Las muestras genéticas conservadas por el doctor Barrachina coincidían con el ADN del cadáver de Paco al cien por cien. El juez García Barbillo hizo un informe completo del caso recién cerrado. No se dejó nada sin explicar, había sido una instrucción compleja y el informe no fue fácil de redactar. Como todos estaban muertos, habría culpables pero no sentencias, tanto mejor. La que recayera sobre el presunto cómplice de Bartolí ya no le correspondería a él. Nada más presentar el informe final, el magistrado renunció a su cargo. Por anticiparse un tiempo a la jubilación, perdía un poco de la pensión correspondiente, pero le daba igual. Se sentía liviano y feliz. Adiós a un trabajo que cada vez comportaba más problemas. ¿Independencia del poder judicial? ¡Cualquier cuento infantil resultaba más creíble! ¡Adiós, muchachos, ahí os quedáis en vuestro berenjenal! Por su parte, la función había acabado, que siguieran los demás. Se largaría a su casita de Orihuela, cuidaría de los cuatro naranjos que le quedaban vivos. Afortunadamente, en aquella tierra fértil que era su comunidad, mucha gente poseía un trosset donde acudir y comulgar con la naturaleza. No se despediría de nadie, ¿para qué? Siempre había tenido fama de hosco y malcarado, de manera que prefería que lo recordaran así. En todos aquellos planes tan bien trazados, solo se le había planteado una duda marginal: ¿debía felicitar a las inspectoras Miralles? Era consciente de haberse portado duramente con ellas, dejándose llevar más de una vez por su mal humor. Y, sin embargo, no tenía más remedio que reconocerlo, aquellas dos recién llegadas lo habían hecho bien, se habían jugado el tipo, no habían dado nunca ni un paso atrás hasta resolver aquella espinosa cuestión. ¿Debía llamarlas personalmente? Él era un caballero, y eso tiraba de su voluntad. Al tiempo que de malcarado, siempre había tenido reputación de portarse exquisitamente con los demás.
Se acodó en su vetusto escritorio para poder pensar con más intensidad. Eso de la exquisitez estaba muy bien, pero había cosas en la metodología de las chicas que le parecían una barbaridad. Por ejemplo, los informes de Berta Miralles. Solo había leído los primeros, eso era verdad, pero, cuando se llegó al final de la investigación y tuvo que tragárselos todos de un golpe, no daba crédito a lo que tenía delante. ¡Cielo santo! Aquella muchacha había confundido la redacción policial con una novela de tres al cuarto. Aquello era un totum revolutum en el que no había dios que se aclarara: hechos junto a descripciones del paisaje, comentarios sobre el tiempo atmosférico, expresión de sentimientos subjetivos de la autora..., ¡pero si había hasta diálogos! Y mentiras, ocultaciones, embrollos. Verlo para creerlo. Eran como una tomadura de pelo con un claro destinatario: él. ¿Y quién podía atreverse a hacer algo parecido? Pues alguien que viera el mundo bajo un prisma deformado, una persona sin capacidad racional, un ser que se saltara a la torera las costumbres que la sociedad venía atesorando durante siglos. En una sola palabra: una mujer, una mujer de las que ahora corren por ahí. Lo que había sucedido no era un descubrimiento para él, sino una simple constatación. ¿Valentía?, las Miralles la habían tenido, pero ¿qué diferenciaba la valentía de la temeridad? ¿Constancia?, también habían hecho gala de ella, pero ¿qué es constancia y qué tozudez? ¡Ni hablar de ir a felicitar a aquellas dos cabezas locas! ¿Qué demonios estaba pensando siquiera planteándoselo? Estaba seguro de que su carrera hubiera podido saltar por los aires de haberse sabido que había dado por buenos aquellos informes en su día. Aún podía suceder. Solo esperaba que su jubilación fuera una losa que pusiera punto final a aquella pesadilla. Él se largaba. ¿Que en el futuro había una revisión judicial del malhadado caso? ¡Allá películas! Él ya estaría en su rinconcito de Orihuela, viendo cómo florecían de nuevo los tarongers.
Juan Quesada Montilla voló esta vez hasta Valencia. No tenía tiempo de hacer las cosas a su manera: tomar el AVE en la estación de Atocha, viajar con calma y llegar descansado a su destino. Que este tipo de cosas le sucedieran a su edad y en sus actuales circunstancias le parecía una mala jugada de los hados. A pesar de ello, no se lamentó; era lo suficientemente reflexivo como para darse cuenta de que un montón de refranes populares suelen dar en el clavo con pocos fallos: «Quien mal anda mal acaba». «Dime con quién andas y te diré quién eres». «No juntes fruta mala con fruta sana». «Quien con niños se acuesta...».
Cuando entró en la policía se veía a sí mismo acabando su carrera como un alto cargo, en eso la realidad había sido exacta. La fantasía juvenil se completaba con su imagen como la de un hombre ecuánime, sereno, respetado y apreciado por todos. Fumaría en pipa, llevaría un traje bien cortado y resolvería los asuntos desde su propio despacho, con justicia, limpieza y elegancia. Pero en aquellos tiempos aún no era consciente de que un individuo no vive aislado del mundo. Nace en un país, una ciudad y una época determinados, y los que a él le habían tocado eran un completo desastre. No supo nadar a contracorriente, es difícil. Lo que le había deparado la vida tenía poco que ver con sus sueños, casi siempre es así.
El jefe superior lo recibió inmediatamente, por supuesto. Esta vez el tono de su saludo no fue triunfal. No hizo aspavientos con los brazos ni elevó la voz. Fue hasta la puerta en la que estaba su jefe, lo tomó del brazo y lo acompañó hasta un asiento.
Quesada lo miró de modo penetrante. Fue él quien arrancó a hablar:
—¿Qué me dices, Pedro?
—¿Qué quieres que te diga? ¡Podía haber sido peor!
—Siempre puede ser peor.
—¿Tenéis controlado el tema de los periodistas?
—De momento, sí. Todo sigue como estaba. ¿Tienes tú controlado el tema de las novatas?
—Pepe Solsona está en ello.
—Eso no me ofrece mucha seguridad.
—Va a hablar con las chicas, a negociar con ellas.
—¿A negociar con ellas? Explícame eso, por favor.
—Esas palomitas han cometido tantas infracciones durante su investigación que no les quedará más remedio que callar. Solsona les dará una de cal y otra de arena. Si hacen público el asunto, no tienen nada que ganar y bastante que perder. Supongo que las podrías trasladar a una comisaría en el culo de España, ¿no?
—Procuraría en ese caso que no volvieran a coincidir con Solsona.
—No entiendo lo que quieres decir.
—Te comunico que Pepe Solsona va a ser trasferido al Campo de Gibraltar. Esta misma mañana he firmado la orden.
—¡Joder, Juan, eso es muy fuerte! Los del ministerio no tienen piedad. ¡Y eso que no pueden quejarse, el partido ha salido con bien!
—Interior no ha tenido nada que ver, es una decisión personal.
—¿Tan grave te parece la cosa?
—Una absoluta chapuza, y esa es solo una parte de la gravedad. Lo que de verdad resulta inquietante es que alguna vez salga todo a relucir; y no me refiero a la reputación de la presidenta, ni al interrogante de quién asistía a esas fiestas de degenerados. Me refiero al montaje que ideamos para que nadie supiera quién mató realmente a Vita Castellá.
Pedro Marzal se había puesto pálido. Su nerviosismo se hizo evidente cuando empezó a producir sonoros crujidos con los dedos de sus manos.
—¿Tomamos un whiskito, Juan? A lo mejor hay que serenarse un poco. Esas chicas no van a abrir la boca, ya verás.
—No quiero beber nada, gracias. Estoy bien como estoy, aunque quizá puedas tomarlo tú.
—¿Crees que me hará falta?
—Es posible.
—¿Vas a destituirme, Juan?
—Aún no he firmado la orden, pero lo haré.
—¿Aunque las novatas guarden silencio?
—Aun así. Hay que borrar las huellas del desaguisado, hacer tabula rasa. Si alguien pide responsabilidades o explicaciones, no habrá nadie en activo que pueda responder.
—No me parece justo, pero como buen policía acataré tu decisión.
—Cuando sepa en qué consiste ser un buen policía, te daré las gracias, Pedro. Y ahora me voy a marchar. Esta misma tarde tengo una entrevista con el ministro. Te deseo mucha suerte en tu nuevo destino, sea el que sea.
Pedro Marzal vio salir a su jefe con la misma parsimonia con la que había entrado. El corazón le latía desordenadamente después de aquel encuentro. No tenía ánimo ni para llamar a su secretaria, de modo que rebuscó en un cajón de su escritorio. En alguna parte debía de estar la petaca de whisky que guardaba para las emergencias.
El ministro lo recibió de pie, mala señal. Su rostro traslucía más preocupación que disgusto, pero tuvo que representar su papel de jefe indignado.
—¡Vaya cagada, Juan, vaya cagada!
—Inmensa, ministro, ya lo sé.
—¿Te has asegurado de que esas tipas se queden calladas?
—Si te soy sincero, eso es algo que nunca se podrá asegurar al cien por cien.
—¿Y el juez?
—Neutralizado. Ha pedido la jubilación anticipada.
—¡Menos mal! ¿Es que ya no se puede confiar en nadie?, ¿es que yo no puedo descansar tranquilo y tengo que seguir paso a paso todas las operaciones?
—Nadie del partido ha salido señalado.
—¡Carajo! ¿Te parece poco que aparezca en los periódicos que el partido organizaba orgías?
—El que las organizaba fue expulsado del partido, y además está muerto.
—¡Hay que evitar a toda costa que esas valencianitas se vayan de la lengua! Ofréceles dinero y las echamos del Cuerpo.
—Eso no funcionaría, ministro.
—¿Por qué coño no va a funcionar?
—Porque son policías vocacionales, y bien que lo han demostrado en este asunto. Si intentamos sobornarlas, no tardarán ni cinco minutos en denunciarlo.
—¿Y por qué no van a denunciar todo lo que han descubierto?
—Han cometido muchas infracciones. Se les ofrecerá no ser sancionadas si guardan el secreto. Y, además, les interesará conservar la buena reputación.
—¿De quién, del partido?
—Puedes apostar a que no. Me refiero a la reputación de la propia policía.
—Dios te oiga. También tiene cojones que dos novatas de mierda estén manteniendo en vilo a toda la cúpula de Interior.
—El asunto era feo.
—Más feo que Picio, eso ya lo sé.
—¿Cómo vais a justificar ante la prensa la carnicería de la calle Santa Rosa?
—¡De ninguna manera! Un ajuste de cuentas entre corruptos y punto final.
—Sí, no es mala idea. Ya se sabe que la corrupción lleva a la corrupción.
—¿Qué estás, de cachondeo?
—Para nada, jefe; era una manera de hablar.
—¿Has borrado del mapa a todos los implicados en el plan genial?
—A todos, solo quedo yo.
—En ese sentido, Juan, debo decirte con todo el dolor de mi corazón...
—Ahórrate el mal trago, ministro. En este mismo momento te presento mi dimisión.
—¡Hombre, Juan, te lo agradezco! Buscaremos para ti un puesto discreto pero bueno en el que...
—No es necesario, ministro. Me falta solo un año en el servicio activo y voy a pedir la jubilación anticipada.
—Es un poco excesivo, aunque puedes estar seguro de que económicamente se te compensará aunque sea bajo manga.
—Mejor no.
—¿Qué pasa, es que quieres darme una lección de honestidad?
—Muy tarde para eso; pero no, no soy quién para dar lecciones a nadie, y mucho menos a un superior. Lo que pasa es que estoy cansado, ministro, cansado de mí mismo también. Si me jubilo ahora tendré la impresión de haber hecho algo digno, y eso tal vez me deje dormir mejor alguna noche.
—¡Muy bien, muchacho, pues viva la dignidad! Te deseo que duermas mucho y que todo te vaya bien.
El ministro dio por terminada la audiencia visiblemente ofendido. ¡A él nadie iba a enseñarle lo que eran la dignidad ni el honor de la policía! «¡Estaríamos buenos! —pensó—, un tío que llegó a donde estaba gracias a mí, y al que acabo de ofrecerle un arreglo económico para que no salga perjudicado después de una gestión desastrosa. ¡Al infierno con él!».
Lo que no sabía el ministro, porque no se había producido aún, era que el presidente del Gobierno lo llamaría personalmente un día después. De ninguna manera hubiera podido cumplir los ofrecimientos de darle un nuevo puesto discreto o una compensación económica que le había hecho al director general, porque en aquella llamada el presidente le comunicó que quedaba cesado de su cargo y relevado de toda responsabilidad. Intentó protestar ante la decisión, y nunca olvidaría la voz del presidente, su hablar farfullero y su acento característico cuando pronunció su frase final: «Todo cargo pende de un hilo, ya ves. Lo bueno que tiene el de presidente es que funciona por votación popular, y mientras la gente aguante...».
Solsona se había dejado llevar por la facilidad, por la rutina diaria, por las mil y una cosas que un comisario debe resolver cotidianamente. Además, ¿quién podía imaginarse algo parecido en el primer caso encomendado a un par de novatas? Y ya no pensaba únicamente en cuestiones de habilidad detectivesca, sino en el par de cojones que le habían echado al asunto. Recién salidas de la academia y se ponen el mundo por montera organizando una investigación paralela al margen de sus órdenes. A eso se le llama audacia, o quizá insensatez. Había pecado de confianzudo, aunque, por otra parte, ¿qué podía hacer? Le habían dicho que era preciso que aquellas chicas investigaran o al menos tuvieran la sensación de que lo hacían. Debían guardarse las apariencias, y en ningún caso hubiera sido considerado como normal que las controlara minuto a minuto. Ya se vio la vez que las hizo seguir, cuando le pegaron un revolcón al agente y sanseacabó. No, puede que en la bronca que le había tocado soportar su jefe llevara algo de razón, pero ¿quién puede salir airoso de un encargo como el que él había recibido, tan fuera de norma, tan irregular? Nadie se atrevería a hacerle reproches serios en un caso así, o al menos en eso quería confiar. De cualquier modo, ahora se veía obligado a tener una conversación con las Miralles para asegurar su silencio. Dada la importancia de la situación, lo había preparado todo a conciencia.
Las hizo entrar juntas a su despacho. Procuró no mirarlas en un primer momento y, cuando lo hizo, mostró un semblante circunspecto e imponente.
—¿Piensan quedarse todo el rato de pie? Siéntense.
Escudriñó inútilmente el rostro de las chicas buscando alguna pista sobre su estado de ánimo. No le parecieron contritas, ni arrepentidas ni asustadas, pero tampoco desafiantes o irrespetuosas. Se convenció de que habían quedado entre ellas de acuerdo para no mostrar ninguna expresión reconocible. Puso sobre la mesa la lista que había elaborado y empezó a leer sin ningún prolegómeno.
—Ocultación de datos a un superior. Falsedad en los informes. Desobediencia de las órdenes directas. Seguimientos a sospechosos sin el permiso correspondiente. Petición de intervención telefónica con objetivo falso. Aportación de pruebas periciales de tipo forense sin el conocimiento de sus superiores. Robo de pruebas almacenadas en dependencias oficiales. Intromisión en la investigación de terceras personas ajenas al Cuerpo... ¿Quieren que siga? ¡Si quieren sigo! Hay más cosas, no vayan a pensar. Pero, si prefieren que abreviemos, puedo afirmar que se han pasado ustedes todo el reglamento por el mismísimo forro de los cojones. La tipificación de «falta grave» se queda corta para englobar todas las infracciones que han cometido. Y supongo que, ya que son ustedes tan listas, sabrán cuál es la sanción para una falta grave. —Las miró alternativamente—. ¿Se quedan calladas? Yo se lo diré: puede ir desde la suspensión de empleo y sueldo por un tiempo determinado hasta la expulsión del Cuerpo. Como en su caso estamos tratando de un auténtico rosario de faltas graves, o se quedan sin trabajar ni cobrar hasta cuatro días antes de su jubilación, o se van de patitas a la calle. Bonita perspectiva, ¿verdad?
Las dos Miralles seguían tan inexpresivas como dos cariátides. Solsona empezó a ponerse nervioso ante semejante ausencia de reacciones.
—¿No dicen nada? Reconocerán por lo menos hasta qué punto se han pasado de la raya.
Berta carraspeó levemente e hizo de portavoz.
—Lo reconocemos todo, si bien es cierto que las circunstancias eran especiales.
—Las circunstancias pueden ser las que sean, pero nunca, ¿me oyen?, nunca se puede desobedecer la orden de un superior.
—¡Resolvimos el caso! —soltó Marta sin poder contenerse.
El comisario vio aquel exabrupto como una vía abierta para seguir por donde quería.
—Eso es verdad, con todos los defectos de forma del mundo, pero el caso quedó resuelto. Es por eso, y por su inexperiencia, por lo que los jefes están pensando en darles la oportunidad de continuar con sus carreras como si nada hubiera pasado. Yo no lo haría, pero, si las altas instancias así lo deciden, no me quedará más remedio que aceptar. Les explicaré. El ministro, nada menos que el ministro, ha pensado, con la sensibilidad que le caracteriza, que contar a los medios de comunicación los entresijos del caso no aportará gran cosa a la sociedad. No solo eso, sino que causará muchos perjuicios. ¿Para qué provocar un dolor tremendo en la familia de la presidenta mezclando su nombre en prácticas inmorales? En realidad, ella nunca pensó en tolerarlas y estaba dispuesta a denunciarlas, por esa razón murió. Pero imagínense el uso que la prensa amarilla podría hacer de esos datos tergiversándolos, falseándolos incluso. ¿Para qué mancillar el nombre de una mujer que siempre recibió el favor popular?
—¿Quiere decir que no hablemos con ningún periodista? —preguntó Marta.
—No hay ninguna necesidad de hacerlo. Además, esta era una investigación secreta y los resultados deben ser secretos también. En cualquier caso, los culpables están todos muertos.
—¿Y si alguna instancia superior, como usted dice, llegara a preguntarnos? —inquirió Berta.
—No se preocupen por eso, nadie les preguntará.
—¿Y si nos pregunta la Interpol? —dijo Marta a bote pronto.
Al oírla, Solsona experimentó el síndrome que siempre acababa sufriendo cuando se entrevistaba con las Miralles. Se puso de los nervios muy a su pesar.
—¿La Interpol? ¿Pero qué coño pinta la Interpol en todo esto? ¡Esos tienen más cosas que hacer que andar metiendo las narices en temas ajenos!
Marta se encogió de hombros muy tranquila y miró a su hermana; se limitó a decir con indiferencia:
—Bueno, no sé.
Berta tomó la palabra:
—Verá, comisario, guardar silencio absoluto sobre las circunstancias del caso es un asunto muy serio. Creo que mi hermana y yo tendremos que pensarlo un poco y hablarlo entre nosotras antes de decidir.
—Lo entiendo, pero piensen en lo que se juegan ustedes profesionalmente. No les estoy pidiendo que hagan nada malo, solo preservar una reputación. Mañana es sábado, tienen todo el fin de semana para reflexionar y ver lo que les conviene. El lunes a primera hora las espero aquí.
Cuando las vio salir se sintió satisfecho, estaba seguro de que todo había salido bien. El hecho de pedirle un tiempo de reflexión era una cuestión meramente estética. El lunes estarían allí como dos corderillas. Sí, estaba satisfecho, pero esa sensación de triunfo no duró demasiado. Desapareció días después, cuando le comunicaron que iba a ser trasladado al Campo de Gibraltar. Afortunadamente, nunca llegó a oír los chistes que las Miralles hicieron al enterarse de su nuevo destino. Se trataba de chistes que lo implicaban a él y a un montón de monos, y no todos eran de buen gusto.