CAPÍTULO 13

El coche de Clark atravesó el Óvalo como una flecha. Llevaba las dos ventanillas delanteras bajadas y el viento cargado de polvo le irritó la garganta y desperdigó por el suelo los papeles del asiento trasero: extractos bancarios, recetas, una bolsa de papel. Clark dobló a la izquierda y subió con el familiar —el primero de su clase que había en la isla y un motivo de orgullo para todos ellos— por la ligera pendiente del camino de grava que acababa en un semicírculo frente a la cocina de la casa. Lo enfiló a tal velocidad que se vio obligado a dar un brusco frenazo mientras agarraba con fuerza el volante. Sobre el césped pudo ver unos cuantos coches desconocidos, lo cual significaba que habían llegado más visitantes de fuera. «Pues que se esperen un ratito», se dijo. Apagó el motor y se retrepó en el asiento.

Una extraña sensación de calma se apoderó de él. Cuando bajó la mirada y vio la carta que tenía sobre el regazo, le pareció un objeto lejano, como un barco en el horizonte o una moneda brillando al fondo de un pozo. Respiró hondo, levantó la cabeza e hizo lo único que un Coles podía hacer en una situación semejante: recuperar la compostura. He ahí un hombre que procedía de la mejor familia de Harlem, que había estudiado en el mejor instituto de Nueva Inglaterra y que se había licenciado en la Facultad de Medicina de Harvard; un especialista de reconocido prestigio, el propietario de una casa de ladrillo en la confluencia de la Séptima Avenida con la calle Ciento Treinta y Seis que era la envidia de toda la ciudad, y la persona a la que pertenecían también los terrenos que se extendían a su alrededor en ese momento, incluida la casita de verano azul, con sus porches acristalados, que reposaba sobre una franja de césped inmaculado. He ahí, pues, un hombre que no estaba acostumbrado a replantearse sus creencias.

Clark había comprado esa finca, la más codiciada del Óvalo, casi a ciegas. Aunque profesionalmente las cosas iban muy bien en aquella época, la casa seguía saliéndosele del presupuesto. Sin embargo, la antigua propietaria —una vieja solterona— murió de repente y se la dejó a su hermano, que estaba como loco por venderla.

Clark no se enteró de que la solterona en cuestión era la señorita Amy Norton Norton hasta poco después de comprar la casa. El padre de la señorita Amy se la había dejado en herencia a ella porque sabía que, tras su muerte, los otros hijos cambiarían de destino vacacional en cuanto a sus parejas se les antojase, y porque no le cabía la menor duda de que su hija siempre tendría sitio para ellos, mientras que los demás podían negarse a alojar a sus hermanos a causa de las presiones familiares. Que tan solo una generación después esa fuese la misma residencia que Clark Coles estaba a punto de comprar para su familia parecía casi de cuento. Él era consciente de que su padre no habría aprobado jamás su éxodo veraniego. Le habría parecido que era tentar demasiado al destino, que Dios no vería con buenos ojos toda esa ostentación y que corría el riesgo de despertar la ira del cielo. Clark comprendía que Isaac era un hijo de su tiempo, de ese tiempo en que la gente de color no estaba acostumbrada ni a irse de vacaciones ni, por supuesto, a tener una residencia para las vacaciones. Pero él era el hijo que había conseguido hacer realidad un sueño que su padre no se habría planteado jamás: el sueño de tener una casa en la isla. El hecho de que esa casa fuera, por una feliz coincidencia, la misma donde Isaac había pasado las vacaciones de pequeño otorgaba a todo aquel episodio un sabor mucho más dulce.

Y, sin embargo, a Isaac le habría entristecido descubrir que nadie en su familia estaba al tanto de lo que la señorita Amy había hecho por él. Ella fue la mano de Dios que lo había sacado del hervidero de violencia racial que era el sur y le había dado una nueva vida. Habían sido tantos los blancos empeñados en convertir la vida del hombre de color en un infierno que resultaba sencillo olvidarse de todas esas maestras solteras —en su mayor parte presbiterianas y unitarias— que habían emigrado milagrosamente al sur y lo habían dejado todo para dar clase a una nueva generación de chavales emancipados que estaban con una mano detrás y otra delante. A Isaac le habría entristecido saber que nadie mencionaría jamás el nombre de la señorita Amy Norton Norton a sus futuras nietas, una de las cuales estaba a punto de contraer matrimonio en el mismo salón donde esa mujer también había bailado tantas veces cuando estaba en edad de casarse, aunque es cierto que la idea de pasar por el altar no le resultaba demasiado seductora y que nunca encontró a un hombre con un apellido lo bastante ilustre para cambiarlo por el suyo.

Al pensar en la ceremonia que tendría lugar en su casa en menos de veinticuatro horas, Clark notó una punzada de amargura. Había estado tan absorto planificando su futura vida con Rachel que apenas había prestado atención a la boda de Shelby y a las repercusiones que tendría, al margen —claro— de las obligaciones que habían recaído en él como padre de la novia en las últimas semanas y meses, y que en su mayor parte lo habían obligado a rascarse el bolsillo. En el lugar que antes ocupaba Rachel, sin embargo, no quedaba ya más que un enorme vacío: una herida palpitante que jamás cicatrizaría. Donde ahora se encontraba ese vacío, hace tan solo unas horas había una escapatoria, un asidero que siempre le había dado esperanzas y al que, por muy lejos que estuviera, siempre se había aferrado. Sin él, se sentía transparente, insignificante, una simple sombra de lo que había sido. Lo único que le quedaba eran sus hijas.

Una brisa fresca del norte se coló por la ventanilla. «Qué día tan precioso», se dijo con pesar. Se notaba ajeno a todo cuanto lo rodeaba, como un ingeniero que inspecciona una loma cubierta de césped antes de dinamitarla para trazar una carretera o una vía férrea. El silencio que reinaba a su alrededor parecía zumbar en sus oídos y, por primera vez en mucho tiempo, le dio igual no saber qué paso dar a continuación. Siempre había experimentado una especie de orgullo enfermizo por el modo en que su existencia transcurría entre un compromiso y otro, por el estoicismo con que llevaba a la espalda el peso enorme de sus responsabilidades sin bajar nunca la cabeza. En ese momento, sin embargo, al sopesar todas las encrucijadas y todos los dilemas que había superado, no le quedó más remedio que preguntarse de qué había servido todo aquello. ¿Era su vida algo más que una mera sucesión de oportunidades perdidas, una serie de situaciones donde siempre había tardado demasiado en reaccionar?

Primero había sido Sabina, y desde entonces todo era en cierto sentido una maldición para él por no haberse molestado en pedir perdón a esa muchacha, por no haberse molestado en darle una explicación. Ahora bien, ¿qué explicación podría haberle ofrecido? Sabina era la mujer más deseable que había conocido nunca, pero Corinne era la esposa idónea y encarnaba todo lo que su entorno social exigía: tenía la piel clara, podía darle hijos con la piel clara y su padre había alcanzado la cima de una profesión respetable. No, desde luego que la sangre no le hervía cuando estaba en su presencia y nunca le había puesto el corazón a mil igual que Sabina, pero ¿acaso esas necesidades primarias constituían el fundamento de una relación duradera? Tal vez no, aunque después de treinta años de matrimonio, Clark tenía pruebas más que suficientes de que su ausencia tampoco garantizaba la felicidad.

Y luego estaba Rachel. Clark no tenía la menor idea de qué hacer. Había ocupado durante mucho tiempo la posición del admirado Dr. Coles, se había apoyado en el frío pilar del deber con la esperanza de que eso bastase para ahuyentar los demonios que lo atormentaban y había aguantado con estoicismo el peso de las expectativas que sus padres habían depositado sobre él, pero el precio que había tenido que pagar era demasiado alto. No se podía alcanzar una posición social desahogada sin entregarse con abnegación, sin renunciar a lo personal, a lo íntimo, a lo oculto, a lo pasional. Pero también era necesario alcanzar cierto equilibrio y esa era una lección que solo había sido posible aprender a costa de quienes formaban parte de la misma generación que Clark: una generación que vivía con miedo a que los estereotipos de los blancos fuesen al menos en parte ciertos; una generación lastrada por ese autodesprecio que constituye el crimen más monstruoso de los prejuicios, que equivale a una violación mental, a un despojamiento de la dignidad y, por lo tanto, resulta aún más dañino que las vejaciones físicas.

Clark apretó los dientes con amargura. Que no le hubiesen dado la oportunidad de explicarse era duro, pero podía aguantarlo. Lo peor era no haber podido despedirse, no haber podido poner punto final a aquella historia, por muy doloroso que eso resultase. Ante sus ojos empezaron a pasar los recuerdos, las imágenes de los agradables momentos de intimidad que habían compartido Rachel y él. Le vinieron a la cabeza gestos fugaces de complicidad silenciosa, una serie de pequeños instantes que comprendía toda una eternidad, instantes que no había compartido con nadie antes y que con toda seguridad no volvería a compartir con nadie jamás.

Abrió la puerta del coche y puso un pie en el césped. Tal vez había alcanzado un punto de no retorno personal hacía ya tiempo sin darse cuenta. ¿Cuál era la palabra que tanto les gustaba usar en las fiestas a sus amigos pedantes? ¿Karma?

«Puede que ya sea demasiado tarde para mí —pensó—, pero no para mi hija».