CAPÍTULO 10

La mujer del predicador terminó dándole el hijo que tanto ansiaba, y le pusieron de nombre Isaac. Era un bebé precioso, alegre y despierto, y su desarrollo fue espectacular. Si algún ser superior hubiese comparado los logros del predicador con los de Melisse, con toda seguridad le habría otorgado la victoria al primero. Isaac aprendió a andar con once meses —a trancas y barrancas, es cierto, pero con mucha determinación—; poco después aprendió a hablar, y todos los días ampliaba un poco más su vocabulario.

Antes de cumplir los dos años, la biblia de su padre ya se había convertido para él en un imán que lo atraía y lo apartaba de cualquier juego. Cuando su padre empezaba con el sermón, él se sentaba a escucharlo absorto. Pero, pese a que lo intentó con todas sus fuerzas y pese a que contaba con una mente receptiva y dispuesta, el pequeño no consiguió que las palabras del Evangelio calaran en él. Le resultaban demasiado grandilocuentes: «santificación», «revelación», «Altísimo», «dogma»… La Biblia era para los hombres de fe como su padre, que era capaz de transformar aquel libro en una fuente de inspiración siempre que lo abría, tanto si lo tenía cogido del derecho como del revés, y de captar su mensaje aunque no lo tuviese a mano. En la orilla del río, donde Isaac pasaba infinidad de horas con su padre hasta que conseguían llenar un cubo de pescado para comerlo frito, o en la espesura del bosque, donde se internaban para cazar alguna zarigüeya que llevarse a la boca en la cena, el viento transportaba las palabras de Dios y las susurraba con tal suavidad que solo el predicador sabía cuándo era necesario poner el oído. Y después las compartía con su hijo, mientras los peces daban saltos para escucharlas o los árboles se inclinaban para prestar atención, y hasta el propio Isaac se esforzaba por retenerlas, a pesar de que le resultaba imposible pronunciar una sola de ellas.

A los tres años, el chaval pidió que le compraran un libro pequeño y manejable. Indicó con las manos el tamaño que más o menos podía tener un volumen con palabras apropiadas para alguien de su edad. El predicador le compró un manual de introducción a la lectura, pero no porque creyese que era el más indicado para empezar, sino porque tenía la forma más parecida a la que había descrito Isaac. El pequeño sentía por el libro lo mismo que un padre por sus hijos. Jamás lo perdía de vista, como si pensase que podía ponerse a balbucear en cualquier momento. Se lo llevaba consigo incluso cuando iba con su madre a entregar una colada. Y, mientras esperaba que los clientes le pagasen y le diesen un nuevo cesto de ropa sucia, casi siempre aparecía algún chaval con ganas de impresionarle que se lo arrebataba, le explicaba que esa letra de ahí era la g, esa la a, esa la t y esa otra la o, que juntas formaban la palabra gato, y las páginas del libro por fin empezaban a hablar. Era suficiente con que repitieran las palabras una sola vez para que quedasen grabadas a fuego en la mente de Isaac.

Cuando cumplió los cuatro años, el pequeño ya era capaz de leer el libro deletreando la mayoría de las palabras sin hacer más que una pausa de vez en cuando para respirar: había aprendido cómo hacer hablar a los libros. No estaba nada mal, pero entonces se le metió entre ceja y ceja que quería ampliar sus conocimientos en un lugar llamado colegio. Fue imposible convencerlo de que esperase a tener seis años. Isaac necesitaba ver con sus propios ojos cómo era un colegio. Sabía que era una institución a la que se iba para aprender y con eso bastaba para que se le hiciese la boca agua. Juró a sus padres que haría los diez kilómetros de ida y los diez de vuelta que lo separaban de la escuela más cercana sin perderse y sin cansarse. Estaba muy crecido para su edad, les aseguró, y no era ningún gallina.

El predicador trató de prepararlo por si se llevaba una decepción, pero todos sus sermones fueron innecesarios. Isaac no se sabía el alfabeto en orden, pero conocía el nombre de todas las letras. Tampoco sabía contar, pero había aprendido de memoria los números de las páginas que figuraban en el libro. No había un solo símbolo de aquel volumen que no pudiese recitar. Su mente era una esponja y la maestra que le hizo la prueba de acceso no tuvo más remedio que admitirlo en el colegio. Solo esperaba que su madre lo hubiese enseñado a ir al baño solo o que, cuando menos, estuviese acostumbrado a pedir que lo llevasen cuando tenía alguna necesidad.

El colegio era, ni que decir tiene, una institución privada: en el concepto de lo público que se tenía en las escuelas públicas no estaban incluidos los miembros de la raza a la que pertenecía Isaac. Y, aunque las profesoras que trabajaban en él habían recibido una buena formación, distaban mucho de ser especialistas en su campo. Eran un grupo de solteronas pudientes del norte, estaban imbuidas del espíritu filantrópico de Nueva Inglaterra y creían firmemente en que, además de pan, un hombre necesita conocimientos para poder mantenerse. Con la causa de los negros del sur aún en sus corazones abolicionistas, ellas y otras mujeres de clase con orígenes y creencias similares se dedicaron a montar pequeños colegios en muchas zonas rurales. Aquellas mujeres valientes dieron un fuerte impulso a la instrucción pública y, gracias a su labor, los niños que estaban llamados a convertirse algún día en los líderes de su raza pudieron aprender a expresarse con corrección y decoro. La aportación simbólica que Isaac llevaba atada a un pañuelo y prendida a la camisa no alcanzaba para pagar la matrícula de aquel colegio. Su única finalidad era que pudiese ir con la cabeza alta; que se sintiese obligado a aprovechar su estancia allí y a dejarse la piel para estar a la altura de la oportunidad que le ofrecían sus padres.

El chaval prosperó mucho en aquel pequeño colegio, y todos sus esfuerzos dieron fruto en el último curso, cuando quedó bajo la inquebrantable tutela de una mujer llamada Amy, a la que un matrimonio entre primos lejanos había bendecido dos veces con el ilustre apellido Norton. Ese iba a ser su último año en el sur y estaba decidida a explotar todo el potencial de sus alumnos; Isaac, por su parte, quería sacar el máximo partido a lo que su maestra pudiese enseñarle. Tenía once años, casi doce, pero estaba muy crecido para su edad y era lo bastante inteligente para saber qué le convenía. Cuando la señorita Amy Norton Norton le preguntó a final de curso si estaba dispuesto a viajar al norte para seguir con su educación, Isaac le contestó que sí sin pensárselo. Aquello significaba seguir aprendiendo. También significaba dejar a su madre, pero eso en un principio no le importó: la quería con locura, pero estudiar estaba por encima de cualquier sentimiento.

El predicador lo llevó a la estación. Su madre prefirió quedarse en casa porque no estaba segura de poder dejar a su hijo solo dentro de aquella máquina monstruosa. La señorita Amy Norton Norton se encontraba ya en la cabecera del tren, dentro del compartimento reservado para blancos, e Isaac y su padre seguían al pie del vagón para la gente de color, casi a punto de despedirse.

—Que el Señor cuide de nosotros mientras estamos separados —dijo el predicador en voz baja.

Después entonó con esas mismas palabras una melodía tan suave y dulce como el tañido de las campanas. Al cabo de unos instantes, el jefe de estación gritó: «¡Pasajeros al tren!», una cantinela para blancos que, sin embargo, estaba preñada de promesas. Isaac recogió su equipaje y se dispuso a embarcar, demasiado nervioso para percatarse del nudo que se le había hecho en el estómago. Aunque era verdad que estaba muy crecido para su edad, tenía once años y aún le quedaba mucho para ser un adulto. Mientras subía al vagón, el predicador le puso la mano en el hombro y lo apretó con fuerza. Isaac no olvidaría nunca el apretón cariñoso de esa mano.

El predicador empezó a cantar con más fuerza para disimular sus lágrimas:

—Que el señor cuide de nosotros mientras estamos separados. Ve con mi bendición, ve con Dios.

Isaac sacó la mano por la ventanilla para despedirse, y su padre la siguió con la mirada hasta que no pudo ver otra cosa que una nube de humo.

Esa despedida no tenía nada de especial. Ofrendas sobrecogedoras como esa se repetían constantemente por el sur: la entrega de los niños de color más dotados al norte para que se pusiese a prueba su entereza y se desarrollase su potencial. Casi todos ellos seguirían siendo exiliados de por vida. Es cierto que ningún hombre libre vuelve a ceñirse el yugo que lo sometía, pero el sur que llevaban dentro no los abandonaría nunca. Y lo que perviviría allí no sería ni la inhumanidad de los blancos ni las casuchas donde vivían los negros, sino la belleza de la tierra, la exuberancia de su hermosura: el recuerdo de ese chaval que despierta a la mañana sureña y sale a correr con los brazos abiertos para disfrutar de su fragancia embriagadora, de su crujiente madera, de su increíble paleta de colores; el recuerdo de ese chaval, que ya es un hombre hecho y derecho y se ve obligado a fingir —por el bien de sus hijos, desde luego, pero también por el bien de sus ambiciones y de su amor propio— que prefiere otra tierra, aunque para su mente no haya imagen más dulce que la del sur.

El predicador se quedó un rato más en el andén, triste pero no desolado. Su hijo le había dado muchas alegrías y las lágrimas que derramaba eran de pesar, pero también de orgullo y esperanza. Por fin se volvió y se apartó de las vías desiertas. Había dedicado buena parte de vida a sanar el alma de otras personas y acababa de separarse de su único hijo para que él también pudiese aprender algún día una ciencia con la que curar a los demás.



Cuando el tren llegó a Washington, la señorita Amy fue a buscar a Isaac y le compró un billete en primera clase. El muchacho se llevó consigo su bolsa de comida. Había guardado los manjares más suculentos para su profesora, que parecía haberse subido al tren sin nada que llevarse a la boca. Ella le agradeció el detalle, le explicó que comerían algo caliente en el vagón restaurante más tarde y le entregó la bolsa grasienta de Isaac a uno de los mozos de color para que la tirase: le dio la sensación de que cualquiera de ellos preferiría esa pequeña muestra de arrogancia a que les dijera abiertamente, desde la comodidad de su elegante asiento en primera, que entregasen las sobras de un blanco a alguna de las madres pobres que iban en segunda clase.

Isaac se instaló en la casa de Chestnut Hill donde vivía la señorita Amy con su padre y se convirtió en el protegido de la maestra. Lo dejaban comer en la misma mesa que ellos, le enseñaron modales y lo pusieron a trabajar en la casa. Dormía en la planta reservada al servicio, compuesto en su mayoría por criados de la vieja escuela que tenían sus tareas bien acotadas y no estaban dispuestos a compartirlas con él. Le dejaban tan pocas labores que para Isaac eran un juego de niños realizarlas, pero la señorita Amy estaba muy satisfecha de que el chaval se fuera curtiendo y de que, aunque solo fuese de manera simbólica, pudiese pagar la escuela con el sudor de su frente.

La señorita Amy estaba convencida de que la inteligencia de Isaac se echaría a perder en un colegio público y decidió matricularlo en la misma institución a la que había ido su hermano. Seguía defendiendo con fervor el derecho de los negros a recibir una educación gratuita, pero tenía la impresión de que el nivel académico de los colegios públicos de Boston, adonde acudían sobre todo los hijos de los inmigrantes irlandeses, estaba muy por debajo de las altísimas expectativas que tenía depositadas en su protegido.

Al término del segundo trimestre, Isaac descubrió que la señorita Amy y su padre tenían pensado llevárselo a una isla lejana. Para un chaval de campo como él, que solo conocía las islas por lo que había leído en los relatos de naufragios, aquella era una aventura realmente fabulosa. El hecho de que además se fueran de vacaciones convertía el viaje en un acontecimiento todavía más fascinante. Sabía lo que era ir de visita —desplazamientos que uno hacía para acompañar a un enfermo o para enterrar a algún muerto—, pero las vacaciones consistían en ir a algún sitio por el simple placer de estar allí y en tener un lugar donde quedarte a vivir. Y ¡menudas casas tenía la gente! La residencia de la señorita Amy era un gigantesco chalé de cuatro pisos con los postigos blancos y un porche enorme para descansar; a Isaac no le cabía en la cabeza que una casa así pudiese quedarse vacía ocho meses al año.

Un día después de llegar a la isla, tuvieron que acercarse al puerto con el carruaje para recoger al hermano de la señorita Amy y a su familia, que todos los años se desplazaban hasta allí para pasar unos días con el padre. El hermano de la señorita Amy, cuya sensibilidad nunca llegó a adaptarse del todo a la aridez de Nueva Inglaterra y cuyo temperamento no parecía casar bien con el puritanismo de la alta sociedad bostoniana, se había mudado a California hacía ya varios años. El trayecto de una punta a otra del país con cuatro niños, un montón de baúles, varias mascotas, una niñera, una criada y una mujer que habría preferido lucir su suntuoso vestuario en un entorno más elegante resultó largo, tedioso y, de no ser porque el padre era lo bastante mayor para cambiar el testamento por un simple capricho, totalmente innecesario.

Isaac dormía solo en una habitación de la planta superior. Así lo tenían lejos de los demás niños y la señorita Amy se aseguraba, además, de que estaba lo bastante ocupado para que el sopor del verano no lo corrompiese. El hermano era mucho más permisivo que ella y a la señorita Amy le fastidiaba no poder tener bajo control a sus hijos. Isaac comía en la misma mesa que ellos, aprendió a nadar a su lado y pasaba todo el tiempo que podía montando con ellos en un carro. Aunque sabían que era negro, aún no habían crecido lo suficiente para que eso les importase. La piel broncínea de Isaac solo era un poco más oscura que la de sus rostros tostados por el sol, los modales que mostraba habían sido objeto de una estricta supervisión y el acento que tenía iba camino de ser igual al que oía todos los días en el colegio y en casa.

A Isaac le encantaba la isla, que en la década de 1880 aún no mostraba ninguna de las señales de progreso que traería el nuevo siglo: los coches, los cócteles y la aparición de una nueva clase de personas de color que ya no pertenecían al servicio. Los carruajes y los carros tirados por ponis acentuaban el encanto de la isla sin llegar a alterar su ritmo de vida. Las costumbres urbanas no habían llegado hasta allí y la inocencia correteaba descalza por los caminos embarrados: la gente se subía a los carros cargados de heno y daba paseos en bote, había campos de croquet y limonada, uno podía pasarse el día entero recogiendo arándanos en el bosque cuando llegaba la temporada, y la orquesta de los bomberos siempre amenizaba las noches de verano con algún concierto. Issac acompañaba a la prole de los Norton adondequiera que fuese, y los Norton no paraban de hacer cosas: siempre estaban dando vueltas con su carro o con su bote, jugando en la casita del árbol u organizando meriendas (que los días de lluvia se celebraban en el porche acristalado de la casa). Y donde no estuvieran ellos solo reinaba la soledad y el aburrimiento.

Al ver que sus hijos se pasaban las tardes enteras hurgando en el barro, junto a la puerta de casa, mientras el resto de la pandilla se iba con los Norton y ese otro muchacho «cuyos antepasados se comían vivos entre ellos» muchas madres obcecadas empezaron a ceder y a reconsiderar su postura. El principal problema con el que se habían encontrado era que Isaac nunca mostraba su lado caníbal. No había nada en él que ahuyentase a los otros chavales, y resultaba prácticamente imposible distinguir a un chico de piel oscura entre una maraña de chavales bronceados, a menos, claro, que alguna madre fisgona se atreviese a hacer la consabida pregunta: «¿Por qué no se va el negrito a su casa?».

Isaac formó parte de ese mundo hasta el año en que cumplió los catorce. Ese invierno falleció el padre de la señorita Amy. Los niños de su hermano pasaron el siguiente verano en Europa y las visitas a la isla cesaron a partir de entonces. Su padre ya no se sentía empujado por la codicia a hacer el peregrinaje anual de pleitesía al guardián de la fortuna. Había sido el principal beneficiario de la herencia y ya no le hacía falta. Todas las industrias textiles de los Norton quedaron en sus manos y decidió servirse de ellas para comprar el título de embajador. Ahora que se había convertido en un potentado de verdad, quería algo que no estuviese al alcance de los advenedizos, cuya única manera de seguir siendo ricos consistía en no tocar su capital. Para los auténticos millonarios, las personas que podían comprar cuanto se les antojase y ya disponían de casi cualquier cosa, el título de embajador —para aspirar al cual solo se necesitaba tener dinero suficiente para despilfarrarlo— era el no va más.

De acuerdo con el testamento, la señorita Amy recibió unas cuantas acciones y las dos residencias familiares; ni más ni menos de lo que una solterona como ella esperaba. Podría vivir con cierta holgura en los únicos dos lugares del mundo donde se sentía a gusto. Ella prefería lo conocido, y su hermano, lo desconocido. Él aspiraba a más y lo había conseguido, pero ¿cuál es la medida de la satisfacción?

Ese verano, Isaac y la señorita Amy se trasladaron hasta Martha’s Vineyard como de costumbre. El fastuoso caserón veraniego tenía, sin embargo, un aspecto desolado y funesto. Muchas otras cosas habían cambiado en la isla. Sin los hijos del hermano, sin su carro, su poni y su bote —de los que se habían deshecho porque era absurdo que un chaval pobre que estaba trabajando para pagarse el colegio se dedicase también a conservarlos en buen estado—, Isaac perdió el contrapeso que lo había mantenido a flote entre un mar de suspicacias familiares. Las madres de la isla amenazaron con imponer severos castigos —como la retirada de ciertos privilegios y otras represalias incluso peores— a cualquier llorica malcriado que no se atreviese a dar la espalda a Isaac. No había tiempo para medias tintas. El negrito había crecido casi una cabeza desde el verano anterior, su voz era más grave y se había vuelto impredecible. En tan solo un invierno, aquel perrillo juguetón había adquirido el tamaño de un lobo. El apacible mundo de los niños estaba, pues, en peligro, y el instinto protector de las madres las obligó a atar en corto a sus hijos.

Unas cuantas decidieron hacer una visita vespertina a la señorita Amy. Llegaron con ánimo cordial y buena disposición, de acuerdo con una norma no escrita según la cual el verano no daba oficialmente comienzo hasta que los Norton abrían las puertas de su hogar y empezaban a recibir visitas. Con sus labios a media asta, todas ellas ofrecieron su más sentido pésame por el fallecimiento del querido padre de la señorita Amy; sonriendo con unos labios que parecían rodajas de sandía y dando gritos para ver quién era capaz de mostrar mayor entusiasmo, todas ellas se deshicieron en elogios por lo bien que le iba a su hermano y lo alto que había llegado. Les sirvieron el té y lo bebieron a sorbos, cada vez con más lentitud. Ninguna de ellas quería tomar la palabra. Las piedras que habían traído para lanzárselas a Isaac empezaron a pesarles demasiado.

Se hizo un silencio que los sorbos no pudieron llenar. Una de las madres se aclaró la garganta, pero le faltó el coraje. Otra hizo ademán de echarse a hablar, pero de inmediato fingió que le entraba un ataque de tos. El malestar y la vergüenza inundaron la estancia. Y entonces, una mujer roja como un tomate —una mujer a la que le latían los oídos tanto que creía esta ahogándose— lanzó por fin la primera piedra y consiguió salir a flote. Las demás fueron lanzando sus piedras una a una hasta que una pila improvisada consiguió detener la inundación. Quienes se salvaban a sí mismas estaban salvando también a sus hijas pequeñas de un destino mucho peor que la asfixia: de una vida indigna. Todas creían que su causa era justa y que la habían expuesto de manera convincente, sobre todo porque la señorita Amy no les llevó en ningún momento la contraria.

Pero, como ellas mismas debían de saber, la señorita Amy jamás se habría rebajado a responder a semejantes insultos. Si guardó silencio fue porque no tenía manera de saber si las hijas de aquellas mujeres eran tan dignas de su confianza como Isaac. Cuando le preguntaron si podía darse el asunto por zanjado y olvidado, ella se mostró de acuerdo. Las madres se sintieron tan aliviadas y estaban tan ansiosas por cambiar de tema que a ninguna se le ocurrió preguntar si sería realmente capaz de pasar página. Y lo cierto era que jamás lo olvidaría ni lo perdonaría. La señorita Amy ya se había visto obligada a acortar sus estancias en la isla porque los recuerdos de otras épocas y de otros niños la sumían en una profunda tristeza siempre que estaba allí. Ahora, además, esas mujeres habían convertido en un monstruo al único hijo que podría tener jamás con sus insidias.

Acompañó a las madres hasta la puerta sin dar la menor señal de que estuviese dispuesta a invitarlas de nuevo a su casa o a aceptar una invitación suya. A medida que los días pasaban, no fue necesaria ninguna señal para poner de manifiesto lo que ya era obvio. Las madres desterraron sus inquietudes y llegaron a la conclusión de que la señorita Amy había decidido abstenerse de tomar el té con ellas para no ensombrecer las reuniones con su vestido de luto. Trataron de seguir en contacto enviándole de vez en cuando caldos y postres acompañados de tarjetas para desearle una pronta recuperación, aunque nadie les había dicho que estuviese enferma.

Isaac aceptó la exclusión de la pandilla con un estoicismo que formaba parte de su educación y de la naturaleza de cualquier chaval negro. Aprendió a encerrarse en sí mismo (algo que mucha gente no tiene necesidad de aprender nunca) antes que la mayoría. Aprendió también a valorar todas las ventajas que se le había concedido y a tomarse lo demás con filosofía. El final prematuro de sus ilusiones infantiles tuvo, sin embargo, una dulce recompensa: los viernes por la tarde, le permitían que llevase a la señorita Amy a dar una vuelta en su elegante faetón. No tardó en adquirir la maña suficiente para llevar con maestría las riendas de su zaíno brioso y veloz. Se trataba de un premio veraniego mucho más jugoso que dar vueltas en un carro tirado por un poni renqueante, incapaz de llegar a la mitad de los sitios adonde se podía ir con un caballo y un carruaje de verdad cómodamente y el doble de rápido. Y la señorita Amy, que se dio cuenta, viajaba a su lado en silencio, sin decirle nunca lo que tenía que hacer porque era consciente de que él ya lo sabía.

Tal vez alguna fuerza cósmica viese y aprobase las rutas paralelas que parecían seguir dos caballos: el de Isaac, que iba con su idolatrada señorita Amy al lado, y el de Hannibal, que llevaba a Nana a la espalda. Cabe la posibilidad de que el carruaje que Melisse había alquilado traquetease un poco más que el faetón de la señorita Amy, y puede también que las historias sobre la época dorada de su juventud que Nana le contaba a Josephine, y que tanta impresión causaron en Hannibal, tuviesen un tono elegiaco y una profundidad de los que carecían las historias de la señorita Amy, a la que no le gustaba embellecer sus relatos más allá de lo que la memoria tergiversa siempre los hechos. Aquella mujer viajaba por un continuo temporal que una guerra jamás había arrancado del calendario. Su mundo se extinguiría por causas naturales y ella no viviría para contemplar su final. El mundo de Nana, sin embargo, lo habían segado de cuajo cuando estaba en pleno esplendor. La flor del sur se había marchitado en el lodazal de la esclavitud: las raíces habían dejado de alimentar el tallo y este se había secado y se había doblado, mustio, sobre un camposanto de pétalos. Nana se había apresurado a guardar esos pétalos en el libro de la memoria antes de que los vientos de la batalla, que consiguió devastar todo lo demás, se los llevase.

Así pues, mientras Isaac —el protegido— conducía el faetón al lado de la señorita Amy —su benefactora—, Hannibal conducía el carruaje en un asiento distinto y tenía que servir de cochero a la señorita Caroline. Sin llegar a levantar nunca un dedo para señalar otra cosa que no fuese el lugar donde tenía que servirles el pícnic, sin aportar un solo centavo ni dejar que se desperdiciara un solo penique en su educación, sin dirigirle jamás una sola palabra de consejo o aliento—, a su manera, sin embargo, Nana acabó siendo para Hannibal una fuente de inspiración tan importante como la señorita Amy para Isaac. Este último terminó convirtiéndose en lo que su protectora había previsto para él y el primero llegó a ser algo que Nana no podía siquiera imaginar.



La señorita Amy dejaba de vez en cuando que Isaac decidiese el rumbo de sus paseos en carruaje y, cuando eso ocurría, el chaval la llevaba todo lo lejos que podía. Aunque nunca se atrevía a preguntar por el futuro y la señorita Amy nunca le proporcionaba información voluntariamente, Isaac tenía la sensación de que no volvería a ver esa joya del Atlántico después del verano. Y, si aquellas iban a ser unas vacaciones para dar rienda suelta a su pasión, entonces trataría de dirigirla toda hacia la isla. Ninguna mujer tendría para él jamás tantas facetas como ese mar, tantas sorpresas y tantos tesoros como esas montañas y esas llanuras; ninguna mujer tendría nunca una belleza tan imperecedera y una elegancia tan discreta. Su capacidad de amar, esa capacidad que las vecinas de la señorita Amy habían convertido en algo indigno y casi salvaje, ya no podría conformarse con un objeto que estuviese por debajo. Cuando llegase el momento de casarse, puede que amase a su mujer con el cuerpo, pero su mente puritana no se dignaría siquiera a reconocer que existía. Su devaneo con la isla el verano que alcanzó la pubertad fue una de las pocas aventuras románticas que recordaría con cariño en el invierno de la senectud, en ese angustioso pozo de olvido donde solo brillaría lo verdaderamente inolvidable.

Al final del verano, Isaac guardó toda su ropa y todas sus pertenencias en la maleta y se preparó para volver a Boston. Esa vez no quiso dejar allí ningún objeto a modo de talismán para asegurarse de que volvía, como él y sus amigos habían hecho otros veranos. Estaba cansado de los gestos y las esperanzas infantiles. Al año siguiente tendría ya quince años; sería lo bastante mayor para quedarse solo en la ciudad y, si seguía creciendo al mismo ritmo, lo bastante grande también para conseguir un trabajo y un salario de adulto. Se había fijado en los mozos de South Station cada vez que iba y venía de la isla, en su mayor parte hombres de mediana edad encorvados y con la cara empapada en sudor que iban de un lado a otro arrastrando los pies.

En el apogeo del ferrocarril, cuando la gente ni siquiera soñaba con coches y aviones, los vagones de primera clase eran los salones itinerantes de los ricos, y los negros que trabajaban en ellos como camareros y mozos recibían propinas desproporcionadas a cambio del servilismo que desplegaban con calculada frialdad. Todas las reverencias que hacían y las horas que dedicaban a fregar tendían a un fin que justificaba cualquier medio. Con el dinero que ahorraban, unos mandaban a sus hijos al colegio y otros montaban pequeños negocios. Por mucho que las generaciones del futuro intentasen ocultarlo, ese era el origen de la clase media negra. La diminuta estación de tren que había en el pueblo natal de Isaac era una parada insignificante por la que solo pasaba un tren diario del que nadie se bajaba y al que solo se subían unos cuantos negros andrajosos rumbo al norte. En un lugar como ese, los mozos de gorra roja con la mano extendida eran superfluos y extravagantes, pero en South Station cualquier chaval despierto podía sacarse durante el verano un buen pellizco, lo suficiente para pagarse los estudios en invierno. Si uno estaba dispuesto a agachar la cabeza, el futuro estaba asegurado.

Con la decisión tomada y la satisfacción de saber que no sería nunca más un lastre en las vacaciones veraniegas de la señorita Amy, Isaac se dispuso a descabezar el último sueño en la isla. No soñó con volver allí a lo grande, convertido en un médico de renombre mundial al que acudían en busca de consejo presidentes, reyes y embajadores; en un hombre lo bastante rico para tener un carruaje, tirado por dos caballos árabes, en el que pasear a la señorita Amy con gesto desdeñoso ante una turba de vecinos que le implorarían de rodillas un remedio para sus enfermedades y a los que atendería según le apeteciese. No, no se dejó llevar por ningún sueño de fama y riqueza. Hasta en su inconsciente, Isaac solo rendía culto a Asclepio. Y Asclepio era un dios más celoso aún que el inmortal Mammón.

Nunca había existido la menor duda de que sería médico. El predicador había hecho ese juramento ante el Señor e Isaac se había convertido en rehén de esa promesa desde el momento mismo en que salió del vientre sanguinolento de su madre con unos brazos y unos pulmones fuertes. El predicador era un emisario de Cristo y le había legado a su hijo ese don y, con él, un sentido de la compasión que nunca pervirtió abandonando a los enfermos para dedicarse a los más pudientes. Incluso a esa edad tan temprana, el pequeño ya consideraba la medicina un reto personal. Había visto morir a los débiles y sobrevivir a los más fuertes. Como cualquier niño criado en el sur, había conocido a chavales demasiado endebles para jugar, demasiado escuchimizados para darse cuenta de que la vida era algo más que sobrevivir. Isaac estaba hecho para consagrarse a esa misión, y no solo porque el predicador se la hubiese inculcado desde que tuvo uso de razón. También estaba ese momento de su adolescencia en que sostuvo a un pajarillo tembloroso entre sus manos y lo contempló mientras levantaba el vuelo y se alejaba con el ala curada y sin miedo: capaz de valerse otra vez por sí mismo gracias a los cuidados que le había procurado. De aquella experiencia Isaac aprendió que podía obrar milagros con las manos y que estar sano era la condición para prosperar.

Volverse rico no entraba en sus planes. La idea de que sus descendientes pudieran pasar las vacaciones de verano en la isla de la señorita Amy con otras personas iguales que ellos, de que pudieran vivir en las mismas casas y conducir coches muchos más caros que un carruaje, de que pudieran disfrutar bebiendo tranquilamente en el porche al atardecer mientras una mujer de color a la que no le resultaba raro servir a gente de su misma raza les preparaba la comida le parecía absurda. Cuando Isaac empezó a practicar la medicina, todavía no se habían inventado ni los coches ni los cócteles, todavía no era habitual siquiera que la gente de color pudiese disfrutar de unas vacaciones. Él sabía de forma casi instintiva que a sus descendientes les esperaba un destino mejor que el de los descendientes de muchas personas, pero habría tenido que frotarse los ojos con incredulidad si los hubiese visto durmiendo en el dormitorio principal de la señorita Amy, desprendiéndose de algunas de sus pertenencias porque no pegaban con la nueva decoración de la casa.