Capítulo 10

 

 

 

 

Según el criterio de Berta, que Marta enseguida aceptó, a Ricardo Arnau no había que acosarlo con visitas ni preguntas. El «gran enemigo» de Vita, en opinión de Badía, requería un tratamiento especial. Lo primero que hicieron las inspectoras fue acudir a los servicios de hemeroteca. Pasaron toda una mañana en su despacho consultando las noticias, y pudieron comprobar que la información de su testigo particular era exacta y veraz. Allí estaba Arnau en los tiempos gloriosos en los que la protección de Vita lo había hecho todopoderoso; y allí estaban su decadencia, su imputación, el suicidio de su segunda esposa, su comparecencia frente a la justicia, su entrada en la cárcel, los delitos aún pendientes de juicio. Ascenso y caída de un corrupto, podía titularse el resumen de la cuestión. Encontraron fotografías de Ricardo Arnau tanto en la época de subida a los cielos como en la de bajada al infierno. La diferencia de su aspecto llamó la atención de ambas policías. Cuando tenía poder se le veía como el típico lechuguino de derechas: cabello engominado con ondas pronunciadas, traje gris y corbata color pastel. Sonreía en todo momento, con un rictus de suficiencia y felicidad. Entrando en el juzgado, en cambio, parecía otro hombre. Aunque ataviado exactamente igual, su rostro acusaba el impacto de la humillación. Serio, malhumorado, ni siquiera se molestaba en disimular. En una instantánea que lo mostraba en el entierro de su mujer, era un tipo devastado. Estaba más delgado, con la cara arrugada, los ojos hundidos y el pelo revuelto.

—¡Qué fuerte!, ¿no? Por muy corrupto que fuera, hasta da pena —comentó Marta.

—Sí.

—Es comprensible que, si le echaba la culpa de sus desgracias a Vita, se convirtiera en su enemigo mortal.

—Sí.

—¿Cuánto tiempo piensas pasarte sin dirigirme la palabra?

—Te he dicho que sí.

—¡Ya está bien, Berta, eso son monosílabos!

—Soy una amargada, y los amargados nos comunicamos así.

—Ya te pedí disculpas ayer.

—No hay que pedir disculpas por lo que uno piensa de verdad.

—Yo no pienso que seas una amargada, pero es cierto que no hay razón para que solo te dediques a trabajar. No sales con nadie, no te diviertes, todo te parece negativo, siempre pones cara de tragedia... Vale, estabas enamorada y te salió mal, pero esas cosas le suceden a todo el mundo. ¿Qué harías si te hubiera pasado como a este tío, que se le suicida la mujer?

—Matar a Vita Castellá.

Marta se quedó sin palabras, incapaz de saber si su hermana hablaba en broma o en serio.

—¿Crees que ha sido él?

—Tiene motivos. Y, además..., una cosa... ¿Dónde nos había dicho Badía que estaba la mansión que se hizo construir Arnau para él y su mujer?

Marta buscó entre sus notas y, cuando encontró el dato, miró a su hermana con los ojos agrandados.

—Altea.

—¡Bingo! Justo donde Manuela vivió y trabajó varios años. Pudo reclutarla en algún momento y contratarla como sicaria.

—No sé, tía, no sé qué pensar. Una chica de pueblo que se convierte en una asesina de altos vuelos. Me cuesta creerlo.

—Porque hemos visto demasiadas películas. En el cine los sicarios son bestias despiadadas que hacen de la maldad su oficio. Pero un sicario no deja de ser alguien que cobra dinero por matar, a lo mejor una sola vez. No tiene por qué tratarse de un monstruo sediento de sangre.

—¿Y para qué quería dinero Manuela?

—No lo sé. Estaría hasta las narices de ser camarera de hotel, o después de aguantar toda la vida a su madre querría darse buena vida. Conoció a Arnau en Altea por alguna razón que no puedo imaginar y decidió aceptar su oferta de cargarse a la presidenta.

—¡Pero ella estaba trabajando en el hotel de Madrid!

—Arnau lo sabría y por eso contactaría con ella.

—¿Daba la casualidad de que Manuela trabajaba en el mismo hotel donde Vita solía alojarse? ¡No me cuadra, no me cuadra! No es lo lógico, no es lo normal.

—Ricardo Arnau tiene un móvil para quitar de en medio a Vita. Aparte de la venganza, quizá se dispusiera a dar datos sobre él en su declaración frente al Supremo. Y su vínculo común con Manuela es la ciudad de Altea. Se enteraría de que la chica trabajaba en el hotel donde los del partido solían quedarse cuando iban a Madrid, y la llamó para hacerle una oferta.

—¡Ay, Berta, no está claro!

—Ya lo sé, pero hay que seguir a Arnau, volver a Altea, indagar... Llama a tu amigo Boro, queda con él. Necesitamos que nos dé más datos sobre la mansión de Arnau. Y también necesitamos saber cuándo se reservó la habitación del hotel donde se cargaron a Castellá. Eso lo sabrá seguro.

Se citaron con él y Boro lo sabía, había escogido y reservado él mismo el hotel Victoria un mes antes de la fecha en que Vita debía ocupar la habitación. En un mes daba tiempo a contratar a una sicaria accidental como Manuela, pero ¿cómo podía Arnau haberse enterado con toda seguridad de los datos de la reserva?, ¿una indiscreción por parte de Badía?

—No, yo no lo comenté con nadie, pero es más fácil que todo eso. Ya os dije que el Victoria es el hotel que le gustaba a Vita cuando paraba en Madrid, y eso cualquiera podía saberlo en el partido.

—¿Se arriesgó entonces a que hubiera cambiado de alojamiento, a que no hubiera plaza para esa fecha y hubieras reservado en otro hotel?

—Hombre, de tanto como eso no estoy seguro. ¿Podéis decirme por qué me preguntáis otra vez sobre el hotel?

—Pensamos que alguien contrató a la camarera de planta como asesina —respondió Marta, al tiempo que su hermana le tocaba el brazo para impedir su parlamento. Badía fingió no ver el gesto.

—¿Quién?

Ambas inspectoras guardaron silencio. Badía hizo un gesto desesperado.

—¿Otra vez estamos en las mismas? Vosotras me habéis llamado para que os ayude, pero para ayudar necesito saber qué os lleváis entre manos. ¿Hasta cuándo voy a esperar para que confiéis en mí? Si no confiáis en mí, me voy a mi casa y en paz. No tengo nada que ganar ni que perder en este asunto.

—Sospechamos de Ricardo Arnau —dijo Marta con tono decidido—. Es quien tenía más motivos para cargársela.

—¡¡Bien, os lo dije!! Ese hombre es capaz de cualquier cosa, es un trepa, un tipo sin escrúpulos. Y el partido seguro que lo instigó, que lo animó. ¡Son todos una panda de cabrones!

—No te embales —repuso Berta—. Se trata de una hipótesis. Tenemos que investigar. Sin pruebas no hay acusación.

—Os ayudaré.

—¿No tenías mucho miedo de que te vieran con nosotras? Hoy estamos en un bar de tu barrio.

—El miedo se me ha pasado. No se puede quedar uno debajo de la tierra como un gusano. Además, conmigo no se atreverán, estoy demasiado significado.

—¿Tienes alguna idea de lo que ha estado haciendo Arnau desde su salida de la cárcel?

—No, pero sabemos dónde vive, ¿no? Todo consiste en plantarse allí. Así husmeamos a ver si sale algo.

—¿También sabes dónde está su casa en Altea?

—Pues claro. Estuve allí en más de una fiesta con Vita.

—Está bien, pero voy a decirte una cosa, Salvador. No hables con nadie de esto, ¿me oyes? ¡Con nadie! Si me enterara de...

—Guárdate la amenaza de guripa, Berta, no hace falta y me puede ofender. No voy a hablar con nadie. ¡Ah!, y puedes llamarme Boro, así me llama la gente que me quiere bien.[1]

En efecto, Boro había perdido el miedo. Salieron juntos del bar y caminaron por el barrio de Russafa: bloques de pisos de escasa altura y una cierta antigüedad, bares viejos sin ningún glamur, todo ello junto al florecimiento de un barrio alternativo con galerías de arte, pequeños teatros, locales de diseño..., una mezcla original. Al pasar frente a un edificio esquinero, Badía señaló el ático como su domicilio y se despidió no sin antes fijar una cita. A casa de Arnau solo podía acompañarlas la primera vez. Ellas apenas hubieran podido reconocerlo por las fotos que habían visto en la prensa, así que Boro se lo señalaría. Pero Arnau conocía a Boro, de modo que no podían correr el riesgo de que el sospechoso llegara a verlo en más ocasiones. Para más adelante también programaron una visita a la casa de Altea. Bien, todo parecía bastante organizado, aunque, como siempre, a las inspectoras se les planteaba la cara B del asunto. Debían buscar una excusa para ausentarse de comisaría. La excusa que encontraron fue tan peregrina como peregrina fue la respuesta del comisario: «¿Investigarán a los criados y allegados de la víctima? Me parece muy bien si es en eso en lo que están. No se pueden dejar cabos sueltos en ninguna investigación. Incluyan las tiendas que frecuentaba, nunca se sabe dónde se puede hallar oro aunque escarbes en el carbón, pero ya saben, no vayan diciendo que la señora Castellá fue asesinada, en ese aspecto mareen la perdiz, no es difícil». Eso significaba que no consideraba peligrosos los movimientos de las Miralles. Vía libre para la acción.

Arnau vivía en la calle Jacinto Benavente, en una de las zonas más exclusivas de la ciudad. Era evidente que, aun caído en desgracia, su patrimonio no había sufrido grandes quebrantos. Su casa tenía portero, pero era pronto para abordarlo. Decidieron apostarse en el coche los tres y esperar. Solo al cabo de dos horas empezaron a darse cuenta de que aquella estrategia comportaba perder mucho tiempo, demasiado quizá. Berta bajó del coche solo diciendo: «Esperadme». Sus dos sorprendidos compañeros la vieron entrar en el edificio. Salió cinco minutos después, llegó hasta el coche.

—El portero vive al final de la avenida del Cid. Tengo su dirección. Su horario aquí es hasta las cinco, luego vuelve a su casa.

—¿Y eso qué significa?

—Lo abordaremos en su vivienda, eso lo acojonará. Ganaremos tiempo. Él nos contará las entradas y salidas del sujeto. Esperando aquí nos haremos viejos.

—¿Has entrado ahí dentro y el portero te ha dado su dirección y su horario por las buenas? —se admiró Marta.

—Le he enseñado la placa. Le he dicho que investigo el robo de un coche. No ha hecho falta nada más.

—¡Joder, nunca hubiera pensado que una placa fuera tan poderosa!

—A mí lo que me ha gustado es eso de «el sujeto», queda muy profesional —intervino Badía. Berta se volvió bruscamente hacia él.

—Cachondeos ni uno, ¿comprendes? No estamos aquí para jugar.

El interpelado puso cara de enfado, pero se encogió de hombros y calló. Berta siguió hablando en tono firme:

—Esta tarde a las seis nos plantamos en casa del portero. Subirás tú sola, Marta, no quiero que sospeche al verme. De todas maneras, a ti se te dan mejor que a mí los interrogatorios. La idea es acojonarlo a tope para que, después de hablar contigo, ni se le ocurra contárselo a nadie.

—Déjamelo a mí. En cuanto abra la puerta le pego dos hostias para ir empezando.

Badía se echó a reír, pero temeroso de la reacción de Berta enseguida atajó su hilaridad.

Dejaron a Badía cerca de su casa y al cabo de un rato enfilaron la amplia y larga avenida del Cid, donde los edificios de viviendas habían crecido hasta una altura considerable. Hacia el final, casi en los confines de la ciudad, estaba la dirección que el portero les había dado. Aparcaron y Berta se quedó en el interior del coche. Consensuaron lo que Marta debía hacer: preguntar cuál era el modo de vida de Arnau, adónde solía ir y quién lo visitaba con asiduidad. Luego, resultaba absolutamente necesario meterle el miedo en el cuerpo al pobre hombre para que se mantuviera callado sobre aquella irrupción policial. Berta, que no acababa de fiarse de los métodos recién adquiridos de su hermana, le recalcó: «Pero sin ningún tipo de agresión». Marta sonrió, segura de que empezaba a labrarse una reputación de mujer dura que no la incomodaba en absoluto. Partió con andares firmes de zancada larga. Berta la observó desde el coche. Su hermana estaba convirtiéndose en una policía de verdad, quizá, se dijo, más auténtica que ella misma, aunque teóricamente su vocación fuera menor. ¿Estaba ella ejerciendo su profesión del modo adecuado? Demasiadas dudas, reconoció, las líneas de la investigación se atropellaban en su cabeza y nunca sabía a ciencia cierta a cuál debía dar prioridad. Y, sin embargo, tenía el pálpito de que estaban haciéndolo bien. Se encontraban en un desierto en el que nada ocurría y donde quizá estuvieran sufriendo ocultaciones concretas por parte de sus superiores. Ante semejante desolación de pruebas que pudieran ayudarlas, solo cabía moverse continuamente, agitar las aguas del pantano, no parar. El sonido de recepción de un mensaje en su móvil la sobresaltó. Lo había mandado su compañero Juan, y decía: «Te he dejado la cinta del teléfono interceptado encima de la mesa de tu despacho. Cuarenta y ocho horas de grabación. Mañana me dices si quieres continuar. Me voy a casa».

Volvió a sobresaltarse cuando Marta abrió la puerta del coche y se dejó caer en el asiento delantero.

—¿Qué tal?

—Aparte del gustazo de enseñar la placa y que funcione como un «ábrete, Sésamo», nada de nada, tía.

—¿Por qué?

—Estamos siguiendo la pista de un monje trapense. Arnau sale poquísimo de casa, como su colega Sans. Solo va al gimnasio un par de horas tres veces por semana. Los miércoles, que es el día del espectador, va al cine en la sesión de tarde. No recibe visitas, ni femeninas ni de otro tipo. Bastantes fines de semana se larga a su casa de Altea. Según la versión del portero, le afectó mucho su estancia en la cárcel y la muerte de su esposa acabó de rematarlo. Ya no es el que fue.

—No me creo nada. Seguro que en la cárcel de Picassent contactó con algún hijoputa que luego le hizo de introductor de Manuela como sicaria, por eso ahora está tan tranquilo y tan en paz. Iremos a meter las narices a la cárcel. ¿Te has asegurado de que el portero se mantenga calladito?

—Le he dicho que, si abre la boca y estropea una investigación que llevamos entre manos, le mandaré a uno de la secreta para que lo raje y me traiga sus tripas de recuerdo.

—¡Joder, qué desagradable!

—¡Pues ha funcionado, al tío hasta le temblaba el mentón!

—Espero que así sea, como le dé por ponerte una denuncia, igual pringas por brutalidad policial.

—Confía en mí. ¿Nos vamos para casa?

—Ni hablar. Rumbo a comisaría. Hay que recoger la grabación del pinchazo telefónico, no quiero que esté encima de mi mesa, donde alguien la pueda pillar. Te recuerdo que la autorización del juez era para pinchar el teléfono de la prima de Manuela.

—Ya no debe de quedar nadie en los despachos.

—¿Vas a protestar por seguir trabajando un ratito más? Es por no hacerte ni caso.

—No eres mi jefa.

—Pero soy la voz de tu conciencia.

Berta no quiso comprobar con qué cara recibía su hermana semejante declaración. Puso la marcha atrás y salieron de aquel barrio donde ya no tenían nada que hacer.