Capítulo VI:
Construyendo
la fe
Todo es cuestión de fe,
y si la fe mueve montañas,
mientras mejor orientada esté mi fe,
la montaña que moverá, será más grande.
Hasta aquí, todo me parece maravilloso, Ibrahim, sin embargo, hay algo que no me queda aún claro.
¿Cómo se construye la fe?
La fe, Pauline, es una estructura que debe construirse desde que nacemos biológicamente hasta nuestra muerte física. La construcción de la fe es un proceso de vida.
Para hacerlo, puedes tomar como base, el proceso de construcción de una casa.
¿Una casa? Preguntó Pauline extrañada.
Si, contestó, Ibrahim, una casa.
Una condición indispensable para construir una casa, son unos buenos cimientos. La carencia de estos, seguramente provocarán su derrumbe.
Lo mismo sucede con la fe. Sin buenos cimientos se derrumba ante el menor obstáculo.
La consciencia de Dios que se obtiene a través de todas las evidencias que hemos visto, más las que cada uno acumule por su cuenta, en la búsqueda del conocimiento de la obra de Dios, constituyen los cimientos de la fe.
Sí, la consciencia de Dios, reflejada en la convicción de que somos una de sus manifestaciones, y, por lo tanto, parte de su grandiosa obra. Una obra que se encamina a un objetivo que desconocemos y que no puede estar sujeta al caos de nuestros pensamientos. Una obra, en la que todo y todos, somos los actores, y en la que, nuestra contribución es indispensable. Una obra en la que nuestro papel, nuestra misión de vida, empezó a escribirse desde el origen del universo, y, en la que Dios es nuestro director y guía.
Cuando adquieres esa consciencia, las bases de tu fe están listas para seguir el proceso de construcción de tu fe, Pauline.
Siguiendo con el proceso de construcción de una casa, sobre los cimientos, edificarás las paredes y el techo, indispensables para darte protección y calor.
Del mismo modo, en la construcción de tu fe, la aceptación de la voluntad de Dios, constituirá el equivalente a las paredes y el techo de la casa. La aceptación de la voluntad de Dios, te protegerá del sufrimiento y te dará paz.
¿Aceptación de la voluntad de Dios? Preguntó Pauline.
Si, dijo Ibrahim, la aceptación de la voluntad de Dios, es la convicción de que todo lo que nos sucede en la vida, es obra de Dios.
Con esta convicción, cada momento de nuestra vida, es una oportunidad grandiosa para construir nuestra fe.
Te digo lo anterior, comentó Ibrahim, porque cuando se nos presenta una circunstancia, siempre solemos manejarnos entre dos respuestas extremas: el rechazo y la aceptación. La inclinación hacia un extremo u otro, nos acerca o nos aleja de la fe.
Por lo tanto, el camino que nos lleva desde el extremo del rechazo al extremo de la aceptación, es el camino de la fe.
Recorrerlo, es un proceso de vida.
El extremo del rechazo y ausencia de fe, se refleja en nuestra soberbia, y ésta, a través de nuestra frustración, desesperanza y triunfalismo. Sufrimos por todo, despotricamos por todo, y los contados momentos felices, nos los adjudicamos sin recato: yo los hice y son solo míos.
La construcción de nuestra fe, inicia con los pequeños eventos.
Por ejemplo, este vaso de agua. Si lo tiraras accidentalmente, seria para ti una catástrofe. O si la leche se te riega al hervirla, un trauma. ¿Verdad?
¡Sin duda! respondió Pauline. pero… ¿Qué tiene que ver esto con la fe?
¡Mucho!
Quienes creemos en Dios, somos de la convicción básica de que todo, todo, todo, lo que nos acontece es su obra. Por eso, cuando lo invocamos, decimos que se haga tu voluntad en nuestras vidas. ¿Cierto?
Efectivamente, dijo Pauline. Es la costumbre.
Entonces, hagamos de esa costumbre, una sana costumbre.
Nuestras respuestas ante cualquier situación, reflejan el nivel de nuestra fe.
¿Vamos juntos?
Sí. Continuemos.
Las dos situaciones que te puse de ejemplo, son verdaderamente simples, sin embargo, suelen provocarnos, reacciones descomunales.
Cuando aprendes a aceptar los pequeños tropiezos, en realidad, estas empezando a captar los pequeños mensajes de Dios.
Y los mensajes de los pequeños tropiezos, son la preparación para las grandes pruebas.
Si no aceptas, lo que consideras pequeños tropiezos, cuando te enfrentes a uno grande, te destruirá. Aunque, también uno pequeño puede destruirte, como sucedió en los siguientes casos:
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Universal
CIUDAD DE MÉXICO. - A sus ocho años, Dereck se suicidó porque no lo dejaron salir a jugar la tarde del sábado, en la alcaldía Iztacalco de la Ciudad de México.
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El Diario NTR
Un hombre mató a balazos a su vecino por un problema de un cajón de estacionamiento en la colonia
La Paz, Guadalajara.
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¿Cómo expresar nuestra aceptación de la voluntad de Dios?
Ante cualquier situación, da gracias a Dios por ella. Si la situación es adversa ante tus ojos, dar gracias a Dios, te dará paz, y si, por el contrario, si la situación es algo que consideras un triunfo personal, dar gracias a Dios, te dará humildad.
La soberbia del sufrimiento por lo que consideramos un fracaso o la soberbia del triunfalismo, por lo que, consideramos un éxito, representan falta de fe.
Si nuestra convicción, es que todo es obra de Dios, actuemos en consecuencia. Seamos congruentes con nuestra creencia. Vivamos nuestra fe.
Incorporemos la convicción de que nuestra es la intención y de Dios el resultado.
Veamos algunas manifestaciones del milagro de la fe.
“Karla, acompañada de sus dos hijas, recibió gustosa a su padre en la estación del autobús, en su primera visita que hacía a Austria.
No sabes el gusto que me da, que hayas venido a visitarme, le dijo. ¡Ven, subamos a mi auto, te llevaré a casa!
El recorrido, aunque corto, resultó muy ameno. Los recuerdos provocaron la alegría de todos. Apenas unos minutos después, un pintoresco poblado austriaco, apareció ante sus ojos.
¡Allí vivimos! dijo Karla.
Justo en el momento en que decía esto, el motor del auto se detuvo, dándole apenas tiempo para orillarse. Su reacción no se hizo esperar. Enfurecida, golpeó el volante. Intentó ponerlo en marcha nuevamente, sin éxito. Su frustración se disparó aún más.
¡Estaré sin auto, al menos una semana, y para mi es indispensable! Gritó.
Al ver su frustración, el padre de Karla la abrazó y le dijo: tranquila hija, la frustración es soberbia, demos gracias a Dios por lo acontecido.
No muy convencida, Karla, lo hizo en compañía de su padre. Su semblante se transformó. Una especie de paz se reflejó en su rostro.
Enseguida, sacando sus cosas, optaron por dejar el auto allí.
En el trayecto a su domicilio, Karla hizo algunas llamadas para reportar la falla.
Más tarde, ya en su domicilio, recibió la visita de un técnico automotriz, a quien acompañó al lugar donde había dejado el vehículo. Mientras tanto, su padre permaneció en casa con sus hijas.
Una hora después, Karla regresó en un auto compacto de modelo reciente.
¿Y ese auto, Karla?
¡Lo tendré mientras arreglan el mío! dijo
entusiasmada.
¡Y eso no es todo, papá!
¿Aún hay más hija?
¡Sí! ¡La falla de mi auto es menor, por lo tanto, la reparación me costará poco y me lo entregarán pronto!
Un milagro de fe, hija”
Reynaldo, estaba orgulloso del hato de ganado simmental que había logrado cultivar.
¡El semen que aplica Plutarco, a mis vacas, es de muy buena calidad, yo lo seleccioné personalmente! dijo satisfecho a su interlocutor. Aunque, agregó, con un gesto de preocupación, ya son varias las vaquillas que no quedan cargadas. Creo que ha perdido el entusiasmo por su trabajo.
Justo en ese momento, Plutarco llegaba al rancho.
Hola Plutarco, le dijo Reynaldo, platicaba con Juan, sobre las vaquillas que no quedan cargadas. ¿Qué está pasando?
Yo hago mi trabajo como siempre. El problema es el semen o sus vacas, dijo defendiéndose.
Sin descartarlo totalmente, creo que no es por allí, contestó Reynaldo, ya que la fuente del semen es confiable y he alimentado al ganado como lo indicaste.
Entonces, si no le gusta mi trabajo, busque a otro. Y se marchó.
¿Qué le pasa? dijo Juan.
Está consciente de que es el único inseminador a muchos kilómetros de distancia, se limitó a decir
Reynaldo.
Reynaldo sabía que estaba ante un problema de proporciones considerables. Conseguir los servicios de otro inseminador no era un asunto fácil. Solo le quedaba vender su ganado. Sin embargo, el mercado no parecía nada halagador. El pago por las últimas vaquillas había sido muy por debajo de sus pretensiones.
Sin embargo, como hombre de fe, Reynaldo dio gracias a Dios por la circunstancia que vivía.
De regreso a la ciudad, al doblar una curva, el conductor de un pequeño auto que iba en sentido contrario, le sonó el claxon. Sin atinar con certeza de quien se trataba, Reynaldo disminuyó la velocidad, al mismo tiempo que el conductor del otro vehículo hacía lo
mismo.
Acto seguido, Reynaldo echó reversa.
Grande fue su sorpresa, al percatarse que se trataba de un veterinario, viejo amigo suyo, a quien hacía tiempo no veía.
¡Qué bueno que te veo, Reynaldo! ¡Hay un cliente que quiere tres vaquillas! ¿Te lo traigo?
¡Claro que sí! ¡Cuando gustes!
Y sin decir más, se despidieron.
Apenas unos días más tarde, el comprador llegó a su rancho.
Me gusta su ganado, Reynaldo, dijo el comprador, cuando tuvo enfrente el hato . Le compro todo. ¿En cuánto me lo da?
La pregunta lo desconcertó momentáneamente, sin embargo, recobrando el aplomo, pidió una cantidad muy por encima de las ventas similares anteriores, cantidad que sonó a sus propios oídos como una negativa. Sin embargo, la respuesta que recibió lo dejó aún más desconcertado.
¡Estamos arreglados, lo compro!
“Eran las 11 de la noche, mientras Ricardo yacía plácidamente en su cama, cuando un grito de su esposa lo sacó de sus pensamientos:
¡Ricardo! Ricardo!
Seguramente vio una cucaracha y quiere que la mate, se dijo a sí mismo, sin moverse de la posición en que se encontraba en la cama.
¡Ricardo, me caí!
Alcanzó apenas a oír, y, sin pensarlo, se abalanzó escaleras abajo para auxiliarla.
El espectáculo que vio lo alarmó: al final de la escalera, tirada en el piso, su esposa lloraba desconsolada, mientras balbuceaba: me rompí la pierna.
A zancadas llegó hasta donde ella estaba.
El pie de la pierna derecha, totalmente desviado a la altura del tobillo, no dejaba dudas de la gravedad de la fractura.
Buscando darle valor, Ricardo corrió por un trapo para sujetarle la parte fracturada. El amarre dio confianza a su esposa, quien dejó de llorar. Aun sentada en el piso, Ricardo la abrazó y le pidió que juntos dieran gracias a Dios por lo sucedido. Al terminar de expresar su agradecimiento a Dios, Ricardo la tomó de los brazos y la levantó del piso.
Son las 12 de la noche, llévame al Seguro Social, dijo ella.
Y así, sujeta de Ricardo, dando pequeños brincos, se dirigieron a su auto que estaba a cincuenta metros de allí.
¿Quién le hizo este amarre, señora? Preguntó el médico de urgencias.
Yo, contestó Ricardo.
Sin decir nada más, el médico lo hizo a un lado y se retiró de allí.
Creo que nos quiso decir que no servía para nada, dijo su esposa.
Sí, creo que eso quiso decir, dijo Ricardo sonriendo.
Seis meses más tarde, ya recuperada, la esposa de Ricardo comentaría la confianza que le dio el amarre y la tranquilidad que le infundió dar gracias a Dios. Lo que siguió de la caída, decía, solo fue cuestión de tiempo.
Cuando la soberbia se reduce, aumenta nuestra capacidad de aceptación, y con ella, nuestra fe.
“La tarde brumosa y fría, hacía necesaria la calefacción al interior del vehículo.
Mientras, afuera, el rosario de autos, avanzaban lentamente, muy cerca uno del otro.
Tengo sueño, dijo ella
Recuéstate, le contestó él.
No, porque te voy a contagiar el sueño.
Despreocúpate, me siento bien.
Unos minutos más tarde, la tranquila respiración de ella reflejaba lo profundo de su sueño.
Afuera, el flujo vehicular se hacía más lento.
Zona urbana, disminuya su velocidad, alcanzó a leer él.
La espesa niebla apenas le permitía ver, desplazándose muy lentamente, a una camioneta compacta de redilas y a un pequeño auto que le antecedían. Fue lo último que vio.
Un ruido metálico de láminas aplastándose, lo sacó de su profundo sueño.
Cuando abrió los ojos, se aterró. La escena lo paralizó. El auto compacto prácticamente destrozado y su vehículo casi encima de este.
¡Me dormí, me dormí! Alcanzó a decir él.
¡¿Qué?! Gritó ella.
Abajo, adelante unos metros, un hombre de aproximadamente setenta años, a la orilla del camino, parecía esperar el autobús.
Bajaré a ver si alguien resultó herido, dijo ella.
Cuando intentó abrir la portezuela, le fue imposible hacerlo.
¡No se puede abrir! ¡Ve tú!
Casi de un brinco, él, bajó del vehículo. Afuera, solo permanecía el hombre a la vera del camino, y un poco más adelante, una mujer de avanzada edad, sentada en una piedra.
Creo que son los pasajeros del auto compacto, pensó.
Con esta idea se dirigió al hombre.
Con la voz temblorosa por la tensión, le dijo, ¿Disculpe, se encuentra usted bien?
Sí, le contestó tranquilamente, mi esposa también, le dijo, mientras dirigía su mirada a la mujer sentada en la piedra.
¡Discúlpenme, por favor, les confieso que me dormí!
¡Yo soy el único culpable del accidente! Y rompió en llanto.
No se preocupe, le dijo con increíble dulzura y calma, el hombre de edad avanzada, mi esposa y yo estamos bien, tan solo hemos perdido un auto. ¡Cálmese!
Y el corazón de él, se calmó.
Cuando la autoridad de tránsito se presentó, él aceptó toda la responsabilidad por los daños, pidiéndole a su compañía de seguros, que les diera todo el apoyo posible a los propietarios del auto compacto. Completados los trámites legales, ella y él, se retiraron de allí.
Unos días más tarde, él recibió una llamada.
¡Hermano, me enteré que te accidentaste, seguramente el otro tuvo la culpa! Escuchó decir del otro lado de la línea.
No, hermana, contestó, yo fui el único culpable, me dormí.
¿Te dormiste? Escuchó decir a su hermana como renuente a aceptar lo que él le decía.
Si.
Apenas terminó la conversación con su hermana, una paz interior lo invadió. La misma sensación de paz interior que experimentó cuando reconoció su responsabilidad con los pasajeros del auto compacto el día del accidente.
Llegará el momento, en que, al cambiar la circunstancia, tú, que luchas por continuar con la senda que te has marcado, te convences de que no es por allí, das gracias a Dios y tomas el nuevo rumbo indicado.
La etapa máxima de fe, se da en la santidad, viendo ésta, desde la perspectiva de que se vive una vida plena de fe en Dios. Es la etapa de la total aceptación. Cuando se agradece a Dios, todo lo que nos da sin el menor cuestionamiento. En esta etapa, somos conscientes de que la tarea es nuestra, el resultado de Dios. Ya no hay momentos malos, solo regalos de Dios con diferentes presentaciones.
Y todo empieza, Pauline, con las pequeñas pruebas.
Me has convencido Ibrahim, dijo Pauline emocionada. No estamos aquí por accidente, tenemos una misión de vida y un destino de ineludible cumplimiento en la grandiosa obra de Dios. Nuestra es, tan solo, la decisión de vivirlos con la alegría que da la fe o con el sufrimiento del rechazo.
Así es Pauline, sostenerse en la creencia de que nosotros somos los arquitectos de nuestro propio destino, es tanto como pensar, que, la hoja que se desprende del árbol en medio del huracán, establece el rumbo de su caída.