Capítulo 9

 

 

 

 

Para hacer saltar liebres hay que salir al campo y, a falta de perros rastreadores, patear fuerte el suelo. Eso fue lo que hicieron las hermanas Miralles de vuelta en la ciudad, patearon las inmediaciones del piso de Felipe Sans, de mal nombre el mariconet. Hablaron con el dueño del bar situado justo enfrente de su edificio. Al parecer, salía poco de casa en los últimos tiempos. Después de haber pasado por el primero de los juicios y en espera de los que aún le aguardaban, el acoso de la prensa había sido continuo al principio; más tarde, cesó.

—A mí me venía bien —dijo el propietario del bar—. En esa temporada vendí más cafés de los que se sirven en un año. ¡Hay que ver cómo le dan al café los periodistas! Claro, todo el día ahí parados en la calle, pues de vez en cuando cafelito que te crio.

—¿Y ahora el exalcalde no sale nunca?

—A pie, nunca, y eso que ya no lo espera nadie. Sale en coche desde el aparcamiento del edificio. Será que no quiere que lo vean ni los vecinos. Se comprende, habiendo sido quien era, el mismísimo alcalde, siempre colgado del cuello de la presidenta, y que te acusen de ladrón... no tiene que ser plato de gusto. ¿Y ahora por qué lo buscan ustedes?

—No lo buscamos por nada, es simple rutina. Detalles que quedaron pendientes.

Salieron a la calle. No tenían cita con Sans, ni una idea muy clara de lo que pensaban preguntarle, pero lo importante era seguir pateando. Aun así, se quedaron cortadas ante la puerta, mirándose la una a la otra.

—¿Vamos o qué? —preguntó Marta.

—Adelante.

Por fortuna no había portero ni se cruzaron con nadie en el ascensor. Llamaron al timbre y quien fuera que debiera abrirles tardó en comparecer. Finalmente, ¡oh, sorpresa!, Felipe Sans en persona las observó desde el quicio. Lo habían visto mil veces en fotografía, pero su aspecto actual las dejó sin palabras. Había adelgazado mucho y su rostro, siempre macilento, estaba más desvaído aún. Causaba la impresión de un caracol fuera de su concha.

—Somos de la policía —dijo Berta.

—¿Y qué quieren?

—Hablar con usted.

—Ya he hablado en muchas ocasiones con la policía. ¿Tienen orden de un juez?

Entonces Marta, con aquel tono autoritario que empleaba en los momentos culminantes y que dejaba boquiabierta a su hermana, le espetó:

—Estamos investigando la muerte de Vita Castellá. ¡Déjenos pasar!

Sans se hizo a un lado y ellas entraron en la casa. Las hizo pasar a un amplio salón.

—Tomen asiento —les dirigió Sans aquella fórmula desfasada—. ¿Por qué investigan la muerte de la señora Castellá?

—Aquí las preguntas las hacemos nosotras —siguió Marta en plan dominante.

—Pero Vita Castellá murió de un infarto.

—¿Dónde estaba usted el día de su muerte?

—Aquí, en mi casa, ¿dónde iba a estar? Pero no entiendo nada. ¿Por qué me hacen estas preguntas? Yo...

Berta lo miró con ojos gélidos.

—Señor Sans, tenemos serias sospechas de que Vita Castellá fue asesinada. ¿No lo sabía?

Sans se replegó visiblemente sobre sí mismo, como un gusano al que le hubieran aplicado una gota de ácido.

—Acabarán con todos nosotros —masculló.

—¿Quiénes, quiénes van a acabar con todos ustedes?

No respondió, estaba demudado, había fijado la mirada en el suelo, abismado en sí mismo. De repente dijo, como despertando de un mal sueño:

—Quiero hablar con mi abogado.

—Señor Sans, ¿sabe usted quién lo hizo? Hable, por favor, diga lo que sepa. Nosotras le protegeremos.

Una mueca parecida a una sonrisa irónica se le grabó en el rostro.

—Sí, ustedes me protegerán, pero no necesito protección. Yo no he hecho nada, no sé nada. Nadie me había dicho que habían asesinado a Vita. Éramos colegas, amigos, militábamos en el mismo partido, ¿en qué cabeza cabe que yo...?

Marta aprovechó lo que parecía un momento de debilidad.

—No pensamos que usted la matara, pero sabemos que tenía enemigos, gente capaz de acabar con ella antes de que pudiera hablar en el juicio. Si sabe algo, aunque no esté seguro de ello, por favor, ¡hable!

Saliendo por completo de aquella especie de ensoñación que lo había paralizado hacía unos instantes, Sans se puso de pie y empezó a pasarse las manos por la cara de modo compulsivo.

—¡Márchense, márchense de mi casa, fuera, fuera!

Les señalaba la puerta y daba grititos de rata histérica. Las inspectoras se movilizaron inmediatamente. Aquel tipo estaba fuera de sí, daba la impresión de que iba a darle un ataque cardiaco. Marta dejó caer una tarjeta con su teléfono sobre el aparador y se apresuraron a salir de la casa.

En la calle lucía el sol y ambas reaccionaron de la misma manera: se pararon y, acercándose a la pared, dejaron que los rayos les lamieran la cara.

—¡Qué estrés! —musitó Marta.

—Más estrés ha sido para él.

—Sí, joder, se ha puesto como una moto.

—No estaba actuando, nadie actúa así de bien. El tío no sabía nada del envenenamiento de su amada colega.

—Sí, pero ya ves de quién sospechó primero. «Acabarán con todos nosotros».

—¡El partido!

—¿Quién si no?

—Pero el partido, hermanita, es un ente abstracto sin capacidad para envenenar.

—Buscaron de sicaria a la camarera.

—Sigues utilizando el plural: ellos. El tema es ponerles nombre propio.

—Ahora seguro que el mariconet va a chivarse a nuestro comisario.

Berta miró a su hermana. No, Sans no sabía cuál era su comisaría ni de dónde habían salido ellas. El terror que sintió ante la noticia del asesinato le impidió preguntar, pensar, reaccionar adecuadamente. Tampoco iría a pedir ayuda a sus antiguos conmilitones. El partido actual había relegado a cualquier excompañero imputado a un ostracismo total. Habían dejado de existir; probablemente pasaron una orden interna para que nadie ayudara a un imputado.

—¿Y ahora? —inquirió Marta.

—Ahora a esperar por si hace algún movimiento.

—Habrá que seguirlo.

—Bastará con pincharle el teléfono.

—Nos hará falta la orden del juez, y ese sí puede llamar al comisario.

—Le mentiremos. Diremos que el teléfono que nos interesa es el de la prima de Manuela Pérez Valdecillas.

La expresión de Marta fue lo suficientemente significativa como para que su hermana la interpretara sin palabras.

—Sí, ya sé que da mucho corte mentirle a un juez, pero aquí todo el mundo miente. Por lo menos nosotras lo hacemos por una buena razón.

—Vale, pero al juzgado vas tú sola. Estoy hasta las narices de que ese vejestorio nos mire como a dos moscas cojoneras a las que le gustaría pegarles una rociada de espray.

Caminaron por las calles de fachadas color pastel. Palmeras, aire tibio..., llegaron a su barrio. Se imponía una cerveza que les hiciera relajarse, pero evitaron la plaza de la catedral en aquella ocasión. Los turistas que visitaban la ciudad eran cada vez más numerosos y eso, que hasta aquel momento les había parecido hasta agradable, empezaba a antojárseles espantoso ahora que sus nervios estaban más a flor de piel. Se decidieron por una de las terrazas que ofrecían los bares de la plaza del Miracle del Mocadoret. Era un lugar recoleto que a muchos aún les faltaba por descubrir. No tenía nada de especial, pero bebía de esa especie de paz bañada en luz que tiñe las pequeñas plazas del barrio antiguo. Nada que ver con el esplendor un tanto «gigantista» de los nuevos museos, la Ciudad de las Artes y las Ciencias, el cauce rehabilitado del río Turia. Berta se había preguntado muchas veces que autoanálisis hacían las ciudades: Barcelona se consideraba a sí misma un sitio moderno, Madrid un centro universal, ¿y Valencia? Valencia pugnaba por no perder su aureola agrícola, la llamada popular de sus ancestros. Se enorgullecía de su origen rural, de sus modismos lingüísticos, de las costumbres que se resistían a desaparecer. Era una extraña ciudad, donde modernización y corrupción habían ido de la mano en el pasado reciente. Quizá no se trataba de ninguna contradicción, quizá otras muchas urbes en el mundo habían procedido de igual manera, pero la corrupción valenciana había contado con episodios especiales. No era usual sino incluso paródico que se aprovechara la organización de una multitudinaria visita del papa para desviar millones hacia bolsillos non sanctos. Todos, absolutamente todos los eventos públicos de masas estaban cortados por el mismo patrón corrupto. El caso que las dos inspectoras estaban investigando de manera tan singular no era sino una consecuencia de todo aquello.

Una vez que Berta hubo comprobado que su hermana llevaba razón: el juez García Barbillo la había mirado como a una mosca y había estado tentado de rociarla con insecticida, se metió la orden fraudulenta en el bolsillo y habló con sus compañeros para que pincharan el teléfono de Sans. Ahora solo cabía esperar, si esperar hubiera sido una opción. No lo era, debían seguir insistiendo en un movimiento febril, levantar más liebres, tener los fusiles listos para disparar, abrir más frentes, no sentarse buscando descanso, caminar aun sin estar seguras de hacia qué destino señalaba la flecha. Un auténtico follón.

Marta insistió en que aquella tarde, después de salir de comisaría, se citaran con Badía. Si estaban planteándose una gran batida, solo él podía ampliar el campo. El bueno de Boro accedió a que se encontraran en un discreto bar alejado de su casa. Parecía menos aterrorizado que al inicio de la investigación, pero aun así lanzaba miradas imprevistas hacia todos lados como suelen hacer los gatos. Dio unos sorbitos a su cerveza y exclamó ante su primera pregunta:

—¿Enemigos en su vida privada? Lo dudo, Vita tenía serios enemigos políticos, eso ya os lo conté, pero en su vida personal... Ya os dije que era reservada y familiar. En su ámbito íntimo no entraba casi nadie. Podría decirse que solo yo estaba al tanto de muchas cosas. Había depositado mucha confianza en mí.

—¿Y su vida amorosa? —se le ocurrió a Marta de nuevo esa opción.

—También de eso hemos hablado; pero, si vais por ese otro lado, os lo diré con claridad: no creo que nadie la haya asesinado por amor.

—Eso es algo que debemos determinar nosotras —afirmó Berta.

Boro se echó a reír tontamente, se masajeó los ojos.

—Perdonad, pero la idea de un crimen pasional me parece de lo más absurda tratándose de ella. Era muy apasionada en su trabajo, pero la cosa quedaba ahí. Vita disfrutaba de una partidita de cartas con sus hermanas, una paellita aquí y allá, pero su vida amorosa tiraba a pobretona. Sabéis que estuvo liada muchos años con Mari Cruz Sanchís, lo sabía todo el mundo, aunque lo llevaban con discreción. Ni siquiera vivían juntas, pero su relación era vox populi, porque tampoco la ocultó. Vita podía ser lesbiana, pero no os la imaginéis saliendo del armario ni haciendo ningún tipo de reivindicación de su condición sexual. Y en cuanto a una amante despechada, alguien tan apasionada como para cargársela... ¡Por favor!, las coordenadas de su vida no pasaban por ahí. Mari Cruz murió de cáncer hace más de dos años. Es la única vez que he visto a Vita llorar. Tampoco es que montara una escandalera, unas cuantas lágrimas que enseguida contuvo, y eso estando los dos solos; si hubiera sido en presencia de alguien más, tampoco se lo habría permitido. Era así.

—¿Después no hubo más relaciones?

—No lo creo.

En cuanto hubo pronunciado esa frase volvió atrás.

—Ya le dije a Marta que había una chica que la visitaba, una chica bastante joven. Hablo del último año, no más. Alguna vez la vi entrar cuando yo salía, y Vita me habló de ella y me hizo llamarla en un par de ocasiones. Un día me pidió que le buscara información sobre el cuadro de dirección de la Universidad Laboral de Cheste. Esta chica trabajaba allí como psicóloga.

—¿Te lo pedía siendo un tema privado?

Soltó una carcajada.

—¡Yo hacía muchas cosas para ella, públicas y privadas! ¡Cuántas veces le había reservado restaurantes para toda la familia y sacado entradas para sus sobrinos cuando había espectáculos de Navidad! Su secretaria era buena, pero ella en quien confiaba era en mí.

—¿Y la prensa la llevabas tú solo?

—¡También la llevaba yo, naturalmente! Ya sé que estoy gordito y que puedo parecer medio gilipollas, pero en realidad soy un crack, aunque a Berta le caiga fatal —soltó, echándose a reír.

Por alusiones Berta respondió.

—A mí no tienes que caerme ni bien ni mal. Eres un testigo y yo una policía; de modo que te agradezco la colaboración y ya está.

—Usted perdone —dijo Badía irónicamente.

—Perdonado está usted —contraatacó la inspectora.

Marta se apresuró a despejar el nubarrón.

—¿No habría algún periodista que se la tuviera jurada?

—Muchos, pero como para matarla no.

—¿Y cómo se llamaba esa joven de Cheste?

—¡Pero si ya te lo dije! Brenda, se llamaba Brenda. Brenda Mascaró.

—¿Y tú crees que entre ellas podía haber algo sentimental?

— ¡Me obligáis a repetir siempre lo mismo! Acabaré por pensar que soy un sospechoso. Pero da igual, no me parece que entre ellas hubiera algo sentimental, a la edad de mi exjefa... Para mí que era una chica que conoció y a la que le dio por proteger, ella era proclive a esas cosas. Claro que tratándose de Vita Castellá, ¡vete tú a saber! Era tan imprevisible, tan libre, tan amante de llevar la contraria...

—¿Podrías pasarnos más datos sobre ella?

—No demasiados. Nunca tuve su dirección. A no ser que la llame y quedemos con ella... El número de teléfono todavía lo guardo.

—Si nos das ese número lo haremos nosotras, no te preocupes.

—Usted perdone.

Berta se tensó.

—¿Puedes dejar de decir esa frase tan boba?

—Procuraré ser más inteligente la próxima vez.

—Te costará.

La pequeña de las Miralles no sabía cómo cortar la dinámica de antipatía que se había creado entre aquellos dos. Como era poco partidaria de las sofisticaciones, explotó:

—¡Dejad de lanzaros puyas, joder, que parecéis un par de subnormales!

Sin embargo, la discusión continuó después de que Badía se hubiera marchado. Fue Berta quien mantuvo la llama de la controversia inflamada.

—¡Nunca vuelvas a insultarme delante de ese tarado!, ¿me oyes?, ¡nunca más!

—¡No le llames tarado, la tarada eres tú! ¡Es el único testigo que tenemos, el único que puede ayudarnos, entérate de una vez! Y, si continúas sin fiarte, tendrás que apechugar, no nos queda otra.

De pequeñas discutían en algunas ocasiones, es lo normal. Su padre recurría al sistema ancestral del Tribunal de les Aigües para acabar con la pendencia. «Calle vosté i parle vosté». A la segunda repetición de la fórmula se cansaban de enumerar los argumentos a su favor o se daban cuenta de que era absurdo seguir con el rifirrafe. Nunca los enfrentamientos habían tenido la más mínima seriedad. Luego, a lo largo del tiempo, se habían enzarzado a veces en alguna pelea verbal. Sin embargo, desde que Berta había sufrido su desengaño sentimental, su carácter cambió y, cuando surgían disensiones, raramente contestaba a los improperios de su hermana. Prefería sumirse en un mutismo resentido y desaparecer. Esta vez fue Marta quien decidió marcharse. Antes de hacerlo, echó su parrafada final.

—Me largo. No me busques, voy a quedar con algún amigo. Desde que nos encargaron el caso no he parado de trabajar. ¡Estoy harta! Si la vida de un policía nacional es así, me cambio a la Policía Local. ¡Estás obsesionada, no piensas en nada más que en el maldito asesinato y la madre que lo parió! Creí que siendo inspectora cambiarías, pero no. Eres una amargada, Berta, y si sigues así, vas a serlo toda la vida.

Berta no respondió. Pagó las cervezas y salió sola del bar, anticipándose a su hermana.