El mismo día que Melisse recibió sepultura, Hannibal se presentó al examen de maestro con el firme propósito de aprobarlo para dar una alegría a su madre. No sabía que ella había entregado su vida por él, que su corazón asfixiado había dejado de latir y que ya no podría seguir cocinando y atendiendo encargos para llenar de billetes su viejo pañuelo.
Cuando Melisse agonizaba, Nana la veló y le sostuvo la mano, igual que su padre había hecho tantas veces, como último y sagrado deber, con los esclavos negros que le habían servido fielmente durante mucho tiempo.
Melisse dejó este mundo con la conciencia tranquila porque había cumplido con creces su principal misión: dar una buena educación a su hijo. No quiso que Hannibal se enterase de que estaba enferma ni que le transmitieran la noticia de su muerte hasta que la hubiesen enterrado; tampoco quiso que le enviaran un telegrama y le dieran un susto en mitad de la noche. Prefería que le informasen por medio de una carta escrita con cariño donde se explicara que ese había sido su último deseo y que así es como quería que la recordase: llena de vida y energía, no muerta y achacosa; con un pie en la tierra, no debajo de ella.
Puede que fuese Melisse, la parte inmortal de su alma que había heredado Hannibal, quien guio la mano del chaval mientras hacía el examen. Aunque las manos de aquella mujer nunca habían conseguido dominar el arte de la escritura y sus ojos jamás habían conseguido descifrar una sola palabra, había nacido para convertirse en lo que nunca pudo llegar a ser: una estudiante. Le encantaba el tacto de los libros, de la página impresa, y le gustaba aprender por el simple placer de conocer cosas nuevas.
Cuando tenía seis años y le dieron la libertad, Melisse se pasó un buen rato subiendo y bajando de un tocón mientras lloraba, reía y gritaba: «¡Soy libre, soy libre!». Después se arrodilló junto al tocón y empezó a rezar para que su amo la dejase ir al colegio. Pero la libertad significaba que ya no era propiedad de nadie, y su madre creía que estudiar era una actividad reservada para niños blancos de buena familia. En vez de proporcionarle una educación, la enseñaron a cocinar y enseguida vieron que se le daba bien, porque habría destacado en cualquier cosa que se hubiese propuesto.
En cuanto nació su hijo, Melisse se comprometió a facilitarle la misma educación que a un blanco y grabó a fuego esa idea en la cabeza del pequeño. Y Hannibal, que no era consciente del abismo que existía entre su talento y esas expectativas, consiguió lo que parecía casi imposible a fuerza de simple tesón.
Poco después de llegar a Nueva York, el joven se presentó en la universidad donde quería cursar la licenciatura. Más atónitos que molestos, los responsables del centro le comunicaron que era el estudiante con peor historial académico que había pasado por allí en toda su historia y le recomendaron que volviese a matricularse en secundaria, si es que había cursado esos estudios.
Se pasaba el día entero en el instituto, desde que amanecía hasta que caía la noche, desde que empezaba el invierno hasta que llegaba el verano. Nunca flaqueó en su dedicación y, a pesar de que avanzaba con lentitud, no dio un solo paso atrás: una vez que conseguía fijar algo en su mente, lo retenía allí para siempre.
Después de un tiempo yendo al instituto por la mañana, recibiendo clases particulares por la noche y levantándose al alba para hincar los codos, por fin consiguió entrar en la universidad. Eligió el grado de Historia porque la señorita Caroline había despertado en él un vivo interés por todos esos mundos remotos que se habían desvanecido en la noche de los tiempos y que, a diferencia del presente, se encontraban bien explicados en un libro, con un final preciso y una aclaración oportuna.
Estaba lejos de ser el primero de su clase, pero era con seguridad el más aplicado. Cuando llegó el día de la graduación, nadie merecía el título más que él. Y tampoco había nadie más preparado para dar clases en secundaria, donde la tarea más importante consistía en estimular a los alumnos.
Consiguió trabajo en un colegio de San Juan Hill y, parapetado tras un enorme escritorio, todos los días se enfrentaba a una clase llena de chavales obligados a darle la razón hasta que sonara el timbre. Añoraba estar en el mismo lado de la clase que ellos y se dio cuenta de que, por mucho que hubiese estudiado, aún le quedaba un montón de cosas por aprender.
Volvió a la universidad para cursar estudios de posgrado. Esta vez se matriculó en el turno de noche y, con la vista puesta en obtener una plaza de profesor en la facultad, se dejó la piel para sacarse otro título. A su manera lenta pero inexorable, Hannibal vivió el despertar de sus necesidades biológicas y fue descubriendo poco a poco que es absurdo tener sueños y deslomarse trabajando solo por nuestro propio bien. Para que la vida merezca la pena, para poder sacarle todo el jugo, es necesario que la compartamos con alguien. Al principio tenemos a nuestras madres, pero cuando estas desaparecen, no nos queda otro remedio que casarnos.
Y, como él no tenía ya una madre que lo acompañase en el día a día, que le buscase una esposa, que le arrebatase la pluma que acababa de coger, que le pusiese la mano en la frente para ver si tenía fiebre o que se lanzase al suelo para pedirle de rodillas que no hiciese lo que estaba a punto de hacer, Hannibal cedió por primera vez en su vida a un impulso y se lanzó a escribir una carta de amor que era en parte una relación de méritos donde hacía constar su edad, su estado de salud —que era excelente—, su puesto de trabajo, su salario y las posibilidades que tenía de percibir un aumento, y en parte también una declaración solemne donde se presentaba como alguien indigno de cortejar a una mujer tan elegante y aseguraba con vehemencia que su vida dependía por completo de la respuesta que se le diese.
Con su vida pendiendo de ese hilo, Hannibal remitió la carta a la señorita Josephine, sin tener del todo claro si la señorita Caroline enviaría a un somatén de sureños para lincharlo, pero convencido de que si no la enviaba moriría.
La joven recibió la carta el día de su vigésimo séptimo cumpleaños, justo cuando empezaba a comprender que ya no había vuelta atrás; justo cuando empezaba a resultar evidente que se había convertido en una de esas viejas solteronas que han de agarrarse a cualquier clavo ardiendo con tal de evitar que la calamidad se apodere de ellas.
Se detuvo a la salida de la oficina de correos mientras leía la carta de Hannibal aturdida, pálida como la cera, sin comprender del todo lo que decía, pero aferrándose con toda su alma a aquella propuesta descabellada porque era lo único que tenía.
Volvió a la oficina, cogió la pluma y garabateó lo siguiente al pie de la carta: «Supongo que sí». Compró un sobre, escribió en él las señas de Hannibal, lo introdujo en el buzón y se mareó del tal modo que hubo de ir hasta su casa cogida del brazo de un caballero, aunque de haber sabido que la causa de su desvanecimiento no era el hambre que tan bien conocían los de su clase, aquel hombre le habría retirado de inmediato su ayuda.
Para evitar pensar en otras cosas, de camino a casa no paró de repetirse que, gracias a Dios, era ella quien se encargaba siempre de recoger el correo: una prerrogativa infantil a la que no había renunciado porque, al no tener hijos, seguía siendo la pequeña de la casa y ahora además era también una niña traviesa que guardaba un secreto.
Llegó una carta más de Hannibal, una carta muy breve —pues para entonces el joven no se atrevía siquiera a respirar por miedo a que se desbaratase aquel plan milagroso e increíble— con un poco de dinero para que se reuniera con él y la extravagante promesa de que la haría rica.
Josefine escribió una nota de despedida y la prendió en su almohada con un alfiler.
Querida madre:
Te ruego que me perdones. Me marcho al norte para casarme con Hannibal. No quiero convertirme en una vieja solterona y nadie más ha pedido mi mano o puede mantenerme. Evitaré volver a casa para no avergonzarte. A partir de este momento, puedes considerarme muerta si lo deseas.
Y tal y como estaba, sin acicalarse siquiera, con el aspecto de una muchacha que huye de su casa, con cara de ir a desmayarse en cualquier momento y una maleta vacía en la mano que había comprado de camino a la estación, Josephine se subió al tren y en efecto se desmayó dos veces antes de llegar a Nueva York por el vértigo que sentía al dejar tantas cosas atrás.
Con la cabeza bien alta, la mirada fija y una sonrisa indeleble dibujada en los labios, Nana informó a su círculo de amistades de que Josephine se había ido a Nueva York para ponerse en manos de un médico célebre por el éxito de sus tratamientos. Todas se percataron de que mentía —para poder contar con los servicios de un médico célebre hace falta dinero—, pero se cuidaron mucho de decírselo y Nana no esperaba otra cosa de ellas. Que pensasen lo que les diera la gana, por ella como si creían que Josephine estaba encerrada en su habitación, o era alcohólica o se había vuelto loca. Por muchas vueltas que le diesen, jamás darían con la verdad.
Nana estaba convencida de que, como mucho, solo viviría unas cuantas semanas más. Quería morirse y llegó incluso a rezar para que el dolor mortificante que aplastaba su corazón la liberase cuanto antes de esa insufrible existencia.
Pero, a medida que transcurrían los meses —meses más que suficientes para engendrar un niño—, a Nana cada vez le daba más miedo seguir con vida por si tenía que soportar esa terrible ignominia. La angustia que sentía en el pecho fue en aumento, pero no acabó con ella. Estaba en la tierra, no en el cielo, y tendría que vivir en un mundo que Dios no había hecho lo bastante grande para que ella y su nieto mestizo convivieran en él.
Se imaginó que el niño nacía con alguna deformidad. Había visto mucha mezcla de razas y sabía que el porcentaje de bebés con dos cabezas era muy bajo, pero el matrimonio interracial era algo desconocido para ella y, hasta que Josephine se escapó con Hannibal, una realidad por completo inconcebible.
Aunque carecía del don de la adivinación, estaba convencida de que su hija no se salvaría de tener un niño. Había tirado su vida por la borda y ahora tendría que afrontar todas las consecuencias. A menos que —y solo de pensarlo se le helaba la sangre— decidiese sacrificar su vida para acabar con la del retoño.
Pero al final fue el niño quien a punto estuvo de llevárselas a las dos por delante. Josephine olvidó que había pedido a su madre que la diese por muerta y le escribió una carta desgarradora.
Querida madre:
Estoy en las últimas. Tengo a mi disposición cualquier manjar que se me antoje, pero soy incapaz de probar bocado. Hannibal es bueno y amable conmigo, pero no puedo ni verlo. Los médicos dicen que todo se debe a que te echo de menos. Estoy embarazada de seis meses. No me veo con fuerzas para afrontar esta prueba y el embarazo consume las pocas energías que me quedan. Sé que he cavado mi propia tumba y que ahora me toca apechugar. Pero no quiero irme de este mundo sin que me perdones. Te lo ruego, ven a verme.
Nana apartó la carta y se echó a llorar. El suyo era un llanto inconsolable y desgarrador que nacían de lo más profundo de su ser. El dolor que atenazaba su pecho cesó y el corazón volvió a cobrar vida. El deseo de ver a Josephine, su hija, que estaba encinta y agonizando a causa del embarazo, se impuso a la vergüenza.
Con la cabeza bien alta una vez más, Nana reunió a su círculo de amigas decrépitas y las invitó a tomar el té en unas tazas desportilladas con el fin de soltarles otra flagrante mentira. El médico había derivado a Josephine a un especialista que vivía en Viena. Tenía que ir a verlo costase lo que costase y ella, por supuesto, estaba obligada a acompañarla. El Señor había obrado de nuevo el milagro de los panes y los peces. No tenía ni idea de cuánto tiempo estaría fuera. Si el clima favorecía la recuperación de Josephine, sería una estupidez volver.
Las amigas de Nana le desearon buena suerte y la dejaron para que pudiese hacer la maleta. ¿Pensarían acaso que había matado a su hija y, después de deshacerse de su cadáver, intentaba darse a la fuga?, se preguntó Nana con sarcasmo. Sea como fuere, jamás se les pasaría por la cabeza denunciarla, y tampoco se pondrían a cuchichear entre ellas: sabían bien que lo mejor era dejar a la gente en paz. Si se hubiesen enterado de lo que de verdad le pasaba a su hija, habrían caído fulminadas. A ellas tampoco les quedaba mucho en esta vida y no habrían soportado que Josephine pisotease su fe en el Altísimo con semejante apostasía.
Veinticuatro horas después, Nana —la misma Nana que nunca se había dignado reconocer la victoria de los yanquis en la guerra— se encontraba ya en un tren camino del norte. Se vio obligada a separarse de sus raíces en un momento de la vida en que estas eran ya demasiado profundas y estaban demasiado extendidas para que una pala pudiese encontrarlas. El hacha impaciente tendría que acabar la tarea, y el tajo definitivo sería como una herida que ahoga en sangre la tierra. Nada volvería a formar nunca un todo, porque un todo es siempre la suma de sus partes.
Ocupó el lugar que le correspondía en la casa de Hannibal, se sentó a su mesa —mientras él se quedaba de pie—, se hizo cargo de Josephine, presentó sus respetos a los pocos conocidos que tenía y convivió con aquel grupo de extraños de color del que nunca llegó a formar parte, pero con el que se vio obligada a entablar relaciones porque su hija se negaba a abandonar el santuario de su habitación.
Nana, que ya había ocultado la deshonra de Josephine a sus amigas, trató de ocultarle también a Hannibal el asco que parecía inspirarle a Josephine y tuvo que explicar a los vecinos bienintencionados que se acercaban a llevarle regalos a la niña que su hija —a la que nunca llamaba Josephine en su presencia para no ofenderlos añadiendo a su nombre el tratamiento que le correspondía— se recuperaba muy lentamente y no tenía permitido recibir visitas. Poco importaba si la creían o no mientras no supiesen que la joven, consciente por fin de la verdadera magnitud de su desgracia, no podía soportarlos.
Siguió guardando las apariencias, pero no por Josephine ni por Hannibal —que a esas alturas debía saber ya que lo que empieza mal siempre acaba mal—, sino por Corinne, la recién nacida, la niña que esos dos jóvenes habían engendrado, pese a que su madre no se dignaba siquiera tocarla y su padre tenía miedo de aplastarla con sus enormes manazas; la criatura por cuyas venas corría la sangre de los Shelby; su nieta, por mucho que la semilla negra de Hannibal la hubiese contaminado, y por encima de cualquier otra cosa un bebé desvalido, con las mismas necesidades que cualquier otro niño, ya fuese negro o blanco, del que alguien tenía que hacerse cargo, al que su abuela compadecía y al que, a causa de esa compasión, había aprendido a amar.
Hannibal seguía llamando Nana a la señorita Caroline. Ella, sin embargo, se negaba a llamarlo a él por su nombre, ya que en el contexto de la nueva relación que mantenían habría sido tanto como aceptar que era su yerno. Prefería dirigirse a él por el título de profesor, a la vieja usanza del sur, y siempre daba gracias al cielo por que esa fuese su profesión, aunque aún le costaba creer que hubiese alcanzado esa meta.
Cada vez que oía ese título, Hannibal parecía más decidido a conseguir que la señorita Caroline lo pronunciase algún día porque de verdad lo merecía. Nana se convirtió en su faro. Igual que ocurrió cuando era pequeño y la llevaba en coche hasta su pasado en Xanadu, las imágenes románticas de aquel antiguo esplendor regresaron y volvieron a recomponer el aura de la que para él siempre había estado rodeada aquella mujer. Nana sustituyó a Josephine en sus planes de futuro. No se conformaría con una plaza de profesor. Su principal objetivo en la vida sería que lo nombrasen rector. Y sabía bien de qué universidad: de una para estudiantes negros situada en Washington que jamás había tenido al frente a una persona de color. Él se convertiría en la primera y, tal y como correspondía a su puesto, tendrían que proporcionarle un ejército de sirvientes para que atendieran a Nana tal y como ella merecía.
Entretanto, él mismo asumió la tarea de cuidarla. Se encargó de hacer la comida porque era el mejor cocinero y porque, mientras estuviera ocupado en los fogones, Nana no tendría que rebajarse a compartir el pan con él. Y se encargó también de subirle las bandejas a Josephine, a quien de vez en cuando dedicaba alguna palabra cariñosa que su mujer ignoraba sin mirarlo siquiera. Ella, que lo había aceptado como a un igual acostándose con él, había empezado a comportarse desde esa misma cama como si fuera superior. Y Hannibal, que tenía a la señorita Caroline como su ideal de nobleza, aceptó en silencio ese trato y cumplió el papel de sirviente que se le había asignado.
Al cabo de un tiempo, el joven se doctoró y obtuvo una plaza de profesor en la universidad de Washington que quería. Corinne, la pequeña, fue bendecida con una piel lo bastante clara para parecer blanca, y esa era la marca de pertenencia a la sociedad aristocrática en la que habría de educarse y cuyos prejuicios tendría que adquirir.
Y esa sociedad, que se consideraba a sí misma aristocrática porque un senador efímero o alguien por el estilo había inyectado, hacía ya mucho tiempo, una buena cantidad de sangre azul en las venas de todos sus miembros, decidió pasar por alto el embarazoso color de piel de Hannibal en atención a la plaza de profesor que ocupaba y al hecho de que jamás aceptaba invitaciones de índole estrictamente social para no corromper el orden establecido.
Ni que decir tiene que fue imposible convencer a Josephine de que los honrara con su presencia. Con una criada y un timbre para llamarla, prefería quedarse en casa pulsando de manera frenética el timbre y disfrutando de la actitud y el tono servil con que la atendían. Siempre estaba pidiendo comida: nunca se le antojaba ninguna otra cosa y nada le proporcionaba una sensación de abandono tan agradable.
Todas las noches reclamaba la presencia de su madre. Le gustaba oírla hablar de Xanadu para desentenderse por completo del presente. Aunque Nana se pasaba el día entero cuidando de su nieta y no solía tener muchas ganas de cháchara, Josephine exigía que le contara alguna historia de la gran plantación y la escuchaba con los ojos cerrados con la esperanza de que los sueños la transportaran lo más lejos posible del aquí y el ahora, de ese infierno al que había acabado arrastrando a su madre.
Hannibal ascendió a director de su departamento, lo cual se tradujo en una casa más grande y otra sirvienta para la señorita Caroline. Hacía la mayor parte de las comidas en su despacho. Cuando estaba en casa, las criadas le llevaban una bandeja al estudio y él apartaba los papeles de la mesa con mucho aspaviento para hacer sitio. Nana dio orden a los sirvientes de que no le pusieran nunca un plato en la mesa a menos que se les dijera lo contrario. Y él se cuidó mucho de que tal cosa ocurriese.
Al cabo de un tiempo, Hannibal se convirtió en el primer rector negro de la universidad y, gracias a su inquebrantable dedicación, se hizo un hueco entre sus predecesores. Igual que Nana había empujado a Hannibal a conseguir el título de profesor, ella se vio obligada a asumir el papel de abuela para las mujeres del claustro. A diferencia de su yerno, sin embargo, ella no tenía la menor intención de ejercer como tal, y tuvo que aceptar con elegancia ese honor por el bien de su hija, que, a pesar de ser la causante de todo aquello, jamás salía de su habitación.
Josephine falleció a los cuarenta y un años, más gorda de lo que había estado nunca. Como sucedió en el caso de Melisse, la causa de su muerte también fue la obesidad. Pero eso era todo lo que tenían en común. Eran dos mujeres pertenecientes a mundos opuestos que se hartaron a comer hasta que su cuerpo dijo basta.
Una vez que Josephine fue enterrada por todo lo alto en un cementerio para negros, a Nana —aislada con arrogancia de todos y con la cabeza llena de Dios sabe qué pensamientos aciagos— no le quedó más herencia que una vida rodeada de negros, sin un solo blanco de pura cepa cerca con el que identificarse y sin poder desear siquiera, como cualquier otra madre, haber muerto en lugar de su hija porque la pobre Corinne —que no había tenido otra madre que Nana, a quien nadie más había proporcionado cariño y consuelo— se habría sentido aún más desconsolada de lo que Nana estaba en ese momento si hubiese tenido que sostener la mano inerte de su abuela.
Y ahora, con noventa y ocho años, ella también quería tener una mano a la que aferrarse; quería la mano de Shelby, porque iba a quedar unida en matrimonio a la de un blanco y esa unión les permitiría regresar a través del tiempo al origen, hasta que la sangre negra se fuese diluyendo poco a poco y nadie fuese capaz de recordar a una sola persona de color.
Con la poca ayuda que podían proporcionarle su bastón y una mano temblorosa apoyada en la pared, Nana emprendió el larguísimo camino a la habitación de Shelby: el camino de regreso a una vida propia de blancos.