Clark esperaba en el coche familiar de Corinne a que el barco de la mañana trajera otra remesa de Coles deseosos de asistir a ese rito bárbaro consistente en ofrecer a una virgen en matrimonio. Había algunos forasteros más esperando en sus coches impolutos y podía verse a otras personas —cuyo aspecto también los delataba como veraneantes— que habían decidido dejar el coche en casa y se habían acercado dando un paseo con un perro de raza revoltoso o un chaval rubicundo e igual de revoltoso. Todos ellos estaban vueltos hacia el océano con la esperanza de poder presenciar el momento en que el barco de vapor —conocido como El Isleño— doblase los acantilados con el sol reflejándose en los costados de color blanco, y el silbato anunciase la llegada a puerto mientras las aguas verdosas del mar se abrían a su paso y el oleaje se calmaba a su espalda.
Clark aguardaba en el coche con un rostro descompuesto, del que habían desaparecido todos los rastros del bronceado a causa de la palidez, y la mirada perdida, ajeno por completo a la algarabía que lo rodeaba.
La carta era como una herida en el puño, y sus palabras, que casi podía percibir con la misma claridad que si estuviesen escritas en braille, le quemaban en la palma de la mano. Había salido del Óvalo mucho antes de que llegase el ferri con la intención de llenar el depósito del coche, comprar el periódico matutino —que enviaban todos los días en avión a primera hora— y reservar la primera plaza que hubiese en el barco después de la boda para trasladar su coche al otro lado del estrecho.
De esas tareas, solo la última guardaba relación con el verdadero motivo que lo había llevado a salir de casa, pero todas eran tan triviales, y resultaba tan difícil encontrar una excusa para no llevarlas a cabo, que Clark las ejecutó de forma escrupulosa. Si dejó la última de ellas —la única que le obligaba a pasar por la oficina de correos— para el final no fue porque pretendiese posponerla o no se atreviese a realizarla, sino porque sabía que le costaría mucho concentrarse en cualquier otra cosa una vez hubiese recogido la carta de Rachel. Tendría que pedírsela a uno de los empleados y reconocer que había sido incapaz de introducir correctamente la clave de su apartado de correos en los tres intentos que tenía para hacerlo. Aunque Corinne alquilaba todos los años el mismo buzón porque tenía las dimensiones apropiadas y una clave fácil de recordar, los envíos que se depositaban allí rara vez estaban dirigidos a Clark y este no se había tomado nunca la molestia de memorizar la combinación. El teléfono era una forma mucho más inmediata de contactar con él si algún contratiempo médico requería su presencia en Nueva York.
Rachel también sabía su número, pero no lo usaba nunca. Tenían un acuerdo: al principio de su última semana de vacaciones, Clark buscaría una cabina telefónica en alguna zona de la isla poco frecuentada por su círculo y llamaría a Rachel, que estaría avisada de que la llamada se produciría a tal hora o en tal franja aproximada, y tal día o al día siguiente, como muy tarde, si surgía algún imprevisto.
El motivo de la llamada era confirmar el momento y el lugar en que se encontrarían para iniciar sus dos semanas de vacaciones en el extranjero, en algún paraje de clima amable donde la belleza y la piel oscura de Rachel mereciesen las atenciones de quienes atendían a ese médico blanco y a su esposa de color, o de quienes se sentaban a su lado en los restaurantes o los teatros y quedaban de inmediato encandilados por el equilibrio que producían sus visibles diferencias: una reacción completamente opuesta a la que habría suscitado ese mismo contraste en Estados Unidos, el país al que amaban y al que siempre serían leales.
Rachel era quien se encargaba de elegir el destino donde podrían dar rienda suelta a su amor sin que cayera sobre ellos el oprobio o la deshonra. Clark había establecido el pequeño ritual de llevarle una pila de folletos turísticos poco antes de irse a la isla para que tuviese la cabeza ocupada durante la espera y no se parase a pensar mucho en lo irónico que era verlo correr al lado de Corinne, que llevaba años sin ejercer de verdad como su esposa. Los dos sabían, sin embargo, que él no tardaría en volver junto a su fiel amante y desaparecería tras una cortina de humo de mentiras que Corinne, desde luego, no creía, pero aceptaba para guardar las apariencias.
Clark había tenido ocasión de hablar con Rachel la noche anterior. Había intentado llamarla a principios de la semana, pero no había tenido un solo momento libre. Una boda en una casa llena de mujeres siempre llevaba al padre de la novia al límite de su paciencia. En esas últimas jornadas frenéticas, los recados de última hora se multiplicaban y, como las mujeres estaban demasiado ocupadas con los preparativos de la ceremonia para encargarse de esas minucias, todas ellas convenían en que un hombre medianamente inteligente podía llevarlas a cabo sin cometer demasiados errores.
Clark había sentido en un par de ocasiones la tentación de mandarle una nota a Rachel, una simple línea para decirle que no se había olvidado de ella. Pero el gesto le había parecido vano y absurdo. ¿Qué necesidad tenía de aclararle algo que ella ya sabía? ¿Qué necesidad tenía de repetirle que era la persona más importante en su vida después de sus hijas? En cualquier caso, él jamás le había mandado una carta a ella, no quería añadir aún más complicaciones al idilio clandestino que mantenían. Y, hasta esa misma mañana, ella tampoco había querido dirigirle a él ninguna misiva para que no se viese obligado a destruirla y aplastar la ternura que la había inspirado. Ahí tenía ahora, sin embargo, la letra de Rachel: esa letra que tantas veces había visto en los documentos de la consulta y que tan extraña le resultaba en el anverso de un sobre.
La noche anterior, había tenido que esperar hasta después de medianoche para hablar por teléfono con ella y le había dado reparo despertarla. Era evidente que no había podido llamarla antes porque Corinne lo había enredado con algún compromiso, y no cabía duda de que se le había notado lo violento que estaba.
Pero esa era la sencilla verdad. Su mujer había organizado una cena para todos los asistentes a la boda que habían venido de fuera. Como muchos de ellos se alojaban lejos del Óvalo y no tenían coche y como, además, los taxis estaban muy solicitados en verano y resultaba difícil encontrar uno, Corinne le había pedido a Clark que los fuese a recoger para la cena y los llevase de vuelta después.
La voz de Rachel había sonado monótona y distante por teléfono. La línea no era buena y, cuando Clark lo mencionó, ella se quedó callada, como si no le importase. Él le explicó que esa misma mañana iría a hacer la reserva para trasladar el coche en el barco. De nuevo se produjo un silencio. Acto seguido, Rachel le soltó de sopetón que a la mañana siguiente recibiría una carta suya.
Clark trató de ocultar la sorpresa que le producía ese repentino cambio de costumbres, pero no le pareció que hubiese motivos para la preocupación; escribir a una persona con la que se tiene una relación desde hace años no contravenía en modo alguno los códigos del amor. Rachel sabía que las posibilidades de que los descubrieran eran mínimas. Con toda la correspondencia que llegaba para la novia y la cantidad de gente que era necesaria para tenerla al día, nadie se fijaría en una carta dirigida a otra persona.
A Clark le dolía que Rachel se hubiese visto obligada a mandar una carta para recordarle su desconsideración hacia la mujer que iba a convertirse en su esposa —o con la que, por lo menos, tenía la manifiesta intención de casarse— en cuanto la vida matrimonial de Shelby se asentase un poco. Empezó a disculparse por lo ocupado que había estado esa semana, pero Rachel lo interrumpió y, con una voz tan seca como las hojas en otoño, dijo: «No me pidas perdón por la boda. Me gustan las bodas. Hay que darles la importancia que merecen porque de ellas dependen muchas cosas. Pero se ha hecho demasiado tarde para andar filosofando. Si no te importa, voy a colgar. Buenas noches, Clark. Mañana te llegará la carta».
A pesar de que hubo un segundo de vacilación en el que Rachel parecía haber sopesado algo que afectaba al futuro de su relación, Clark escuchó cómo se cortaba la llamada. No habían tomado ninguna decisión. Ni siquiera había tenido ocasión de decirle todo lo que quería decirle. ¿Sería consciente Rachel de que no le había preguntado siquiera cuándo llegaría a Nueva York ni cómo pensaban organizar las vacaciones? ¿Le explicaba en la carta las razones de su indiferencia? ¿Quería darle un ultimátum? ¿Poner a prueba su paciencia? ¿Darle a entender que lo odiaría para siempre si no accedía a casarse con ella de inmediato?
Con el final y un nuevo principio a la vista, ¿por qué había dejado Rachel, siempre tan predecible, que unos cuantos días de espera hicieran mella en la superficie inmaculada de su perfecta complicidad? No necesitaba demostrar que era capaz de castigarlo ignorando por completo el motivo de su llamada. Tratar su relación como si se redujese a un simple intercambio sexual, degradar esa cita telefónica como si solo fuese una oportunidad para ponerlo de rodillas con una propuesta de matrimonio en los labios y una alianza en el bolsillo hasta que ella le diera el sí, suponía derrochar el maravilloso tesoro de la confianza que se profesaban a causa de un ataque de celos típicamente femenino.
Tenía la sensación de que Rachel había estado durante unos segundos a punto de arrepentirse, y de que le había dado a él también algo de tiempo para retractarse. Pero después había pronunciado esa rotunda negativa, ese «no» que iba dirigido tanto a él como a sí misma y que significaba una pérdida total y funesta de la sensatez. Las pocas veces que se había parado a pensar en ese desenlace, había apartado la idea de su cabeza horrorizado. Pero después de la llamada, el mundo se le había venido encima. Por muy inoportuno que fuesen el momento y el lugar, era evidente que tenía que reaccionar. Pediría el divorcio a Corinne antes de dejar la isla. Le rogaría que lo dejase libre el día siguiente a la boda, y aceptaría cualquier condición que quisiera ponerle su mujer para castigarlo. Con Rachel, su consulta y el fin de la clandestinidad, Clark podría por fin llevar una vida feliz.
En los veranos del Óvalo, cuando las mosquiteras eran lo único que se interponía entre el interior y el exterior de las casas y todo el mundo podía espiar la vida de los demás, una puerta cerrada siempre invitaba a la suspicacia. Clark dejaría a Corinne expuesta a los rumores y a las conjeturas que su cambio de aspecto suscitaría. Igual que los ancianos, las personas casadas siempre creen que ellos van a ser los siguientes en sufrir un revés, y confían en que los contratiempos ajenos sirvan para posponer los suyos. Habría muchas personas dispuestas a remover las cenizas de un matrimonio calcinado: algunos buscarían algún rescoldo para reavivarlo, pero la mayoría intentaría encontrar pruebas de que en algún lugar existía una amante.
Clark volvió a casa y se metió sin hacer ruido en la cama que estaba dispuesta en un extremo de la habitación, al lado de la de Corinne. Era el dormitorio de su mujer, pero había cedido el suyo a unos invitados y no le había quedado más remedio que compartirlo con ella.
Corinne no se movió. La noche había sido animada y estaba tan profundamente dormida que se la oía respirar. Clark no se había molestado siquiera en mirarla. No le parecía en absoluto desagradable, pero se había apoderado de él una obsesión por Rachel que no sentía desde los primeros días de pasión. Había estado la noche entera suspirando por ella. Se la imaginó desnuda. En mitad de su sueño agitado y ligero, Rachel se le había aparecido con el mismo vestido de novia que su hija llevaría en la boda. La había visto tal y como era cuando él la conoció: una estudiante de enfermería recién graduada, fresca como una rosa. A pesar de no tener ninguna experiencia, había conseguido desarmarlo con su mirada implorante, y ese acento dulce y claro del sur que tenía —tan diferente del tono crispado que Corinne fue adquiriendo con los años— había sido la puntilla. A partir de ese momento, Clark estaba sentenciado: cualquiera que hubiese tenido ocasión de contemplar la belleza de una mujer de color bien parecida sabía que no era comparable a la de ninguna otra mujer: esa piel de terciopelo, ese cabello oscuro como una nube y esos ojos negros como dos pozos a los que arrojarse.
Y, sin embargo, de haber sabido que iba a enamorarse de ella, Clark no habría contratado jamás a Rachel. No fue un acto premeditado. Era una mujer joven y vital, y tenía derecho a más de lo que un hombre casado podía ofrecerle. Se dijo que la tendría a prueba un tiempo para ver si valía. Lo que no se atrevió a reconocer nunca fue lo mucho que le recordaba a Sabina, la chica con la que había tenido aquel tierno e infructuoso devaneo y a la que había defraudado para acabar cambiando la confianza y la fe de un corazón entregado por las promesas vacías de Corinne.
Ahora, sin embargo, mientras esperaba en el aparcamiento abarrotado que se encontraba junto al muelle, se preguntó si alguna vez podría librarse de la pregunta que ardía en su mente como una lengua de fuego. Volvió a mirar la carta y la leyó por segunda vez, con la esperanza de que no dijese lo mismo que cuando la leyó por primera vez.
Querido Clark:
A lo largo de estas interminables semanas lejos de ti he tenido ocasión de pensar mucho en el pasado, en el presente y en todo lo que está por venir. Sé que has estado muy liado con la boda y que os habéis dejado la piel para que todo esté a la altura de lo que se espera de vosotros. Yo también he estado dándole muchas vueltas al tema de la boda, aunque por razones bien distintas.
Tengo treinta y nueve años y en diciembre cumpliré cuarenta. Si ya hubiese cruzado ese puente y me sintiera igual que hace doce horas, tal vez podría considerarme solo un día más vieja en lugar de un año, y puede también que el vínculo que nos une siguiese siendo igual de fuerte.
He procurado aferrarme a esa esperanza, pero las dudas la desbaratan poco a poco cada día. No sé si te das cuenta de lo terrorífico que es para una mujer soltera cumplir cuarenta años. De repente he reparado, como le pasa a toda la gente de mi edad, en lo poco que me queda para cumplir cincuenta y en que Dios sabe cuántos años de vida más tendré por delante sin hijos ni nietos que se acuerden de mí cuando la cuenta se detenga.
La decisión de no tener niños ha sido más mía que tuya. Nunca quise engendrar una criatura que no tuviese derecho a llevar tu apellido. Y tu amor me compensaba totalmente por esa renuncia.
Cuando cumplí los treinta, dijiste en broma que por fin alcanzaba la mayoría de edad, y los dos nos reímos. Me aseguraste que estaba más guapa que nunca, que seguía igual de joven que siempre. Lo que hacía que mi rostro resplandeciese entonces era el amor que sentía por ti.
La gente considera que un hombre de cuarenta o cincuenta años está en la plenitud de su vida, tanto profesional como sexual, pero las mujeres no suelen recibir el mismo trato. Me parece increíble que tuviera veinte años cuando te conocí. Acababa de dejar atrás la adolescencia, acababa de terminar también mis estudios de enfermería la primera de mi promoción y estaba dispuesta a comerme el mundo en la Gran Manzana. Era un sueño hecho realidad. Ni se me pasaba por la cabeza por aquel entonces que alguna vez pudiese cumplir cuarenta años.
Entonces me crucé contigo y la manera en que nos conocimos me pareció casi de cuento. Nunca había visto de cerca a un hombre de color con tanto aplomo y tan sofisticado. Me enamoré de ti al instante, pero hice lo posible para que no se me notara. El sentido común me decía que un señor rico, guapo y con tanto magnetismo como tú no podía estar soltero. Y me conformé con poder conocer algún día a través de ti a un médico joven y ambicioso a quien le viniese bien tener al lado a una mujer de la profesión para alcanzar el mismo nivel que tú.
Pero el día que me presenté en tu casa, caí rendida a tus pies. Seguía siendo una mocosa que se había enamorado a primera vista y no era capaz de controlar sus emociones. Y era consciente de ello. Mi mundo entero se redujo a trabajar contigo, a idolatrarte y a hacerte el amor. Era una adulta que sabía lo que quería, o eso creía yo al menos.
Me dijiste muchas veces que le pedirías a tu mujer el divorcio en cuanto tus hijas se casaran y sus maridos fueran capaces de mantenerlas. Pero los sueños suelen convertirse en pesadillas. Ya no me importa si quieres casarte conmigo o no. He decidido seguir mi propio camino.
Cuando recibas esta carta mañana, seré ya la mujer de Jim Logan. Tenemos pensado ir los dos solos al juzgado. Su nombre no está en la lista de invitados de la boda de Shelby ni en la de ninguno de tus amigos y tampoco el mío, así que la ceremonia no se verá afectada.
Jim lleva trabajando en el Ayuntamiento toda su vida y cuando se jubile le quedará una pensión bastante digna. Por lo que a mí respecta, espero que algún médico o algún hospital se fijen en mis años de experiencia y accedan a hacerme una entrevista.
La mujer de Jim murió hace dos años. Nos conocimos jugando al bridge antes de que falleciese y nos hicimos amigos. No quise hablarte mucho de esas reuniones porque tu desinterés era manifiesto y comprensible. Sus hijas me conocen y me han cogido cariño por lo bien que me llevaba con su madre. Están casadas y tienen niños pequeños. El trabajo y la familia no les deja casi tiempo para ocuparse de su padre. Yo creo que lo animaron a que me pidiera en matrimonio, puede que incluso le dieran consejos. Es posible que supieran de tu existencia, pero salta a la vista que no llevo alianza y debieron de convencer a su padre para que se lanzase.
Dormiremos en camas separadas, aunque no lo rechazaré si algún día le apetece meterse en la mía. Amaba con locura a su mujer. Sé que nunca podré ocupar su lugar y que John jamás podrá ocupar el tuyo. Él se siente solo y yo quiero disfrutar de la seguridad que da estar casada.
No me arrepiento de haber compartido todo este tiempo contigo y nunca me olvidaré de él. He escrito esta carta tres veces y las tres veces me ha salido igual.
Te deseo lo mejor, Clark. Y espero que tú también me desees lo mismo a mí.
RACHEL
Cuando Clark terminó de leer la carta, las manos le temblaban. De pronto notó la atmósfera que reinaba dentro del coche: a través de la ventanilla cerrada que tenía a su izquierda se colaban los rayos del sol, el oxígeno parecía estar agotándose y sentía una extraordinaria presión en las sienes.
Movió la cabeza de un lado a otro bruscamente y recordó la razón por la que se encontraba en el aparcamiento del embarcadero. Recibir a los parientes latosos de Corinne, darles palique, llevárselos en coche… No estaba dispuesto a pasar por semejante calvario: tenía que salir de allí cuanto antes. Prefería aguantar la bronca de Corinne. Y, una vez tomada la decisión, arrancó el coche y emprendió el camino de vuelta a casa.