Las sombras empezaban a alargarse cuando Shelby llegó a la playa. Entornó los ojos y dirigió su mirada a la zona del poste diecinueve, donde pudo distinguir una figura imprecisa tumbada en la arena, cerca de la orilla. Tenía que ser Lute. Temblando ligeramente a causa de la fuerte brisa que soplaba desde el mar, se dirigió hacia él con decisión.
Nadie sabía con seguridad por qué el poste diecinueve se había convertido en el punto de encuentro para los veraneantes de color que tenían la edad de Shelby. Ella y sus amigos formaban una pandilla muy afortunada: constituían la primera generación desde los tiempos de la esclavitud que no se avergonzaba de su color de piel y que, por esa misma razón, siempre reaccionaba con impaciencia al ver los extraños cambios que experimentaban sus padres cuando estaban en presencia de otras personas cuyos rostros no eran por lo general mucho más blancos que los suyos, ni sus ingresos mucho más altos, y cuyos temores estaban compuestos por la misma mezcla de inseguridades y chismorreos sobre la guerra, la salud y los impuestos que los de ellos. Eran también los primeros que habían puesto en cuestión los preceptos paternos, se habían sacudido las presiones familiares y, en lugar de elegir una de esas carreras que proporcionaban títulos claros y prácticos —como el de doctor en Medicina o el de letrado—, habían preferido convertirse en ingenieros o en diplomáticos.
Lute se dio la vuelta cuando Shelby trataba de sortear un trozo de madera. Se había tendido despreocupadamente sobre una toalla de cuadros escoceses, tenía las manos detrás de la cabeza, no llevaba camisa y sus músculos tensos resplandecían bajo el sol mortecino del atardecer. Al verla, sonrió de oreja a oreja.
—Dichosos los ojos —dijo en voz baja—. ¿Quieres sentarte?
Shelby hizo una mueca y empezó a tirar un tanto cohibida del nudo con el que llevaba atada la camisa de cuadros.
—No puedo quedarme mucho.
Él se encogió de hombros y se echó a un lado para hacerle sitio en la toalla. Shelby se sentó en un extremo, muy rígida y con las manos enlazadas alrededor de las rodillas. Las gaviotas hambrientas sobrevolaban la playa y sus sombras se entrecruzaban sobre la arena, delante de aquellas dos figuras sentadas.
Lute intentó entablar una conversación con Shelby y se puso a hablar de lo primero que le vino a la cabeza: de sus negocios, de Boston, de sus tres hijas pequeñas. Estaba lejos de ser una cháchara intrascendente, desde luego, pero a Shelby le dio la impresión de que su única intención era crear una cadencia agradable, un torrente de sonidos que se derramaba desde sus labios como una canción. Por mucho que se resistiese, esas palabras —mezcladas con el rumor de las olas y el lejano graznido de las gaviotas— ejercían sobre ella un efecto relajante, casi adormecedor. Lute cogió un poco de arena, la guardó dentro del puño y dejó que cayera en un hilillo fino sobre la toalla. Repitió la operación varias veces hasta que se formó un pequeño montón. Shelby notó un leve cosquilleo en la nuca mientras veía cómo se movían sus dedos largos y finos.
Qué diferentes eran Lute y Mead, se dijo. Lute era un artesano, un hombre que había consagrado su vida a cultivar y a reproducir con asombrosa precisión los modelos y las formas del pasado; los mismos modelos y formas que Meade rechazaba por principio. Este, por su parte, era un creador, un vanguardista. Soñaba con el día en que ya no necesitase trabajar como músico acompañante en estudios de televisión o de grabación para llegar a fin de mes; con el día en que por fin pudiera ganarse la vida tocando en clubes de jazz como el garito donde conoció a Shelby, arrastrada contra su voluntad por sus amigos más intrépidos.
Lute siguió hablando, al parecer satisfecho con los gruñidos de asentimiento que su acompañante soltaba de vez en cuando. Shelby nunca había llegado a entender del todo por qué se relajaba tanto cuando tenía cerca a ese hombre a pesar de que su presencia siempre resultaba molesta. Supuso que sería por la adulación empalagosa que le prodigaba, o por su manera casi lastimosa de engatusarla. Con la seguridad de saber que estaba muy por debajo de ella y no suponía una amenaza ni era un candidato viable, Shelby podía dejar que halagase su vanidad. Le vino a la cabeza el encuentro entre Meade y Lute del mes anterior. Meade había hecho dos visitas largas a la isla ese verano: en la primera de ellas, Shelby se lo había presentado al dueño del local nocturno más famoso de Oak Bluffs, y este lo había invitado a tocar cuando volviese otra vez. Meade había aceptado sin pensárselo. La cantidad que le ofrecieron era simbólica y tanto él como los miembros de su banda estaban acostumbrados a tocar en Nueva York ante audiencias mucho más grandes, pero eso no era lo importante. En su siguiente visita, se trajo a un batería y a un bajo que tenían muchas ganas de darlo todo ante una audiencia menos crítica y exigente. Esa noche, Lute se había acercado a Shelby en el club —que en realidad no era más que un bar— y se había sentado a su lado mientras observaba a Meade. Ella decidió concentrarse en su novio y no le prestó la menor atención. Era el comienzo de la actuación y Meade estaba participando en un diálogo entre el piano, el bajo y la batería. Solía empezar tocando con delicadeza: sabía que al público le costaba acostumbrarse a ver a un blanco en una banda compuesta exclusivamente por músicos de color, pero la pasión —una pasión fría, serena— siempre terminaba apoderándose de él. No sabía actuar de otra manera. Alguien dijo en una ocasión que el jazz era como tener la lengua de una mujer en la garganta y Meade tocaba como si quisiese demostrar que aquella persona estaba en lo cierto.
Y así era como lo veían también los amigos de Shelby, pero los ovalitas de más edad seguían pensando que el ragtime era, por mucho que ahora se llamase jazz, una profesión indigna que no generaba ingresos fijos. Con todo, tener un sueldo fijo tampoco era por sí solo garantía de nada: el hecho de que la cuenta bancaria de Lute creciese sin parar no sirvió para que su popularidad aumentase entre los vecinos de más edad, entre quienes guardaban las esencias del pasado y protegían con uñas y dientes el presente. A menos que su fama de donjuán careciese de fundamento, algo que todo el mundo dudaba, el hecho de que sus hijas fueran unas niñitas encantadoras tampoco le sirvió para ganarse el respeto de los demás veraneantes. Y los recelos de todos ellos pronto se verían confirmados.
Lute no tenía la menor idea de que el músico al que Shelby miraba sin parar era su prometido y, cuando se enteró, dio por hecho que esa era la razón de su nerviosismo y de su reticencia a hablar con él. En los descansos, Meade dejaba el escenario y se acercaba a la mesa. Era evidente que la presencia de Lute lo divertía, una reacción que a este le resultaba nueva y un tanto desconcertante, como si se hubiese convertido en el blanco de un chiste que todo el mundo entendía menos él. Meade y Shelby hablaron un poco sobre el último tema, y Lute, que tampoco estaba acostumbrado a que una mujer y un hombre intercambiaran ideas con esa soltura y esa libertad, volvió a sentirse incómodo. En realidad, Shelby estaba encantada: Meade había quebrado la confianza de Lute. Este había tenido que disputarse la atención de una mujer con otros hombres en infinidad de ocasiones, pero nunca en el plano intelectual.
—¡Eh! —Lute extendió la mano y acarició la mejilla de Shelby con el dorso de la mano para sacarla de su ensimismamiento—. No me haces ni caso.
—Pues tal vez podrías esforzarte por decir algo interesante —replicó ella, molesta por su atrevimiento.
Lute echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
—¿Te parezco aburrido? Vale. Pues si no puedo entretenerte, por lo menos intentaré ser sincero. —Se puso bocabajo, se sujetó la cabeza con una mano y contempló a Shelby muy serio, sin pronunciar una sola palabra. El silencio se alargó un buen rato, pero justo cuando Shelby se sintió obligada a decir algo, Lute añadió—: Shelby, cada vez que te miro siento un vacío en mi interior, como una especie de hambre que me devora por dentro. —Hablaba en voz baja, alargando mucho las palabras—. ¿A qué crees que puede deberse?
—No sabría decirte —respondió Shelby con la mirada perdida.
—Pero ¿te gustaría saberlo?
Shelby se alejó de la toalla y se sacudió la arena de los pantalones cortos.
—Creo que he oído suficientes patochadas por hoy. No me conoces y nunca me conocerás. —Shelby estaba anonadada por la osadía de ese hombre, de ese padre de tres niñas que a buen seguro tenía cosas mejores que hacer que dorar la píldora a una mujer la noche antes de su boda.
Las palabras de Shelby no parecieron afectar a Lute.
—Te conozco mejor que tú misma. Crees que sabes lo que quieres, pero no tienes ni idea. Crees que has encontrado lo que buscas, pero cuando te miro, lo único que veo es a una mujer que no sabe ni por dónde se anda. Estás a punto de dar la espalda a tu familia, a tu comunidad, a tu raza… Y todo por una fantasía para blancos que ni siquiera comprendes del todo. No hay duda de que eres una mujer guapísima, un vaso de agua fino y precioso que está a punto de derramarse en el desierto.
Shelby no pudo evitar sonreír ligeramente por el descaro de Lute.
—Y supongo que tú te consideras una alternativa mucho más sensata, ¿no?
Lute se encogió de hombros con cierta picardía.
—Se me ocurren cosas mucho peores. ¿Puedes hacer el favor de mirarme? Estoy cansado de hablarle a una coronilla.
Shelby clavó los ojos en la cintura de Lute. No era capaz de mirarlo a los ojos.
—Mírame —murmuró él suavemente—. No voy a hacerte daño.
Por primera vez, Shelby lo miró a la cara. Lute le sostuvo la mirada, se incorporó lentamente y, con un movimiento sinuoso, se colocó delante de ella. Shelby dio un paso atrás, pero no fue capaz de apartar los ojos.
—Vas a ser muy desgraciada en ese mundo de blancos. Lo sabes, ¿verdad? ¿No te das cuenta de lo que está haciendo tu pianista? Se ha ido de aventura por los barrios bajos porque le apetece algo exótico. Ahora está loco por ti, claro que sí, pero se cansará de ti. Ya lo verás. Es lo que llevan haciendo con nuestras mujeres desde los tiempos de la esclavitud. No sé por qué iba a ser diferente ahora.
Shelby lo apuntó con el dedo índice y los ojos llenos de furia.
—Eres una persona horrible, Lute. No todo el mundo ve a las mujeres igual que tú, como simples trozos de carne. Afróntalo, Meade te da miedo. Es más hombre que tú en todos los sentidos de la palabra y lo sabes. Por eso intentas rebajarlo a tu nivel. Pero no tienes nada que hacer a su lado.
Por muy enfadada que estuviese, sin embargo, algo en los ojos de Lute la retenía, y algo en el interior de su propia alma desmentía las palabras que acababa de pronunciar. Había intentado irse en varias ocasiones, pero le había sido imposible alejarse, como si estuviese atada a una correa. Se dijo que no podía marcharse de allí hasta que lo hubiese mandado a paseo, hasta que le hubiese hecho ver lo equivocado que estaba, lo ciego y odioso que resultaba, pero algo la arrastraba, una fuerza oscura y desconocida. Lute era el primer hombre de color que la trataba como si de verdad estuviese hecha de carne y hueso, no de porcelana. Era un déspota con mucha experiencia, un hombre que había tenido esposas blancas y amantes de color. Las mujeres no tenían misterios para él. Conocía los misterios del matrimonio interracial y sabía cómo sembrar las semillas de la duda: unas semillas de las que tarde o temprano nacería el fruto venenoso del arrepentimiento.
Lute notó la indecisión de Shelby e intentó aprovechar su ventaja. Se acercó a ella: tenía los labios a pocos centímetros de su frente y el pecho desnudo se le movía de forma casi imperceptible. Había refrescado de repente y Shelby tenía la piel de gallina. Era como si la isla hubiese caído en un profundo letargo: el ruido que hacían las olas al romper parecía cada vez más lejano, e incluso el frenético graznido de las palomas que planeaban en lo alto del cielo parecía haberse apagado en señal de respeto. Los dos cuerpos —uno esbelto, bronceado y casi desnudo; el otro pálido, grácil y tembloroso— estaban completamente inmóviles.
—Abre la boca —susurró Lute.
Shelby obedeció en contra de su voluntad. Poco a poco, con mucho cuidado, Lute levantó la mano derecha y recorrió los labios abiertos de Shelby con el dedo índice. La muchacha cerró los ojos: se moría por largarse de allí, pero estaba clavada al suelo, paralizada. Lute bajó la cabeza y rozó con su boca los labios secos y ligeramente fruncidos de Shelby.
Con un grito ahogado, con una reserva sobrehumana de energía que desconocía poseer, Shelby apartó la cabeza y lo empujó.
—Para —murmuró débilmente—. No puedo. Tengo que irme. Me esperan en casa.
Con la cabeza dándole vueltas, se echó a andar. Lute la cogió del brazo y tiró de ella.
—Espera. Tenemos que hablar.
—Deja que me vaya, por el amor de Dios —gritó, y su voz rasgó el frío aire de la noche.
Había perdido por completo la compostura y lo único que quería era echarse a correr. Lute se puso pálido y bajó la mano.
—Prométeme que volveremos a vernos… ¿Qué te parece mañana?
—Eh… Bueno, quizá.
—Anda, di que sí. Mañana por la mañana, a las once. Aquí mismo. Hazme ese favor. Tenemos que hablar. Me lo debes.
—No lo sé… Ya veremos.
Shelby asintió ligeramente con la cabeza, recogió las sandalias y empezó a caminar de espaldas, lentamente al principio y luego un poco más rápido. Al cabo de un rato se dio por fin la vuelta, echó a correr hacia el malecón y llegó hasta la carretera sin volverse una sola vez.
—¡Está decidido! ¡Te veo aquí! —gritó Lute a la figura que se iba perdiendo cada vez más en la lejanía. La muchacha no respondió. Él juntó las manos y se echó a reír, y el viento se llevó el eco de sus carcajadas hacia el océano.
Della Connell (y no McNeil gracias al acuerdo que ella y Lute habían alcanzado para no revelar la relación que los unía hasta que muriese su madre, que seguramente dejaría sin un céntimo a su hija y caería fulminada inmediatamente después si llegaba a enterarse de que estaban juntos) se removía inquieta en una de las butacas de cretona que había en el salón de la elegante residencia familiar de Back Bay. Era tarde y la estancia —iluminada tan solo por una lámpara situada en un rincón, sobre una mesita con la figura de un africano como pie— estaba sumida en la oscuridad. Incluso envuelto en sombras, aquel salón conservaba una apariencia vaporosa, casi etérea, debido en parte al techo abovedado, y en parte también a las paredes, que estaban esmaltadas en tres tonos distintos de verde lima con vetas blancas y marrones imitando el mármol. Della contempló con aprensión el teléfono que estaba a sus pies y que parecía tentarla, desafiarla, acusarla.
Seguía sin salir de su asombro por el extraordinario giro que habían dado los acontecimientos. Si le hubiesen preguntado hacía tan solo unos meses, habría jurado que las cosas entre Lute y ella estaban mejor que nunca. Poco después se marchó a Martha’s Vineyard con Barby, Tina y Muffin y se despidió con la promesa de ponerse en contacto con ella para que se reunieran todos en la isla en cuanto se hubieran instalado. Sin embargo, la frecuencia de las llamadas telefónicas —que en los primeros días de las vacaciones solían ser constantes— había ido disminuyendo poco a poco hasta quedar reducidas a la nada. Della nunca había confiado demasiado en que su marido respondiese las cartas que le enviaba (era prácticamente analfabeto), pero cuando se percató de la impaciencia, la irritación y la fría indiferencia que despertaban en él las llamadas telefónicas que le hacía, empezó a temerse lo peor. Y todas sus sospechas se habían visto confirmadas hacía dos semanas. Lute la había llamado una noche, borracho y con un tono muy agresivo, para exigirle que le concediera de inmediato el divorcio. Ella gritó, lloró y le rogó una explicación, pero él se negó a dársela y le dijo tan solo que ya no estaba enamorado de ella y que quería poner punto final a su relación. Sin embargo, algo en la voz de Lute desmentía sus palabras, y Della se propuso averiguar qué era. Al cabo de una semana, él la había vuelto a llamar —más enfadado incluso que la vez anterior— para saber por qué no le había enviado aún los papeles del divorcio. Arremetió contra ella con violencia y le ordenó que lo acompañase a México en avión, donde podrían arreglarles toda la documentación rápidamente y por muy poco dinero. La amenazó con informar a sus padres de que estaban casados si no accedía, y Della comprendió que no era un farol. En ese mismo instante se dio cuenta de lo desesperado que estaba: si precipitaba su caída en desgracia —y era evidente que hacer pública la relación que mantenían no podía tener más que ese desenlace—, Lute renunciaba a cualquier esperanza que tuviese de echar mano al dinero de su familia.
Había puesto a Della entre la espada y la pared y había estado a punto de hundirla, más cerca de lo que ella jamás le habría permitido, pero estaba decidida a luchar. No entendía por qué necesitaba que le concediese el divorcio con tanta urgencia, pero tenía una corazonada: estaba convencida de que había conocido a otra mujer y le había dicho que ya estaba divorciado. Pues bien, fuese quien fuese esa mujer, no tardaría en sufrir un terrible desengaño. Aquello no era una cuestión de orgullo: hacía mucho que Della había sacrificado hasta el más mínimo ápice de dignidad por ese hombre que tan despreocupadamente había pisoteado su amor. Prefería arder en el infierno antes que verse desbancada por una buscona negra, pero lo primero era asegurarse de que esta recibía su merecido: viajaría en avión hasta Martha’s Vineyard, descubriría quién era la mujer que había engatusado a su marido y haría todo lo posible por recuperarlo. Él era el único hombre que la había sacado de su ensimismamiento y, si lo perdía, no le quedaría nada en la vida. Se enfrentaría a él y le recordaría el poder que ejercía sobre él. En el pasado, para retenerlo, a Della le había bastado con dejar que Lute se asomara a su mundo, que vislumbrase fugazmente la vida sofisticada a la que tendría derecho por el simple hecho de haberse casado con ella y de la que disfrutaría… a su debido tiempo.
Tenía un asiento reservado en un avión pequeño, poco más que una tartana, que salía de Boston a las siete de la mañana siguiente. Tenía también la dirección de Lute, y se plantaría en la puerta de su casa una hora más tarde. El billete que llevaba en el bolso era una prueba fehaciente de los límites a los que aquel hombre la había llevado, porque a Della le daban miedo los aviones y hasta entonces siempre había procurado evitar esos ataúdes volantes. «Que vuele con él a México, claro», pensó. Lute había tratado de convencerla por todos los medios para que cogiera un avión y al final lo había conseguido, solo que el destino no era México.
Cogió el teléfono y se quedó con él en la mano. Al cabo de un rato volvió a colgar, como ya había hecho en infinidad de ocasiones. «Ya está bien —se dijo—. Tengo que llamarlo». Se agachó, volvió a levantar el auricular y marcó el número de Lute.
Cuando dio la señal, Della intentó recuperar la compostura y, aunque era tarde y resultaba poco probable, rezó para que no cogiera el teléfono una de las niñas. Sonó un clic y se oyó una voz al otro lado de la línea. Era Lute y parecía estar de muy buen humor: su «¿diga?» tenía un matiz de alegría casi infantil.
—Lute, soy yo.
Se hizo un silencio y después volvió a oírse la voz de Lute. Era la misma de antes, pero sonaba distinta, más seca y cortante, como si le hubiese pasado el teléfono a un desconocido. Della se estremeció por dentro al notar ese cambio, pero se armó de valor para aguantar la que se le venía encima.
—Solo llamo para decirte que… te tengo preparada una sorpresa. He comprado un billete de avión y llego mañana a la isla. Sé que es todo muy precipitado, pero necesito salir unos días de esta ciudad horrible.
La andanada de insultos que llegó hasta sus oídos le produjo un escalofrío. Era un rugido desaforado, un estallido de furia descomunal. Nunca había oído a Lute tan molesto, y nunca había tenido que soportar unas amenazas tan brutales.
—Siento… Siento mucho que pienses eso —tartamudeó mecánicamente—, pero soy tu mujer y tengo derecho a verte. No es justo que me dejes de lado y no pienso…
Lute la interrumpió con otra sarta de improperios; ella apartó el teléfono de la oreja y dejó que se desgañitara.
—Mira, no sé por qué te ha dado de repente por odiarme. No sé qué demonios te habré hecho, aparte de ayudarte, claro. Pero, si quieres el divorcio, tendrá que ser con mis condiciones. —Della se frotó los cercos oscuros que se le habían formado alrededor de los ojos y prosiguió—: Mañana tendrás ocasión de mirarme a la cara y decirme por qué se ha enfriado tanto tu corazón. Si consigues explicármelo, me iré y no volverás a verme nunca más.
Lute bajó la voz y adoptó un tono más suave, más calmado. Le rogó, le suplicó con toda su alma que esperase. Le dijo que necesitaba tiempo para poder darle la bienvenida que merecía y trató de persuadirla para que retrasase la visita una semana más.
Los gimoteos de su marido trajeron a la cabeza de Della recuerdos de la época en que era ella quien tenía la sartén por el mango y reforzaron aún más si cabe la decisión que había tomado.
—Te veo mañana. Punto final —dijo lacónicamente.
Escuchó un tanto embotada cómo Lute se preparaba para otra ristra de insultos, pero antes de que pudiese llegar demasiado lejos, hizo algo que no había hecho jamás: colgarle.