Capítulo 25

 

 

 

 

Berta creyó haber sufrido algún síncope durante la noche. Se despertó y dio un salto para sentarse en la cama. Miró a su alrededor. No reconocía su habitación ni estaba muy segura de su propia identidad. Se restregó la cara con furia. Una oleada de angustia la inundó. De pronto, ya sabía quién era, dónde estaba y qué perspectiva vital la aguardaba: muerte y asesinatos, poco más. Como estímulo para levantarse los había conocido mejores. Con un esfuerzo, lo consiguió. Con otro un poco más complejo, entró en la cocina para preparar el café matinal. Sin saber por qué motivo, recordó las enseñanzas psicológicas de la academia: no dejarse avasallar por las dificultades de una investigación, no permitir que se produzcan alteraciones en tu personalidad, dejar la mente en punto muerto, practicar la respiración diafragmática en momentos de estrés. «De acuerdo», pensó, haría todo eso al mismo tiempo aunque le saliera horrible el café.

Entró Marta, duchada y olorosa como una pimpante flor. ¿Cómo demonio se las arreglaba para que los problemas del trabajo no la afectaran en profundidad? ¡Eran hermanas, diantre!, habían recibido la misma educación en la familia, asistido a idénticas escuelas, y comido parejos arroces al forn. ¿Por qué ella era capaz de enfrentarse a los acontecimientos sin desmayo, de encarar el nuevo día como si no hubiera pasado nada excepcional? Quizá se encontraban envueltas en una de esas ironías del destino que la vida suele crear como por diversión. ¿Tenía Berta auténtica vocación de policía, pero no el carácter necesario? ¿Le sucedía a su hermana al revés?

—¿Pero qué coño haces, Berta? Has encendido la máquina de café pero no has puesto la cápsula.

—Es verdad. He amanecido como medio atontada.

—Un día más —rio la pequeña—. Ve a ducharte, yo acabo de hacer el desayuno. Así cuando llegue Boro ya estarás visible.

—¿Boro, a santo de qué?

—Acaba de llamar. Añora los cafés de buena mañana con nosotras. Viene para aquí.

—¡Pero tenemos que trabajar!

—Sales tardará en llamarnos un buen rato, ya nos avisó.

—No sé si es una buena ocasión.

—¡Joder, tía, solo será un momento! Mandarlo a casa de Arnau y que se pase cada día sus horitas vigilando te parece bien, pero luego te pones en plan borde por invitarlo a un simple café.

—Está bien, no empecemos el día con broncas. Me voy al cuarto de baño.

Marta cortó pan suficiente para los tres y preparó las tostadas canturreando una canción de moda. Si su hermana seguía tan alterada, habría que hacer algo, quizá mandarla unos días a Càlig para que descansara. Evidentemente aguantaba mal la presión. Sacó de la nevera varias mermeladas y un bol de mantequilla. Se llenó aparte una taza de leche con muesli. Bien estaba que su orden diario se hubiera ido al cuerno durante la investigación, pero, por poco que fuera, debía comer algo al día que estuviera de acuerdo con sus ideas alimentarias.

Cuando casi había terminado, sonó el interfono. Abrió y esperó en la puerta a que Boro la cruzara con su pinta juncal. Bajito, regordete, no demasiado agraciado, pero con la afabilidad pintada en el rostro. Se besaron en ambas mejillas y entraron en la cocina.

—Venga, ayúdame. Yo llevo la bandeja y tú mi tazón y los cubiertos.

Sobre la mesa del comedor se acumulaba todavía el desordenado contenido del bolso que Berta había esparcido el día anterior. Marta protestó.

—¡Joder, mira cómo está esto!

—No lo tenéis muy pulido —respondió el periodista riendo.

—Son prontos que le dan a mi hermana. Yo no tengo nada que ver.

La aludida irrumpió en el salón con el pelo húmedo aún.

—¿Ya me estáis criticando de buena mañana? —soltó con una carcajada.

Boro, que llevaba ambas manos ocupadas al igual que Marta, barrió delicadamente con el antebrazo los objetos de la mesa hacia un lado.

—Con perdón —exclamó bromeando.

Sin embargo, interrumpió cualquier movimiento más y se quedó mirando el batiburrillo que había desplazado.

—¿Y esto? —preguntó.

Había hecho pinza con dos dedos y sostenía el llavero de publicidad.

—¿Lo cogisteis de mi casa?

Las Miralles se miraron sin comprender. Berta dijo cautelosamente:

—En realidad, no sabíamos muy bien de dónde había salido. Debí cogerlo sin darme cuenta.

—Puedes quedártelo, tengo un saquito lleno.

—¿Ah, sí, por qué?

—Mi ex los iba repartiendo por todos lados. Los hizo fabricar su jefe como publicidad. Había un mogollón y luego no sabían qué hacer con ellos.

—¿Publicidad de qué?

—¡De qué va a ser, del gimnasio donde trabaja!: G. P., gimnasio Paterna. Su jefe es de allí.

Se hizo el silencio más absoluto. Berta esbozó una imperceptible seña con los ojos a su hermana para que se mantuviera callada. Extrañado por aquella reacción de las chicas, Boro exclamó:

—Oye, que no me importa en absoluto, ¿eh? A ver si no se va a poder mencionar a mi exnovio como si fuera a caernos una maldición.

—No has vuelto a verlo, ¿verdad?

—¡Para nada! Ni verlo, ni llamarlo, ni aparecer por su trabajo. Lo que se acaba se acaba y en paz. No le deseo que sea muy feliz, porque me importa un pito. Si es feliz o desgraciado, allá él.

—Eso es verdad —dijo Berta—. De hecho, ni siquiera nos has dicho nunca cómo se llama.

—Será por lo original que resulta su nombre. Se llama Paco.

—¿Paco a secas? A lo mejor el apellido es más glamuroso.

—De eso nada. Bartolí. Paco Bartolí. No es para tirar cohetes, ¿verdad?

—Bueno, he oído cosas peores —objetó Berta, y añadió—: De todas maneras, no te pases al extremo contrario pensando que todo lo que le concierne estaba mal. El punto equilibrado con los examores es la indiferencia, fría y total.

Badía tomó un sorbo de café y asintió distraídamente.

—Estoy en ello, no vayas a creer.

Tanto a la mayor como a la menor de las Miralles aquel desayuno había empezado a parecerles eterno. ¿Es que no pensaba marcharse nunca su amigo? Pero ambas eran conscientes de que no resultaba juicioso mostrar impaciencia. Sonrieron, comieron, bebieron y diseminaron comentarios banales en todas direcciones. Finalmente, el periodista dio por terminada su visita.

—Queridas inspectoras, me largo a trabajar. Tengo bastantes encargos que atender. Cuando acabe la vigilancia de esta noche, os llamaré para daros el parte.

En una reacción un tanto infantil, no hablaron entre ellas hasta estar bien seguras de que Boro no volvería para buscar un objeto olvidado, terminar un comentario iniciado, cualquier acción que le llevara a irrumpir de nuevo en su casa. Quizá solo era la estupefacción lo que les impedía alzar la voz. Berta se sentó pesadamente en el sofá, se llevó las manos a las sienes en un gesto muy suyo.

—¡Ostras, Marta! ¿Puedes explicarme de qué va todo esto?

Marta se encontraba absorta consultando su móvil. La única respuesta que dio a su hermana fue una dirección.

—Calle dels Tomasos, 12. Vámonos.

Estaban tan nerviosas que cualquier pequeña decisión les parecía problemática.

—¿A pie o en coche?

—El coche habrá que dejarlo en un aparcamiento. A pie tardamos demasiado y, además, hablaremos. No quiero hablar hasta que no sepamos algo más.

—En taxi —resolvió Marta.

Llegaron hasta la parada de la plaza de la catedral y tomaron un taxi. Durante el trayecto ninguna de las dos pronunció palabra. El conductor las dejó en la puerta del gimnasio Paterna. No parecía muy grande, pero era nuevo y tenía buen aspecto. Enseñaron sus placas a una joven recepcionista que abandonó la sonrisa con que las había recibido y se fue como llevada por el diablo cuando le anunciaron que querían ver al dueño.

Un hombre en sus cincuenta años, vestido con un discreto chándal negro, compareció al instante. Aplicó la fórmula tradicional.

—¿En qué puedo ayudarlas?

Se presentaron con su nombre y su cargo, volvieron a mostrar las placas de identificación. Los ojos del dueño iban de la una a la otra de modo expectante.

—Queremos saber si Paco Bartolí trabaja en su gimnasio.

El hombre se llevó una mano al pecho como si le faltara el aliento. Dijo en voz baja:

—¡Dios mío, lo sabía, lo sabía! Pasen a mi despacho, por favor.

En la puerta había una chapita dorada: «DIRECCIÓN». Acercó dos sillas a su escritorio y en tono grave, casi dramático, preguntó:

—¿Qué le ha pasado a Paco?

—¿Trabaja para usted?

—Hace muchos días que falta.

—¿Puede contarnos eso con más concreción?

Casi temblando, buscó una gruesa agenda de papel, la hojeó. Puso una página frente a las inspectoras.

—Pronto hará veinte días.

—¿Se despidió, lo despidió usted?

—¡No! Me llamó diciendo que había sufrido un rasguño en una pierna. Nada muy importante, pero que tendría que quedarse dos o tres días en casa. Me dijo que, si la cosa se prolongaba, él mismo me traería la baja del médico. Pero no apareció más. Lo llamé muchas veces a su teléfono. Siempre apagado o fuera de cobertura, como si se hubiera muerto. Hasta estuve en su domicilio. Un vecino me contó que los inquilinos de ese piso se habían mudado, pero que no sabía dónde podían estar. Le ha ocurrido alguna desgracia, ¿no?

—No, tranquilícese. ¿Puede enseñarnos la dirección del domicilio donde acudió?

Les dio las señas del piso que Boro y Bartolí compartían.

—¿Por qué no dio usted cuenta a la policía de su desaparición?

Se mostró consternado antes de responder.

—No sé, no me pareció necesario. Cuando me informaron de que se había mudado me quedé más tranquilo. La gente hace cosas raras de vez en cuando, se van sin despedirse, cosas así. Paco ni siquiera cobró el finiquito que le correspondía, y eso era alarmante. Pensé que tendría algún lío sentimental.

—¿Porque era gay?

Se quedó parado. Cabeceó, buscando la manera adecuada de responder.

—A ver, inspectora, Paco era muy buen profesor y entrenador. No recibí ninguna queja sobre él en los cuatro años que trabajó aquí. Si me pregunta por su vida sentimental, no sé nada de nada. Quede claro que no tengo ningún prejuicio sobre los gays, pero siempre he oído decir que suelen entablar muchas relaciones. Por eso pensé que se había largado con algún novio de la ciudad y aquí paz y después gloria.

—Ya le entiendo. ¿Nunca le contó nada sobre su vida?

—No, ¡qué va! Era reservado. Y, aparte de eso, hay seis entrenadores en nómina. No puedo estar al tanto de los asuntos personales de todos.

—¿Sabe en qué transporte venía Paco a trabajar?

Miró a Berta con desconfianza. Por primera vez desde que las Miralles habían llegado, su cara traslucía que estaba planteándose la posibilidad de que no fueran auténticas policías.

—Pues a pie, supongo. No vivía muy lejos.

—¿No le vio nunca en una moto?

—¿Una moto? Ya le digo que... —se interrumpió de pronto—. Bueno, sí. Ahora que lo menciona, una vez no hace mucho, yo volvía al gimnasio después de hacer gestiones en el banco y lo vi aparcando una moto en la calle. Era un cacharro bastante impresionante, así que le pregunté si le había tocado la lotería. Se echó a reír y me dijo que se la había prestado un amigo. Después, como era un poco orgulloso, me soltó: «Pero yo voy teniendo mis ingresos extra, no creas que soy un pringado».

—¿La moto era una Aprilia RSV 4?

—Ahí sí que no le sé decir. No me interesan nada las motos. Yo soy más de náutica. Me compré un fueraborda con un motor guapo y los domingos cuando hace buen tiempo salimos a navegar con la familia.

Marta sacó de su bolsillo el llavero G. P.

—¿Este llavero pertenece a su gimnasio?

El dueño sonrió.

—Sí, los hice fabricar yo hará un par de años. Encargué tropecientos mil. Eran para los clientes, para promoción y publicidad. Invertí un dinerillo, no crean, pero lo malo de estas cosas es que nunca sabes si sirven para algo o no. ¿Cómo es que tiene uno?

—Me lo dieron por ahí.

—No me extraña, corrieron mucho por todas partes. Oigan, inspectoras, a Paco no le ha ocurrido nada pero ha cometido algún delito, ¿verdad? Por el tipo de preguntas...

—No podemos facilitarle ninguna información. Más adelante, quizá.

Berta sacó su móvil del bolso. Buscó la foto de Arnau y el hombre misterioso. La amplió en la pantalla y se la mostró al dueño.

—Ahora quiero que se fije bien en esta imagen. Ya sabemos que el hombre más alto va muy abrigado y por eso se le ve mal la cara. Pero tómese su tiempo, ¿diría usted, con más o menos seguridad, que podría tratarse de Paco Bartolí?

Fijó los ojos en la imagen de modo inquisitivo. Estaba absolutamente concentrado. De pronto, pidió permiso a Berta para coger el teléfono con sus propias manos. Observaron cómo manipulaba con cuidado la pantallita. Al fin dijo:

—Sí, es él. Es él con toda seguridad.

Las cabezas de ambas inspectoras se arracimaron sobre la ampliación que el tipo había hecho. Era muy borrosa, pero lo que explicó el dueño las ayudó a distinguir. Era la mano del hombre, concretamente su muñeca. Colgada de ella, se atisbaba una fina pulsera.

—¿Ven esa esclava, la ven? —repetía el dueño muy excitado por su hallazgo—. La llevaba siempre. Me acuerdo porque tenía unas perlitas en el cierre y los compañeros le armaban a veces cachondeo. Es raro que un hombre lleve perlas. ¿Las ven, las ven en esta parte de la imagen?

Sí, las veían, las veían con toda nitidez.

—¿Cree que alguno de sus instructores puede tener su nueva dirección?

—Lo dudo. Paco se llevaba bien con todos, pero de eso a hacer amistades creo que no. ¿Quieren hablar con ellos? Ahora hay tres trabajando. Entre clase y clase tienen veinte minutos de descanso. Pueden ir llamándolos, yo les dejo el despacho.

—Sería lo ideal. Es usted muy amable.

Al quedarse solas se miraron con emoción contenida. Marta levantó el pulgar en el aire. Berta respondió cruzando los dedos. Marta dijo:

—He puesto mi teléfono en silencio. Me han entrado tres llamadas de Sales. Debe estar buscándonos como un loco para hacer la vigilancia de Martínez Vanaclocha.

—Sí, yo también tengo llamadas. Ve tú, yo me quedo rematando aquí. No quiero que piense que pretendemos cargarle todo el currelo.

Marta estuvo de acuerdo y salió del gimnasio. Llamó al inspector Sales. No estaba contento.

—¡Joder!, ¿no habíamos quedado en que estaríais esperando mi llamada?

—Surgió un imprevisto.

—Pues no me parece bien. No podéis desmadraros ahora. ¿Tú has pasado por comisaría?

—Por lo menos hace dos días que no vamos ni mi hermana ni yo.

—Para que te vayas enterando te diré que el comisario ha preguntado dónde coño estáis.

—A nosotras no ha intentado localizarnos.

—Tanto peor. Yo hace rato que hago la vigilancia del guapete. Al parecer salió temprano por la mañana, o por lo menos eso me ha contado su vecina. Debe haberse ido a trabajar, pero si es verdad que vive con un tío hay que quedarse aquí por si llega.

—Me planto ahí en un santiamén.

—Ni hablar, chica, ni hablar. Tú te largas a comisaría y haces acto de presencia para tranquilizar la situación. Ahora estoy en el mismo barco que vosotras y, si metéis la pata, igual me salpica a mí. Hago yo la vigilancia y después de comer te pasas por aquí. Está claro, ¿verdad? ¡Ah!, y dile a tu hermana que esta tarde le toca a ella estar un buen rato en comisaría, por lo que pueda pasar.

—Vale, lo haremos como tú dices, pero me parece que te preocupas demasiado.

—En cuestiones de prudencia nunca es demasiado.

Marta supuso que, si al comisario se le cruzaban los cables e intuía la investigación paralela que se llevaban entre manos, Sales sería quien más tendría que perder. Al fin y al cabo, ellas eran unas recién llegadas y les habían encomendado un caso de modo claramente irregular. Sales no, él no tenía la mínima coartada para ser exculpado de lo que estaba haciendo. Encima, se trataba de un veterano. ¡A saber qué sanciones podían derivarse de su actuación!

Entró en comisaría con una cierta aprensión. Sin embargo, todo parecía tranquilo. Antes de encerrarse en su despacho, se paseó a conciencia por todas las dependencias, se tomó dos cafés en la máquina y no paró de exhibirse hasta que en uno de sus periplos se cruzó con el comisario. Lo saludó y él correspondió rutinariamente. «Sin novedad en el frente», pensó. Sin embargo, oyó la voz del comisario tras de sí.

—¿Su hermana ha muerto en acto de servicio?

—No, señor, está contrastando unos datos. Esta tarde vendrá. —Fue lo menos estúpido que se le ocurrió.

Berta interrogó a los tres entrenadores. Los dos primeros coincidieron en la ignorancia total sobre las señas de Paco. También en señalarlo como un buen compañero y un buen profesional, aunque un hombre que no contaba nada sobre su vida. Sin embargo, el tercero aportó una información importante.

—No me dio su nueva dirección, pero sí me contó que se mudaba.

—Aunque no le diera el domicilio exacto, quizá sí hizo algún comentario sobre él: cerca de un parque, un edificio especial, un barrio concreto. Piénselo bien, es muy importante para nosotros.

—Bueno, dijo que se mudaba para vivir con un novio nuevo que se había echado.

—¿Sabe algo de ese novio?

—No. Solo dijo que estaba cañón —apuntó el testigo con una risita tonta.

—Sus compañeros han afirmado que Paco era muy reservado. Si a usted le hizo esa confesión, quizá es que era más amigo suyo de lo que usted admite.

—No, no. No éramos amigos. Solo me soltó eso porque...

Se quedó en silencio sin completar la frase. Berta se arriesgó y lo hizo por él.

—Porque usted también es gay.

El muchacho miró al suelo. Levantó la vista después.

—Lo que pasa, inspectora, es que no me gustaría que aquí se supiera. Yo creo que, en el trabajo, cuantos menos datos personales tengan, mejor. No hay ninguna necesidad.

—No se inquiete por eso. No voy a abrir la boca, esto es confidencial. Le dejo mi teléfono. Si se acuerda de alguna otra cosa, ¿me llamará?

—La llamaré seguro, de verdad.

El maldito rompecabezas se iba completando a marchas forzadas. El «nuevo novio que está cañón» debía ser sin duda Nicolás Martínez Vanaclocha. Sales había dado en el clavo, a aquel chico no se podía dejar de vigilarlo. Llamó a su hermana, que la tranquilizó.

—No te pongas nerviosa. Estamos Sales y yo vigilando su casa desde el coche. No se ha presentado por aquí, pero vendrá.

—En cuanto le echéis la vista encima, detenedlo, no le dejéis marchar. Pásale a Sales esta información.

—¿Pero es que tú no vienes?

—Me largo a comer algo. Esta tarde vuelvo al gimnasio. Me quedan tres instructores por interrogar. Antes, uno ha dicho algo importante. Pueden surgir más cosas.

—Pero Berta, Esteban dice que tienes que pasar por comisaría, y es verdad, yo he estado esta mañana y el comisario ha preguntado por ti. Está un poco mosqueado.

—¡Esta tarde no puedo!

—¿Cómo que no puedes?

Esteban Sales, que estaba junto a Marta, le hizo una indicación nerviosa para que le pasara el teléfono. Berta oyó de pronto sus palabras aceleradas.

—Berta Miralles. No sé qué coño andas haciendo, quizá es algo urgente, quizá no. Pero te voy a pedir que vayamos con calma y tranquilidad. Si en esto no andamos con calma y tranquilidad, nos vamos a la puta mierda, ¿estamos? De manera que acaba lo que tengas que acabar, pero esta tarde pásate un buen rato en comisaría haciendo bulto. ¿Me he expresado con claridad?

—Está bien, está bien, pero vosotros no abandonéis el puesto de vigilancia. Luego iré. Y si llega el tipo...

Sales la interrumpió con una cierta brusquedad.

—Si llega el tipo no saldrá de aquí. Sé perfectamente lo que tengo que hacer.

—Muy bien.

Aquel «muy bien» lo había pronunciado Berta sin que fuera realmente un signo de asentimiento. Puede que ese inspector llevara muchos años picando piedra, quizá era el mejor de su generación, pero de ningún modo sabía en aquel caso lo que tenía que hacer. «¡Joder con los colegas varones!», pensó. Todos aparentaban tener un ego como la copa de un pino, a todos se les advertía un aire de superioridad. ¿Sería debido a simple machismo o era una cuestión de edad? No perdería ni un minuto en dilucidarlo, ninguna de las dos opciones le pareció de recibo. Su hermana y ella eran jóvenes, y mujeres además, ¿una fatalidad que las condenaba a la ineficiencia? ¡Ni hablar!, estaban a punto de resolver un crimen que se extendía a dos más, y eso habiéndolo tenido todo en contra. «¡Adelante, Berta!», exclamó para sí misma. Acto seguido, sintió algo parecido a la soledad más absoluta. Se preguntó qué le aconsejaría Marta si estuviera a su lado en aquel momento, y muy segura de la respuesta fue a comerse un bocadillo de jamón.

A las tres de la tarde en punto, ya estaba frente al gimnasio Paterna esperando que lo abrieran. El dueño no tardó en aparecer con total puntualidad y enseguida fueron llegando los empleados: la recepcionista y los instructores a los que Berta no había podido interrogar. Quiso quedarse un instante en el exterior para comprobar qué pinta presentaban. Ninguno se le antojó demasiado especial: altos, fuertes y con los músculos pectorales estirándoles los botones de la camisa, lo habitual.

La suerte que le había sonreído por la mañana se mostró completamente esquiva esta vez. Ninguno de los tres conocía intimidades de Paco Bartolí. El mayor acercamiento que habían tenido con él consistía en haber compartido algún café en el bar. ¿Temas de conversación?, ni idea: comentarios sobre algún alumno, debidos a su habilidad o torpeza, las consabidas disquisiciones sobre fútbol, el frío o el calor..., nada. A aquellos tipos les importaba poco si su compañero estaba casado o soltero, si vivía solo, acompañado o tenía un sobrino en Honolulú.

Tuvo que tranquilizar de nuevo al dueño prometiéndole que le informaría sobre el destino de su exempleado. No estaba enfadada consigo misma por el poco éxito cosechado con aquella segunda visita. Los temas había que agotarlos y no darlos por sabidos. Además, de aquel gimnasio había salido un dato muy sabroso: «El nuevo novio cañón».

Solo de pensar que debía perder media tarde pasando por comisaría se la llevaban los demonios, pero a prudente nadie le iba a ganar. Entró en las instalaciones policiales, saludó, se exhibió y alguien debió soplarle al comisario que ella estaba presente, porque trascurrida una hora desde su llegada se presentó en su despacho.

—Hola, inspectora Miralles. Hace días que no tenía el placer de encontrarla. ¿Qué ha estado haciendo?

—He estado esta tarde hablando con el juez —mintió.

—Eso me parece estupendo. Supongo que han calibrado las posibilidades de la investigación. Yo también pienso entrevistarme pronto con él. Estará usted de acuerdo en que la cosa no da mucho más de sí. Ustedes hostigaron a la culpable y esta puso fin a su vida. Conocer las motivaciones que la llevaron a ese extremo empieza a ser un tema irrelevante, sobre todo si no hay avances que apunten a una solución. Una mente extraviada y ya está, como por desgracia tantas hay hoy en día. Las figuras con alcance público corren un riesgo que no existía años atrás. Vivimos tiempos convulsos, los seres anónimos sufren en silencio sus delirios mentales y luego vuelcan su locura en cualquiera, cuanto más destacado, mejor. ¿No le parece?

—Sí, señor.

—Hablaré con el juez para pedirle que dé por cerrado el caso. Veremos qué opina él. En lo que a su hermana y a usted respecta, debo decir que lo han hecho bien. Han agotado todos los recursos, demostrando celo y buen criterio en el trabajo, a excepción de algunos pequeños malentendidos que provenían de su falta de experiencia. ¿Está de acuerdo conmigo?

—Sí, señor.

—En cuanto el juez lo determine, pasarán a llevar un nuevo asunto. Le aseguro que en esta comisaría hay mucho que hacer, y lo que faltan son agentes con ganas de trabajar.

Después de un tercer «sí, señor», Berta entró en combustión interna como si hubiera sido un poderoso volcán. «Hijo de la grandísima puta», se dijo mientras su jefe abandonaba la estancia. «Vete con tus discursos a otra parte porque, con un poco de potra, esta agente te va a joder como no te imaginas». A pesar de su estado preeruptivo, aguantó toda la tarde confinada en su rincón.

Cuando salió, el cielo estaba oscuro y ella cansada de no hacer nada, de esperar, de llevar aquel doble juego infernal con enemigos y pretendidos partidarios. Llamó a su hermana.

—Supongo que todavía estáis vigilando.

—El tipo no se ha presentado. Además, estoy sola, o sea que ven pronto.

—¿Se ha ido Sales? ¿Adónde?

—A su casa, supongo.

—Pues vaya huevos, ¿no? Hubiera podido esperarme.

—Cuando llegues te lo contaré.

—¿Es que ha pasado algo?

—Algo, sí. Pero date prisa, por favor, llevo horas aquí tocándome las narices.

En el interior del coche olía a sudor, lo cual le extrañó mucho a Berta, que conocía muy bien la afición de su hermana a usar colonias y desodorantes. Debía haber sido una tarde dura, pero no pensaba apiadarse por cuestiones olfativas; sobre todo porque su nariz estaba siguiendo otro rastro: algo había sucedido entre Marta y Sales que la primera se mostraba remisa a contar.

—Desembucha. ¿Por qué se ha largado el colega?

—¡Carajo, tú que siempre hablas de sensibilidad! No me das ni las buenas noches.

—Ya nos hemos saludado por teléfono. ¿Puedes decirme de una vez qué coño ha pasado?

—Pues que he tenido que contárselo todo y se lo ha tomado fatal.

—¿Contarle qué?

—Pues todo el tema de Boro: que nos hace las vigilancias de Arnau, que tiene un novio del que sospechamos, lo del llavero... En fin, toda la parte que no le quisimos decir.

—¡Hostia, Marta! ¡Qué cagada!

—Conque una cagada, ¿eh? Tú te largas y yo me quedo horas aquí encerrada con él, y el tío, que no es imbécil, empieza a preguntar: ¿qué está haciendo tu hermana ahora, con quién ha ido a hablar, por qué tenemos tanto interés en localizar a Vanaclocha, qué pasa por fin con Arnau? Le faltaban datos obvios y los ha preguntado.

—Y tú se los has cantado de pe a pa.

—Te digo que no es imbécil, no he tenido más remedio. Tampoco es para tanto.

—Y dices que se lo ha tomado mal.

—Sí, tía, no lo entiendo. Se ha puesto como las cabras. Me ha dicho que infiltrar individuos en la policía es un tema gravísimo, que no sabemos lo que hacemos, que somos un par de novatas y que, cuando se nos caiga el pelo, él no quiere estar allí.

—Y se ha largado.

—Sí, supongo que no piensa ayudarnos más. Pero no es tan importante que nos ayude. Hemos llegado hasta este punto estando solas.

Berta repitió una vez más su gesto de máxima pesadumbre: se llevó las manos a los ojos y los masajeó. Dijo en voz baja:

—Sí que es importante, sí. Más que su ayuda concreta, lo que necesitábamos de él es que estuviera de nuestra parte, aunque no fuese de nuestro equipo. Era una especie de testigo oficial, un hombre de confianza en comisaría dispuesto a negar que estemos locas o que en esta investigación hayamos obrado de mala fe.

Marta miró al cielo por la ventanilla del coche, estaba a punto de llorar.

—Lo siento, Berta, lo siento.

—No tienes nada que sentir. Como bien has dicho, Esteban no es idiota. Tarde o temprano, había que desvelarle la verdad completa. Y como has dicho también: hasta aquí hemos llegado solas. Pues, bueno, seguimos igual.

—Te recuerdo que tenemos a Boro —respondió Marta con un hilo de voz.

Berta se volvió hacia ella con sorpresa agresiva y quedó desarmada por su sonrisa cómplice.

—Sí, es verdad —dijo, y ambas se echaron a reír. Luego Berta le zarandeó el brazo.

—Vete a casa. Yo me quedo aquí.

—¿Crees que vale la pena?

—Vendrá, ese maldito cabrón vendrá. No ha tenido tiempo de sacar nada de su casa, ningún vecino lo ha visto trasportando ningún bulto. Además, su moto está en el garaje. Todo es cuestión de paciencia, vendrá.

Marta salió del coche, estiró las piernas, que tenía agarrotadas, aspiró el aire de la noche y echó a andar hasta la parada del autobús.