El día de la boda amaneció fresco y despejado. El sol aún estaba demasiado bajo para disipar las gotas de rocío que se habían formado sobre el césped que rodeaba la casita de Addie Bannister, y los únicos sonidos que perturbaban el silencio de la mañana eran los gritos histéricos que emitían Barby y Muffin mientras guardaban sus cosas en la mochila para pasar la jornada con sus nuevos amigos del otro lado de la isla y el frenético olfateo de Jezebel, que estaba a punto de descubrir un tesoro oculto de aromas bajo el porche delantero.
El sol se levantó un poco más, se abrió paso a través de los majestuosos árboles que había en el parque y arrojó sobre el césped unos charcos de luz que acentuaban el verde mucho más intenso de las zonas en sombra.
Los ovalitas empezaban a desperezarse: los más quisquillosos, acostumbrados a asearse por la mañana, empezaban a preparar sus baños; una mezcla de olor a café recién hecho y beicon frito se extendía por toda la zona; los bebés daban comienzo a su retahíla diaria de exigencias —unos riendo, otros llorando—, y las mujeres, en vista de que solo quedaban unas pocas horas para la boda, no paraban de probarse fajas y zapatos de tacón mientras contestaban con monosílabos a cualquier pregunta que no estuviese relacionada con lo que iban a ponerse.
El estruendo matutino del Óvalo llegó hasta la habitación de la hija mediana de Lute, y Tina se despertó sobresaltada e inquieta al verse sola en el dormitorio. A medida que fue recobrando la conciencia, la pequeña se acordó de la excursión que sus hermanas habían planeado el día anterior. A Barby y Muffin les encantaba la playa, pero ella no compartía su entusiasmo y prefería pasar el día cerca de la madre de los vecinos, aunque eso supusiese tener que soportar la compañía de sus dos hijos: Drew y Jaimie. Drew tenía doce años, la piel muy oscura y apenas se fijaba en Tina; Jaimie tenía nueve, la piel más clara y siempre estaba encima de ella para molestarla y martirizarla. Era la oveja negra de la familia. Ponía todo su empeño en portarse bien porque quería llegar a cumplir los diez, pero era tan travieso que su madre temía a veces que no pudiese conseguirlo. El favorito de la mujer parecía ser Drew, aunque Barby le dijo a Tina que era solo porque tenía miedo de que Jaimie se muriese y le rompiera el corazón.
Tina apartó las sábanas y estiró sus piernas regordetas de color avellana. Se fijó en que los rayos del sol que se colaban por la ventana brillaban más de lo que era habitual a la hora en que ella solía despertarse. Se preguntó por qué, y le extrañó también que su padre no la hubiese llamado para desayunar como todos los días. ¿Habrían vuelto ya Barby y Muffin? Se frotó los ojos, se levantó de la cama y se dirigió a las escaleras.
Se asomó entre los balaustres, echó un vistazo a la salita que estaba en el piso de abajo y vio a su padre sentado al borde del sofá con los brazos cruzados. Estaba balanceándose ligeramente y tenía una expresión extraña que Tina no supo identificar.
—¿Papi? —preguntó en tono quejumbroso.
Lute levantó la mirada con una sonrisa tensa en los labios.
—Buenos días, dormilona. No te preocupes por nada. Todo va a salir bien —dijo, y empezó otra vez a balancearse.
A Tina se le encogió el estómago. Hasta que su padre habló, la pequeña no tenía la menor idea de que tuviese motivos para estar preocupada. Metió la cabeza entre los balaustres de madera y lo observó con seriedad.
—¿Por qué dices eso, papi? —gritó.
Lute no levantó la mirada en esa ocasión.
—Nadie va a impedir que esta familia consiga lo que se merece —respondió—. Muy pronto tendrás una madre para que se haga cargo de ti y se asegure de que recibes una buena educación.
El rostro de Tina se iluminó y los ojos se le pusieron como platos. La niña empezó a menear su pequeño trasero en señal de alegría.
—¿De verdad, papi? ¿De verdad? ¿Quién es? Dime que es la madre de los vecinos, por favor. Dime que es ella. —Tina contuvo la respiración.
Lute se frotó las manos pensativamente.
—Sabes perfectamente que la señora Goodwin ya tiene una familia y está muy ocupada cuidando de ella. Pero Shelby Coles no tiene ninguna y va a ser la mejor madre del mundo.
Tina tuvo que morderse el labio para no echarse a llorar. No sabía quién era la persona a la que acababa de mencionar su padre, pero tenía muy claro quién no era. La madre de los vecinos había sido la fuente de todas sus alegrías ese verano y, hasta que su padre se puso a hablar, la depositaria de todas sus esperanzas. Cuando esa mujer la miraba, su sonrisa era auténtica y plena, no como la de las otras madres, que nunca se reflejaba en sus ojos y apenas asomaba a sus labios.
De repente, Lute se volvió hacia la puerta. Podía oírse el ruido de un coche subiendo por el camino de grava que llevaba a la entrada principal. Se puso en pie de un salto y se colocó frente a la puerta. Abrió y cerró los puños, apoyó el peso de su cuerpo sobre la planta de los pies y se inclinó levemente hacia delante, como si se preparase para recibir la embestida de una bestia. Su cuerpo era como un muelle enrollado. La puerta de un coche se abrió y se cerró, y el crujido de unos tacones sobre la grava del camino se fue volviendo cada vez más fuerte.
—Ve a tu habitación, Tina. Ahora mismo —dijo Lute sin apartar la mirada de la puerta.
Algo en la voz de su padre le dijo a la pequeña que no tenía sentido discutir. Se levantó del suelo, volvió corriendo a su cuarto, se acuclilló y pegó la oreja a la puerta.
Della ya estaba allí. Al viajar hasta el Óvalo sin ocultarse, había sacrificado todo lo que tenía, y también había conseguido que la amenaza de revelar su relación se volviera en contra de Lute. Si no retenía a su marido, se quedaría con las manos vacías. Los dos estaban librando una batalla perdida y ninguno parecía dispuesto a admitir que la situación era desesperada. Para Lute, Shelby aún no estaba casada con nadie; para Della, Lute seguía siendo su marido.
Cuando entró en la casa, Lute lanzó una mirada fulminante a su mujer y señaló con el pulgar por encima del hombro.
—Deberías haberle dicho al taxista que te esperase con el taxímetro encendido, porque te vas a dar la vuelta ahora mismo, vas a volver al aeropuerto y vas a coger el primer vuelo de regreso a Boston.
—Ni en sueños —respondió Della con suficiencia mientras dejaba el equipaje en el suelo—. No he arriesgado mi vida volando hasta este asqueroso montón de arena para darme la vuelta ahora y marcharme. Como mínimo, voy a pasar aquí la noche.
Lute se mesó los cabellos, se llevó las manos a los ojos y miró a su mujer a través de los dedos.
—¿A qué has venido, Della? —preguntó bruscamente—. ¿Quién te has creído que eres? ¿De verdad piensas que puedes suplicarle a un hombre que siga enamorado de ti, que puedes amenazarlo para que siga queriéndote? ¿Por qué no te resignas y te largas de aquí antes de ponerte aún más en ridículo?
El rostro de Della se descompuso y reveló toda su fealdad: la fealdad auténtica de una mujer que lo había perdido todo, que había ofrecido todo lo que tenía y a la que, aun así, habían rechazado. Se revolvió contra Lute como un perro arrinconado al que habían pateado ya muchas veces.
—Me he pasado el vuelo entero pensando en la llamada que me hiciste al llegar aquí. ¿Recuerdas lo que me dijiste? Te creí, maldito hijo de puta. Te creí y decidí esperarte. No pienso irme de esta isla hasta que vea con mis propios ojos qué es lo que te ha sorbido el seso y te ha endurecido así el corazón.
Lute echó un vistazo a su reloj. Eran las diez y diez. Tenía cincuenta minutos para llevar a Della al aeropuerto o, de lo contrario, todas las mentiras que había contado sobre su divorcio saldrían a la superficie como el cadáver de un ahogado. Puede que Della lo hubiese tentado muchas veces dejándole ver cómo vivían los blancos de clase alta, pero con Shelby podría llevar esa misma vida abiertamente y, además, compartirla con sus hijas. No dejaría que esa mujer echase por tierra todo lo que había hecho a lo largo del verano por su bien y por el de su familia.
—Por el amor de Dios, Della. No deberías haber venido. No tienes nada que hacer aquí. No compliques más las cosas.
—¿Qué pasa? —le preguntó en tono de burla mientras la indignación ardía en sus ojos azules—. ¿Te avergüenzas de mí? ¿No has ido por ahí presumiendo de tu mujercita, hablando sin parar de mí? Seguro que se llevan todos un buen susto cuando descubran que estás casado —dijo y a continuación se agachó, cogió las maletas y echó a andar hacia las escaleras.
Lute se lanzó sobre ella con un gruñido de furia ciega. Della soltó las bolsas de viaje, le clavó las uñas en la cara y le dejó un rastro de color rojo en las mejillas. Él consiguió rehacerse, le agarró las manos, se las sujetó a los costados y pegó la mandíbula a su cara. El sudor le goteaba por la nariz.
—Escúchame bien, zorra. Si no te largas de aquí ahora mismo, te juro que te mato. No es ningún farol, créeme —dijo entre dientes, con las venas del cuello a punto de explotar—. Como sigas así, te juro que te mato y dejo que los cuervos se coman tu cadáver.
Della acumuló un poco de saliva y le escupió a la cara. El escupitajo le alcanzó en la barbilla y acabó resbalando hasta el suelo.
—Sigo siendo tu mujer y no tienes ningún derecho a echarme. Qué rápido se te olvida quién ha pagado esta casita. Me iré cuando a mí me dé la santa gana.
Mientras hablaba, él empezó a tirar de los brazos de su mujer hacia atrás, ejerciendo una presión espantosa sobre sus hombros. Della dejó escapar un suspiro y cerró los ojos a causa del dolor.
—Suéltame, negro de mierda.
Lute soltó una de las manos de su mujer, se echó hacia atrás y le estampó un increíble bofetón en la cara. Della consiguió parar en parte el golpe, pero la fuerza que llevaba era tal que consiguió tirarla al suelo, donde se quedó momentáneamente aturdida. Con un terrible esfuerzo, consiguió levantar la cabeza. Tenía los labios manchados de sangre.
—Me aseguraré de que te metan en la cárcel por esto, puto carpintero —murmuró. Su voz fue subiendo de volumen hasta que se convirtió en un grito al pronunciar la última palabra.
Tina se acurrucó detrás de la puerta de su cuarto con las manos en las orejas y la mente en blanco por el miedo. Así era como Barby le había contado que papá terminaba comportándose tarde o temprano con todas las madres, y en aquel momento no le quedó otro remedio que creerla. La pelea que tenía lugar en el piso de abajo se fue volviendo cada vez más acalorada. Tina no sabía muy bien qué hacer, pero tenía claro que no podía quedarse en casa un solo minuto más. Había estado haciendo un dibujo para la madre de los vecinos y le pareció que aquel era un momento ideal para entregárselo. El abrazo, el beso y las caricias en el pelo que esperaba recibir a cambio calmarían su corazón desbocado. Se armó de valor, abrió la puerta del dormitorio, bajó las escaleras como una exhalación y salió corriendo al jardín. Ni Lute ni Della se fijaron en ella.
El puro instinto guio a Tina colina abajo hasta la casa de los vecinos. Sabía que no quería tener una madre llamada Shelby Coles ni otra llamada Della. Lo que quería era una madre sonriente con la piel oscura como la de los vecinos.
Lute seguía de pie junto a Della, con la mano levantada.
—No me obligues a darte otro guantazo —dijo a voz en grito.
Ella no tenía la menor intención de obligarlo. Ya le había pegado bastante, y a base de golpes, había conseguido reducirla a un estado de confusión y docilidad. Lute la levantó del suelo por la pechera de la blusa, cogió las bolsas con la otra mano y la empujó hacia la puerta. De mala gana, pero sin abrir la boca ni oponer la menor resistencia, dejó que la condujera hasta su coche, un DeSoto azul marino de 1949. Él puso el equipaje en el maletero mientras ella esperaba junto a la puerta del acompañante tambaleándose y, cuando terminó, se quedó mirándola con impaciencia.
—Venga, entra —dijo—. Está abierto.
Della obedeció y se dejó caer sobre el asiento de cuero.
Había usado el coche tan poco ese verano que Lute no sabía si conseguiría arrancarlo, pero el motor respondió a la primera. Pisó con fuerza el embrague, salió marcha atrás del camino que conducía a la casa dando un pequeño bandazo, metió primera y empezó a bajar por la carretera.
A esa hora tan temprana de ese día en particular, la madre de los vecinos no tenía ninguna gana de recibir visitas. Acababa de probarse a regañadientes el vestido que se había comprado hacía meses para la boda porque tenía la impresión de que estaba más gorda y se le había quedado pequeño. Sus dudas no tardaron en quedar confirmadas y, en su comprensible desesperación, no se vio con fuerzas para perder el tiempo con una niña que no sabía lo que era tener problemas de verdad.
Por primera vez desde que establecieron esa relación de cariño, el tono de voz de la mujer dejó traslucir impaciencia, y su rostro no reflejó ninguna sonrisa.
—Tengo mucho que hacer hoy, Tina. Venga, ve a jugar con tus hermanas. Seguro que no andan muy lejos.
Como no sabía muy bien qué hacer con él, Tina le entregó sin decir nada el dibujo de una mujer sonriente que había hecho con sus ceras de colores y se alejó de la casa rápidamente. Y después, sin comprender muy bien por qué —tal vez porque el animal había tenido la mala fortuna de presenciar su fracaso o simplemente para desquitarse—, cogió una piedra grande y se la lanzó a Jezebel: quería causarle el mismo dolor que la madre de los vecinos le había causado a ella por dentro.
Se arrepintió al instante y salió corriendo detrás de la perra. Lute vio a Jezebel a un lado del coche y no se fijó en que su hija se acercaba por el otro. Pegó un volantazo para esquivar a la perra y en ese mismo instante oyó el desgarrador aullido de Tina.
Abrió la boca, dejó escapar un gemido de pura angustia y, como si estuviese sumergido bajo el agua, pisó el freno con los dos pies. Las ruedas se pararon en seco y la velocidad del coche se redujo, pero no lo suficiente. El cuerpecillo indefenso de Tina salió volando con inquietante elegancia y pareció quedar suspendido en el aire, paralizado contra los tenues rayos de sol que se colaban a través de los árboles. Y después, como si fuese una marioneta a la que acababan de cortar las cuerdas, se desplomó en el suelo.
Tina —esa pequeña a la que ni siquiera se le había pasado por la cabeza que los niños pudieran morir antes de hacerse mayores y convertirse en personas de verdad— falleció en brazos de la madre de los vecinos, atenazada por un dolor tan intenso que ni siquiera se dio cuenta de que la vida se le escapaba. La madre de los vecinos la apretó contra su pecho entre sollozos mientras sostenía en la otra mano el dibujo arrugado que le había hecho Tina.
Barby y Muffin oyeron el grito de su hermana a lo lejos. Echaron a correr hacia la carretera y vieron a su padre boquiabierto, inmóvil. Se colocaron a su lado y miraron a Tina. Muffin había vivido lo bastante para saber lo que era estar vivo, pero era aún demasiado pequeña para entender lo que significaba la muerte. Barby, sin embargo, sí era capaz de comprenderlo. Tina quería tener una madre de color como la de los vecinos. Las madres de color siempre estaban abrazándote y haciéndote reír. Las blancas solo causaban dolor y tristeza. La niña empezó a llorar.
—¡Haz algo para que no se muera! ¡No la dejes morir! ¡No la dejes morir! Qué pasa, ¿no la quieres? Es mi hermanita y sé que le da mucho miedo morir, pero yo no sé cómo hacer para que no se muera. —Barby lanzó a su padre una mirada llena de furia—. A ti no te gustan las madres, por eso las matas. Tina solo quería tener una madre y la has matado para que deje de pedírtelo —dijo, y empezó dar puñetazos a su padre en las piernas.
Lute se echó a llorar. No lloraba desde niño. Las primeras lágrimas fueron por sus hijas, pero las que derramó a continuación eran por él.
Alrededor del coche empezó a formarse una multitud a la que no tardaron en incorporarse todas las familias del Óvalo. De repente, una mujer se abrió paso a través del gentío. Era Shelby. Le bastó un solo vistazo para comprender la escena que tenía delante: la mujer blanca de Lute estaba acurrucada dentro del coche y Lute se encontraba a un lado con sus tres hijas, dos de ellas vivas y la tercera muerta. Un arrebato de rabia y pena se apoderó de ella: se arrodilló en el suelo y se llevó las manos a la boca sin querer. Se le habían caído las vendas de los ojos. Todo lo que Lute había dicho acerca de ser fiel a tu raza, todos sus infundios y todas sus indirectas malintencionadas no eran más que mentiras y pretextos. Todos sus engaños y todo su rencor habían acabado provocando ese desenlace: la muerte de una niña pequeña e inocente que, por encima de cualquier otra cosa en el mundo, quería tener una madre. Shelby solo podía estar agradecida a Dios de que no fuera demasiado tarde para ella y para Meade. El color de la piel era una distinción falsa, pero el amor no.
Desde el porche de la residencia de los Coles, Nana, Liz y Laurie vieron cómo la multitud empezaba a dispersarse. Laurie rompió a llorar, al principio suavemente y después con más fuerza. Su madre intentó tranquilizarla, pero la pequeña siguió berreando. Nana levantó la cabeza y observó a la niña con seriedad. Después, sin pronunciar una sola palabra, se volvió hacia su bisnieta y alargó los brazos.
Liz colocó con mucho cuidado a Laurie entre los brazos arrugados de Nana con una sonrisa tímida y triste. La anciana trató de arrullar a la pequeña mientras la mecía y le acariciaba la mejilla de color oscuro. Notó que el bebé se iba tranquilizando y se acordó de Josephine, a la que también había sostenido entre sus brazos hacía ya muchos años. No podía volver atrás en el tiempo. No estaba en su mano cambiar el pasado ni transformar el presente, pero lo que sí podía hacer era dedicar todo el tiempo de vida que le quedara a trabajar para que las cosas fueran mejor en el futuro. Liz puso la mano en el hombro de Nana. Las dos se volvieron y entraron en la casa.