La principal ironía en la vida de Isaac tal vez fuese que toda la riqueza material de la que disfrutaría con los años tenía mucho menos que ver con su (irreprochable) trabajo que con el vacío emocional de su matrimonio.
Gracias a sus desvelos, consiguió una beca para estudiar en Harvard. Que al llegar allí todo el mundo lo tratase como a un apestado social no lo sorprendió en absoluto: no pretendía caer bien, solo que lo respetasen. La única manera de hacerse valer que tenía a su alcance un hombre de color consistía en sacar mejores notas que sus compañeros, y eso fue lo que Isaac se propuso. Estaba acostumbrado desde pequeño a ser el depositario de las esperanzas ajenas y a que nadie tuviese en cuenta su felicidad. Era una suerte de abanderado y lo sabía. Y también sabía que, como habían descubierto otros antes, no podía apartarse un solo milímetro de sus objetivos porque eran muchos los que se alegrarían si fracasaba.
El predicador y su mujer no vivieron para ver a su hijo licenciarse en la Facultad de Medicina, pero Isaac sabía por alguna razón que estaban con él. Y también pudo sentir su presencia el día que abrió la primera consulta en Nueva York. Pronto se vio desbordado: había muchos médicos compitiendo por hacerse cargo de los ricos, pero los pocos que estaban dispuestos a atender a los pobres no tardaban en tener más clientes de los que podían tratar. Vivía en lo alto de un precioso edificio de ladrillo de Strivers’ Row, en la buhardilla que le había alquilado un colega que le apoyaba; el mismo colega que se pasaba el día entero atosigándolo con comentarios sobre su vida amorosa: ¿acaso no se había dado cuenta de que estar casado era casi tan importante como tener un buen instrumental, que un «médico de familia» inspiraba mucha más confianza en sus pacientes si también era un «padre de familia»?
Isaac hizo oídos sordos al bombardeo de su amigo durante mucho tiempo. La perspectiva de tener una mujer a la que alimentar y dar cobijo nunca le había resultado demasiado agradable y, si alguna vez le sobrevenían necesidades más primarias, había aprendido hacía mucho tiempo a satisfacerlas. Un día, sin embargo, dio su brazo a torcer y accedió a cenar con una conocida de su colega: una maestra de piel clara, agradable y de buena familia. Se casaron al poco tiempo. Las ventajas del matrimonio para un médico ocupado eran muchas: disponía de un hogar donde podía conseguir un plato de comida caliente sin necesidad de hacer cola y de una mujer que le remendaba las camisas, le organizaba la vida social y podía darle hijos para que llevasen su apellido.
La muchacha, por su parte, se había casado por amor o, cuando menos, había llegado a la conclusión de que una maestra —la cumbre profesional soñada por cualquier mujer de su raza en aquella época— no tenía más remedio que enamorarse de un doctor en Medicina, una cima aún más alta, que además había estudiado en Harvard, era atractivo y no tenía la piel demasiado oscura. Isaac parecía el marido ideal y, si los votos matrimoniales no desencadenaron de forma inmediata el tipo de pasión que ella había imaginado, dio por hecho que llegaría más tarde. Como maestra, se había acostumbrado a observar todas las reglas de moralidad y, como mujer de un médico, se esperaba de ella que fuese inmune a las tentaciones. El matrimonio convirtió el sexo en una actividad permisible e incluso deseable, pero también la ató a su pareja: un hombre cuyo tiempo para el amor se reducía a unos cuantos encuentros atropellados e insatisfactorios en una cama a la que llegaba demasiado tarde y de la que se levantaba demasiado pronto. Siempre tenía alguna paciente enferma, de ojos vidriosos y piel ardiente, que lo reclamaba junto a su lecho con alaridos agónicos y le impedía sofocar la fiebre de la maestra, que seguiría con vida aunque no la atendiesen.
Pero ella era una mujer respetable, demasiado leal a su hogar y a su familia para dejar que las noches estériles restasen valor a sus días. Intentó estar siempre ocupada para que su mente no le jugara malas pasadas y para que su cuerpo no la lanzase en brazos de uno de esos hombres que van detrás de las mujeres casadas. Cuando le fue imposible negar por más tiempo que su matrimonio era un erial, siguió prefiriendo aparecer en público del brazo de su marido que tener una guarida secreta donde disfrutar del amor. Siguió ruborizándose de orgullo siempre que la llamaban «señora Coles» y, cuando eso ocurría, su aspecto no era el de una mujer abandonada. Sus estremecimientos eran imperceptibles y, como no parecía una mujer despechada, llegó a la conclusión de que no había sufrido ningún desengaño: lo que tenía era mucho más importante que esa menudencia de la que ninguna mujer decente se dignaba hablar.
Los hijos que le dio a Isaac se hicieron mayores. Se pasaban el día entero montando en bici con su pandilla y ya no los tenía pululando a su alrededor cuando volvía de la escuela. La interna a la que habían contratado para que atendiese a los pequeños mientras su madre trabajaba tampoco tenía que andar detrás de ellos y empezó a asumir cada vez más tareas domésticas. Con esfuerzo y tesón, fue convirtiéndose poco a poco en la criada de la familia, y la señora Coles pudo dedicarse a descansar con un libro en el regazo al volver a casa después de una dura jornada intentando enseñar unas nociones básicas de higiene y algo de vocabulario a un grupo de alumnos recién llegados del sur. La maestra empezó a sentir que era un cero a la izquierda. La chica se encargaba de la casa, sus hijos sabían cuidar de sí mismos y lo poco que su marido necesitaba se lo pedía a la pequeña y diligente sirvienta. Todos los medios para expresar su feminidad que, según le habían enseñado, iba a proporcionarle el matrimonio desaparecieron uno a uno.
Tenía dos opciones: autocompadecerse o resignarse. Y decidió resignarse. Con fría objetividad, trató de adaptar sus instintos a una nueva imagen. Poco a poco, con mucha vacilación y mucha resistencia, sus genes masculinos se pusieron en funcionamiento para dar a su vida una nueva dirección y convertir el dinero en la única medida de su éxito.
La maestra empezó a comprar propiedades en los barrios bajos. Primero de una en una, luego de dos en dos y de tres en tres, y al cabo de poco tiempo ya estaba haciéndose con manzanas enteras de casuchas destartaladas. Como la mayoría de sus dueños habían sido desahuciados, solían pedirle cantidades ridículas por ellas y a menudo bastaba con pagar los impuestos que se debían. Si los anteriores propietarios —herederos desinteresados en su mayor parte— hubiesen hecho las reformas necesarias para que las casas volviesen a ser habitables, habrían tardado una eternidad en obtener beneficios. Ella, sin embargo, los consiguió al instante: a pesar de no invertir un centavo en ellas, nunca las tenía vacías. Había una guerra en curso y trabajo para todo el mundo. Los negros llegaban del sur en manadas y nunca había lugar para ellos en los barrios decentes de la ciudad. Ni siquiera se molestaban en ir a comprobarlo. Se conformaban con lo que ya conocían: los suburbios infectos y las casas desvencijadas.
Lo único que querían era una habitación barata. La maestra siempre tenía alguna disponible para ellos y además les ofrecía un baño completo dentro de la vivienda y agua corriente. Puede que los baños compartidos se atrancasen con frecuencia y quedasen inutilizados, pero los inquilinos seguían haciendo allí sus necesidades porque, pese a todo, eran mejores que las letrinas atestadas de pulgas; puede que el agua saliese del grifo con un extraño color rojizo a causa del óxido que se acumulaba en las tuberías y que fuese necesario dejarla reposar para beberla, pero gracias a esa instalación, las ancianas conseguían ahorrarse un largo viaje de ida y vuelta hasta alguna bomba lejana cargadas con un cubo. Daba igual que los techos estuviesen destrozados y que de vez en cuando se desprendiese algún trozo de escayola, que fuese necesario tapar las grietas del suelo con harapos para que no entrasen las ratas, que hubiese goteras y que los inquilinos de la planta superior se viesen obligados a tener la habitación llena de palanganas. Aun así, aquello era mucho mejor que morir ahorcado en un árbol.
Estaban en el norte. Ya no habría más linchamientos, ni más cruces ardiendo, ni más paseos por un albañal para dejar que el «señor Charlie» tuviese la acera para él solo, ni más «tías» o «tíos». Ya no habría más muerte por falta de atención médica, ni más niños analfabetos deslomándose en las plantaciones mientras los hijos de los blancos iban a la escuela. En el norte, los hombres descubrían que podían aprender a leer y a escribir sin ofender a nadie y las mujeres aprendían a no conformarse con lo que tenían. Aunque les tocase vivir cerca de las vías férreas y el aire estuviese cargado de mugre y polución, podían respirar el aroma de la libertad. Por muchos apuros que pasasen, a ninguno se le pasaba por la cabeza marcharse de allí. No obstante, la belleza indescriptible del sur los perseguiría de por vida: los viejos suplicarían que los llevasen de vuelta a casa para morir y, en cuanto alcanzaran cierto nivel de prosperidad, los jóvenes empezarían a soñar con poder disfrutar de las ventajas que ofrecían los dos lugares.
La maestra no tenía nunca habitaciones libres y todo el dinero que entraba se lo guardaba en el bolsillo. Cuando se producía algún percance menor —un peldaño de las escaleras se hundía y uno de los inquilinos se torcía el tobillo—, ella se apresuraba a arreglarlo y se disculpaba. En Navidad solía recoger ropa vieja y juguetes usados para repartirlos entre los niños. Jamás echaba de casa a los inquilinos que estaban en el paro y a veces incluso les prestaba dinero para que capeasen el temporal. Todos los meses tomaba el tranvía y se presentaba en el banco con el dinero de los alquileres. Cuando hacía la temida visita mensual a los inquilinos, la maestra siempre se preguntaba en cuál de esos apartamentos habría estado Isaac la noche anterior. A él, desde luego, le habrían abierto la puerta con mucho más entusiasmo que a ella; sus ojos se habrían inundado de respeto al ver su maletín repleto de medicinas y a sus bocas habrían aflorado mil disculpas distintas cuando les hubiese revelado el precio de la consulta. Aquellas personas ocupaban el lugar más bajo de la escala social: la comida era para ellos lo primero, el alquiler lo segundo y sus hijos solo iban calzados si sobraba algo de dinero para comprarles zapatos. El médico, sin embargo, iba a visitarlos siempre que se lo pedían.
La maestra se había hecho de oro con cada oleada de viajeros procedente del sur; Isaac, sin embargo, solo era rico en caridad: un bien ridículo que rara vez podía intercambiarse por dinero. Trabajaba hasta la extenuación para que aquellos inmigrantes pudiesen adaptarse sin perder la vida al hambre de libertad, al frío punzante que dejaba inválidos a los ancianos, a la humedad y a la neumonía que llenaban las funerarias de niños enclenques en féretros baratos, a la contaminación de la ciudad que obstruía los pulmones y salpicaba los labios de sangre, a las epidemias que se extendían como la pólvora y golpeaban todos los hogares, a las aceras donde no se podía sembrar ninguna verdura purgante con la que aliviar los vientres hinchados a causa de la dieta pobre y astringente del invierno.
Contra todo pronóstico, y contra las modestas expectativas del propio Isaac, la lúgubre avalancha de muertes y enfermedades fue disminuyendo poco a poco gracias a sus esfuerzos. Nunca había estado tan seguro de los motivos que tenía para vivir y de la indiferencia con que contemplaba la muerte. Mientras pudiese salvar más vidas que la suya, a la que estaba renunciando poco a poco a causa del agotamiento, se daba por satisfecho. Cabía la posibilidad de que entre las personas a las que salvaba se encontrase alguna eminencia, o tal vez el padre o el abuelo de alguna eminencia, de alguna personalidad de la época, de algún héroe llamado a dejar una huella en la historia.
Gracias a las innumerables vidas que el médico salvó en el gueto, la maestra pudo contar con un flujo constante de inquilinos capaces de trabajar. Ellos estaban humildemente agradecidos de que les hubiese ofrecido un techo bajo el que cobijarse cuando estaban enfermos y, aunque debían su vida al médico —una deuda que jamás conseguirían satisfacer—, el alquiler había que pagárselo a la maestra con dinero contante y sonante. Al cabo de pocos años, la maestra había amasado más dinero que cualquiera de sus conocidos, todos los cuales estaban más que dispuestos a indicarle cómo gastarlo. Le fue imposible eludir las responsabilidades que el dinero solía conllevar y, aunque la vida social le interesaba poco, se vio obligada a celebrar alguna que otra fiesta para exhibir su riqueza.
El servicio de esas veladas siempre corría a cargo de las mejores empresas de restauración, cuyos camareros de raza blanca circulaban entre la multitud con gesto mohíno y visible desdén. El champán de importación circulaba con liberalidad, y los bebedores inexpertos se lo ventilaban como si fuese agua porque no se les subía a la cabeza ni los dejaba fuera de juego hasta la mañana siguiente. La maestra no tardó en cansarse de financiar las resacas ajenas, pero las impresionantes fiestas que ofrecía —y que tanto contrastaban con su predisposición a la sobriedad— se habían convertido en una institución. Sus amigos, por quienes sentía un afecto genuino a pesar de lo incómoda que le hacían sentir sus numeritos de borracho, esperaban como agua de mayo la llegada de las principales vacaciones y la hospitalidad que solo ella era capaz de ofrecer en esas fechas.
La maestra sabía que era la única persona con recursos suficientes para celebrar esas fiestas sin tener que andar echando cuentas. Pero, aun así, no tardó en encontrar la manera de seguir montándolas con más ganas y sin soltar un solo centavo. Aunque le importaba un comino lo que hicieran los miembros de la élite blanca, los domingos solía leer las páginas de sociedad del periódico porque quería imitarlos sin que sus invitados, muchos de los cuales trabajaban como sirvientes para esos anfitriones avezados y sabían de primera mano cómo se daba una buena fiesta, notasen la diferencia. Leyendo esas noticias, descubrió que estaba permitido cobrar una entrada a quienes asistían a los bailes benéficos y que lo normal era pagar la organización del evento con lo recaudado y destinar todo lo que sobraba a alguna causa noble. Aquello era perfecto: entre los niños semidesnudos del gueto a los que daba clase (sus hijos estudiaban en el mismo internado de Nueva Inglaterra al que había ido Isaac) y los inquilinos, que mantenían a sus familias con unos ingresos míseros, podía llenar un libro entero con nombres de gente necesitada. Si montar una fiesta siempre le había parecido un engorro insufrible, organizar un baile benéfico daría sentido a sus días y le proporcionaría la esperanza de que el fin justificase los medios.
Tomó la precaución de crear un comité con un grupo de amigas afines. A pesar de que ella era quien sufragaría de su propio bolsillo todos los gastos que se produjesen antes del baile, y también todas las facturas que llegasen después y no pudiesen pagarse con la recaudación de las entradas, convenció a los miembros del comité de que su dedicación y sus ideas eran tan valiosas como la cuenta bancaria de ella. Las amigas respondieron compitiendo entre ellas por ver quién era capaz de ponerse en contacto con más gente, ya fueran amigos íntimos o simples conocidos. La maestra había seleccionado cuidadosamente a los miembros del comité por la posición social que ocupaban: quienes los conocían agradecieron la oportunidad de poder intimar más con ellos y pagaron con gusto una entrada que nunca les habían ofrecido gratis. Con el tiempo, también ellos pertenecerían a ese círculo y podrían formar parte de algún comité.
Como los tiempos no estaban todavía para que un negro pudiese siquiera ir a echar un vistazo al salón de baile de un hotel para blancos, la maestra eligió una pensión para gente de color como sede de la gala. Sin embargo, el comité y ella consiguieron transformar por completo el lúgubre vestíbulo de aquel tugurio con flores, serpentinas de colores, luces tenues y una gran cantidad de agua y jabón. La velada constituyó un éxito rotundo y fue el acontecimiento más comentado en la corta y convulsa historia de la sociedad negra neoyorquina. Nadie con un dólar de sobra en el bolsillo o un vestido elegante que ponerse se quedó esa noche en su casa. La recaudación superó todas las expectativas y sirvió para aliviar la situación desesperada de mucha gente: bebés que dormían en cajones; niños más crecidos que se veían obligados a pasar la noche sobre un suelo mugriento; chavales en edad escolar que no tenían zapatos, inválidos sin muletas y adultos que apenas veían sin gafas. Eran tantas las personas necesitadas que, en cuanto empezó a ofrecerles un poco de ayuda, la maestra se quedó pasmada de lo mucho que quedaba por hacer. Vio un cadáver que iban a enterrar con una camisa raída y remendada, a pesar de que todo el mundo tiene derecho a viajar hasta su última morada con ropa nueva; vio a ancianos consumidos hasta los huesos, cuyos estómagos arrugados y estragados por el hambre solo pedían ya un poco de tabaco. No era mucho lo que podía ofrecerse por esas personas, pero en el momento de la agonía, cualquier detalle puede significar un mundo.
Los bailes posteriores fueron tan apoteósicos como el primero. El segundo se celebró durante las vacaciones de Navidad. Una oportunista muy avispada, que seguía con atención las actividades del comité por si quedaba alguna vacante, decidió ofrecerse como «patrocinadora», un título que le otorgaba derecho a llevar prendida en el pecho una etiqueta con su nombre y el cargo que ocupaba y el privilegio de poner más dinero para decorar la pista de baile que las señoras que no llevaban ninguna identificación. Muchas otras oportunistas siguieron su ejemplo y aquello no tardó en parecerse al milagro de los panes y los peces.
La llegada de la primavera, a la que acompañó un tiempo espectacular, trajo nuevos contingentes de Boston y Washington, dos ciudades que creían formar parte de una sagrada trinidad en la que Nueva York ocupaba el tercer puesto. Los habitantes de Boston presumían de no contar entre sus antepasados con ningún esclavo y los de Washington se vanagloriaban de que todos sus vecinos ilustres tenían la piel clara y descendían de miembros del Congreso y del Senado, dos afirmaciones que los neoyorquinos no podían realizar.
Gracias, probablemente, a los comentarios que alguna criada hizo a su señora, la admirable labor filantrópica de la maestra llegó a oídos de una ilustre institución benéfica dirigida por blancos. La labor de este organismo se estaba viendo entorpecida, al parecer, por la desconcertante resistencia que presentaban los mismos inmigrantes negros a quienes pretendía ayudar; para ellos, que los interrogasen unas personas blancas —por muy comprensivas que fueran— podía suponer que los mandaran de vuelta al sur si se demostraba que no podían mantenerse por sí solos en el norte. La maestra recibió una invitación para asistir a un encuentro de la junta directiva, donde tuvo ocasión de tomar el té en compañía de un grupo de señoras remilgadas y atentas con vestidos de escote alto y manga larga. Habían convocado la reunión con el fin de que la junta evaluase el aspecto y el comportamiento de la maestra. Si la impresión que causaba era lo bastante buena, le ofrecerían formar parte de la institución: ella se convertiría en la primera mujer negra a la que se concedía semejante honor, y los miembros de la junta podrían sentirse virtuosos al formar parte de esa hermandad cuidadosamente seleccionada.
La noticia de que había pasado la prueba causó una profunda impresión en la maestra. Se había convertido en otra pionera, y en Estados Unidos existía desde hacía muchos años la costumbre de guardar registro de todas las personas negras que alcanzaban alguna meta en primer lugar. Decidió escribir una carta de agradecimiento a los miembros de la junta y, aunque le habría gustado extenderse, procuró no resultar prolija. Eligió sus palabras con tal meticulosidad que los responsables de la institución se creyeron con derecho a esperar de ella más de lo que cabía esperar de una igual.
Antes de enviar la carta, la compasión que la maestra sentía por los pobres nunca le había quitado el sueño. Cuando esperaba en alguna de las sillas desvencijadas que tenían sus inquilinos (rezando para que no se le metiera ningún bicho por el cuello) y los observaba mientras iban formando poco a poco pequeños montones de monedas con el dinero del alquiler, siempre se apiadaba de ellos y los perdonaba si no tenían suficiente. Y, una vez los había perdonado, no se acordaba de ellos de camino al banco.
La inspiración para organizar los bailes le vino cuando descubrió que era posible cobrar una entrada para asistir a ellos en nombre de la compasión. El dinero recaudado había ido a parar a los pobres de solemnidad de los barrios bajos, porque las clases medias venidas a menos no venderían su orgullo a ningún precio. Todo lo que la maestra sabía de esos pobres que vivían en los suburbios era que ella carecía de la elegancia y el refinamiento que ocultaba la pobreza y disimulaba un poco su hedor. Y se propuso aprender más.
Los trabajadores de la institución benéfica sabían más bien poco. Todos los esfuerzos que habían hecho para tratar de comprender cómo era el día a día de quienes formaban las filas cada vez más numerosas de las clases desfavorecidas habían resultado en un rotundo fracaso.
Sin embargo, la maestra no podía permitirse fracasar; tenía la obligación moral de conseguir su objetivo. La estaba juzgando un tribunal compuesto exclusivamente por blancos, cuyo veredicto repercutiría sobre las decisiones que se tomasen en otros campos a los que algunas personas de color capacitadas esperaban acceder. En casa, sentada frente a su escritorio, la maestra trazó el primer borrador de un plan. Empezó a considerar a sus inquilinos bajo un punto de vista completamente distinto: como un objeto de investigación. Compró una libreta para llevarla siempre consigo y se propuso anotar en ella todo lo que veía, sin dejarse llevar por el sentimentalismo. Nunca llegó a identificarse con las personas que vivían en el gueto, de quienes se sentía tan lejos como de los ancestros africanos que compartía con ellos.
El primer día, al internarse en las tinieblas de la desesperación, la maestra se encontró llena de confianza. Tomó asiento en una de aquellas sillas de aspecto cuestionable e invitó a los inquilinos a que la acompañasen. Cuando iba a verlos para cobrar el alquiler o para hacer gala de su generosidad, ellos solo accedían a sentarse con ella si la enfermedad les impedía tenerse en pie. Pero, en uno u otro caso, siempre se sentían demasiado harapientos a su lado hasta para comportarse con educación, demasiado intimidados por su riqueza para ofrecerle siquiera un vaso de agua, y eso suponía un ultraje a las costumbres de su tierra, donde un vaso de agua era lo primero que se ofrecía a cualquiera, ya fuese conocido o forastero, que viniera de lejos y tuviese la boca seca.
La maestra no se sentó al borde de la silla. Prefirió retreparse y desabrocharse el abrigo para que los inquilinos se relajasen. Sus anfitriones le clavaron unos ojos llenos de asombro y ella se ruborizó, abrumada por la intensidad de sus miradas. Pensaron en ofrecerle una taza de agua para que se refrescara, pero les dio la sensación de que era una persona demasiado fina para refrescarse. Un vaso habría sido más de su estilo, pero ninguno de ellos tenía vasos. Los niños y los ancianos podían sostener más fácilmente una taza desportillada entre sus manos temblorosas. Los vasos, en cambio, se rompían nada más comprarlos y eso suponía tirar a la basura cinco centavos que podrían haber dedicado a comprar una rebanada de pan. Al ver que la maestra no llevaba consigo ni la bolsa para guardar los alquileres ni la caja de las limosnas, todos supusieron que su intención no era ni recolectar el dinero que estaban obligados a darle ni ofrecerles lo que a ellos no les quedaba más remedio que aceptar: el motivo de aquel encuentro parecía ser menos urgente y para participar en él se les iba a exigir algo más que simple obediencia.
La maestra abrió la libreta y empezó a golpearla con el lápiz, dando a entender que esos dos objetos guardaban entre sí algún tipo de relación. Recorrió con la vista los rostros que tenía delante, como si estuviese observando a un grupo de alumnos antes de un examen, y se resignó a concederles el tiempo necesario para que se les destrabasen las lenguas y pudieran exponer las ideas simples que los rudimentarios engranajes de su cerebro habían pergeñado. Empezó con las preguntas más sencillas y, cada vez que recibía una respuesta, asentía para insuflar ánimo a sus interlocutores. El lápiz sobrevolaba enérgicamente las páginas de la libreta mientras anotaba cuanto le decían. Estaba escuchando el relato de sus vidas para consignarlo en una especie de registro, como si el agotador esfuerzo de escribirlo mereciese la pena. Sus corazones acongojados empezaron a despertar en el pozo de angustia donde estaban sumidos. Nadie podía imaginarse las penurias que habían vivido, nadie más que el Señor. Y ahora un alma caritativa se había apiadado de ellos para aliviar el terrible peso de dar por hecho que a nadie le importaba.
Las palabras salían de sus bocas con tal rapidez que el lápiz apenas podía registrarlas y a la maestra no le daba tiempo a plantear sus preguntas. Al principio parecía que hablaban en otro idioma, con un profundo acento del sur, con un inglés deformado, lleno de metáforas religiosas, salpicado de términos criollos que habían conocido gracias a los recuerdos, las canciones de alguna tatarabuela, de palabras africanas tan bellas como las aves de ese continente. Y todas esas expresiones incomprensibles, procedentes tanto de la lengua criolla como de su propia jerga, fueron poco a poco conectándose con otras cuyo significado resultaba menos confuso. La maestra se acostumbró a oír cómo arrastraban las palabras y aprendió a separarlas hasta formar con ellas oraciones completas. Era capaz de entenderlos y esa comprensión fue filtrándose a través de sus defensas, y la soledad que —fuesen cuales fuesen los logros— siempre unía a los desfavorecidos se convirtió en el punto de encuentro entre sus necesidades y las de ellos. Los escuchó largo y tendido, y su implicación, su capacidad de empatía, fue total.
Se quedó con ellos hasta tarde y si se marchó fue solo porque estaba derrotada. El cansancio le había revuelto el estómago y tenía náuseas. Su alma había despertado, pero se sentía completamente embotada: había pasado tanto tiempo quieta en un espacio atestado de gente que ya era incapaz de sentir dolor. En un momento dado se vio obligada a pedir un poco de agua. Se bebió de un trago la taza que le trajeron y, si se hubiese parado a pensarlo, se habría dado cuenta de que le resultaba más sencillo sostener esa taza con sus manos temblorosas que un vaso de cristal resbaladizo.
Perdió la cuenta de la cantidad de gente que abarrotó aquella sala de atmósfera cargada y asfixiante a medida que se corría la voz en el vecindario de que alguien había ido a escucharlos. Ninguno de ellos quería esperar al día siguiente o a algún otro momento indeterminado del futuro. Ninguno de ellos estaba dispuesto a perder esa oportunidad. Les estaban ofreciendo esperanza y ninguno quería que transcurriera un solo día más sin tenerla.
Cuando llegó a casa, la maestra estaba muerta de hambre. La criada gruñona que tenían le había dejado la cena en el horno para que no se enfriara, pero cuando se dispuso a comer, no fue capaz de probar un solo bocado. Había visto a demasiados niños con las piernas arqueadas y los huesos quebradizos en un solo día. Intentó revolver el té, pero fue incapaz de sostener la cucharilla. Se llevó la taza a los labios con las dos manos sin dar tiempo a que se enfriase. Dio un buen sorbo y el humo que despedía se le metió en los ojos y en las fosas nasales. Notó que la nariz se le humedecía y trató de secársela con la mano; los ojos se le empañaron y se los frotó. Sintió una profunda angustia en el pecho, como si tuviese un montón de mariposas revoloteando dentro, y empezó a jadear.
Le costaba tanto sostener la taza como antes la cucharilla. Al dejarla sobre la mesa, se le derramó un poco de té sobre la mano temblorosa y se quemó. Por un momento le dio la impresión de que también se había quemado por dentro. No entendía lo que le estaba pasando. Al cabo de un instante por fin comprendió a qué se debía su estado de agitación: tenía unas terribles ganas de llorar. Las primeras lágrimas le escocieron en las mejillas y después se echó a llorar, a llorar con amargura: un acto de contrición al que no se había abandonado desde hacía muchos años.
Se levantó de la mesa y subió al piso de arriba palpando a tientas el pasamanos. Cerró la puerta de su dormitorio, se desnudó y se puso el camisón, demasiado aturdida para buscar restos de suciedad en su cuerpo como hacía siempre que regresaba del gueto. Se sentó al borde de la cama, se soltó el pelo y se hizo una trenza. La mayor parte de las mujeres no sabe que el pelo es una extensión de su sistema nervioso y el de la maestra no era una excepción. No se molestó en echarse el largo mechón de pelo trenzado a la espalda y lo dejó colgando sobre el pecho. Echó una mirada al crucifijo anglicano que tenía en la pared de enfrente, tan sobrio y austero como la misma cruz donde murió el Señor. A la luz tenue de la única lámpara que había en la habitación, parecía suspendido en el aire entre los destellos que despedía la madera barnizada.
El sacerdote de su parroquia se lo había dado como muestra de gratitud por todos los años de dedicación a la iglesia episcopaliana. Ella era quien se encargaba de poner las flores en el altar, quien mandaba a su criada para que ayudase en las cenas de la congregación, quien bautizó una vidriera de la iglesia en honor a su madre para que abjurase de la fe baptista y abrazase la episcopaliana en el cielo. No había un solo llamamiento al que no respondiera y siempre estaba dispuesta a dar el doble de tiempo y de dinero; no había un solo día en el que no hiciese algo por la iglesia, tanto por el bien de su alma como por el de la de Isaac. Aunque, en realidad, la salvación de su marido le preocupaba mucho más que la suya.
No lograba recordar la última vez que Isaac había comulgado. Nunca tenía tiempo para mostrar respeto a Dios. Muchas veces se preguntaba si, como muchos otros hombres, sería agnóstico y consideraría la ciencia su única religión o si, como los hijos de muchos pastores, se opondría a la disciplina que la fe simbolizaba para él. Bien sabía el Señor que ella había intentado mantener a los dos en el camino de la fe. Vigilar la conciencia de su marido era uno de sus deberes como esposa. Pero en ese momento, después de la jornada que había tenido, le dio por pensar que tenía unas creencias más fuertes que las suyas. En uno de los libros de la Biblia alguien decía: «Tú tienes fe y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras y yo te mostraré mi fe por mis obras». ¿Era posible que Isaac hubiese practicado su extraña forma de religión en los barrios bajos mientras ella se sentía más cómoda rodeada del boato y el esplendor del templo? Aquella imponente iglesia, una joya barroca levantada hacía más de un siglo para dar cuenta del éxito material cosechado por sus fundadores, era la primera en todo el país que pertenecía a una comunidad de color. Los feligreses, orgullosos de la adquisición que habían hecho y del precio que habían pagado por ella (porque entre los neoyorquinos era costumbre alardear de lo que para otros habría sido motivo de lamento), estaban sepultados por las deudas que había producido la construcción del templo y carecían de recursos para atender a los pobres.
Ella era la única feligresa que había hecho hasta cierto punto lo que era necesario, pero no había llegado a poner todo su corazón en la tarea y solo había ejercido la caridad con los que tenía cerca. Y entonces recordó las siguientes palabras de la Biblia: «Aunque hablase la lengua de los hombres y la de los ángeles, soy como una campana que resuena si no tengo compasión […]. Aunque […] conociese todos los misterios y toda la ciencia […], no soy nada si no tengo compasión. Y aunque repartiese toda mi hacienda para alimentar a los pobres […], de nada sirve si no tengo compasión. La compasión es paciente y generosa […] y lo soporta todo». La compasión significaba implicarse. A través de una nueva lluvia de lágrimas, el crucifijo parecía despedir un halo luminoso, como si los rayos del Señor se dirigiesen al centro mismo de su conciencia. Por primera vez en toda su vida religiosa, la maestra experimentó un momento de unidad con Dios —lo que el predicador habría llamado una revelación—: un momento en que el alma glorificó la carne mortal.
Al pasar por delante del dormitorio, Isaac distinguió unos gemidos. En el silencio de la noche, aquel lamento resonaba como un grito de auxilio. Sabía, sin embargo, que su mujer no lloraba para que la oyesen. Su orgullo jamás le permitiría rebajarse a la autocompasión. Lo primero que se le ocurrió fue que tal vez se encontraba mal o le dolía algo, y le vino un ataque de remordimiento por no ser capaz de recordar qué aspecto tenía esa mañana o cuándo se había fijado en ella de verdad por última vez. Llamó a la puerta. El llanto se detuvo, como si su mujer acabara de cortarse el cuello y prefiriese que la encontraran muerta a que la viesen gimoteando. Isaac insistió.
—¿Sí? —respondió ella con una voz que él no pudo reconocer.
Isaac sabía que su respuesta no era una invitación, pero aun así abrió la puerta. El marido que nunca había sido tal vez se habría alejado al escuchar esa muestra íntima de dolor, pero como profesional de la medicina estaba preocupado. Vio a su mujer sentada a un lado de la cama. Había retirado las sábanas y tenía el albornoz encima de ellas. Por miedo a decepcionarla, nunca se atrevía a molestar a su mujer con cuestiones que no estuviesen relacionadas con el lecho matrimonial y hacía ya tiempo que no entraba en su habitación por la noche.
—¿Te encuentras mal? —le preguntó desde la puerta. Le dio tanto apuro que se sintió obligado a explicar de inmediato el motivo de aquella intromisión para que su mujer no la malinterpretase.
Ella se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—¿Te encuentras mal? —volvió a preguntar tímidamente desde la puerta. Estaba decidido a no dar un paso más hasta estar seguro de que solo necesitaba atención médica.
Al ver lo incómodo que estaba Isaac, la maestra hizo una mueca de espanto. Le preocupaba que su marido hubiese confundido sus sollozos con gemidos de placer.
—No me pasa nada —respondió con una voz temblorosa que desmentía sus palabras—. He tenido un día horrible y estoy un poco nerviosa. Enseguida se me pasa.
—Igual te sientes un poco mejor si me lo cuentas.
—Tienes cara de estar agotado. Anda, vete a la cama. De verdad que no me pasa nada.
—Respira hondo —dijo, y su mujer lo obedeció—. Eso es… Ahora otra vez.
Isaac se fijó en cómo subían y bajaban rítmicamente los pechos de su mujer, en cómo subían y bajaban con una cadencia hipnótica que le aceleraba el pulso.
La maestra extendió las manos para que su marido comprobase que ya no le temblaban y él lo tomó por una invitación. Se sentía culpable por haberla obligado a rogar que se acercara a su cama, una responsabilidad de lo más sencilla que no le habría importado cumplir si estuviese ante una pordiosera del gueto con un camisón apestoso que se retorcía de dolor entre unas sábanas que llevaban todo un invierno sin cambiarse. ¿Qué tipo de locura le impedía entrar en el dormitorio de una maestra? ¿A qué otro hombre habría que insistirle para que acudiera junto al lecho de una persona sana, de una esposa perfecta, de una criatura que no se veía impedida por ningún correaje o corsé ortopédico? ¿Qué otra persona vacilaría tanto?
Entró tambaleándose y se golpeó en el pie con el marco. La rodilla se le dobló y empezó a balancearse y a perder el equilibrio, no tanto por el dolor como por el cansancio que esa pierna encogida ya no podía controlar. Se sintió como un idiota y no le cabía la menor duda de que eso era lo que parecía. Una oleada de vergüenza lo dejó tan débil y empapado en sudor como si acabara de darse un baño caliente. Completamente derrotado, se echó a temblar. Hasta un idiota era capaz de avanzar a tientas hasta la cama de una mujer. Solo un auténtico imbécil se desmoronaría antes de llegar. Se fijó en la silla que tenía al lado y se desplomó en ella. La silla resistió su peso. Ser capaz de obrar ese milagro sin partirse la crisma le produjo tal alivio que la frente volvió a cubrírsele de sudor.
—Venga —dijo cruzando las piernas para no caerse—, cuéntame lo que te ha pasado. Si sé que estás preocupada no podré pegar ojo. Y no me digas que me vaya a la cama, porque no pienso hacerlo.
La maestra se dio cuenta de que no tenía intención de irse y también se fijó en el sudor. Había ido demasiado lejos y no podía dar un paso más él solo. El peso abrumador de la cruz que llevaba a sus espaldas lo había dejado exhausto. La punzada de inquietud que sintió al creer que Isaac había malinterpretado sus lágrimas y la ropa que llevaba puesta le pareció ahora absurda. Ese hombre cuya masculinidad era algo más que mera hombría, ese médico que servía a un solo amo y no tenía dueña, estaba acostumbrado a pasar las noches en vela junto a un lecho de dolor, había visto el sufrimiento ajeno con sus propios ojos. Y ella no podía hacer nada para seducirlo.
Isaac sonrió y la sonrisa sobresaltó a la maestra, como si de pronto hubiesen dirigido un foco al rostro de su marido y la belleza de sus facciones hubiese quedado a la vista. En la vida le había resultado tan atractivo. Al rato se dio cuenta de que jamás había visto su cara tan descarnada, tan increíblemente esquelética, como si lo hubiesen desollado y la perfección de sus rasgos destacase de una forma perfecta. Le vino a la cabeza en ese momento un poemilla que no recordaba desde la niñez: «La belleza es mero envoltorio; la fealdad va por dentro. Y, cuando la primera se extingue, la segunda se apodera de todo». Su madre solía recitar esos versos a la espalda de alguna amiga ofendida que era mucho más guapa de lo que las demás querían reconocer. Pero en el caso de Isaac, la belleza parecía incrustada en unos huesos que conservarían su simetría hasta el día en que la tierra empezase a temblar y los descoyuntase.
Sin embargo, toda esa carne consumida devaluaba la riqueza que ella había amasado. En medio de la próspera vida que llevaban, Isaac se olvidaba muchas veces de comer. En mitad del hambre que veía por todas partes durante sus rondas diarias, el pan que no podía compartirse era como una losa en el estómago… Quería decirle que ella tampoco había sido capaz de probar bocado esa noche, que ella tampoco era capaz de seguir poniendo el mantel sobre un ataúd, pero para poder decírselo era necesario que le explicara todo antes desde el principio.
—Hoy he vivido una auténtica pesadilla. He visto una procesión de almas en pena. Todas ellas habían muerto en las casas que alquilo; todos ellos habían ido desangrándose poco a poco. Pero la gente seguía llegando del sur con la esperanza de conseguir un pedazo de la tierra prometida. Las habitaciones siempre estaban ocupadas. Mis beneficios nunca disminuían. He ganado cien veces lo que había pagado por esas propiedades, pero no sabía que estaba haciendo un trato con la muerte. Nunca merecí casarme con un médico. Me gustaba el título, pero no la soledad que implicaba. Tú te desvives por los demás y yo nunca podré estar a la altura del amor que derrochas. Hoy he oído cómo gritaba tu amor desde una tumba. Dame fe para quitar la piedra del sepulcro. Dame fuerzas, Señor misericordioso.
La maestra empezó a emitir unos gemidos que eran producto de la pasión, no del dolor. Estaba experimentando un proceso de conversión muy antiguo, una entrega ciega al Señor, libre de las constricciones de la fe episcopaliana: su alma desnuda se había arrodillado ante Dios y rezaba para fundirse con él.
Isaac vio el arrebato que padecía su esposa. Se fijó en la vitalidad, en la lozanía de una mujer que se encontraba en la flor de la vida —un espectáculo que le resultaba tan extraño como ver una perla recién salida del mar—; se fijó en los lazos y en el encaje que adornaban su camisón, en la cama deshecha y en esas sábanas de blanco inmaculado que tentaban a un hombre exhausto a beber del manantial de una mujer sin mácula. Empezó a desnudarse, a arrancarse la ropa, a rasgarla y a dejarla desperdigada a su alrededor: los cordones que no cedían acababan partiéndose, los botones saltaban por los aires… Isaac respiraba tan fuerte como si un océano de sangre estuviese a punto de hacer estallar su corazón.
En el delirio de su éxtasis religioso, la maestra tuvo una revelación y la palabra se hizo carne: Cristo había adoptado la forma de un hombre y se acercaba a ella. Bastaría con que la tocase para redimirla. Isaac la empujó para que se tendiera en la cama y se colocó a su lado, con los labios sobre sus dos montículos dorados y las manos recorriendo todos los tesoros de su cuerpo. Después se puso encima de ella y se dejó llevar con un frenesí que no había sentido nunca, ni siquiera cuando copuló por primera vez, ni siquiera cuando era joven y era capaz de alcanzar la cima del placer una y otra vez.
Al terminar, se echó a un lado, dejó escapar un largo suspiro —igual que si soplara dentro de una botella vacía— y se tendió tan quieto como un cadáver. Ella intentó quedarse en completo silencio para no turbar el sueño y la paz de su marido. En los pocos minutos que transcurrieron hasta que también cayó dormida a su lado, la maestra sopesó lo que había ocurrido a lo largo del día y los cambios que se habían producido. Pensó en los inquilinos, hundidos en la más absoluta miseria, y en lo poco que costaría mejorar sustancialmente sus condiciones de vida.
Convertiría todos esos edificios en un lugar de esperanza, en un centro vecinal rodeado por una hilera de apartamentos reformados. El centro vecinal, la casa más sólida, tendría una clínica en la planta baja, una guardería en la planta superior, una agencia de colocación y orientación laboral y cualquier otro servicio que la comunidad necesitase y hubiese espacio para albergar. Todos los apartamentos tendrían un cuarto de baño completo, con inodoro y bañera. Echaría abajo el lavabo repugnante del vestíbulo, que daba servicio a seis familias y viciaba la atmósfera estancada del edificio, cuya puerta siempre estaba abierta para que pudiese usarlo quien quisiera, incluidos los borrachos inmundos que se colaban en el edificio y que en más de una ocasión habían dado un susto de muerte a algún niño que tenía prohibido echar el pestillo. Se eliminarían los escombros atestados de bichos de todos los sótanos mugrientos. Se reforzarían los cimientos podridos de todas las viviendas y se sellarían las grietas de las paredes para que no se colasen ni el viento glacial del invierno ni las ratas. Instalaría una caldera y pondría radiadores para sustituir las viejas estufas de queroseno, cuyas emanaciones tóxicas eran un precio demasiado alto que pagar para el poco calor que daban.
Se retirarían los trozos de yeso que se desprendían del techo y las capas de pintura que se habían levantado, y se cambiarían los tablones de madera carcomida por otros nuevos. Se ensancharían los peldaños de las escaleras para que a los ancianos no les resultara difícil subirlos. Habría lámparas en los techos, lámparas eléctricas, cuya iluminación constante era mucho mejor que el tenue resplandor de un quinqué de gas y que, en lugar de disuadir a los chavales del estudio y condenarlos a holgazanear por las calles, facilitaban la lectura. Disponer de gas para hacer la comida suponía una diferencia notable y figuraba entre las principales prioridades de la maestra. Una cocina de gas era limpia y predecible y, a su lado, los viejos fogones de carbón, con sus rejillas rotas, sus salidas de humo defectuosas y todos esos agujeros por los que no paraba de salir ceniza, parecían una broma de mal gusto.
Trataría de tener los alquileres congelados tanto tiempo como fuera posible y nunca los subiría más de lo estrictamente necesario. No sacaría ningún beneficio. Las obras de mejora y acondicionamiento serían constantes. Si, con el tiempo, otros propietarios de la zona se animaban a dar pasos en la misma dirección, otros vecinos podrían aspirar a unas condiciones de vida mejores y se recuperaría toda una zona degradada de la ciudad. Ese era el ambicioso y exhaustivo proyecto de reforma y salvación que presentaría ante la junta: un centro vecinal (que, si le daban permiso, llevaría el nombre de su marido) rodeado por una serie de bloques de apartamentos para personas con bajos ingresos. Y tenía pensado también poner fin a su infausto período como dueña de esas propiedades para dejarlas bajo control de la junta, sin ningún tipo de condición.
Le entraron ganas de despertar a Isaac, pero lo vio profundamente dormido y debía de tener mucho sueño acumulado. Con buen criterio, decidió postergar la celebración y la depositó en el rincón de su mente destinado a los recuerdos, para que siguiese ardiendo allí con la misma intensidad hasta la próxima reunión con la junta. Soltó un suspiro de alivio, se quedó dormida y la noche se cernió sobre las figuras exhaustas de esas dos criaturas en paz.
La despertó el frío, un fío glacial como no lo había experimentado en toda su vida. Era como si se hubiese quedado dormida sobre un bloque de hielo. Tenía que haber sido la noche más desapacible de todos los tiempos y la temperatura mínima tenía que haber pulverizado todos los registros. La ciudad estaría paralizada y seguro que las clases se habían suspendido. Los pájaros tenían que estar cayendo de los árboles como moscas. No obstante, por la ventana se filtraba un sol radiante que llegó incluso a cegarla fugazmente. Por muy resplandecientes que fueran esos rayos, no parecían ser capaces, sin embargo, de contrarrestar los efectos de esa masa de aire gélido, de ese frente polar que los pronósticos del tiempo no habían conseguido prever. Aun así, la maestra se alegró de que el día no diese comienzo con el cielo encapotado y resultase más deprimente.
Entonces se percató de algo extraño. No tenía sentido que pudiese ver el cielo: las ventanas tendrían que estar cubiertas por una capa de escarcha y, aunque el sol hubiese sido capaz de derretirla, los cristales tendrían que estar empañados y húmedos. ¿Acaso solo hacía frío dentro de la casa? Ningún frío era más penetrante que el que a veces reinaba en el interior de las viviendas. ¿Se habría apagado la caldera? Nunca había dado problemas, pero para todo había una primera vez. Era posible que el encargado hubiese bebido más de la cuenta y hubiese olvidado atizar el fuego para la noche.
Dejó escapar un pequeño suspiro de fastidio y se volvió para ver cómo estaba el cactus, que acababa de florecer. Clark, su hijo pequeño, lo había traído cuando volvió a casa por Navidad. La planta no estaba muerta. No se le había caído ni un solo pétalo y las hojas no se habían puesto mustias a causa del frío; de hecho, habían girado ligeramente hacia el sol, como si, a diferencia de ella, pudieran percibir su tibieza.
Al cabo de un rato, la maestra se dio cuenta de otra cosa rara. Era incapaz de relacionar la sensación que tenía con ninguna de las reacciones habituales que asociaba con el frío intenso. No temblaba, no le castañeteaban los dientes, no estaba agarrotada y no había adoptado una postura fetal para protegerse de él. Tampoco parecía estar entumecida. La sensación que tenía era indescifrable.
El frío —ese frío incomparable, ajeno a cualquier experiencia humana— avanzaba sin parar por su cuerpo. Tenía los pies y las piernas más congelados de lo que creía posible en una persona viva… en una persona viva…, no habría sentido más frío aunque estuviese muerta… aunque estuviese muerta…
El terror se apoderó de ella. ¿Habría caído enferma? ¿Estaría en las últimas? ¿Habría sufrido un ataque al corazón mientras dormía? ¿Se habría despertado para asistir a su propia muerte? Tenía tanto que hacer antes de irse de este mundo, tenía tantísimo que hacer… Llamó a su marido, pero no se movió y no había tiempo que perder. Se levantó de la cama y empezó a caminar de un lado a otro para mantenerse con vida.
Caminar le sentó bien. Los latidos de su corazón eran regulares. Poco a poco, la parte inferior de su cuerpo fue entrando en calor y al acabo de un rato sus pies estaba tan calientes como dos rebanadas de pan recién tostadas. Al pasar delante de la ventana, se dio cuenta de que entre los ruidos que hacía la ciudad al despertar no se oía ningún grito de protesta. Echó el vaho en el cristal y no se empañó.
El miedo se fue desvaneciendo. Era tan posible que se encontrase a las puertas de la muerte como que estuviese haciendo el pino en ese mismo instante. A su corazón no le ocurría nada; de hecho, se encontraba de maravilla, como era de esperar después de una noche de placer. Había soñado que tenía frío y que llamaba a Isaac. Se había levantado de la cama sonámbula y ahora había despertado de verdad.
En un momento inevitable de lucidez, sin embargo, por fin lo comprendió todo. Estaba lo bastante lúcida para darse cuenta de que no había soñado nada
El clímax resultó ser anticlimático. A la maestra no se le escapó ningún grito, tampoco se desmayó ni se echó a llorar. Puede que contemplar a una persona muerta, en ese estado de extinción irrevocable, fuese más fácil que presenciar el instante en que se le va la vida. La muerte, al fin y al cabo, no es más que el fin de la agonía. La maestra se acercó a la cama para afrontar lo que ya sabía, no para confirmarlo. Cuando tocó la mano inerte de su marido, dio un respingo. Sabía, o al menos creía saber, que el frío a causa del cual se había despertado no era producto del contacto con el cadáver, sino de una especie de destilación, de un estruendo helador que había activado las alarmas a través de su sexto sentido. Gracias a la intensidad de su unión, se había establecido una comunión mística entre los dos, y ella había albergado la agonía de su marido en el lecho tibio de su cuerpo, pero no para morir con él ni por su propio bien, sino para luchar por la vida de Isaac con la fuerza sobrenatural que la carne perseverante siempre reserva para la eternidad.
Sin embargo, Isaac había muerto mientras la conciencia de la maestra estaba desarmada.
Al recobrarla, se había levantado de un salto para salvar su propia vida, se había apresurado a salir de un sueño que ya se había alargado demasiado y de una cama que ya había sido expoliada. En su huida desesperada, había tirado las sábanas a los pies de la cama y su marido había quedado expuesto en toda su desnudez. Recogió las sábanas y se las echó suavemente por encima los hombros. No quiso taparle la cara. Que el médico se encargase de amortajar a los muertos. Ella no se lo impediría.
Tenía que llamar al médico. Usaría el teléfono que estaba en la habitación de su marido, el mismo teléfono que había sonado tantas veces en mitad de la noche para despertarlo a él con sus demandas.
Lo más difícil sería contárselo a sus hijos. Perder a un marido era algo espantoso, pero perder a un padre antes de ser lo bastante mayor para entender lo que esa pérdida significaba era una injusticia cruel. Ella podría decir al menos que había vivido una última noche de reconciliación, por muy efímera y agridulce que hubiese sido. Le vino a la cabeza Clark, el más pequeño. Casi no había tenido ocasión de conocer a su padre. ¿Sería capaz de perdonarlo por haberlo abandonado? ¿Entendería las razones por las que Isaac se había dejado la piel trabajando y no había estado nunca disponible para él? Ella se aseguraría de que así fuese. El niño crecería sabiendo quién era su padre, qué defendía y en qué creía. Y, si Dios quería, también seguiría sus pasos. La maestra acarició la frente gélida de su marido con la punta de los dedos, después se volvió y salió del dormitorio.