías la temeridad de acercarte un poco a él. Las miró como si fueran dos moscas que le hubieran caído en el café, aunque, bien pensado, hubiera soportado mejor a dos moscas que a dos mujeres. «¡Peste de chicas! —exclamó para sí—, ¡están por todas partes, han invadido la profesión! Son abogadas, fiscales, juezas. Ahora también policías. No sé dónde vamos a ir a parar. Está bien que la mujer ocupe puestos de responsabilidad, pero ¿todos? Creo que las cosas deberían tener una lógica y un límite. Y ahora encima ¡estas dos!, que no sé qué coño tengo que hacer con ellas. ¡Menos mal que pronto me jubilo y estaré tranquilo en mi casa con mi gato Marcelino!».

—Muy bien, inspectoras, muy bien. Ya me pedirán las órdenes que puedan necesitar, y, si se ajustan a la ley, yo se las firmaré. Y no hace falta que me pasen un informe diario, con uno semanal bastará. ¿Hay algo más que añadir?

Salieron del juzgado bastante desanimadas. Hacía sol.

—¿Tenemos tiempo de dar una vueltecita? —preguntó Marta.

—Todo el tiempo del mundo —respondió Berta en un susurro.

—Pues vamos a entrar en Zara. Quiero ver si hay trapos nuevos.

—¿Vas a comprarte más ropa?

—Te recuerdo que este mes recibiremos nuestro primer sueldo. ¡Me hace tanta ilusión! Además, ahora somos inspectoras, y no podemos ir vestidas como unos adefesios.

—Total, para lo que vamos a lucirnos... encerradas en ese despachito delante del ordenador...

—Ya saldremos, la cosa no ha hecho más que empezar.

Caminaron en silencio disfrutando del aire fresco. Marta iba distraída, mirándolo todo al pasar. A Berta se la veía reconcentrada y seria. Llegaron a la tienda. La hermana pequeña empezó a moverse de un expositor a otro con gran agitación. Tomaba una percha en la mano, observaba la prenda que colgaba de ella y pasaba a la siguiente sin ningún comentario. Berta se limitaba a ir detrás. De vez en cuando Marta soltaba alguna frase apreciativa, hasta que por fin exclamó:

—¡Mira esta blusa!, ¿no es divina? Vamos a mirar si está en otro tono, el amarillo es muy traidor. Sí, allí la veo en azul. ¡Joder, es una monada, con tejanos me quedará genial y con falda ni te digo! Voy a probármela.

Berta la esperó mientras su hermana estaba en unos cubículos separados por cortinas, de los que entraban y salían chicas con ropa en la mano. Por fin la vio emerger con una sonrisa.

—Me sienta como un guante. Me la compro ahora mismo. ¿Tú no miras nada para ti? ¡Joder, Berta, eres de un aburrido! Voy a pagar.

—Pero hay cola.

—Una cola pequeña.

—Te espero fuera fumando un cigarrillo.

—Sí, eso, tú sigue fumando, que es algo muy sano —rezongó por lo bajo.

Desde que Berta había sufrido su decepción sentimental, se había aficionado al tabaco. Le había servido de agarradero en algunos momentos. Su carácter había cambiado, sus hábitos también. Más hosca, más desencantada, más amarga, nunca tenía deseos de mantener largas conversaciones o salir de juerga. Con solo treinta y dos años, parecía haber dejado atrás la juventud. Raramente contaba nada personal. Ni siquiera su hermana conocía los motivos por los que había roto con su novio, era algo que guardaba para sí, igual que guardaba muchos de sus pensamientos y opiniones. Los únicos proyectos que la emocionaban eran los profesionales. Había puesto mucha esperanza en su recién estrenado destino. Entrar en Homicidios significaba para ella hacer una inmersión total en lo que la ocupaba, en algo que requería de su mente y su cuerpo, de todas sus atenciones. Algo que la liberaba de pensar en las cosas que ahora juzgaba más frívolas y banales: vivir la vida alegremente, divertirse y, sobre todo, volver a enamorarse otra vez. Resolver un crimen, encontrar al culpable, era reintegrar el orden en la sociedad, y también implicaba la posibilidad de castigar a quien lo merecía. No siempre en la existencia de un ciudadano normal sucedía algo así.

Aquella noche le tocaba a Marta preparar la cena. Muy influenciada por las nuevas teorías sobre nutrición y vida saludable, los platos que cocinaba eran a veces motivo de discusión entre las dos hermanas. El turno que habían establecido para ocuparse de la cocina era siempre nocturno, a mediodía comían un menú en algún restaurante económico. Al principio pensaron en repartirse las semanas, pero incapaces de aguantar tanto tiempo la una los guisos de la otra acabaron en «un día tú y otro yo». Los contrastes estaban servidos, porque a Berta los consejos dietéticos le importaban bien poco. Solía recurrir a un simple plato de pasta, croquetas congeladas y algún que otro pollo al horno cuando las quejas de su hermana se hacían notar demasiado. En cualquier caso, Marta salía bastantes noches a cenar con sus amigos, o con algún ligue que se hubiera agenciado.

—Ensalada de quinoa y rollitos de primavera. Hoy es el día del «todo vegetal».

Se inquietó bastante al ver que Berta no estallaba en protestas. Era clásico un cierto pataleo la noche del «todo vegetal». Se sentaron a la mesa. Nadie hablaba. Marta miró a su hermana.

—¿Quieres que te lea la vida de los santos mientras cenamos?

La otra la miró sin comprender.

—Como esto parece el refectorio de un puto convento de cartujas... ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Estás preocupada por algo?

—No sé qué decirte, Marta. El comisario, el juez..., parece que nadie tenga mucho interés en vernos trabajar.

—Bueno, chica, debe de ser siempre así, ¿o te crees que andan detrás de los inspectores para reírles las gracias? ¿Qué ha hecho hoy nuestro inspectorcito, un interrogatorio? ¡Bien, muy bien!, ¡adelante, muchacho, que vas fenómeno!

—No seas simplona. Investigamos la muerte de un personaje de la máxima importancia.

—Pues será por el secretismo con el que pretenden llevar la historia, o porque quieren probarnos a ver cómo nos las apañamos. En cualquier caso, pensar en el curro cuando se come es fatal para la salud. Hay que concentrarse en los platos, disfrutarlos. De lo contrario, te limitas a tragar sin enterarte.

—Mira, pues tratándose de quinoa no está tan mal.

Marta se echó a reír.

—¡Menos mal, por lo menos alguna broma, alguna ironía de las tuyas! Si no te veo borde, me preocupo. Por cierto, ya que quieres hablar de trabajo. ¿Por dónde empezamos mañana?

—Hay que interrogar a los testigos. Empezaremos por Salvador Badía, el que fue jefe de prensa de Castellá.

—¿Y por qué justamente por él, hay alguna razón?

—Sí. Es el único testigo que tenemos en la lista. Estaba en Madrid el día del crimen. Él fue quien encontró el cuerpo de la víctima.

—Eso ya lo sabía. He leído el expediente igual que tú.

—Entonces ¿por qué preguntas?

—Para ver si, distraída, te acabas la quinoa de una puta vez.

Recogieron la mesa, limpiaron la cocina y se fueron cada una a su habitación. Marta se metía en la cama con un pequeño ordenador portátil donde solía ver alguna serie de ficción, algún programa de la tele. Si no, se ponía los cascos para oír música y hojeaba revistas de moda o actualidad. Berta leía siempre un libro. Su amor frustrado le dijo un día que era una inculta, que necesitaba leer mucho para tener criterio, y resultó que los libros le parecieron maravillosos, la mejor compañía, y esa opinión no cambió tras la ruptura. Leía con avidez, leía con placer. Por lo menos, algo había sacado en limpio de aquella relación.

Abrió el volumen, que ya llevaba por la mitad. Hilary Mantel. Aunque la historia era terrible: decapitaciones, traiciones, torturas, la Torre de Londres y su infame prisión, resultaba en el fondo consoladora. En el siglo XXI ya no existían semejantes horrores. Ya no reinaban cabrones como Enrique VIII y el poder no era tortuoso y corrupto. ¿O sí? Decidió dejar la novela y apagar la luz. Aquella noche no se sentía con ánimos para leer, o quizá mientras durara aquella investigación lo más prudente sería cambiar de título, buscar algo más ligero. ¿Narrativa de viajes? Era una posibilidad.