Esteban Sales se encontraba de verdad enfadado. ¿Era posible mayor desfachatez? Aquel par de niñatas se atrevían a burlar las órdenes del comisario, continuaban investigando un caso que no les correspondía y, encima, metían a un desconocido en el entramado policial. ¡Para matarlas! Las expulsarían del Cuerpo, no le cabía la menor duda, y se lo habrían merecido por individualistas y alocadas. Claro que... habían expuesto sus vidas, y poco faltó para que el atacante acabara al menos con una de las dos. Y, sin embargo, siguieron adelante, demostrando inconsciencia y... valor, sin duda valor. Un valor que nacía de sus convicciones e idealismo. Él también había sido así, pero sabía a aquellas alturas que sus jefes llevaban a cabo prácticas poco ortodoxas, sabía que el poder policial se había infectado de política, sabía que existía corrupción. Muy claro debían tener aquellas dos chicas que no se podía confiar en la superioridad para lanzarse por su cuenta a aquella misión suicida. Muy solas y desesperadas debían haber llegado a sentirse para pedir la ayuda de alguien ajeno al entramado oficial. ¡El jefe de prensa de Vita Castellá! ¡Había que joderse, pero si aquel tipo debía haber sido objeto de investigación en vez de participar en ella! Se quedó un momento en suspenso, repasando sus pensamientos y demorándose en el último. Y aquella historia del novio misterioso que, según las Miralles, se presentaba como el principal sospechoso. Muy extraño. ¿No sería posible que el pseudopolicía hubiera ofrecido su ayuda a las chicas solo para controlar lo que iban haciendo e informar a su cómplice? ¿No sería aquel tipejo el mismísimo asesino de su exjefa? Se encontraba a muy poca distancia de su casa, pero detuvo el coche en un arcén. Consultó en su móvil el informe del caso, buscó la dirección de Ricardo Arnau, miró la hora. Según Marta Miralles, el tipejo en cuestión prolongaba la vigilancia hasta las doce. Tenía tiempo. Puso de nuevo el coche en marcha y varió su destino final. Dar una ojeada para comprobar cómo se comportaba el sujeto no le comprometía a nada. Y allá se fue.
Sales enseguida distinguió un coche con el conductor dentro, aparcado a cierta distancia del portal de Arnau. Debía de ser el jefe de prensa. Paró en el chaflán de la calle y se quedó esperando no sabía muy bien qué.
Salvador Badía empezaba a estar cansado de la vigilancia, no solo la de aquella noche, sino de todas en general. Eran un coñazo y nunca pasaba nada que pudiera reportar a las chicas. Sin embargo, sabía muy bien que, el día que dejara de pasarse cuatro horas muertas delante de aquel edificio que ya detestaba, las hermanas Miralles desaparecerían para él, o él para ellas, sería mejor decir. Había dejado de frecuentar a sus amigos porque tenía con ellos la impresión de que lo compadecían. ¡Ah, el pobre chico abandonado!, había que hacerle caso, quedar con él de vez en cuando y pedir a Dios que no les endilgara demasiadas palizas sobre su ex. Con las Miralles era distinto, su reciente amistad había nacido en un contexto muy diferente al suyo habitual. Eran divertidas, además, y con Berta compartía experiencias y reacciones que los demás no solían comprender. Con aquel par de locas se sentía a sus anchas y, teóricamente, lo necesitaban. Nunca había sabido si la ayuda prestada servía de algo o no, pero al menos se le requería, y, en aquellos momentos de su vida, solo ese hecho ya era sumamente consolador. Sin embargo, era consciente de que aquella era una relación contra natura. ¿Qué podía ofrecerles a dos jóvenes llenas de ímpetu un tipo de mediana edad, regordete, homosexual y amargado? Nada, nada en absoluto, y, cuando hubiera finalizado toda aquella historia que parecía salida de una fantasía colosal, las hermanas dejarían de llamarlo, de verlo, de procurar su compañía o cultivar su amistad.
Miró su reloj con cierta impaciencia, y, cuando levantó la vista de nuevo, se quedó estupefacto al comprobar que Ricardo Arnau salía de su casa y empezaba a caminar por la calle. Inmediatamente telefoneó a Marta.
—Soy Boro. El sujeto ha salido de casa y va por la calle.
—¿En qué dirección?
—No lo sé, pero es raro que salga a estas horas. Voy a seguirlo a ver dónde coño va.
—No, espera, Boro, no vayas, más vale que...
No le dejó acabar la frase. Interrumpió la comunicación y puso su teléfono en silencio. Bajó del coche. A una distancia más que prudente, siguió los pasos de Arnau. El sospechoso no andaba deprisa, pero sí con determinación. No miraba hacia ninguna parte, no giraba la cabeza a derecha ni a izquierda. La calle estaba desierta a aquella hora. Por el rumbo que tomaba su marcha, Badía comprendió que se dirigía a la calle Santa Rosa. Así fue.
Tampoco en la plaza había transeúntes. Arnau se detuvo y miró hacia todos lados. Se colocó bajo la luz de una farola y esperó. No pasó mucho tiempo, quizá un minuto o dos. Desde el lugar discreto en el que se había apostado, Boro vio cómo un hombre alto y fuerte salía de las sombras. Imposible distinguirle la cara desde donde se hallaba. El recién llegado se acercó a Arnau, elevó una mano hacia él como para estrechársela. Imposible oír qué le decía. Entonces Arnau echó mano a su bolsillo. Boro no vio nada, pero oyó dos ensordecedores disparos que resonaron con fuerza en los edificios que rodeaban la plaza. El hombre alto y fuerte cayó al suelo. En ese momento, paralizado por la sorpresa y el horror, vio cómo otro hombre, pistola en mano, emergía a su espalda y pasaba por su lado casi rozándole. Gritaba como un poseso:
—¡¡Policía, al suelo, al suelo!!
Estaba hipnotizado por la escena. El policía casi había alcanzado la plaza, cuando Arnau se llevó una mano a la boca y un nuevo estruendo sacudió los cristales de las casas. Fue como asistir a unos fuegos artificiales de sangre, el farol testigo de los hechos quedó manchado por regueros oscuros. Alcanzado el lugar exacto de la plaza, Esteban Sales, aún con el arma amenazando el aire, se arrodilló junto a Arnau y lo inspeccionó brevemente. Boro había empezado a caminar como sonámbulo hacia la escena. Ya más cerca, apretó el paso dirigiéndose directamente hacia el primer caído. Ni siquiera oyó la llamada estentórea y angustiosa de una mujer que corría hacia él.
—¡¡No, Boro, no!! ¡¡Quieto, quieto!!
Llegó hasta el cadáver, se arrojó a su lado y lo tomó entre sus brazos, acunándolo como si fuera un niño. Solo decía muy bajo:
—¡Paco, Dios mío, Paco!
La inspectora Marta Miralles, jadeante y alterada, intentó inútilmente apartarlo del muerto. No parecía posible. La ropa que el periodista llevaba: una camisa blanca y un terno azul muy claro, estaba ya teñida de sangre. Sales sacó su teléfono móvil e hizo un par de llamadas. Los primeros curiosos se habían asomado a los ventanales. Salvador Badía seguía repitiendo, como en una dolorosa letanía, el nombre de su amante inerte.
Las dotaciones policiales no tardaron en llegar. Tampoco la ambulancia ni el juez. Los cadáveres fueron conducidos al depósito tras el levantamiento legal. En la ambulancia se llevaron a Boro, que se encontraba en shock emocional.
En la primera oportunidad que tuvo, Marta sacó su teléfono móvil. Vio marcadas varias llamadas perdidas de su hermana. Enseguida respondió:
—Berta, tienes que venir inmediatamente.
—No, yo no me muevo de aquí.
—¿Cómo?
—Nicolás Martínez Vanaclocha está conmigo.
—¿Por fin apareció?
—Estaba oculto en el lavabo de su propio aparcamiento. Una vecina lo encontró y se puso a chillar.
—Pues llévalo a comisaría y nos encontramos allí.
—Ni hablar, este tío va a declarar directamente al juez García Barbillo. A comisaría no lo llevo ni de coña.
—Han pasado muchas cosas, Berta...
—Me da igual. Llama al juez para que abra el juzgado por cojones, llama a Esteban Sales y os venís aquí para escoltarme.
—No es difícil, los tengo a los dos a mi lado, aunque no te lo creas.
El juez García Barbillo era más aficionado a los pensamientos maximalistas que a las blasfemias. Por eso, cuando fue despertado a aquellas horas inauditas e informado de qué trataba el asunto, se dijo a sí mismo: «Lo que no han conseguido los trabajos y desdichas de mi ya larga carrera van a lograrlo dos policías novatas sin ni una pizca de cerebro. Hoy mismo pido la jubilación. Se acabó, ya es suficiente, hasta aquí hemos llegado. Antes no pasaban estas cosas. Antes se respetaban las normas, las jerarquías, y la manera de hacer las cosas se encuadraba siempre dentro de la normalidad. ¿Y a qué se debe este cambio caótico? No puedo decirlo en público, pero lo sé muy bien: las mujeres. Las mujeres que ahora nacen como setas en cualquier profesión. Las mujeres que han entrado a saco en la judicatura, en la medicina, en la policía, en la política, en todas partes menos en el papado, aunque todo se andará. ¿Es que la naturaleza no encontró más solución que los sexos para evolucionar? ¡Dios eterno!, me jubilo sin falta, se acabó».
Después de aquel autospeech reivindicativo el juez se sintió mejor. Tras la ducha reconfortante, se preparó un desayuno frugal. Mientras lo tomaba rebajó el tono de su retórica e incluso prescindió de ella para pensar: «De cualquier manera, debo llevar mucho cuidado con lo que hago. Este caso está lleno de irregularidades a porrillo y no todas provienen de esas chicas. Ni siquiera está claro que el caso de Vita Castellá me corresponda a mí en puridad. Ha habido enjuagues, ha habido silencios, complicidades políticas..., ni siquiera quiero saberlo. Vamos a ver qué testigo es ese para el que tengo que abrir un juzgado que no está de guardia. Lo escucharé, a mí no me van a pillar. Pero, como sea una falsa alarma, una presunción o una simple gilipollez, a esas dos chicas las fundo, no volverán a investigar. Por más jóvenes que sean, las fundiré. Será mi último acto antes de la jubilación».
En las horas que Berta había compartido con Vanaclocha mano a mano después de su captura, se había asegurado muy bien de una cosa: lo que aquel tipo pudiera decir frente al juez no sería una falsa alarma, ni una presunción y mucho menos una gilipollez. Lo amenazó con algo de cuya certeza no se podía dudar: complicidad en tres asesinatos. El tipo estaba desesperado. Por más que en su pasado figuraran antecedentes policiales, estos no llegaban a la magnitud de un crimen. El terror se apoderó pronto de él. Juró que conocía todas las andanzas de Paco Bartolí, que estaba dispuesto a contarlas, pero puso por testigo al mismísimo Dios de que su novio nunca le habló de que hubiera matado a dos mujeres. Podía ser verdad o no, a Berta le daba igual. Ella solo quería que aquel hombre deshiciera la madeja de hechos que ellas no habían sabido ordenar con claridad. Como se encontraba sola, desarrolló el rol clásico de policía buena y policía mala a la vez; de esa forma, a la amenaza inicial añadió la promesa de ayudarlo legalmente ante el fiscal, rebajarle la posible pena, beneficiarlo en lo que pudiera si se avenía a colaborar.
García Barbillo solo le hizo una pregunta al detenido en presencia de los tres policías.
—¿Tiene abogado?
—De momento, no lo necesito —respondió él.
Después, las puertas se cerraron para ellos y se quedaron los tres en la calle. Esteban Sales había dispuesto que los acompañara una dotación de hombres, que se harían cargo del testigo cuando acabara de hablar con el juez. Miró a las hermanas.
—¿Cuándo nos enteraremos de lo que cuente?
—Yo ya lo sé —dijo Berta.
—Pues no puedo esperar ni un minuto para saberlo yo también.
—Vente a tomar un café a nuestra casa.
—Mejor no, vayamos a un sitio público. Si luego nos preguntaran, no quiero que piensen que hemos estado en connivencia, fabricando pruebas falsas o algo peor.
—¿Y qué demonios de sitio público va a estar abierto a las cinco de la mañana? —preguntó Marta.
—El bar Trina. Vámonos —contestó Sales caminando en dirección a su coche.
Fue en el bar Trina, un local muy bien pertrechado de bocadillos, dulces, bebidas, café y cualquier cosa que se pueda desear, donde Berta Miralles fue satisfaciendo poco a poco la curiosidad de sus compañeros. El aire olía a panceta frita.
—Paco Bartolí era un pájaro de cuenta desde siempre. Sin embargo, no había tenido problemas con la justicia jamás. No robaba, no estafaba, no traficaba... Por lo menos no lo hacía a lo grande. Era el típico buscavidas que picoteaba aquí y allá. Se hizo instructor de gimnasio porque tenía un físico adecuado: alto, fortachón, con buenos músculos..., pero el sueldo no le daba para caprichos, y se ve que caprichos tenía bastantes y bastante caros. Vivía a salto de mata. Cumplía con su trabajo, pero en los ratos libres hacía de todo: negocios no demasiado claros, recados comprometidos para tíos de mala vida, pedía dinero prestado y no lo devolvía... Según me contó Vanaclocha, hasta se hizo representante de colonias masculinas y se llevó todas las muestras para venderlas. Era cutre el muchacho, pero se le veía una clara predisposición delictiva, ya lo veis. Bueno, iba lampando el tío, aunque tenía otras aspiraciones. Había jurado una y mil veces que, antes que hacerse chapero, cualquier cosa. Lo de tirarse a tíos por dinero no iba con él. Era su única prevención moral. Conoció a Vanaclocha y se hicieron amantes. Todo eso pasaba mientras el partido llegaba al poder. Y llegó, claro, eso ya lo sabéis, y también la época del esplendor y los desmadres. Con motivo de la Copa de América, el gimnasio donde entonces trabajaba fue invitado a un fiestorro oficial. Estaban contratados para hacer una exhibición de musculitos y no sé qué historias. Su jefe lo seleccionó entre cinco instructores más. Paco llegó allí y se quedó alucinado con lo que veía: lujo, esplendor, orquesta, gente por todos lados, pero gente importante y bien vestida, la presidenta de la Generalitat en plan diva, el alcalde arreándole al canapé y ríos de champán francés pasando por las copas. Le gustó, ¡vaya si le gustó! Ese era el tipo de cosas con las que siempre había soñado, las que pensaba que se merecía por su planta y su forma de ser. Y, justamente en esa fiesta, tuvo los dos encuentros que marcarían su vida. Se encargó él de propiciarlos, naturalmente, ahí nada tuvo que ver la casualidad.
»Cuando los musculitos acabaron su número, que fue muy aplaudido, todos ataviados de marineritos como en los anuncios de Jean-Paul Gaultier, se sumaron al cóctel general, que para eso estamos en un país democrático y de ideas avanzadas. Bartolí comprendió que oportunidades como aquella no volverían a presentársele y, como lo que no sabía por listo la vida se lo había enseñado por experiencia, las aprovechó.
»Una de ellas ni siquiera tuvo que buscarla. Con tanta exhibición de mieles masculinas, un moscón quiso probarlas, al menos lo intentó. Tenía la ventaja de saber que, si lo rechazaban, sería discretamente. Según el propio moscón me contó un día, entre las personas homosexuales existe un sexto sentido que les indica con quiénes comparten condición.
—Supongo que el moscón al que te refieres es vuestro amigo Salvador —la interrumpió el inspector Sales.
—¡Acertó usted! Así que imaginad hasta qué punto la suerte estaba de parte de Paco Bartolí. Si el moscón hubiera sido un tipo cualquiera, no creo que le hubiera prestado mucha atención porque no se trataba de un hombre guapo sino bastante vulgar; pero enseguida le preguntó qué pintaba en aquella reunión de notables y eso de que fuera el jefe de prensa de Vita Castellá le sonó a gloria divina. ¡Tan cerca de la mujer más poderosa que había en la plaza! ¡No podía creerlo! Todas las posibilidades que le brindaba la ocasión se le agolparon en la mente, de ahí saldría algo con toda seguridad. Intercambio de nombres y de teléfonos. No podía dejar marchar a su nueva conquista sin asegurarse una continuidad. Se le ocurrió que ofrecerle sus servicios como instructor de gimnasia privado era la manera ideal de tenerlo bien a mano. Acertó con esa idea y el resto de oportunidades que se derivaron de ella supo aprovecharlas también.
»Después de algunas citas previas que imponía el protocolo civilizado, los dos hombres ligaron, como sabemos ahora. Salvador quiso demostrarle, como uno de sus atractivos, que podía hacer cosas por él. Por ejemplo, potenciar su carrera de instructor recomendándolo a sus contactos más destacados. Le presentó a la propia Vita, que naturalmente se negó a ponerse en forma o perder peso haciendo gimnasia. Le presentó al alcalde, que tampoco estuvo por la labor, y le presentó a Ricardo Arnau, que, con promesas vagas y quedándose con su teléfono, acabó por llamarlo pasado un tiempo. De aquellos esfuerzos publicitarios de Boro surgieron algunas clases con gente de menor importancia política. No era lo que Paco había esperado, pero tenía paciencia y fe. De hecho, le parecía que todo iba bien porque su novio influyente le resultaba fácil de manejar. Sin embargo, las cosas se torcieron o sería más exacto decir que se complicaron. Boro se enamoró de él como un colegial. En un encuentro especialmente serio y con visos de ultimátum, le confesó su amor y le dijo que nunca había contemplado sus relaciones como una diversión en la que se impusiera la frivolidad. O formalizaban su situación viviendo como pareja, o sería mejor separarse. No estaba dispuesto a sufrir.
—¡Pobre Boro, con lo que ha tenido que sufrir después! —exclamó Marta.
—Sí, pero los engaños amorosos no están penados por la ley. Bartolí habló con su amante, que se exculpó mil veces cuando me lo contaba afirmando que lo pasó fatal, pero al final aceptó que Paco se mudara a casa de Boro, «porque no tuvo otro remedio si no quería perderlo y porque se trataba de algo temporal», así mismo lo dijo.
—¡Qué hijoputa! —la interrumpió de nuevo su hermana.
—En cuestión de hijoputeces aún no has oído lo peor. Espérate callada y verás.
Marta recogió el dardo directo de la mayor y no volvió a interrumpir.
—Pasó un tiempo sin incidencias. Paco y Nicolás se veían de vez en cuando. Boro y Paco convivían sin problemas. Pero un buen día Paco recibe una llamada de... Ricardo Arnau. Nunca antes había solicitado sus servicios ni usado su teléfono. Pero ahora quería hablar personal y discretamente con él. Subrayó la discreción. Aquí la declaración de Nicolás Martínez Vanaclocha entra dentro de los supuestos y deducciones. Me dijo que no sabía si Arnau había olfateado intuitivamente que Bartolí era un «pájaro» o, ayudado por su poder, había investigado en su vida no demasiado correcta. Yo me inclino por esta segunda opción, pero no podemos saberlo con certeza. El caso es que quedan en un bar en el quinto infierno de la ciudad y Arnau lo sondea. ¿Es un hombre fiable, no se va de la lengua, no le gustaría ganar más de lo que gana, quizá le gustaría hacer de vez en cuando algún trabajo fácil para él? Bartolí se deja querer y acepta sin saber qué tipo de trabajo le ofrecerá, pero estando seguro de que no se tratará de algo legal y de que, desde luego, estará bien pagado; de eso se encargará él personalmente o no habrá trato. Vanaclocha se extendió sobre lo que su amante pensaba que Arnau requeriría de él. Nada demasiado complicado, aquellos pijos que estaban en el poder no sabían nada de la mala vida y probablemente necesitaban un proveedor de drogas blandas, alguien que fuera en persona a cobrar comisiones, un hombre de confianza para temas delicados que les echara una mano sin que sufriera su reputación. Pensaba que sus oraciones habían sido atendidas y que el dinero fácil iba a empezar a lloverle del cielo. Unos días más tarde, fija una nueva cita con Arnau y ahí se da cuenta de que lo que pretende su supuesto benefactor va más allá de lo que había pensado. «Este cabrón juega fuerte», es la frase que Vanaclocha cree recordar que pronunció exactamente Bartolí. Hay ciertas fiestas muy en petit comité, con gente importante cuyo nombre no hace falta que sepa. Se celebran en su segunda residencia, su casa de Altea. Esas fiestas no tienen nada que ver con las que suelen acontecer en ese mismo domicilio, a las que asiste mucha gente, incluida la prensa a veces, y que son abiertas y transparentes.
—¡Las pequeñas fiestas privadas de las que nos habló la vecina cotilla! —saltó Marta sin poder remediarlo.
Como el hilo de la narración se había cortado y la tensión en los dos oyentes era máxima, Sales, que hasta entonces estaba muy callado, preguntó lleno de ansia por saber.
—¿Eran orgías?
Berta, sabiendo que la reacción de sus contertulios la obligaría a hacer una nueva pausa, contestó brevemente y calló.
—Nadie sabe lo que pasaba allí.
La reacción no se hizo esperar.
—¡Joder! —exclamó Esteban Sales.
—¡Joder, joder, joder! —triplicó Marta.
Hubo un silencio absoluto tras la explosión. Los oyentes intentaban ordenar los datos en el marco general del relato. La narradora sabía que no había llegado el final de la interrupción y no lo reemprendió todavía. Balbucieron preguntas incompletas.
—¿Pero Bartolí en eso...? —Marta.
—¿Y Vita sabía...? —Sales.
Berta hizo un gesto de apaciguamiento del auditorio que era al tiempo una petición de bocas cerradas.
—Arnau pretendía que Bartolí fuera el seleccionador de los asistentes.
—¡Es increíble! —prorrumpió Esteban Sales—. ¿Y Vita Castellá estaba al tanto de esa aberración?
—No, solo se enteró al final, quizá barruntó algo raro, pero no estaba al tanto de la cuestión.
Marta saltó de su asiento como frente al maestro hace una colegiala que se supiera muy bien un punto de la lección.
—¿Te acuerdas de lo que dijo la psicóloga? Las dudas debían tenerla mosqueada.
Berta asintió con los ojos, incluso media sonrisa se instaló en sus labios al observar el entusiasmo de su hermana. Pero Sales estaba nervioso, no sabía nada de ninguna psicóloga y le urgía conocer no los detalles sino el meollo de la cuestión.
—¿A la presidenta la mató Paco, y la camarera del hotel y...?
—¡Calma, colega, no te me amontones! —soltó Berta. Por primera vez se dio cuenta de que, aun pecando de frívola, había empezado a disfrutar de aquella situación. El desarrollo de los acontecimientos había hecho posible que fuera ella la última depositaria de explicaciones, junto con el juez, naturalmente. Cierto que se había perdido la gran escena de sangre que habían contemplado los otros dos, pero casi se alegraba, en especial por la implicación de Boro en ella, aunque esa era otra cuestión. Retomó la palabra con placer.
—Aunque os parezca mentira, Paco Bartolí no tuvo nada que ver en el envenenamiento de la presidenta.
—¡Fue directamente Ricardo Arnau! —casi gritó Marta.
—El cerebro del asesinato fue, en efecto, Ricardo Arnau. Todos sabéis cómo evolucionaron las cosas del partido en nuestra comunidad: decadencia, pérdida del poder, detenciones, juicios... En términos vulgares: toda la mierda salió a relucir. De esa época viene la mortal enemistad de Arnau hacia Castellá. El que no lo apoyara, el que lo dejara caer libremente en manos de la justicia, el suicidio de su esposa, también implicada en todos los enjuagues... El sentimiento de enemistad se convirtió en odio absoluto, en odio total. Se la tenía jurada. Tiempo atrás, había saludado en el hotel Victoria, donde paraban todos los del partido cuando estaban en Madrid, a una antigua compañera de la escuela pública de Altea. La familia de Arnau no era tan pudiente entonces como para llevarlo a un colegio privado: Manuela Pérez Valdecillas. Obviamente no había tenido en la vida tanta suerte como él, a su edad era una simple camarera de planta. Supongo, y esto es de mi cosecha personal, que en las largas noches de insomnio, carcomido por el odio hacia su antigua protectora, buscaba el modo de vengarse de ella de una manera radical. Pero hubo algo más que el deseo de venganza en el plan que se inventó: Vita ya había declarado ante los tribunales y volvería a hacerlo. Que contara los entresijos de la corrupción no le quitaba el sueño. A él ya lo habían declarado culpable una vez y vendrían nuevos juicios. Que te imputen por haber cobrado comisiones, haber asaltado las arcas públicas o cualquier otro delito monetario tiene un pase. En el fondo, toda esta panda del partido está convencida de que es un pecado menor. Pero que Vita Castellá declarara ante el Supremo que él había realizado extrañas fiestas clandestinas, eso era otro cantar. Eso significaba un estigma, una mancha. Y Vita por fin se enteró de las fiestas. Lo llamó para que él mismo se autoinculpara; de lo contrario, ella misma lo haría público en su declaración, porque incluso en alguna ocasión, me imagino, le había reconvenido por su forma de actuar. Ahí debió venirle a la memoria su antigua compañera de colegio, aquella a la que saludó una vez, aquella simple mujeruca que no había sabido llegar más lejos en la vida y que acabó siendo camarera de hotel. No la hubiera recordado más en caso de tratarse de otro hotel, pero aquel en el que prestaba sus servicios la convirtió en protagonista de su plan. Si Manuela no hubiera trabajado en el hotel Victoria, Arnau nunca habría pensado en matar a Vita, quedaba fuera de sus posibilidades.
Berta paró un momento para tomar aire y se percató de que sus dos compañeros la miraban con avidez infinita, como si quisieran apropiarse de su mente para llegar a los hechos que narraba sin necesidad de esperar a oír su voz.
—Y, bueno, ya sabéis en qué creían todos estos tipos, cuál era su única certeza y su auténtica verdad, lo que aprendieron en todos los años en que detentaron el poder: «El dinero lo compra todo».
—De manera que Arnau se decidió a comprar a Manuela —dijo Marta en un susurro.
—Y lo consiguió —remató Sales cabeceando ante aquella verdad incómoda.
—Lo consiguió, sí, pero el plan era una chapuza de principio a fin. Vanaclocha dijo algo que es absolutamente cierto: los pijos no tienen ni idea de los bajos fondos. Arnau no tenía noción de cómo hacer las cosas por su cuenta. Pensar en Manuela le pareció una idea genial. ¿Quién iba a relacionarla con él? Sabía que los del partido se esforzarían en no llevar a cabo una investigación como Dios manda. La primera sospecha recaería sobre ellos, y ¿quién estaba seguro de que algún gerifalte en activo no había ordenado que la quitaran de en medio antes de declarar? Todo estaba teóricamente estudiado. Él y Manuela dejarían pasar un tiempo prudencial y luego la camarera pediría el finiquito en el hotel, pretextando que se volvía a su tierra por pura añoranza. Viajaría a Valencia y allí Arnau le pagaría el resto de lo acordado. Lo que hiciera ella con su vida a partir de ese momento a él le importaba bien poco. Pero el plan se estropeó.
—Lo estropeasteis vosotras. A cada cual, sus méritos.
—Gracias, Esteban, no me atrevía a decirlo, pero así es. Ya te contó Marta la historia, nuestro interrogatorio y mi búsqueda después en Madrid. La tía entró en pánico por nuestra visita de cortesía, había incurrido en contradicciones al hablar con nosotras y lo sabía; al fin y al cabo no era una sicaria profesional y quizá ni siquiera fue consciente de qué sustancia estaba metiendo en el café de la presidenta. Se larga del trabajo en el hotel y del piso por las buenas y se presenta en Valencia antes de tiempo. Llama a su contratador, que se pone nervioso como un flan. Le pide dinero, más del que habían pactado, porque nadie la había avisado de tantos riesgos. Quiere un billete de avión para largarse del país. Arnau está frenético, sabe que la policía puede andar tras ella y calcula que cada paso que dé desplazándose por la ciudad coloca una espada de Damocles sobre él. Es peligroso incluso que se aloje en alguna pensión registrándose con su carnet de identidad, pero no tiene otro, la chapuza es total. Le pregunta si tiene algún familiar en cuya casa pueda quedarse mientras él lo arregla todo.
—¡Silvia Orozco Pascual, alias la Drogota! —Carcajada y palmada en el aire de Marta, que, entusiasmada con la historia, ha empezado a actuar como una niña en un cine. Berta le pide rebajar el tono con ambas manos juntas y continúa.
—Pero Arnau ya es un hombre fuera de sus cabales. No come, no duerme, es incapaz de serenarse ni un instante. Si le compra a Manuela un billete para Brasil, lo más seguro es que la poli la detenga en el aeropuerto. Solo hay una solución: librarse de ella. Naturalmente no piensa en utilizar sus propios medios, él tiene las manos limpias de sangre, ni siquiera cuenta con un arma, pero sabe que dispone de un colaborador en la parte oscura del mundo.
Marta vuelve a interrumpir, gozosa y excitada como una cría.
—¿Has visto cómo habla mi hermana, Esteban, a que habla bien? ¡Es que lee muchos libros la tía, por eso es!
La aludida reprende a la alborotadora:
—¡Marta, por favor, que esto es muy serio!
Esteban Sales las mira a las dos sin comprender muy bien. Quizá sea cierta su primera impresión de que ambas están un poco locas. Berta prosigue:
—El colaborador se queda de una pieza cuando Arnau le cuenta sus pretensiones. Matar es mucho decir, él puede haber sido toda la vida un golfo, pero cargarse a alguien son palabras mayores. Sin embargo, Arnau es convincente; en el fondo a quien tiene que liquidar es a una asesina. Tiene otros métodos de persuasión en bancos de Suiza, también aquí; nadie le ha pedido que devuelva el dinero que malversó. Como muestra de buena voluntad le entrega dinero anticipado para que se compre una moto de gran cilindrada. Da en el clavo, es la ilusión que siempre ha tenido Paco. A la tienda va su amante para no dejar huellas. Bartolí se prepara bien, no es un pardillo y tiene conexiones. Una «pipa» sin pasado y una ejecución que parezca un suicidio. Le sale bastante bien. Arnau respira... y paga. Pero, como todos sabemos, las cosas no acaban ahí. Las dos mejores policías de España, lo digo antes de que mi hermana me interrumpa otra vez, siguen la pista de Silvia, que se lo pone fácil. Nuevo encargo de Arnau que se pone literalmente histérico cuando la drogadicta se presenta en su casa. Los planes se precipitan y Bartolí tiene que cargarse a la chica sin estar convencido de adónde van a parar las cosas. Ni siquiera la nueva morterada de pasta que le suelta Arnau consigue tranquilizarlo. Nos sigue y, en el colmo del nerviosismo, intenta matarnos. Somos la prueba de que no lo consigue. Cada vez más desesperado, acude a Arnau, le da la pistola para que la guarde, no puede permitirse tenerla por si lo detienen, pero puede hacerle falta aún. Quiere que utilice sus influencias políticas para hacerlo salir del país, tiene miedo de que lo cacen intentándolo. Arnau le dice que está loco, que no tiene esa capacidad, le dará más dinero si quiere, pero Paco Bartolí ya solo piensa en huir. Telefonea mil veces a Arnau, lo acosa, le pide que lo saque del país como sea, pero Arnau no puede hacer nada... Paco le dice que lo delatará, intenta chantajearlo con esa amenaza estúpida. Ha perdido el juicio, sabe que le pisamos los talones. De hecho, están jodidos los dos. Pero ya da lo mismo, porque Arnau ha tomado una determinación. Ha llegado al final de la historia, es un hombre práctico y no se hace ilusiones de salir bien parado de aquel trance. Se acabó, le importa menos de lo que hubiera pensado. Ha jugado y ha perdido. No tiene importancia, es un hombre deshonrado, su esposa está muerta. Sabe que se quitará la vida, pero se llevará por delante a aquel hijo de su madre para que no arroje más barro póstumo sobre él. Nunca antes ha disparado un arma de fuego, solo espera hacerlo bien. El resto ya lo sabéis.
Marta se levanta de un salto y arranca a aplaudir. Berta baja los ojos. No ha probado las drogas duras jamás, pero imagina que el hormigueo de placer absoluto que le corre por las venas debe de ser parecido.
—Caso cerrado —dice Marta.
—El caso se cerrará del todo cuando determinemos el grado de complicidad de Vanaclocha en todo el entramado. No iréis a tragaros que durante todo el proceso fue inocente como una palomita, ¿verdad?
—Pero es un caso cerrado —repite Sales—. Aunque no las tengo todas conmigo de que os vayan a felicitar los superiores. Por lo tanto, me anticipo y os felicito yo. Muy bien, inspectoras, muy bien. Me quito el sombrero ante las dos.
—Con tantas formalidades me ha entrado sed. ¿Alguien piensa invitarnos a una cerveza? —dice Marta riendo.
—Yo tendré ese placer, inspectoras, y puedo añadir que será un honor.