Ibrahim, inquieto, curioso, recorría las calles de la inmensa ciudad cosmopolita, a la que apenas unas horas antes había llegado. La temperatura ambiente, cercana a los cuarenta y cinco grados centígrados, sofocaba a Ibrahim, quien con frecuencia secaba el sudor que, abundante, perlaba su frente. Sin embargo, su afán de conocer la gran ciudad le impedía detener sus pasos.

Al doblar una esquina, una gran construcción apareció ante sus ojos, inmensa, señorial, portentosa, de la que afanosamente buscó la entrada. Cuando la encontró, después de rodear el enorme edificio, vio que se trataba de la casa de Dios. Quiso entrar, pero no se lo permitieron, el acceso estaba restringido a ciertos horarios y costos. Ante la imposibilidad de conocer el interior del recinto, siguió su camino.

En su trayecto, encontró otras casas de Dios, tan inmensas, señoriales y portentosas como la primera, de diferentes y exquisitos diseños, a las que de la misma manera le negaron la entrada.